domingo, 28 de abril de 2013

El Débil Repicar de las Campanas



Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían al altar dónde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular. Miraron al anciano, que era el único que llevaba una vestimenta diferente, el encargado de pronunciar las palabras que  proclamarían su amor infinito, pero dejaron de mirarle enseguida. Se dieron la vuelta hacia los testigos. Parecían tristes, emocionados por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, pero pronto el anciano lo rompería. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.

Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos…perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.

La mayoría tenían familias fuera y eran felices. Todos los consideraban unos valientes por ponerse ese uniforme, por empuñar esas armas y hacer lo que hacían. Eran valientes que luchaban por los inocentes, defendían su país. Eran valientes que estaban solos y que veían cada día cosas horribles. Pero en el fondo eran cobardes y no había nada de heroico en lo que hacían.

Cada día mataban y cada día era más fácil hacerlo. No seguían sus ideales, solo seguían órdenes. Defendían algo que no existía, que no era tangible, defendían su país. Pero ¿De qué lo defendían? ¿Quién lo defendía de ellos mismos? Tal vez tampoco fuesen cobardes, tal vez simplemente no fuesen nadie. Diez hombres que no valían nada, diez hombres débiles que necesitaban parecer fuertes, creerse fuertes. Algunos solo sabían demostrar su fuerza en casa, con su mujer y sus hijos. Esos ya estaban acostumbrados a los gritos, a los llantos, al miedo. Eran perros de guerra amaestrados que tenían a su presa en casa, preparada para jugar con ella, para usarla a su antojo, para atacarla.  Otros ni siquiera habían tenido la fuerza necesaria para formar una familia. Solo se sentían fuertes con un arma en la mano, en el campo de batalla, entre muerte y dolor. Esos eran los peores, no tenían nada que perder. Muchos se habían perdido caminando y nunca tuvieron la fuerza para buscar un nuevo camino. Este era el más fácil. No había que pensar, no había que elegir…Pero había que sobrevivir y, la verdad, sobrevivir no era fácil.

Cada día que pasaba, cada día que tenían que sobrevivir, se hacían más débiles. Su miedo aumentaba, su visión de la vida se tornaba más oscura de lo que ya era y necesitaban sentirse más fuertes. Se insensibilizaban y se volvían peligrosas máquinas de matar. Pero hasta la máquina más potente era frágil y necesitaba ser cuidada y a menudo engrasada.

En el momento previo a la lucha, durante la lucha y tras la lucha, se sentían solos. Los diez hombres solo se tenían los unos a los otros. Diez hombres débiles que si formaban un único hombre, podían hacerse fuertes. Pero si uno de ellos moría, el dolor sería más grande, tanto como el de perder una extremidad. Por eso siempre se entrenaban juntos, siempre luchaban juntos. Hombro con hombro, todos cuidaban de todos. Vigilaban las espaldas de sus compañeros, trabajaban en equipo con una sincronización única. Los diez se convirtieron en un hombre fuerte, imparable, que había llegado a la cima. Pero es complicado sujetar un solo cuerpo entre diez hombres. Siempre existirá cierta inestabilidad y el más mínimo error acabaría con todo, provocando que el hombre perdiese el equilibro y cayese aparatosamente de la cima.

En el fervor de la batalla es difícil controlar tus sentimientos. No eran pocas las veces que había gritado, que se había enfurecido sin motivo, que se había apresurado y había arremetido un golpe innecesario, sin pensar. Su mujer siempre había sido la víctima de aquello. Pero aquel día no estaba entre las paredes y los muebles de su casa, estaba en campo abierto, entre disparos y explosiones. Tampoco era su mujer la que estaba frente a él, sino decenas de enemigos. Pero no pareció importarle. La adrenalina que tantas veces le había dominado le jugó una última mala pasada. Gritó como siempre hacía, atacó como tanto le gustaba, pero los enemigos si podían defenderse. Por una vez su mujer no fue la víctima.

Hubo otra pérdida. Pudo deberse a la lealtad, la amistad o el amor, nadie lo supo, pero todos lo vieron. Vieron como uno de los suyos se colocaba frente a los disparos cuyo destino se encontraba en el cuerpo de otro soldado. Vieron cómo mientras su cuerpo cubierto de sangre caía, sus ojos se llenaban de lágrimas. Pero sonreía…algo que entre esos disparos, entre ese dolor y entre tanta muerte, solo podía conseguir el amor. El otro soldado se quedó mirando el cuerpo de su protector, temblando, dispuesto a vengarlo. Puso en peligro su vida por aniquilar a los soldados que mataron a su compañero. Soldados no muy diferentes a ellos, con una misión tampoco muy distinta, que morían frente a sus ojos. Seguramente esos soldados enemigos fuesen igual de débiles, sentían el mismo miedo y amaban a otras personas, pero debían morir igual que habían matado. Era su destino allí, el mismo que les esperaba a ellos.

