martes, 2 de enero de 2018

Diario Redford






18 de febrero de 1884
Rancho Redford


Hoy he matado. Ha sido una sensación extraña, pero no me he sentido mal, no he vomitado, ni llorado, ni temblado. Eso no quiere decir que sea un psicópata, o eso espero. Vivimos una época convulsa, en un lugar turbio, tal vez ser un psicópata sea lo que te salve la vida. ¿Por qué he matado? No soy ningún agente de la ley, ni ningún matón a sueldo, ni ningún pirado con sed de sangre. Tampoco soy un llanero solitario en busca de la justicia que la ley no parece querer repartir. No. Soy Thomas Redford, Tommy, un hombre de 34 años normal y corriente. Vivo en un rancho, con mis animales, mi familia... Bueno, ya no. Hoy he matado.

Miro por la ventana, ahí están, las tumbas recientes de mi mujer y mi hija. Giro la cabeza y ahí esta, el cadáver de un hombre, un hombre patético, un hombre al que he matado. El primer y único hombre al que he matado. Sé quién ha sido el responsable directo de esto y voy a por él. Quien haya encontrado este diario puede pensar que va a leer una historia de venganza, de esas que sobran en el mundo que nos rodea, en este confín del mundo olvidado por Dios. Más bien condenado por Dios. Pues le diré a quien haya encontrado este diario y lo esté leyendo que se equivoca, y que por su bien deje de leer en este mismo instante. No es una historia de venganza, ni de justicia, ni una heroica historia inventada por un vaquero que se moría del asco en su rancho. Es una historia inverosímil, pero real, cruda. Escribiré sobre el pasado y el presente, lo que en este instante es el futuro. A veces incluso será lenta y aburrida, las divagaciones de un pobre hombre.  Es tan mala que no merece la pena seguir perdiendo el tiempo con ella. ¿A que esperas, gilipollas? Cierra este puto diario. Ciérralo porque he matado. Y lo volveré a hacer.


¿Por qué escribo si no espero ni quiero que nadie lea este diario? Por nada, porque es lo único que puedo hacer, este diario es el único con el que puedo hablar. No deseo nada más. Mi mujer me ha abandonado, mi hija me ha abandonado, Dios me ha abandonado justo antes de haberme castigado. Tal vez la cordura me abandone pronto. Tal vez ya me haya abandonado. Pero por lo menos hay algo que puedo hacer, algo con lo que desahogarme, pues no quiero hundirme entre mis propios delirios. Además busco algo, quiero escribir las últimas palabras de este diario con sangre. Tal vez debería quemarlo. Ya veré. De momento sé lo que tengo que hacer.

Me he quitado la ropa que tenía ensangrentada, me he lavado, me he puesto otra ropa, ropa vieja que hacía tiempo no usaba. Después me he puesto mi viejo sombrero y he escondido el cadáver de ese imbécil. Tras eso me he despedido de mi mujer y mi hija. Las he hablado, las he pedido perdón, ellas no querrían esto. Después he cogido mi revólver heredado por mi padre Walter Redford. En realidad tengo dos. El otro lo robe de un cadáver. Mi padre, Walter Redford, un gran hombre, trabajó durante mucho tiempo en una mina. Contaba grandes historias, la mayoría exageradas, algunas incluso falsas, o eso creíamos todos. Él también escribía un diario, un diario en el que reflejaba todas esas historias. Como un auténtico idiota se me ocurrió que me habría dejado un mensaje secreto en el diario, algo sobre la mina en la que trabajaba. Nada. Las últimas páginas eran los delirios de un anciano. Pero sus delirios eran justificados, tenía una excusa. Era un viejo senil en sus últimos días. Murió ahogado en su propio vómito, sobre una cama llena de su propia mierda. Lo siento, viejo.


Por alguna extraña razón me veo impulsado a escribir sobre esto, sobre el viejo, sobre mi pasado con él. Pero no quiero, es mi diario, es mi historia. No tengo intención de escribir un largo diario que sea una reliquia con el paso de los años, solo quiero un escape. Da igual, tal vez escriba sobre él en otro momento. Ahora no, ahora he de ponerme en marcha con mi caballo. No tiene nombre, tal vez debiera ponerle uno. Tal vez no, esta no es una de las historias de mi padre. Los caballos no tienen nombre. Joder, si ni siquiera he dicho los nombres de mi mujer y mi hija.


