jueves, 30 de mayo de 2013

Tormenta en la Colina



La primera luz del día iluminaba con delicadeza la calmosa colina en la que una serena brisa siempre presente despejaba los pulmones, abría la mente y liberaba el alma de los pocos y admirables habitantes de aquel lugar alejado de toda civilización compleja. Un lugar atemporal donde lo único que importaba era vivir, respetar y amar. Cada día trabajaban para ellos mismos, para su sustento, sin importarles compartir lo poco que poseían con algún desafortunado vecino que pasase por un mejorable momento, suceso que no solía darse en esa tranquila villa carente de problemas y bien organizada. Una villa que parecía tocar el pulcro y luminoso cielo que reinaba sobre ellos y el desconocido y confuso mundo que les rodeaba, mundo que a ninguno les preocupaba. Por la extensa y verdosa colina se extendían pequeñas casas de piedra colocadas de forma armoniosa con el paisaje y una iglesia de mayor tamaño que culminaba la extensión de piedras, tejas, madera y hierba. Las personas que habitaban las casas trabajaban respetuosamente el campo y rezaban todos los días frente a un altar coronado con una cruz de dos metros de largo, dorada y repleta de florituras que contrastaba con la austeridad del lugar. El resto de crucifijos y demás parafernalia religiosa era de una madera antigua, cuidada, pero inevitablemente afectada por el lento e imparable paso de los años. La iglesia estaba situada en el lugar adecuado, al borde la colina, para dejarse abrazar por la luz de El Señor que los pueblerinos veneraban.
Antes de iniciar con sus cotidianas labores entraban al sagrado edificio dispuestos a rezar antiguas oraciones que padres y abuelos les habían enseñado para asegurarse la protección de El Señor que los había creado y que día tras día cuidaba de ellos igual que cuidó de sus antepasados y cuidaría de sus descendientes. Los rezos eran variados, pero todos dejaban claro el poder de ese hombre al que nadie podía detener, la sabiduría que poseía sobre todo lo que ellos no alcanzaban a comprender y la justicia que impartía y que nadie osaba cuestionar. Solo había una persona entre los no más de cincuenta habitantes que no compartía el credo, que no les acompañaba a primera hora de la mañana para venerar el absurdo símbolo que para él no significaba nada, y que no hablaba mirando al cielo donde solo puede encontrarse una bola de fuego ardiente que te ciega si la miras demasiado, como empeñada en no dejarte vislumbrar lo que se esconde más allá del mar celestial que nos envuelve y apresa.

Respetaba sus extrañas creencias a pesar de no basarse en nada lógico, pues en algo había que creer y pocas cosas tenían lógica para el limitado entendimiento humano. En nuestra debilidad tenemos que aferrarnos a algo y cuanto más poderoso y justo sea mejor, aunque a veces dudaba de que alguna vez ese venerado dios hubiese hecho gala de esas virtudes, pues no todos corrían la misma suerte de aquellos aldeanos más allá de la colina. Él lo sabía bien, pues provenía del vasto mundo que esas gentes desconocían y tanto temían. Una fiera tormenta se llevó por delante casas y cosechas, hombres y mujeres. Todavía recordaba con claridad como del relampagueante cielo descendían varas de poder electrificadas que impactaban brutalmente contra el inocente suelo y los que lo pisaban que nada habían hecho para recibir tal golpe. Si había un ser todopoderoso ahí arriba no había utilizado su bastón para que los necesitados se apoyasen en él, sino para golpearles brutalmente y sin piedad alguna, hasta que no quedó nada a lo que aferrarse ni por lo que luchar. No podía imaginarse que allá arriba hubiese alguien tan deseoso por hacer daño a gente inocente, por descargar una furia injustificada hacia personas que solo se ganaban la vida sin molestar a nadie.

Durante los días que pasó vagando por bosques, montañas y llanuras maldijo su existencia sometida al yugo de ese ser en el que tantos creían y todos temían. Le insultó, le provocó y le cuestionó poniendo a prueba su existencia, su paciencia, su justicia y su piedad, pero no respondió. No murió de hambre, ni de frío, ni atacado por nada ni nadie. Sobrevivió sin poder borrar las imágenes tormentosas, en el más amplio y terrorífico sentido de la palabra, que asestaban bestiales golpes contra su tambaleante razón como hicieron aquel fatídico día los rayos contra piedra, tierra y carne. Esa era mayor tortura que la temida llegada de la parca enviada tal vez por aquel injusto hombre celestial y sin escrúpulos. Y por eso mismo se imaginó a ese al que llamaban Dios acomodado entre las nubes, sentado obscenamente alimentándose de nuestro miedo mientras se reía a carcajadas contemplando al único superviviente de ese pueblo que ahora deseaba morir, vivo.

