domingo, 6 de agosto de 2017

Un mar infinito


No es el mar, desde luego, pero se le parece tanto que puede llegar a ser reconfortante mientras él lo permita. Nadie es tan afortunado como para encontrar siempre el mar calmado, todo el que se aventura a navegarlo sabe que se la juega, que escapa a su control, pero cuando el mar se mantiene tranquilo, cuando te acoge con amabilidad en su vastedad, puedes llegar a ser feliz. Solo has de no asomarte para intentar mirar lo que oculta en su interior, disfrutar contemplando el horizonte sin preguntarte qué hay más allá.

Pero la tranquilidad del mar no es eterna, como parece serlo el propio mar, por ello es recomendable acercarse a la costa y bajar de tu embarcación para pisar tierra firme. ¿Os imagináis un mar en el que te veas obligado a navegar eternamente? Existe, me temo, o algo que se le parece demasiado, como decía. Algo tan inclemente como éste cuando se le antoja, tan bravo como bello, tan espeluznante como apacible. Es inabarcable, incontrolable e inesperado. Está lleno de vida, pero a su vez recibe gustoso a la muerte. No tolera a los desalmados, pero tampoco tiene piedad con los inocentes. A veces sacude los cimientos de nuestra civilización para segar las vidas que cree oportuno y llevárselas a la inmensidad del oscuro vacío que esconde en sus profundidades, donde yo ahora yazco, arrastrado por sus designios, los designios del caprichoso destino. El mar por el que navegan nuestras vidas, un mar que, de una u otra forma, siempre nos acaba engullendo y llevando al fondo de su ser, donde ya nada tiene sentido, donde espero el fin de algo que es infinito.

sábado, 4 de marzo de 2017

El secreto del Hacedor


Un hombre de gran tamaño gritaba furioso en su oscura morada. Un lugar cálido gracias a las incesantes llamas que bañaban con su luz la fría oscuridad, otorgándole a ese robusto hombre, en ese momento, un aire amenazante. Aire que se esfumó cuando el llanto le sobrevino. Nadie estaba allí para consolarle, solo algunas de sus muchas antiguas creaciones que parecían mirarle queriendo ayudarle.


-Proceda en su defensa el Hacedor -pronunció un hombre de semblante serio y larga barba canosa-, acusado de violar las leyes del buen uso de los poderes divinos y de no preservar la seguridad de sus propias creaciones.
El Hacedor, con su larga melena oscura, se colocó en el centro de la colosal sala situada en lo más alto de aquella montaña.
-Señoría, no se trata de esgrimir una defensa, se trata de pedir una disculpa -el hombre agachó la cabeza-. Mis creaciones debían ser perfectas, debía usar mi poder con responsabilidad. Lo intenté, pues les otorgué a todas por igual poder, sabiduría y bondad, pero tampoco pretendía dárselo todo hecho. Me pareció fascinante que ellos mismos continuasen mi labor como hacedor y prosiguiesen con mi creación. Les di las herramientas para hacer posible el milagro de la vida, para crear algo que en esta sala repleta de grandes señores nadie más que yo puede crear. Que fuesen capaces de crear un mundo como el nuestro, pero no podía hacerles inmortales como lo somos nosotros, así que todo lo que eran solo podía mantenerse si continuaban creando y trasmitiendo. Para ello decidí ir más allá y crear algo nuevo, algo que no está entre nosotros, algo a lo que llamé “mujer”.
En la sala cada vez se respiraba un ambiente más caldeado, los presentes se miraban, algunos extrañados y otros disgustados.
-Algo que se le fue de las manos. Un error por el que pide disculpas, ¿no es así?
-¡En absoluto! Pido perdón por no ser capaz de mantener la virtud en mis creaciones ni la sabiduría suficiente para no hacer distinciones sociales, políticas o éticas ante un semejante que simplemente porta diferentes herramientas para hacer una misma labor -Las palabras del Hacedor mostraban claramente su desacuerdo y desprecio ante lo que el Juez acababa de decir.
-Esas a las que llama “mujeres” son, claramente, el motivo de que usted esté aquí hoy. Son el motivo de disputas por las que sus creaciones, tanto hombres como mujeres, sufren. Todo debido a su irresponsabilidad. No será desterrado y se le seguirá dejando crear, con restricciones eso sí, si destruye su propia creación, o, por lo menos, a parte de ella. Destruya a las mujeres, no vuelva a crearlas y será perdonado.
El Hacedor miró a todos los que permanecían en la sala sin inmutarse tras lo que el Juez acababa de decir.
­-Veo que la virtud tampoco puede encontrarse en lo que algunos llaman dioses -clavó la mirada en el Juez-. No, no acepto las condiciones de destruir total o parcialmente mi creación, por lo que asumo gustoso la condena.
­-Bien, así sea entonces. Hacedor, prescindimos de sus, por otra parte, innecesarios servicios y le desterramos del Monte Divino para que viva en la cloaca que usted ha creado y a la que llama Tierra, mundo que abandonaremos para dejarlo en el olvido, sin prestarle nuestra ayuda en ningún momento.
­-Ayuda que no necesitan, entre otras cosas porque, como bien pueden ustedes ver, son nefastos ayudando. Y, por supuesto, porque mejorarán y, algún día, os superarán. Todos tienen la fuerza, todos el poder e incluso el deseo, solo que algunos todavía no se han dado cuenta.