18 de febrero de 1884
Common Saloon

Las puertas vaivén me hipnotizan mientras veo entrar y salir a gente de todo tipo de calaña. Gente de la que quise apartarme siempre y con la que no creí que tendría que cruzarme más cuando me fui a vivir a mi rancho, alejado de esta ciudad, Finewood. Lo único bueno que hay es la madera de las casas, y ni siquiera en todas las casas la madera es buena.
Las risas escandalosas de un anormal que quiere ser el centro de atención me despistan. Las amenazas de bravucones mientras juegan al póker me exasperan, el sonido de los dados al caer sobre la madera de las mesas me desagrada, el olor a sudor y a whisky me producen arcadas. Es curioso, matar no me las produjo. Dos tipos me señalan riéndose, una mujer me mira con interés, parece una puta. No me follaré a ninguna mujer hasta acabar con este trabajo, y menos a una puta. Lo juro por el honor de mi esposa.
Dos putas se camelan a un hombre con buenos brazos y un buen torso que bebía solo en la barra. La más inteligente se camela a un viejo que parece que tiene dinero. No lo ostenta, no le conviene, pero algunos detalles le delatan. La puta se lo follará, pero posiblemente sea un viejo agarrado y temeroso de que alguien le robe si se enteran de que paga una buena cantidad de dinero a una puta cualquiera. Lo único que la puta se llevará a mayores de la cuota establecida será una polla arrugada y seca metida en la boca que, con suerte para ella, no se levantará. Tal vez no sea tan inteligente, las otras dos putas se llevan a sus camas a un hombre apetecible, recibirán el mismo dinero y algo mucho mejor que llevarse a la boca. La mujer que me observaba se me acerca, noto un nudo en la garganta. Intento mirar para otro lado.


Hoy he matado y he follado. Acabo de bajar de una de las habitaciones. No daré más detalles, no he debido hacerlo. He perdido dinero y honor. Pero el honor ya no me importa. Le ha gustado, me ha vuelto a guiñar un ojo a pesar de que nos acabamos de separar. Me fijo y veo que tiene algo mío en la comisura del labio. Por un momento me pienso el sugerirla que se limpie con un gesto de la mano, decido seguir escribiendo. Los dos hombres de antes me siguen señalando, ya no se ríen. De hecho parecen enfadados. La puta no sabía nada. Tal vez no debí interrumpir el acto para preguntar, pero se me ocurrió de forma repentina y no pude esperar. Tal vez ni siquiera pensó, no es bueno pensar cuando se tiene un orgasmo. Pero he dicho que no iba a escribir sobre esto. Creo que es buena idea preguntarle ahora sobre ello.


No sabía nada. Me lo temía. El barman, en cambio, me dijo que había estado aquí hacía relativamente poco. Parece que se va a deshacer de ella, pues viajaba hacia Hollow Lake y todos sabemos por qué es famosa Hollow Lake. Le doy las gracias al barman y le pago un extra. Esta vez no he perdido el dinero. La puta me volvió a mirar antes de sentarme de nuevo. Un hombre la ha metido mano, es un nuevo cliente. Mientras se va con él me mira y me sonríe. Yo no hago nada. Sí, escribo. Los dos hombres ahora me ignoran, hablan de cosas que no llego a escuchar ni me llegan a interesar. Si salgo ahora hacia Hollow Lake le alcanzaría. Seguro que él, sin saber que le persiguen, pasó más tiempo aquí. Yo ya he perdido demasiado. El sol se está poniendo, por lo que es buen momento para ponerme en marcha. Además va a empezar una pelea. No entre los hombres de los dados, ni entre los del póker, tampoco entre los dos hombres que me observaban. Es entre dos putas. Algunos ya empiezan a reír, para ellos no hay nada más excitante que dos putas peleando sobre un suelo manchado de alcohol. Tal vez para mí tampoco. Creo que ya no soy mejor que ellos. Sangre, alcohol y sexo es lo que se puede presenciar a tiempo completo en este salón, pero ahora se va a poder presenciar en una sola escena, todo al mismo tiempo. Que la disfruten.





18 de febrero de 1884
Colina Finewood

Veo una diligencia peculiar a lo lejos, bañada por el rojizo sol casi desaparecido. Estoy tumbado sobre la tierra para evitar que se me vea, aunque es imposible que me vea a esa distancia, ni siquiera se preocupa por quién le pueda seguir. Podría forzar a mi caballo, podría alcanzar la diligencia, matarle y robarle. No lo haré, quiero comprobar su voluntad, además de conocer a quien la compre. Le mataré a él también. Esta noche no gastaré dinero en un alojamiento de Hollow Lake, pero tampoco dormiré a la intemperie. Mañana habré matado por segunda vez.