Podía haberse quitado él mismo la vida retando a aquel repugnante y venerado ser, pero pensar en compartir una vida eterna cerca de su dañina luz fue suficiente para continuar su viaje hacía ningún sitio, esperanzado por encontrar un atisbo de esperanza en el que aferrarse, comenzando una nueva vida lejos de la incesante mirada del dios al que nunca suplicaba y siempre maldecía. Durante muchos días se sintió débil, temeroso, insignificante, su vida estaba controlada por el egoísmo de alguien que tal vez solo quisiese divertirse. Pero cuando los días se convirtieron en meses sobreviviendo, cazando con lo poco que llevaba encima y lo mucho que sabía sobre tal práctica gracias al tipo de vida que llevaban en su arrasado pueblo, comenzó a cambiar de perspectiva. Veía animales atacando y defendiéndose sin pensar, viviendo solo para alimentarse y se dio cuenta de que tal vez nada tuviese más sentido que el propio sentido que nosotros le damos. Durante demasiados días había estado profundamente enfadado con una imagen formada en su cabeza y proyectada por las palabras de otras personas que se aferraban a Él como única esperanza y significado de lo que hacíamos diariamente. Tal vez el único que había sido injusto fuese él, responsabilizando de lo ocurrido a alguien que consideraba superior y cuya existencia daba por hecho sin ningún tipo de prueba fehaciente.

Que lo ocurrido aquella noche fuese un hecho aleatorio era más que probable y era esa aleatoriedad lo que realmente le inquietaba en ese momento. No somos nadie, no hay nada, solo un vacío que llenar con convicciones y mentiras que no llevaban a ninguna parte más que a mantener la cordura, alejándonos paradójicamente de la razón y la realidad. Pero quién era él para juzgar esa forma de pensar y de vivir, lo que importaba era precisamente eso, vivir. Los animales se esfuerzan en hacerlo sin esperar una recompensa al final, porque tal vez la propia recompensa sea la vida. Una recompensa que no siempre sabemos administrar ni apreciar. Qué más da que vayamos a ninguna parte, que volvamos a nacer, que vayamos al adorado cielo o al repudiado infierno, será otra vida que tendremos que aprender a disfrutar y que de nada servirá si no disfrutamos antes de la que se nos ha dado.

No la vio al detenerse y recostarse en la hierba junto a la improvisada hoguera, pero por la mañana la colina parecía una extremidad de la tierra que parecía querer tocar el cielo y lo que en él había. Oyó campanas que clamaban a ese ser que odió y en el que ahora no creía, campanas que parecían llamarle a él para que disfrutase de ese primer o único viaje que era la vida entre los creyentes de ese tranquilo paraje. La ascensión fue terriblemente complicada, y rezó porque Dios no existiese solo para no repetir algo similar al tener que subir a su reino. Pensó en lo extraño que resultaría que alguien oyese sus plegarias, la ya de por si escasa lógica de la vida se esfumaría y entonces, Dios sabe que encontrarían más allá del camino. No pudo evitar reírse mientras todos esos contradictorios pensamientos le pasaban por la cabeza. No sabía si era la tranquilidad de encontrar un pueblo lo que le había relajado o es que sencillamente se había vuelto loco sin haberse percatado, fuese como fuese seguía riéndose y ascendiendo.