Bajó a lo que el Juez llamó cloaca. Observó por primera vez a sus creaciones caminando a su lado. Muchos hombres no se respetaban entre ellos, pero peor era la situación de la mujer. No comprendían que debían trabajar juntos para seguir avanzando.
Caminando por el mundo se encontró muchas cosas maravillosas y otras tantas horribles, intentó siempre ayudar como pudo a unos y otros y trasmitió a adultos y niños sus enseñanzas con intención de alcanzar la igualdad entre sus creaciones.
Un día, en uno de sus peregrinajes, vio a una muchacha mirando a un grupo de soldados.
-¿Te gustaría estar ahí como uno más? -preguntó el Hacedor mirando también a aquellos hombres.
-No. La guerra no me interesa. Me interesa acabar con ella, algo imposible y estúpido de pensar.
-No lo es querer corregir un error.
-Lo es desearlo desde mi posición.
-Tú sola no lo conseguirás, desde luego. Y posiblemente solo puedas emprender el principio de un largo camino que lleve siglos recorrer. Pero alguien tiene que empezar.
-Los hombres dominan el mundo, y con ello las guerras. Solo ellos pueden pararlas.
El Hacedor no pudo evitar reírse.
-El mundo os pertenece a cada uno de vosotros. Todos tenéis la capacidad de luchar por él y por la seguridad y los derechos de cada uno de sus habitantes. Algunos hombres creen tener el poder, pero ¿quieres que te cuente un secreto? -la joven afirmó con la cabeza mirando al hombre con cierta extrañeza­-. Me permití crear a las mujeres con algo más de sabiduría, entereza y fuerza, pues, como hombre, conocía bien nuestros límites, por lo que con vosotras decidí acercar mi creación más a la perfección.
La joven no dijo nada, pero, por cómo le miraba, el Hacedor supo que vio en sus ojos la verdad.
-Sé que ese poder a mayores que poseéis no lo utilizaréis en su contra, como algunos de ellos piensan, por eso os lo di, pues sé que lo usaréis para mejorar el mundo y luchar por la igualdad. Empieza a luchar por conseguirla, amiga mía, pues ese es el camino para alcanzar la verdadera paz.

jueves, 16 de febrero de 2017

Diminutas campanas de boda


Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.

Cada día que pasaba, cada día que tenían que sobrevivir, se hacían más débiles. Su miedo aumentaba, su visión de la vida se tornaba más oscura de lo que ya era y necesitaban sentirse más fuertes. Se insensibilizaban y se volvían peligrosas máquinas de matar. Pero hasta la máquina más potente era frágil y necesitaba ser cuidada y a menudo engrasada. Todos ellos permanecían unidos, algunos demasiado para lo que allí estaba permitido. Tanto, que debían esconderse. No había porque hacerlo, eran parte del mismo cuerpo, eran compañeros, soldados. Eran hombres, simplemente hombres. Pero se escondieron.

¿Puede una situación generada por el odio desembocar en amor? Muchos soldados se aferraban a ese sentimiento en el campo de batalla para sobrevivir, pero ¿cuántas veces surgía el amor en una guerra? El único que tenía derecho a mostrarse ante todos tal y como era, sin tapujos, sin escrúpulos, era el odio y todo lo que reflejaba, sin importar la gente que sufriese.
El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad, y más si ese amor es considerado anti-natural.

Una noche se las apañaron para descansar juntos, su amor no lo hacía. Para ellos no existía más que esa habitación, esa cama, ese hombre. Pasarían la noche despiertos, pero a la mañana siguiente tendrían la fuerza suficiente para luchar, mientras lo hicieran juntos. Lo que no imaginaban era que no pasarían la noche despiertos para consumar su amor, sino su odio, el odio de una nación. La puerta se abrió de golpe, uno de sus compañeros los vio desnudos sobre la litera que compartían. Entró dispuesto a gritar para alarmar de su llegada, pero se quedó callado. Después de un instante en silencio, los disparos recordaron al inoportuno soldado por qué estaba ahí. “Nos atacan” dijo seco, como si hubiese visto a uno de sus compañeros con el enemigo. Tras la batalla comenzaría la suya propia.

Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y, sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen, pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.

El anciano, con su uniforme lleno de medallas, se había separado de ellos mientras decía lo que debía decir. En esa boda no había alianzas ni enemistades, tampoco traiciones ni venganzas, mucho menos rencores. Solo había miedo, incomprensión, debilidad y cobardía. En esa boda solo había un hombre con algunas partes amputadas y a punto de desintegrarse por completo. Había cinco dedos presionando cinco gatillos y una mano presionando otra mano.

Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados. Tal vez fue también la debilidad lo que llevó a esos dos soldados ante aquel altar, pero la fortaleza les hizo mantenerse allí parados, juntos, en silencio, esperando el fin de su boda. Un fin que llegó pronto. El sonido de las diminutas campanas cesó, los cinco dedos se levantaron, los dos soldados cayeron, sus manos siguieron unidas. La muerte no les separó.

lunes, 13 de febrero de 2017

El poder de una sonrisa


Poseo un gran poder que lo puede cambiar todo, un poder que nadie entiende, un poder que admiro y temo. Un poder que me revive, que me da esperanzas incluso ante tanta miseria. Un poder que me mueve y que me ata, que me da fuerzas y que me las quita. Un poder que necesito, un poder que alguna vez rechacé, pero que también busqué. Un poder que no me deja dormir ni comer, y a duras penas pensar. Un poder que puede volver loco, pero que a mí me da la vida.
Con este poder puedo hacer el bien y causar mucho dolor. Puedo crear y puedo destruir. Puedo correr sin cansarme y hasta cansarme sin correr. Con él, incluso, soy capaz de ver belleza en el lugar más sórdido.

Recuerdo cómo detestaba que me tocase el sol, cómo detestaba escuchar a la gente hablar, cómo odiaba oírles reír o llorar, cómo me repugnaba verles matar o morir. Recuerdo cómo sentía lastima por todos ellos, por todo lo que les rodeaba. Tenía el poder de destruirlo todo con un simple movimiento de mi muñeca, provocando un chispazo que envolvería el mundo en llamas, así que me planteé acabar con aquello. No pretendía destruirlo, solo salvarlo, acabar con el último organismo y empezar de cero. Sigo sin saber quién me dio ese poder y para qué me lo dio, pero yo tenía muy claro cómo usarlo.

  Me elevé ante todos como un dios sin que pudiesen verme y esperé, no sé muy bien a qué. Les miré por última vez y, antes de volver a elevar la mirada, pude verla sonreír. ¿Por qué? ¿Por qué su sonrisa me detuvo? ¿Por qué sonreía en aquel lugar sin sentido? No lo sé, no sé nada, solo que quería verla sonreír todos los días de mi vida. Seguramente fuese como todos, seguramente lo sea, pero su sonrisa a mí me parecía distinta. A su sonrisa le siguieron su mirada, sus andares, le siguieron sus palabras. Al verla no pude hacer lo que debía. Decidí bajar, renunciar a aquel otro poder que nos salvaría y sucumbir al poder que ella me había otorgado. Bajar a aquel infierno para acercarme al paraíso. Fui un egoísta, un inconsciente, un impulsivo, pero ante todo fui feliz como nunca lo había sido.

Por un momento vi a la gente de otra manera. Me di cuenta de que estaban tan perdidos como yo, que algunos no tenían intención de encontrarse, pero que a otros la angustia les devoraba tanto como a mí. Y aun así luchaban, continuaban, vivían. Era increíble, peligroso, pero admirable. Eran como yo, pero muchos sin ese nuevo poder que ahora me imbuía.

O eso creía. Al observarles más de cerca comprendí que cada uno, a su manera, tiene ese poder, y cada uno decide qué hacer con él. Yo lo sé, o, mejor dicho, sé lo que no puedo hacer con él. Con este nuevo poder no puedo mejorar el mundo, no puedo cambiarlo. Con este poder sigo viendo lo mismo de siempre, pero no de la misma manera. Por eso es tan importante este poder, porque no nos hace poderosos, simplemente felices; porque no nos hace superiores, solo iguales; porque nos permite vivir en un mundo donde la vida a veces parece carecer de sentido. Se trata de un poder que nos conecta a la otra persona y que, manteniendo nuestra mortalidad, nos convierte en imparables hasta el fin, como si de verdad fuésemos inmortales.

¿Qué puedo tener yo? os preguntaréis, ¿qué la puedo ofrecer? Nada que no puedan tener los demás, menos de lo que pueden ofrecerla muchos, os lo aseguro, yo solo puedo ofrecerla ese mismo poder. Es probable que no sea correspondido, es posible que me deba conformar con verla, con oírla y hablar con ella de vez en cuando, pero ya es más de lo que tenía antes.
No será un final triste, simplemente un final sin ella, un final que no llega con estas últimas líneas, pues yo seguiré aquí, continuando la vida que ella me devolvió, dispuesto a mantener ese poder en cualquier rincón del mundo y a ofrecérselo a alguien que lo necesite como yo. Un poder al que algunos llamamos “amor” y que cada uno entiende de una forma. Lo importante es que, de una forma u otra, ese poder siempre esté ahí y sepáis usarlo, que os libere y jamás os encadene y, sobre todo, que no lo perdáis en la oscuridad y en la distancia. Sabed que siempre estará ahí esperando a que lo recibáis y deseoso de que lo compartáis.