18 de febrero de 1884
Timberlane Company

La oscuridad me reconforta. Está cerca, casi puedo sentirlo. No he querido tumbarme sobre la cuidada madera, he preferido dormir sentado apoyado sobre la pared mientras escribo estas líneas. El plan es no dormir mucho ni moverme mucho. No quiero hacer que la madera cruja en exceso, ni quiero que el señor Timberlane me encuentre aquí dormido y me eche a patadas. Quiero hablar con él, quiero que sepa lo que voy a hacer, intercambiar unas palabras. Y qué voy a hacer. Ya he dicho que no es una historia de venganza, por lo menos no tan solo de venganza. No persigo a ningún forajido peligroso, a un asesino despiadado o al más buscado por la ley. Eso me reconforta, pues no soy ningún pistolero profesional. ¿Te he decepcionado? Mejor así, tal vez de esa forma dejes ya de leer, bastardo. Tengo una última oportunidad de hacer que dejes de leer mi maldito diario privado, una última oportunidad de aburrirte y dormirte. Espero no hacerlo yo antes mientras escribo. Una vez que termines de leer las siguientes palabras quizá no haya marcha atrás. Tú decides.

Miro la funda donde tengo metido el revólver de mi padre. Es un revolver llamativo, bonito y creo que bueno. No los mejores revólveres son los que mejor decorados están, pero este mata, y es lo único que ahora quiero hacer. Evidentemente no pertenecía a mi padre, tampoco él era ningún pistolero. Como he dicho era un minero. Un día se lo encontró en una mina abandonada en la que habían vuelto a trabajar. Me habló de esa mina. Eran historias escalofriantes. Nadie le creía, pero he de confesar que yo sí, a veces. Otras no. Es curioso, cuando más deliraba en su vejez más llegué a creerle. No tenía ninguna razón para mentir y aunque la locura se apoderó de él algunas de las cosas que balbuceaba eran las mismas historias del pasado.

En esa mina no solo había encontrado un revólver. Encontró un diario, el diario en el que él mismo escribió por un tiempo. Pero había arrancado las hojas que pertenecían a su dueño, nunca me las dio. El dueño de ese diario no era un antiguo minero, sino un cazafortunas. Es lo único que sé. Un compañero, otro día, encontró los restos de un cadáver. Un cadáver que llevaba ahí muchos años, solo quedaban los huesos, pero no había ni rastro de la calavera. Poco después hubo una revuelta en la mina, parece ser que fue una disputa entre dos mineros. Hubo muertos, ni siquiera mi padre supo decirme bien qué pasó.
Nos contaba que en esa mina se oían gemidos extraños, gritos escalofriantes y un chirrido espeluznante. A veces en las profundidades a las que ni los trabajadores antiguos habían llegado se podían ver luces que iba y venían. Según mi padre, allí había sonidos que parecían ascender del infierno, a veces olía a muerte e incluso llegó a sentir la muerte. Las cosas que decía en su propio lecho de muerte es mejor no repetirlas, no volver a escribirlas. Pero el día antes de fallecer dijo algo, algo que me hizo pensar que entre tantas locuras decía verdades. Dijo que había enterrado la calavera y dijo dónde. Después lloró y dijo que olvidase las historias, para acabar repitiendo alguna de ellas otra vez. Deliraba. Gritaba palabras que me desconcertaban.
En efecto, mi padre, Walter, había encontrado la calavera de aquel cadáver que tal vez alguien antes que él había robado. Fui a por esa calavera. Si todavía hay algo que te interesa en esta historia siento desilusionarte y te diré que esa calavera era solo una calavera, no tenía nada. Un trozo de hueso y polvo olvidado en el desierto. Mi padre decía la verdad, pero deliraba al fin y al cabo. Llegué a pensar que era la calavera de un trabajador de la mina, un compañero de mi padre, tal vez él produjo su muerte por accidente. Eso le provocaba remordimientos y le atormentó hasta la muerte. No hay nada más, nada más emocionante. Lo que va a ocurrir mañana tampoco es emocionante. Ni agradable. Así qué, por última vez, te sugiero que dejes de leer en este punto. No va a ser algo que quieras leer.


19 de febrero de 1884
Timberlane Company

Con el amanecer el señor Timberlane entró en su casa de subastas. Al principio se asustó al verme, pero enseguida entró en razón. El señor Timberlane es un hombre razonable, solo necesitó dos cosas que brillasen para aceptar mis peticiones. Una brillaba en su pecho, la otra en su mano. Podría permanecer escondido durante la subasta, entre las cortinas colocadas tras el atril, y comenzar mi actuación sin interrupción de sus guardias. Me dijo el asiento adjudicado a mi hombre, Don Beltrán, que para mi fortuna se sentaba en primera fila. Solo tengo que salir y disparar.
No salgo de la casa de subastas hasta que llega la hora de la subasta.
Es la hora.