La primera en recibirle al llegar a la lejana cima fue esa brisa continua que pronto se convertiría en su compañera más fiel. Los aldeanos le acogieron amablemente en sus casas, en sus vidas y en su iglesia. Él fue todo lo agradecido que pudo, prometió ser de utilidad, aunque el pueblo poco necesitaba, era perfecto. Los aldeanos estaban seguros de si mismos, no conocían más cosas que lo que les rodeaba en ese lugar, no necesitaban más. Allí lo único que se hacía era trabajar la tierra para alimentarse y rezar a Dios para que les protegiesen. Todos se habían criado con la misma concepción de la vida, con el respeto como estandarte y el amor como una melodía que resonaba en cada rincón transportado por la brisa. No había conflictos, no necesitaban a nadie que les vigilase y les juzgase, pues ya tenían a uno que se encargaba de ello en lo alto de su pequeño pueblo. Tampoco necesitaban leyes, sabían lo que tenían que hacer sin que estuviese escrito en ningún sitio. Trabajaban, comían, bebían, respiraban, criaban, cuidaban, amaban, respetaban, vivían y morían, era la sociedad perfecta, no se necesitaba más. Si todos fuésemos capaces de vivir así, alejados de aburrimiento alguno o de dudas que nublasen nuestros pensamientos, alcanzaríamos la perfección. La protección verdadera o no de aquel dios al que veneraban, les ayudaba a, no solo sobrevivir, también a vivir, a ser felices, a satisfacer sus necesidades primarias y secundarias. Les admiraba, o mejor dicho, les admiró hasta que empezó a percibir cosas que no le gustaron.

Cuando renegó de la iglesia, no sin antes fingir durante un tiempo que abrazaba sus creencias, las inocentes y alegres miradas se tornaron inquisitivas y esquivas. Las palabras agradables se fueron con la brisa para ser sustituidas por otras tan dañinas como los rayos de esa noche que iluminaban su mente oscureciéndola al mismo tiempo cada día más. Nunca se molestó en explicarles porque no creía en Dios como lo hacían ellos, pues eran frágiles y no quería consumir su idílico mundo con solo unas palabras. Durante un tiempo se limitó a trabajar solamente para él, en la casa que le habían ofrecido y en la que antaño suponía que, al igual que en algunas de las otras casas vacías, habían vivido personas que sufrieron un desafortunado y posiblemente aleatorio destino, dejando esa casa sin más dueño que él, sin más compañía que esa brisa. Una brisa que, como todas las compañías demasiado duraderas y constantemente presentes en nuestras vidas, empezó a resultar inquietante y molesta, sobre todo en la soledad de la noche, bajo ese techo que ocultaba la inmensidad del oscuro cielo.

Nadie salía de su casa por las noches, era como una norma no escrita, pero una norma al fin y al cabo. Una norma que nadie se saltaba ya que las consecuencias podían ser funestas, no sabía si por parte de los habitantes o de su Señor. Nunca quiso averiguarlo, ni siquiera cuando le parecía oír los pausados pasos de unas figuras que se movían por la oscuridad que les envolvía, seguidos por el chirriar de una puerta que parecía alejada y pertenecer al hogar del habitante de las nubes que no desaparecía siquiera en la nocturnidad; prueba de ello eran las estrellas y la luna vigilantes sobre sus cabezas. La soledad y el silencio de la noche a veces se desvanecían para dar paso a unos gritos lejanos, no por ello menos escalofriantes y aterradores, que le erizaban los pelos mientras se acurrucaba en su cama. De día todo seguía igual de melodioso, excepto cuando él entraba a escena. Nunca se atrevió a preguntar qué pasaba, qué hacían en la iglesia de noche. Tampoco se atrevió a comprobarlo, pues seguramente era una locura sin sentido e injusta como todo lo que rodeaba a su dios. Cada vez que el sol huía de ese espectáculo desagradable, en principio solo para los oídos, sentía miedo. Quería irse de allí, no entendía como un lugar idílico como ese era capaz de convertirse en la cuna del miedo más atroz cuando la luna hacia acto de presencia.