El hombre dejó de estar completo, perdió dos brazos, un brazo violento que solo valía para asestar golpes y otro brazo que fue amputado mientras se protegía el corazón. Ahora eran ocho, ocho que decían haber vencido la batalla en la que perdieron dos de esas extremidades. Pero no ganaron nada, solo perdieron a dos de los suyos, una parte de ellos mismos, una parte de su fuerza.

Una pérdida que supuso una nueva amputación. Esta vez no fue en el campo de batalla sino en la habitación donde consumaron su amor prohibido…pero no el único. Por fin había encontrado un camino que le gustaba, un camino que podía recorrer, sabía cómo hacerlo y quería hacerlo. Aunque fuera entre sufrimiento y muerte, no le importaba mientras fuese ajeno. Pero el día en el que él murió protegiéndole, ese camino se desvaneció, su escasa fortaleza también. Se iría con él, no sabía a donde, pero se iría de la misma manera que él, con un disparo.

Ya solo quedaban siete. Pero los siete se mantuvieron fuertes. Siempre cautelosos, siempre vigilantes, no podían perder a más. Y fue en una de esas vigilancias, cuando dos de esos siete siguieron el mismo camino de los últimos dos soldados que murieron. Uno de ellos llevaba años sin ver a su familia, el otro ni si quiera tenía. Tenían que vigilar, estar preparados para cuando llegase el enemigo. Esa noche no vigilaron, pero estarían listos para cuando el enemigo llegase. Juntos se sentían más fuertes de lo que nunca habían sido, no había bala que perforare sus corazones. Era un amor prohibido, pero no el primero en ese lugar. No había porque esconderse, eran parte del mismo cuerpo, eran compañeros, soldados. Eran hombres, simplemente hombres. Pero se escondieron.

Al principio resultaba extraño, llevaban tiempo amándose, pero era la primera vez que decidían dejar de ser débiles y hacer lo que ambos deseaba. Ninguno de los dos había sentido eso por otro hombre, pero tampoco por una mujer. No sabían si la guerra les había nublado la razón, pero se amaban de verdad. Los días se hacían más cortos, las muertes menos violentas, la lucha merecía la pena para que llegase el nuevo día, un día más con él.

No podían decírselo a nadie, se llevarían su secreto a la tumba, y ellos, al contrario que sus compañeros muertos, lo conseguirían. El secreto anterior había sido desvelado con el suicidio del que quedó con vida. Su crimen, descubierto. ¿Qué hubiera pasado si hubiesen descubierto su romance antes de su muerte? Su superior no parecía contento cuando leyó la nota de suicidio. Una nota que solo reflejaba amor…también pena por la pérdida. Pero sus compañeros lo entenderían, lo aceptarían.

Lo que a ambos les preocupaba era lo que pasaría después de la guerra. Cuando el odio cesase ¿Continuaría el amor? Uno se preguntaba si abandonaría a su mujer y a sus hijos, el otro si abandonaría el miedo que le había hecho perderse en el camino, sin una familia que cuidar, sin nadie a quien hacer feliz. Se preguntaron si seguirían siendo fuertes o volverían a ser débiles. ¿Serían valientes o cobardes? ¿Se casarían? Ninguno de los dos se imaginaba que su boda estaba tan cerca.

Una noche descansaban juntos, pero su amor no lo hacía. Para ellos no existía más que esa habitación, esa cama, ese hombre. Pasarían la noche despiertos, pero a la mañana siguiente tendrían la fuerza suficiente para luchar, mientras lo hicieran juntos. Lo que no imaginaban era que no pasarían la noche despiertos para consumar su amor, sino su odio, el odio de una nación. La puerta se abrió de golpe. Uno de sus compañeros los vio desnudos sobre la litera que compartían. Entró dispuesto a gritar para alarmar de su llegada, pero se quedó callado. Después de un instante en silencio, los disparos recordaron al inoportuno soldado por qué estaba ahí. “Nos atacan” dijo seco, como si hubiese visto a uno de sus compañeros con el enemigo.

Los hombres se vistieron, juntos; salieron, juntos; lucharon, juntos; mataron, juntos; vencieron, juntos. La batalla había terminado, la suya comenzaba ahora. El compañero que les había visto les miraba con la misma mirada de la habitación. Sus heridas no le parecían tan graves como lo que había presenciado. ¿Qué había presenciado? Algo mucho más agradable que lo que llevaba años presenciado en el campo de batalla, pero parecía que le aterraba más. Ya estaba amaneciendo, pero decidieron volver a la habitación, juntos de nuevo.

¿Puede una situación generada por el odio desembocar en amor? Muchos soldados se aferraban a ese sentimiento en el campo de batalla para sobrevivir, pero ¿cuantas veces surgía el amor en el campo de batalla? Esos diez hombres, ahora siete, parecían no conocer el amor. No conocían más que su propia debilidad, debilidad que se tornó en fuerza cuando se unieron, odio y miedo que se tornaron en amor y esperanza. Pero el único que tenía derecho a mostrarse ante todos tal y como era, sin tapujos, sin escrúpulos, era el odio y todo lo que reflejaba. Daba igual cuanta gente muriese o resultase herida, daba igual cuanta gente llorase o tuviese miedo. Daba igual cuanto se sufriese, era el odio lo que todos conocían, con lo que luchaban. El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad. Y más si ese amor es considerado anti-natural. El hombre ha sido creado para amar a las mujeres, no a otros hombres. Pero el hombre también ha sido entrenado para matar a otros hombres como él, nunca mujeres. Sin embargo, en la guerra muchas mujeres son aniquiladas…y no sucede nada.