Una noche los pasos parecían más cercanos y presurosos que en otras ocasiones, mientras, como para llamar la atención, la brisa creciente no hacía más que golpear las ventanas abiertas, simulando ser un molesto tambor que anunciaba su llegada. Extendió la sábana hasta su barbilla, hasta el puntiagudo inicio de su temblorosa cabeza en la que se encontraban unos ojos cerrados con fuerza sobre una boca que se movía también trémula, pronunciando inconscientemente alguna de las oraciones que había aprendido allí, esperanzado por que el ser del que tanto había renegado le protegiese de esas sombras que asomaban por su  ventana. Cuando vio que el peligro era tan real como ese miedo y estaba tan cercano a su puerta como la demencia de su cabeza, decidió saltar de su cama torpemente, primeramente con la idea de enfrentarse a la amenaza desconocida. Pero si hubo algo que aprendió durante ese tiempo desde aquella noche, fue que lo desconocido puede hacernos más daño que cualquier elemento tangible, por ello decidió que lo mejor era desaparecer, fingir que allí no había nada, perseguir su ideal nihilista para poder sobrevivir. Y así lo hizo, tuvo el tiempo suficiente para ocultarse bajo la cama mientras escuchaba el sonido del oxidado hierro deslizarse por su cerradura. El sonido de su agitada respiración se camufló por un momento con el sonar de las antiguas bisagras que dejaban tras de sí el sonido del lamento por aquel hombre sin escapatoria, oculto de una amenaza desconocida y perseguido por su equivoca perspectiva en aquel, tal vez solo geográficamente, desamparado lugar.
Desde su escondrijo improvisado pudo ver ocho pies bajo una larga y oscura túnica moverse sobre su suelo de madera. A cada paso que daban la respiración era más y más agitada, el corazón se aceleraba y sus ojos esperaban temerosos la visión de uno de los cuatro agachándose para descubrirle bajo la cama. Se sintió mareado, sudoroso, tembloroso, asustado. Se colocó la mano sobre la boca, no sabía muy bien si para no gritar, para evitar respirar con tanta fuerza o para contener la náusea que le sobrevino. Dos pies se arrastraban con gran lentitud por el áspero suelo de madera en dirección a la cama. Cuando sus largas y sucias uñas estaban a un palmo de su cabeza los pasos se detuvieron. Volvió a cerrar los ojos casi entre lágrimas, rezando por que se diese la vuelta y se fuese, porque fuese una pesadilla de la que iba a despertar. Rezó por seguir en su pueblo, rezó porque su muerte no fuese dolorosa, rezó porque el acelerado corazón que palpitaba como si quisiese arrancarse el solo del pecho con tal de escapar de la angustiosa situación, se parase repentinamente acabando con el sufrimiento. Rezó mientras esperaba a que algo ocurriese. Esperó, esperó, esperó…abrió un ojo con cuidado para ver como los pies se alejaban, pero no al exterior sino hacia la chimenea apagada. Se hubiese asomado para observar qué hacía, pero pudo deducirlo cuando escuchó como la piedra de la chimenea resonaba en la estancia mientras el misterioso hombre la empujaba hacia dentro. Al hacerlo, pudo escuchar el sonido de oxidado hierro otra vez, un sonido que esta vez no provenía de la puerta sino de mucho más cerca. Comenzó a sentir como el suelo bajo él se extinguía dando paso a un oscuro vacío por el que inevitablemente cayó.

Se había hecho daño en las costillas, pero la caída no había sido lo suficientemente profunda como para romperse algo. Lo que sí había sido profundo fue su grito que resonó en aquel húmedo pasadizo bajo la roca de aquella colina. Sabían que estaba allí, con la poca luz que se colaba por la trampilla de la que había caído, pudo ver una escalera colgante bajo la puerta de madera que había dejado atrás. Sería cuestión de tiempo que bajarán por ahí. Siguió el camino marcado entre las rocas que tocaba para guiarse en la oscuridad. Ahí estaba, en la más absoluta negrura, en la nada más asfixiante, y aun así sentía. Además de miedo y dolor, sentía como otros seres le acariciaban la pierna, como revoloteaban sobre su cabeza. Oía extraños sonidos que no reconocía o no quería reconocer. Pudo oír el resonar de las campanas muy cerca de donde se encontraba después de pasar varios minutos caminando. Si cuando se muriese encontraba tal desamparo y oscuridad, tal incertidumbre y escalofrío, no quería morir esa noche, ni ninguna otra.

Avanzaba sin querer hacerlo, con la esperanza de encontrar una improvisada salida en la roca que le devolviese la luz que hace tiempo había perdido, la luz que le había cegado. Mientras buscaba pudo escuchar su juicio una vez más. No sabía si en respuesta a sus constantes plegarias, pero El Señor apareció esa noche de la misma forma que se presentó en su pueblo, dispuesto a arrasar lo que encontraba, a ayudarle. El constante cambio de perspectiva le mareaba, le desubicaba más que estar en ese pasillo oscuro que esperaba le llevase a alguna parte. Pero con cada paso que daba suponía que le llevaría a ninguna parte, al vacío al que el mismo se había amarrado durante tanto tiempo, mientras que con cada trueno que oía su mente vislumbraba la salvación tras el angosto sendero. En cambio, el retumbar de cada campanada le devolvía a la realidad, a la gran probabilidad que existía de que al final de sus pasos encontrase su fatal desenlace.