Su amor había sido descubierto, ya no había motivos para esconderse. Había llegado la hora de ser valientes, fuertes por primera vez en sus vidas. Lo reconocieron. Reconocieron que se amaban y que no dejarían de hacerlo jamás. Sus compañeros les escucharon, su superior se limitó a asentir. En un solo día lo prepararon todo, había llegado la hora de casarse. Ese mismo día habría boda.

Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían a al altar, dónde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular. Miraron al anciano que era el único que llevaba una vestimenta diferente, el encargado de pronunciar las palabras que  proclamarían su amor infinito, pero dejaron de mirarle enseguida. Se dieron la vuelta hacia los testigos. Parecían tristes, emocionados por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, pero pronto el anciano lo rompería. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.

El anciano, con su uniforme lleno de medallas, se había separado de ellos mientras decía lo que debía decir. En esa boda no había alianzas…ni enemistades. Tampoco traiciones ni venganzas. Mucho menos rencores. Solo había miedo, incomprensión, debilidad y cobardía. En esa boda solo había un hombre con algunas partes amputadas y a punto de desintegrarse por completo. Había cinco dedos presionando cinco gatillos y una mano presionando otra mano.

Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos…perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados. Tal vez fue también la debilidad lo que llevó a esos dos soldados ante aquel altar. Pero la fortaleza les hizo mantenerse allí parados, juntos, en silencio, esperando el fin de su boda. Un fin que llegó pronto. El sonido de las diminutas campanas cesó, los cinco dedos se levantaron, los dos soldados cayeron… sus manos siguieron unidas. La muerte no les separó.

domingo, 21 de abril de 2013

Cadenas Vinculantes



Un día más volvía a oír sus voces. Todos los días las oía, todas las noches. Nunca dormía, no podía. Igual que no podía moverse, ni alimentarse, ni beber. Las cadenas estaban siempre frías, frías y oxidadas. Llevaba muchos años encadenado, le daba miedo recordar desde cuándo. Le daba miedo pensar qué había hecho para estar ahí. Le daba miedo descubrir a quien pertenecían esas voces, igual que le daba miedo pensar que sería de él cuando saliese de ahí ¿Alguien le esperaría? ¿Alguien le buscaría? Le dolía la cabeza, también todos los días. Le dolían las muñecas y los ojos, sobre todo los ojos. Todos estos años llevaba encadenado en la más profunda oscuridad, era lo único que veían sus ojos, la nada más oscura. Una oscuridad que hacía daño. No lo soportaba, no soportaba oír sus voces y no poder ver sus rostros. Nunca se atrevió a hablarles, nunca lo intentó. Tal vez ellos podían liberarle, pero también podían matarle. Estaba seguro de que ellos acabarían con su vida tarde o temprano.

Desde el primer día su prisión era fría y húmeda. Estaba repleta de goteras, goteras que en ocasiones habían inundado la sala hasta el punto de sentir el agua en el cuello. La primera vez gritó aterrado, pero solo la primera vez. Nunca llegaba a ahogarse y eso es lo único que le aterraba ahora, que la pesadilla nunca terminara. Le parecía que, incluso si el agua llegase a inundar por completo la sala, aunque se pasase horas bajo el agua, sin oxígeno, no moriría. Su vida continuaría aferrado a las cadenas, sin fuerzas ni siquiera para pensar, pero sin poder dejar de oír sus voces.

No escuchaba lo que decían, no le importaba. Solo quería salir de ahí. A veces le parecía oír sonidos agradables en lo que parecía el exterior de esa lúgubre prisión. Sonidos que no distinguía y que en ningún momento conseguían tranquilizarle. Eran sonidos que le agobiaban, que le recordaban que había vida ahí fuera, pero que él no podía disfrutar. ¿Acaso no se lo merecía? ¿Acaso no había luchado durante toda su vida para ser alguien? ¿Qué es lo que había conseguido? ¿Qué había hecho?
                                          
Intentó recordar, pensar en su pasado. Todo era muy borroso. Le costaba un esfuerzo sobrehumano imaginar formas de nuevo. Más aún le costaba recordar los sentimientos que algún día formaron parte de él. La oscuridad le había cegado la vista, pero lo peor era que su alma estaba también ciega y, al contrario que la ceguera de sus ojos, esta parecía incurable.

Él siempre soñaba despierto, ahora no era capaz siquiera de dormir. Nunca paraba de correr, hablar, reír…ahora lo único que podía hacer era dar vueltas en el suelo, pensando…y ahora que lo pensaba, también llevaba años sin hablar. No recordaba el sonido de su voz y tampoco quería oírlo. Igual que no quería oír sus voces, unas voces que nunca dejaban de hablar y que le desesperaban.

Continuó viendo lo único que podía ver, aunque siempre de forma borrosa, su pasado. Recordaba a personas junto a él, personas que le cuidaban. Recuerda un juramento que hizo ante su madre, que incluso muerta parecía más viva de lo que estaba él en ese momento. No recordaba que juró, pero tenía que ver con algo nuevo, con otra mujer, con unos niños más pequeños que sus hermanos…Intentaba recordar, pero las voces no se callaban. Estuvo a punto de gritarles que lo hicieran, pero decidió seguir callado…encadenado.

Recuerda mucho esfuerzo, un gran cansancio, pero un cansancio físico que mermaba con lo que sentía. Pero ¿Qué sentía? Había luchado, había sufrido, pero también había disfrutado, había amado. ¿A quién? No lo sabía. La voces volvieron a interrumpirle, esta vez era solo una voz, una voz que parecía acercarse a él. Emanaba calor, pero él se apartó. Tenía miedo. No quería su calor, se había acostumbrado al frío. Sintió como se alejaba para unirse a las demás voces de nuevo, entre sollozos. Pero las demás voces la ignoraban. Él también decidió ignorar su llanto. Solo quería recordar.
Entonces, comenzó a ver la misma imagen una y otra vez. Vio una figura que conocía pero no recordaba. Una figura que pertenecía al pasado, a sus recuerdos. La veía haciendo siempre las mismas cosas, sintiendo siempre el mismo cansancio, escuchando siempre las mismas voces. Intentaba recordar, recordar, recordar. Pero mientras esas imágenes se repetían una y otra vez, sin apenas variaciones, la oscuridad empezó a cernirse sobre la misteriosa figura. Antes de hacerlo vio unas cadenas. Brillantes, sólidas, que tintineaban provocando un sonido de lo más agradable. Un sonido que ahora no hacía más que desesperarle.  Las cadenas se perdieron en la oscuridad, pero sentía el metal más que nunca. Le hacían daño y solo quería liberarse de ellas.

No había cometido ningún crimen. No había hecho nada…solo vivir. Y allí moriría, se dio cuenta de que moriría. Podía haber pedido ayuda, pero decidió esperar la llegada de la muerte, tan fría como esas cadenas, tan fría como esa prisión. No lloró, no gritó, no habló, no volvió a temblar ni tampoco a pensar. Solo esperó, un día y otro. Días que parecían solo uno, días que no parecían ni siquiera días sino oscuras noches. Noches tristes sin luna y estrellas. Pero el amanecer de un nuevo día estaba a punto de llegar. Él no lo sabía, pero cuando la noche fuese demasiado larga hasta para él, llegaría. Y llegó.

No vio el sol salir, no oyó a los primeros pájaros de la mañana cantando, no vio nada, como siempre. Y solo oía una cosa, sus voces. Voces que le taladraban la cabeza y que hoy podría dejar de oír. Una puerta se abrió, sintió frío y sintió calor. Por un momento volvió a sentir miedo, pero cuando escuchó su voz se tranquilizó. Había alguien frente a él con una voz grave, sosegada, una voz que no conocía. “Tengo la llave” le dijo. “Pero tú tienes algo más importante”, hubo un silencio. “Les tienes a ellos, solo tienes que ver en la oscuridad, escuchar en el vacío”. El misterioso hombre parecía acercarse. “Puedes intentarlo o puedes liberarte, tú decides”

Una sonrisa parecía aparecer en la cara del hombre encadenado, pero solo fue una sensación que no duró mucho. “Dame la llave”. Fue lo único que dijo después de tantos años en silencio.

“La llave está en tu fuerza”. Hizo otro parón. “O en tu debilidad, según la perspectiva. Úsala y serás libre. Arranca tus cadenas”.  El encadenado no dudó. No dudó en hacer fuerza, no dudó en alargar sus brazos, tensándolos. No dudó en gritar mientras tiraba, no dudó en destruir las cadenas, arrancarlas de la pared. No dudó en ser libre. La pared crujía con fuerza mientras las goteras caían con más rapidez. Las voces que llevaba años oyendo comenzaron a gritar, a suplicar, a llorar desesperadas. Pero él solo oía sus propios gritos. No sentía más que su fuerza, su debilidad. Las cadenas le hicieron más presión que en toda su vida y, entonces, lo consiguió. Las cadenas no se soltaron, pero las paredes fueron arrancadas brutalmente. Por la pared derruida entraba el sol naciente del este. Por fin pudo ver. Vio al hombre frente a él, vio a los dueños de las voces, vio las cadenas, vio platos abundantes de comida y cubos llenos de agua fresca frente a él. Volvía a ver, pero pronto desearía estar ciego.

El hombre que le miraba con el semblante serio era él mismo. Era la imagen que se mantenía en su recuerdo, ahora nítida. Era el hombre que siempre soñó ser y el mismo que había olvidado. Ese hombre que ya poco tenía que ver con él extendió el brazo para mostrarle la comida y el agua, extendió el brazo para que viese a las personas que había en la sala a pocos metros de él, para que viese las cadenas, las mismas que permanecían en su recuerdo.