El golpe contra la roca fue absurdo y por un momento angustioso. El camino había finalizado con esa enorme y fría pared frente a él. Le habían dado sepultura en vida y él mismo había cavado esa tumba. Empezó a respirar con dificultad, con la dificultad que se respira en un lugar subterráneo y húmedo, una dificultad respiratoria incrementada por la inevitable sensación de desamparo, de sinsentido, de desperdicio, de miedo, de ira y de ignorancia. Caminó arrastrando los pies mientras se ahogaba, apoyando una de sus manos en la rugosa roca que, al contrario que sus ideales y creencias, permanecía inamovible, resistente y sin grietas por las que algo pudiese escaparse. Cuando todo parecía finalizar en el lugar en el que comenzó, un lugar sin luz del que se espera salir, su helada mano tocó madera. Paradójicamente, eso que acostumbraba hacer la gente de aquel pueblo para mantener su suerte y asegurar su salvación tocando la sagrada madera del crucifijo del que llamaban salvador, le iba a salvar a él. Una madera alejada de los rayos que por una vez impartirían justicia, manteniéndose firme sobre la roca, sirviendo como auténtico apoyo para el errante hombre cuyos ojos no eran capaces de ver nada en ese lugar.

Esta vez la ascensión le resultó de lo más gratificante, no por ser más segura, ya que la vieja madera astillada y podrida parecía a punto de deshacerse tras sus pasos, sino por sacarle de ese desesperanzador lugar. Esa escalera demostraba que la esperanza, por frágil y tambaleante que resulte, nos puede sacar de la nada más oscura y profunda, pero no siempre el destino que nos espera tras alcanzar nuestra meta es todo lo agradable que a uno le gustaría. Pudo comprobarlo cuando, tras abrir la trampilla que coronaba la escalera, se encontró con la dorada y ornamentada cruz de aquel altar situada en la inmensa sala de la adorada iglesia. Se vio tentado a volver a la oscuridad, pero prefirió esconderse en algún lugar de la iluminada estancia hasta que su búsqueda cesase.

Las campanas no se detenían, con lo que la búsqueda continuaba, su agonía no desaparecía y su destino se mantenía incierto, oscilante entre la vida y la muerte. Las dos luces generadas, una por el hombre y la otra por el dios, se unían proyectando la grácil sombra que se movía insegura buscando un lugar en el que ocultarse. El estruendoso relámpago sirvió como acompañamiento del golpe que se escuchó al abrirse la puerta principal por uno de los encapuchados. La respiración se le cortó, pero a pesar de la presión pudo continuar pensando el lugar al que huir. Giró la cabeza sin detenerse, recordando que la iglesia se encontraba al borde de la colina, que tras esas paredes alejadas de la puerta principal no había más que otro vacío, un vacío iluminado que al fin y al cabo no dejaba de ser una escapatoria carente de toda esperanza. A pesar de ello corrió hacia una estancia en la que nunca había reparado las pocas veces que había rezado en aquel lugar envuelto en hipocresía.

Le hubiese gustado que la hipocresía fuese  la única envoltura de esa iglesia, pues al cruzar la puerta del otro extremo el horror se apoderó de él. Negro, blanco y dorado bañados en rojo, madera humedecida en sangre, un cuerpo víctima de la ignorancia, más cerca de la nada de lo que él había estado nunca. Los múltiples rastros de sangre le guiaban al único lugar donde esa gente podía ir ahora, el único lugar al que podía escapar, el insistente vacío. Le guiaban a una pared en la que podía encontrarse un hueco que comunicaba con el caótico exterior de esa aparentemente tranquila colina. Antes de tomar una decisión expulsó por su boca toda la repugnancia que guardaba en su mente, que mantenía su alma y que presenciaban sus ojos. Un sudor extremadamente frio le recorría el cuerpo inclinado sobre su propia bilis, un sudor que no hizo más que incrementarse cuando la puerta que había tras él se abrió mostrando tras ella a dos de los encapuchados. Corrió hacia la única escapatoria, dispuesto a tirarse, a morir de la forma que eligiese él, lejos de las garras de ese culto religioso demencial. Pero la sangre de las personas sacrificadas allí le tendió una trampa haciéndole caer sobre los desagradables fluidos que habían sido expulsados de cuerpos que no soportaron vivir la mentira para aferrarse a la existencia. Sintió unas manos más frías que las suyas cogiéndole de los brazos, mientras la única escapatoria, la sangre, la bilis, el cadáver y la esperanza se desvanecían, encontrándose de nuevo en el temido pero coherente vacío.