“Solo tenías que moverte, moverte un poco para tocar la comida y sentir el agua. Solo tenías que hablar para ser escuchado, pedir ayuda, lo tenías todo al alcance de tu mano. Pero decidiste resguardarte en tus recuerdos, y al mismo tiempo en el olvido. Te resguardaste en tu miedo… Te centraste en las cadenas sin mirar a tu alrededor, en la oscuridad. Y esto es lo que has conseguido…tu libertad. Disfruta de ella”.

El edificio empezó a temblar. Las paredes comenzaron a derrumbarse, el suelo a resquebrajarse y el techo a desplomarse. De nuevo, apenas podía ver. Esta vez había luz suficiente para hacerlo, pero el polvo cubría la sala, además de los pulmones. La arenilla se metía en los ojos, que le escocían más que nunca. El estruendo de las rocas al impactar contra el quebradizo suelo no conseguía ahogar los gritos de angustia de aquellas voces ahora con cuerpos, con rostros. Rostros que él conocía bien. Era ella, era ella con los pequeños. La mujer que había amado, la mujer con la que juró formar una nueva familia como la que le cuidaba cuando era un niño. Juró ser feliz, juró hacer feliz. Para hacerlo necesitó las cadenas. Recordó de nuevo las cadenas brillantes y sólidas. Sus padres llevaron las mismas cadenas, cuidaron de ellas y murieron con ellas. Las cadenas no apresaban, las cadenas protegían. Solo con ellas podían crearse los vínculos entre personas. No siempre eran cómodas ni agradables de llevar, pero si aguantabas con ellas hasta el final, la marca que dejaban en las muñecas no era nada en comparación con la marca que dejaban en el corazón de las personas por las que te las pusiste. Las cadenas no apresaban, las cadenas liberaban.

Pero a veces el peso de las cadenas nos vence, nos convertimos en presos, pero no de las personas que amamos, sino de nosotros mismos. Presos de nuestra debilidad, de nuestro egoísmo, de nuestra propia oscuridad. Todos podemos ser libres, solo tenemos que saber observar, no solo mirar; escuchar, no solo oír; hablar y no solo pensar; y ante todo, tenemos que saber amar en la prisión más lúgubre y oscura.

Pero ya era tarde para él. La prisión se derrumbaba ante esas voces que decidió ignorar. La prisión que él mismo había construido piedra a piedra, aplastaba sin que pudiese hacer nada para evitarlo a la familia que con tanto esfuerzo había formado. Había roto sus cadenas, su juramento, sus corazones. Él era lo único que quedaba en pie. Observaba las ruinas, los cadáveres. Observaba las rocas y los brazos y piernas que sobresalían de ellas. Observaba la arena y también la sangre. Pero ya era tarde para observar. Se dio la vuelta para contemplar el nuevo amanecer, el camino que le esperaba tras la liberación de sus cadenas. Pudo ver el sol, el cielo…pudo ver el desierto. Era libre, libre de caminar entre la arena. Sin agua, sin comida, sin rumbo, sin su mujer, sin sus hijos…sin cadenas. Libre… y solo.

domingo, 14 de abril de 2013

El Color del Amor



Comenzó a quitarle la ropa con ímpetu, rasgando la tela sin importar nada más que el contacto con la carne desnuda. Su piel, húmeda por el sudor, ardía. Una de sus manos entró en contacto con su mejilla izquierda, mientras la otra se deslizaba con destreza entre sus piernas. La mujer se sonrojaba y gemía al mismo tiempo. La huesuda espalda de la mujer impactó contra el suelo, mientras el hombre, ahora sobre ella, la acariciaba el cuello con la misma mano que había acariciado su mejilla. La mujer le agarraba del pelo, tirando de sus mechones con intensidad, al hombre no le importaba. Su venosa mano bajaba hacía el pecho de la mujer. Mientras le agarraba los senos, la mujer se erguía para morderle una oreja. Él la abrazó con fuerza, alargó uno de sus brazos hacia la mesa, como si quisiese agarrarse y comenzó a mover el miembro hasta sentir su interior. Ella aprovechó para clavarle las uñas en la espalda…a él seguía sin importarle. Fueron varias sacudidas en la misma posición, sacudidas acompañadas de alaridos y culminadas por el fluido que salió disparado salpicando a su cuerpo e incluso la pared. Se la extrajo con delicadeza mirando el rostro de la mujer que amaba, recordando el día que la había visto por primera vez.


No, no era un día gris, ni lluvioso. El cielo estaba completamente despejado y el sol brillaba con fuerza. Iluminaba las calles y los parques envueltos en un manto verde de frescor. Pero él no contemplaba, no olía, no sentía. Su interior estaba vacío. Se limitaba a caminar pensando, en nada en particular, en todo en general. No vivía, solo se limitaba a mantenerse con vida. Consumía energía y la reponía. Cumplía con  el deber, no su deber, sino el deber de una sociedad que se alimenta de la energía de los organismos que pueblan el mundo, para que, a su vez, esos organismos se alimenten de la sociedad y el trabajo de los demás. Esa era su vida. No tenía ningún sentido, o tal vez era lo único que lo tenía. A penas hablaba, significaba consumir energía para compartir ideas sin importancia, muchas veces estupideces. Leía mucho, en su día para entender, ahora solo para mantener su núcleo, el cerebro, en funcionamiento.
Conocía palabras, muchas palabras, también su significado, pero no su auténtico significado. Amistad, lealtad, honor, felicidad, amor…solo eran palabras. Desde pequeño había sido así y nunca se había esforzado en cambiarlo. Era la herencia recogida de sus progenitores, el resultado de unos antecedentes naturales y sociales. Debía ser así, la vida no había que entenderla, ni siquiera vivirla. Había que dejarse llevar por el camino que nos había preparado hasta su desenlace…Se equivocaba.

Un día lo vio. Vio el color verde, húmedo, proyectando destellos hacia él que le iluminaron más que cualquier rayo de sol. Un sol que no parecía hacer efecto en su inmaculada piel, blanca como la nada, lisa como el cielo de esa mañana. En cambio a él, los destellos de su mirada le sobrecogieron. Por primera vez en muchos años, en su camino al lugar de siempre para comer lo mismo de siempre, se detuvo. Por primera vez en toda su vida, sintió algo. ¿Qué era? Ni él lo sabía. Quiso acercarse, como hipnotizado, pero no lo hacía. Podía moverse, quería moverse, pero no lo hacía. ¿Por qué? Era una estupidez, no tenía sentido y siempre había huido de las estupideces y los sinsentidos, pero esa vez solo quería quedarse ahí, eternamente, contemplando esa mirada, a esa mujer.

Ella seguía caminando, pero no consumía energía al hacerlo, solo consumía su alma. La delicadeza de los movimientos de la mujer contrastaba con el frenesí de su corazón. Hablaba por el móvil mientras sus pasos la llevaban hacia él. Su voz no provenía de la vibración de las cuerdas vocales, no…su voz provenía del cielo, era como la brisa marina y lo que decía no llegaba en forma de información a su cerebro, sino que volvía a impactar en el corazón. También notó un impacto en el estómago. No había comido nada desde hacía seis horas, pero pareció alimentarse de las palabras que emanaban de su boca. El estómago se había cerrado. Los labios se movían, por ellos a veces asomaba una lengua que daba ganas de saborear y unos dientes que parecían no haber sido hechos para morder, sino para cautivar.
Hacía calor, mucho calor, más del que hacía hace escasos minutos, más que el que había sentido en toda su vida. No pudo evitar mirar las montañas que acompañaban ese bello paisaje, unas montañas que daban ganas de escalar para llegar al cielo. Sus blancas piernas, que se mostraban desnudas bajo un corto vestido, no dejaban de moverse. Parecían moverlo todo. Entonces llegó el momento. El olor a hierba mojada desapareció, o tal vez se camufló, no importaba. Su aroma le alcanzó. Un aroma dulce y más fresco que el de cualquier césped. ¿Un perfume tal vez? Daba igual, era su olor. Nunca había olido nada, nunca como aquella vez. Él no apartaba la mirada, ella miraba al infinito mientras hablaba, el lugar donde querría estar con ella. Entonces se cruzaron y fue en ese instante cuando su verdor le deslumbró por completo. Le estaba mirando. Sus piernas se pararon, los pájaros se detuvieron, los aspersores dejaron de funcionar…el día dejo de avanzar. La nada que había sentido todos estos años le rodeaba, solo existía una cosa, solo existía ella. Por primera vez, lo único que parecía tener vida era él. La mujer esbozó una sonrisa sin dejar de hablar ¿Una sonrisa para él? Por desgracia la realidad se impuso y ella, al igual que los pájaros y los aspersores, continuó su camino. Pudo ver la hilera de huesecillos que componían su marcada columna vertebral, sus caderas contoneándose suavemente, alejándose. Quería llamarla, seguirla…No lo hizo. Pero la observó hasta que se perdió en la lejanía. Aunque nunca se llegó a perder. Cuando prácticamente era solo un punto, el punto más bello que había tenido la suerte de ver, vio como se detuvo hasta entrar en un edificio de una sola planta.

Era de noche. La única luz que iluminaba la estancia no era la de la bombilla, la de las estrellas o la de la luna, era su luz. Apenas había comido nada y no había pensado en otra cosa. No tenía ganas de dormir, ni de trabajar, pero sí de vivir, vivir con ella. Por primera vez sintió miedo. Todo esto era nuevo. A veces se sentía estúpido ¿Por qué amar? Todo es un engaño, todo es química, necesidad de supervivencia. Cuando amas pierdes el control de tu cuerpo, de tus pensamientos, todo deja de tener sentido y al mismo tiempo todo cobra sentido de repente. Siempre le habían parecido estupideces que entorpecían la auténtica labor del ser humano. Somos carne, huesos, órganos, genes…somos cuerpos con una misión. Una misión que había dejado de existir para él. En ese momento, también por primera vez, sintió furia. Furia por no estar con ella, por no entender porque quería estar con ella. Apoyó la cabeza entre los brazos, cerró los ojos y vio su inocente y preciosa cara, sus delicados contoneos, sus suaves labios, su pulcro cabello castaño. Era una trampa ¿O era la vía de escape? ¿Y si era la vida, la sociedad, la realidad, las que no tenían sentido? ¿Estábamos hechos para amar? La lógica le decía que no, pero ya nada tenía lógica.