Cuando las formas y colores volvieron a aparecer ante sus ojos, pudo apreciar de nuevo aquella salida, aquel frío, aquella sangre y un nuevo cadáver que seguía muy vivo. Estaba sobre el mismo altar de la misma sala que antes, con el mismo sonido provocado por la furia, tal vez la risa, de Dios; el mismo retumbar de campanas que anunciaban un final escrito desde que su pueblo fuese arrasado aquella noche tan similar a la que estaba viviendo en ese momento. Podía ver ahora con claridad las cuatro figuras que entraron en su casa, con las mismas oscuras túnicas que les cubrían hasta la cabeza. Uno de ellos portaba la cruz dorada del altar principal mientras pronunciaba unos rezos ininteligibles. De nuevo sin pensarlo, acompañó esos rezos como hizo cuando se escondía bajo su cama. En ese momento la muerte le acariciaba, ahora le estaba estrangulando. Tras colocar la cegadora cruz frente a él, iluminada por los relámpagos de la noche que entraban sin dificultad por el hueco de la pared por donde se iba la vida, los rezos fueron más claros.

Señor, de los impuros te protegemos
oh Señor, tu protección imploramos
en la noche uno te ofrecemos
en el día todos comemos.
La cruz dorada hace siglos encontramos
tu poder con ella adoramos.
En esta colina el cielo rozamos
en ella de la tormenta estamos salvados
con ella aquí los impuros son guiados
con nuestros rezos quedan purificados.


Un escalofrío le recorrió al escuchar las palabras. Comprendió que entre las rocas de esa colina habían encontrado ese artefacto que, de alguna manera, les había nublado la razón. Tal vez tuviese alguna milagrosa influencia mágica, o tal vez transportaba en ella la locura de los antepasados que la habían creado y abandonado en ese lugar. Si se sentían tan seguros de ellos mismos era porque creían estar protegidos por el dueño y señor de esa cruz, vigilados. Una vigilancia constante que les obligaba a ser personas de noble corazón si querían compartir su reino celestial con él. Todo funcionaba porque cada noche ofrecían el cuerpo de algún osado no creyente que infundía temor entre las gentes del idílico y supersticioso pueblo. Había que sacrificarles, algo que eran capaces de hacer solo cuatro personas, cuatro que conocían a Dios mejor que nadie, cuatro personas sin escrúpulos  que mantenían sus rostros envueltos en tinieblas, no tanto para que sus vecinos no les reconociesen, sino para ocultárselo a El Señor cuando realizaban tales actos atroces e inhumanos, pero necesarios para ellos, necesarios para Él.

El destino llevó a sus antepasados nómadas a aquel elevado lugar protegido por esa cruz a la que adoraban. Perfecto para el cultivo, lejos de la civilización y misteriosamente protegido de la tormenta más intensa. Tormentas que hacían perder la fe y viajar a aquel pueblo a personas como él. Un viaje que sellaba su destino ante un dios que tal vez no exista, solo para que los habitantes de aquel lugar pudiesen descansar tranquilos y vivir sus vidas sin sobresaltos hasta el final de sus días, pues ellos no tenían que ejecutar la acción de protección, ni siquiera ser testigos de tal sacrificio que a muchos les haría perder la fe en ese señor justo que no hacía más que dominarles, fuese o no real.

El que sujetaba la cruz dorada se mantenía inmóvil, otro alzaba los brazos frente al hueco de la pared, mirando al cielo nocturno e iluminado por la tormenta, mientras un tercero le humedecía la frente con un líquido viscoso que no quería saber lo que era. El último sujetaba un puñal con firmeza. Podía haber gritado como hacían los anteriores, pero los gritos quedarían camuflados por la tormenta, una tormenta que no le dejaba descansar desde hacía mucho tiempo. El filo del puñal comenzó a deslizarse por diferentes partes de su piel, dejando las mismas marcas talladas en la cruz y en el cadáver que antes ocupaba el lugar en el que ahora se encontraba él esperando su final. El dolor era intenso, pero no tardaría en desaparecer. ¿Qué le esperaba tras haber renegado de Dios? ¿Qué le esperaba tras ser víctima de un sacrificio? ¿Acaso le esperaba algo?