Si hubiese seguido la lógica no estaría frente a esa casa que el día anterior contemplaba en la lejanía mientras el precioso punto se adentraba en ella. La puerta se abrió para dejar ver ese verde sobre blanco de nuevo. Las palabras no salieron, no había nada que decir, y había tanto. El dulce sonido volvió a colarse en sus odios. Parecía preguntar algo, pero no respondió. Solo la observó, a ella y lo que había tras ella, su hogar, lo que la definía. El hogar del hombre que llamaba estaba sin decorar, con los muebles necesarios. Las paredes eran blancas y lo único que ocupaba sitio eran montones de libros por todas partes. El hogar de la mujer a la que llamaba estaba lleno de cuadros y fotos, paredes de vivos colores y estanterías también repletas de libros.

Las únicas palabras que salieron de su boca fueron “Te gusta leer”. Ella afirmó mostrando desconfianza, pero sin perder su belleza. Observó que en la mano llevaba un libro, un libro que él había leído hacía ya un tiempo. Un libro de fantasía en el que dos mundos totalmente contrarios se solapaban creando un nuevo y peligroso mundo. Sus protagonistas debían sobrevivir en él, sin saber nada sobre el origen de esa fusión ni sobre qué hacer para devolver todo a la normalidad. Pronto comenzaron a brotar sentimientos encontrados entre las personas de los diferentes mundos. Romances, guerras…los contrastes se atraían y se repelían a la par. Dos mundos perfectos se unieron para convertirse en un caos, siendo la única forma de detenerlo destruir el nuevo mundo y a sus habitantes.

Horas pasaron hablando de ese y otros muchos libros. No supo cómo, pero estaba en su sofá, contemplando los lugares donde dormía, comía, leía…vivía. No supo explicar lo que sentía, pero era maravilloso. El tiempo parecía no pasar, nada importaba y hasta los libros tenían ahora más sentido que nunca. Compartieron las historias que conocían, sus pensamientos sobre la vida. A ella le pareció triste su perspectiva pesimista. Vivía en uno de esos mundos perfectos en los que no pasaba nada antes de la fusión. En cambio él pudo conocer lo que la hacía feliz a ella, su perspectiva optimista. Viajar, leer, actuar sobre la marcha, exprimir la vida a tope con la gente que quería. Su mundo también era perfecto y muy diferente al suyo. Dos mundos que debían fusionarse. Quiso hacerlo, pero todavía era pronto. Le bastaba con hablar con ella, observarla.

Durante los días que siguieron no paraba de hablar con ella por el móvil y en persona. Quedaban en lugares que hasta ahora él consideraba una pérdida de tiempo como cafeterías o parques. Juntos viajan entre hojas de papel y tinta negra, pero por una vez, su viaje, su historia, le parecía más emocionante que todas las que había leído hasta ese momento. Un día, ella iría a su casa para ver su montaña de conocimiento. Ese día comenzaría la fusión de los mundos.

El traqueteo del tranvía iba en ascenso, como el palpitar de su corazón cuando la veía. Ese día sí era gris, las nubes lo cubrían todo y la lluvia abrazaba a la gente que caminaba por la calle. El agua traspasaba los tejidos y empapaba el pelo. Los paraguas se abrían y la gente comenzaba a correr. Pero de nuevo, nada le afectaba a él. Ni un rayo de sol se colaba por las nubes, pero a él no le hacía falta. El sonido del tranvía era ya muy fuerte, aunque él no lo oía. La lluvia le calaba, no le importaba. Quedaba solo un día. Tenía todo lo que hacía falta para iluminar el día, para que su cuerpo se mantuviese fuerte por mucho que se mojase. La tenía a ella. La tenía en sus pensamientos constantemente, la tenía…a pocos metros de él. Pudo ver sus rosadas mejillas entre la lluvia, su pelo castaño, revuelto; sus verdes ojos, cerrados; sus labios, humedecidos; su lengua, saboreando; una pierna levemente flexionada.

El corazón se encogió, un desconocido le había apuñalado con violencia en el pecho. Sangraba mucho, por los ojos. La lluvia le acompañó. Su cuerpo comenzó a temblar, dejó de tener hambre también esta vez. Su estómago no se había cerrado, se había revuelto. El sonido del tranvía era apenas perceptible, pero sonaba en su cabeza con fuerza. Sus piernas también se flexionaron, ambas. Sus rodillas se empaparon al impactar contra el suelo y sus manos sujetaron la cabeza que parecía estar a punto de explotar. Su mundo se desmoronaba…pero no podía permitirlo, tenía que realizar la fusión antes de que eso sucediera. En aquel libro nunca explicaban porque ambos mundos se fusionaron, en ese momento lo entendió…o eso creyó. Ella, que sujetaba el puñal húmedo y rosado de aquel desconocido, no le vio salir corriendo.

Seguía sin tener hambre, pero cenarían. Un viaje entre mundos e historias siempre daba hambre. Y, ya con el estómago lleno, podían llenar sus vidas, sus corazones…podían realizar la fusión. Un nuevo mundo estaba a punto de nacer. Él mismo cortó la carne. Con cada golpe que asestaba con la macheta estaba más cerca de conseguirlo. La lógica y la razón hicieron una última aparición. Ese animal había muerto para dar energía a dos seres humanos…era el camino que le había preparado la vida. Pero ahora lo veía diferente. La carne de ese pobre animal se despedazaba como preludio de la unión de dos carnes. De alguna forma, sería parte de ese nuevo mundo, esa nueva vida. Pasó la noche entre fogones, libros de receta y comida. Tenía que ser especial.

En la estancia no necesitarían más luz que la suya, así que se limitó a encender una sola vela y junto a ella, los platos, los cubiertos, las servilletas y la macheta, que había olvidado guardar, junto a la carne. Ella apareció tras la puerta, sonriente, como siempre, bella como nunca…perfecta. Sus verdes ojos se movieron con disimulo para contemplar la mesa, la vela, la cena. La voz le tembló por primera vez y se apresuró a hablar de los libros que tenía. Hablaron largo rato  sin apenas interrupciones, no más de las que precisaba una cena como la que se estaba preparando. Llegó el momento de cenar, de alimentarse. Ella se mantuvo distante, pero él la sentó en la mesa. Solo era una cena. La carne despedazada, ahora cocinada y condimentada, rozaba sus labios, su lengua la humedecía y sus dientes machacaban, aún con todo, seguían siendo cautivadores. No dejaba de sonreír, de hablar, pero sobre todo: de iluminar. La cena se terminó, pero la noche no había hecho más que empezar.

Él se acercó, puso una mano sobre la suya. La miró, no a los ojos, sino al alma. Su cuerpo se movió con suavidad hacia el de ella. Mientras lo hacía cerró los ojos y, por fin, acarició sus labios. Pero solo los acarició. Ella se apartó repentinamente. “Creo que te estás confundiendo” le dijo. “eres perfecto, pero no eres para mí y yo no soy tuya”. Se levantó, pero no avanzó. Él la detuvo. La deseaba más que a nada. Si la dejaba marchar su mundo se destruiría, la única forma de salvarlo era fusionándolo. Tenía que tomarla.

Comenzó a quitarle la ropa con ímpetu, rasgando la tela sin importar nada más que el contacto con su piel desnuda. Su piel, húmeda por el sudor, ardía. Una de sus manos entró en contacto con su mejilla izquierda mientras la otra se deslizaba con destreza entre sus piernas. La mujer se sonrojaba y gemía al mismo tiempo. La huesuda espalda de la mujer impactó contra el suelo, mientras el hombre, ahora sobre ella, la acariciaba el cuello con la misma mano que había acariciado su mejilla. La mujer le agarraba del pelo, tirando de sus mechones con intensidad, al hombre no le importaba. Su venosa mano bajaba hacía el pecho de la mujer. Mientras le agarraba los senos, la mujer se erguía para morderle una oreja. Él la abrazó con fuerza, alargó uno de sus brazos hacia la mesa, como si quisiese agarrarse y comenzó a mover el miembro hasta sentir su interior. Ella aprovechó para clavarle las uñas en la espalda…a él seguía sin importarle. Fueron varias sacudidas en la misma posición, sacudidas acompañadas de alaridos y culminadas por el fluido que salió disparado salpicando a su cuerpo e incluso la pared.

Se la extrajo de su interior con delicadeza mirando el rostro de la mujer que amaba, un bello rostro adornado con verdes ojos, más abiertos que nunca. Su respiración era agitada, mientras que la de su amada inexistente. Él tenía en la mano la macheta con la que había empezado la noche, cubierta del mismo fluido que empapaba su cuerpo y las paredes, un fluido denso y rojo. Podía sentir su interior, sí, el núcleo de todo ser humano, el que parecía haber dejado de funcionar en él, el cerebro. La fusión dio como resultado el caos, y el amor y el odio aparecieron de golpe. La única forma de detener la locura era destruyendo el nuevo mundo, ambos mundos fusionados. Por separado, los diferentes mundos eran perfectos, la unión los había consumido. Unieron su carne y unieron su sangre. Aún sentía sus uñas en la espalda, sus cautivadores dientes en la oreja, de la que también emanaba mucha sangre. Sentía sus ojos clavados en él, vacíos, pero igual de deslumbrantes que siempre.
Se quedó abrazando su cuerpo inerte. Ambos estaban destruidos, pero se mantendría unido a ella hasta el final. Bañado no por el verde de sus ojos, el blanco de su piel o el castaño de su pelo, sino por el rojo de su sangre, solo rojo. El color del amor.