El puñal había escrito, una vez más en la carne de un hereje que vivía según sus propias creencias, símbolos cuyos orígenes tal vez ni ellos conocían y que adquirían formas de todo tipo, líneas entrecruzadas, estrellas de múltiples puntas, figuras que parecían peces con letras de un desconocido idioma escritas donde debería haber escamas. Con cada letra salía más sangre, pero disminuía el dolor del que empezaba a acostumbrase. Primero una línea recta, seguida de dos líneas cruzadas, un círculo, una línea coronada por una bifurcación y finalmente un símbolo con entradas y salientes. Observó el resultado: IXΘΥΣ
No sabía que quería decir, y no le importaba. Los símbolos continuaban con varias cruces invertidas y un conjunto de símbolos que rasgaron en la piel de su frente. No pudo seguir los complejos movimientos, pero pudo ver su cara reflejada en la brillante cruz que mostraba unas letras de diferente procedencia que las anteriores, cuyo significado tampoco conocía y que podían encontrarse también talladas en el crucifijo: Έωσφόρος

El puñal dejó de trazar líneas en la carne para rasgar el aire al mismo tiempo que un último relámpago le cegaba. Pero antes de que descendiese, antes de tocar el cielo, el infierno o la nada, antes de que todo acabase, gritó. No de dolor ni por el miedo, gritó unas palabras que le salieron del corazón al verse reflejado en el crucifijo. “Seré mi propia razón de existencia, yo llenaré el vacío frente a tu inexistente poder”. Palabras que no impidieron al puñal seguir su trayectoria atravesando de forma precisa el corazón del hombre cuyas creencias fueron cuestionadas y cuya existencia fue despreciada. La sangre que brotó tras el último sonido que proyectó su garganta se deslizó por su cuerpo uniéndose a la que brotaba de las marcas recién hechas. Sangre que se precipitaba al suelo formando charcos bajo los pies de los artífices de tal despreciable acto, corriendo por las rendijas del altar hasta llegar al crucifijo ornamentado. La sangre que emanaba de la marca de la frente se dejó caer hacía sus ojos de mirada inexistente. Las campanas comenzaron a resonar en el vacío campanario, cuya soledad se veía mitigada por los rayos que caían del lluvioso cielo y la brisa convertida en ventisca que azotaba la colina.

El primero de los encapuchados soltó el crucifijo que le empezó a quemar, el segundo apartó la mirada de una tormenta que le empezaba a asustar, el tercero dejó caer el fluido que le hizo vomitar y el cuarto el puñal que de su víctima no podía extraer. Por el hueco de la sala entró un rayo atraído por la madera de las cruces colgadas en la pared, perforando la carne de esos cuatro encapuchados que recibieron la muerte gustosamente tras ver lo que tenían frente a ellos en el altar.

 La piel blanca y cicatrizada de su víctima sacrificada se bañó en un rojo más natural y temido que el de la sangre. Incluso sus ojos abandonaron el blanco para recuperar su vista. Una vista que había sido testigo de la verdad, del vacío. Un vacío que desde ese día llenaría con su existencia sin la oposición de ningún dios inexistente. Había resultado que todo era mentira, pero como toda buena y gran mentira, si crees demasiado en ella puede hacerse realidad. La mentira y el miedo habían hecho brotar un poder mayor que el del dios que se habían inventado. Con sus actos habían llenado el vació de temor, rencor, odio e injusticia, sembrado en su último sacrificio el poder en el que ellos creían y que esa noche había nacido no para protegerlos, si no para vengarse.

Renació encarnado como el señor de un infierno que tampoco existía, pues lo único que era real era ese mundo que ahora él se encargaría de destruir para asegurarse de que la única realidad en la que desde hace tiempo creía, y que ahora había visto más allá de la vida, se hiciera realidad…el vacío más absoluto. Un vacío inquietante, pero a salvo de la mente humana, estúpida y constante perseguidora de una explicación que no existe, una búsqueda en la que no puede encontrarse más que la locura. Una constante búsqueda que acaba destruyendo lo único que el ser humano tiene y que jamás ha sabido valorar.

2 comentarios:

  1. puffff....me ha dejado sin palabras.
    Mucho me ha gustado, mucho mucho.

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    1. Me alegro, también mucho, mucho, de que te haya gustado.
      Como siempre, gracias por leerme Diana! ^^

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