Estoy entre bastidores, nervioso, sin dejar de escribir. El jaleo de la subasta impide escuchar cómo rasgo el papel al escribir. Mis movimientos no se perciben tras la cortina, tengo el espacio suficiente. Se subasta un jarrón de una cabaretera fallecida hace poco, un rifle de un cazador atacado por un oso en una expedición y asesinado posteriormente por unos indios, un monóculo, dos fundas que causan furor entre los allí presentes por pertenecer a un famoso forajido, el caballo más rápido del continente, o eso dice el que lo ofrecía; una navaja que ha pasado por muchas manos, gargantas y corazones, según parece; un cuadro, cómo no; y también un bastón. Llegó. Se subasta una calavera. Qué tiene de especial esa calavera, se preguntan algunos asistentes. Me estoy poniendo nervioso, muy nervioso. En cuanto Don Beltrán ha explicado lo nada especial de esa polvorienta calavera ha sido adquirida. Es la hora de guardar el diario y sacar el revólver.






19 de febrero de 1884
Rancho Lonely Goat

Hoy he matado. Salí como un fantasma teñido de sangre, entre los cortinajes rojos, disparando una bala por cada dólar que pedía. Pidió poco, muy poco, tan solo diez dólares. Así que al final no pude evitar que fueran más las balas que le disparé. Tras vacía el tambor cargué el revolver con la munición de mi padre. Con cuatro balas más era suficiente, pero cargué el tambor entero, fueron doce. O hubiesen sido doce si no lo hubiese vuelto a cargar. La gente corría sin importarle la vida de Beltrán, solo era un vendedor corpulento, opulento, embaucador, charlatán y agujereado. Sí, le agujereé, algo imaginable tras dieciocho disparos. No pensé que podría agujerearse así a una persona hasta que lo he visto. Después decidí que fueran diecinueve, otorgar algo de poesía a tan deleznable acto, pues hoy es día diecinueve.

El hombre que había adquirido la calavera por diez dólares había salido corriendo tirando la calavera al suelo y rompiendo con ello una parte importante de ésta. Le pregunté a Beltrán si había merecido la pena. No me respondió, estaba muerto. Después me dirigí a Timberlane, que estaba acurrucado en el suelo, tembloroso, protegido por sus hombres que me miraban con desconfianza. Le pregunté por el hombre que había adquirido la calavera para tirarla al suelo tras oír mis disparos. Me dijo que se trataba de un ocultista mexicano conocido como Jiménez.
Cogí la calavera, la miré. La miré a las cuencas vacías, miré su dentadura rota. Se ríe, se ríe de mí. Por primera vez lo detecto. La arrojo al suelo y la aplasto con mi bota, la destrozo hasta que no quedan más que fragmentos dispersos entre polvo. Después me inclino de nuevo para coger la pieza rota, lo que parecía un diente en el que nadie había reparado. Lo miro durante un largo rato. Timberlane se levanta y se pone a mi lado, observando. Alza los brazos hacia esa pieza, le miro de reojo, la toca. No tengo balas en el revólver, los hombres de Timberlane sí, por lo que decido cerrar el puño con fuerza y mirar de forma amenazante a Timberlane. Me voy.

A dónde se dirige un hombre como yo, sin familia, ni amigos y solo un revólver. Para empezar al lugar donde se aloja el señor Jiménez. Sé que las autoridades no tardarán en buscarme. Pregunto por el señor Jiménez y su habitación, a la que entro a la fuerza, sin preguntar. El señor Jiménez, con media maleta hecha, palidece al verme. Se arrodilla y me suplica. Le informo de que voy por la calavera, momento en el que detecto cierta curiosidad en su rostro.  Decide levantarse con cuidado para sentarse en la cama. Me explicó que lo que vio en esa calavera no era un simple diente de oro. Él lo vio antes de que se rompiese. Pero sí, sé que ese diente no es de oro.
Cuando se disponía a contarme sus hipótesis sobre ese diente saqué mi revólver, hecho por el que palideció más de lo que creí posible. Me suplicó, me dijo que no le interesaba el dinero, solo la investigación. Quería saber más cosas sobre el mundo, resolver ciertos misterios en lo referente al Más Allá. Me explicó que el material de ese diente lo había visto en otro lugar, cuando investigó un suceso hacía tiempo. Me resolvió muchas dudas. Por su parte, sus dudas sobre la vida y lo referente al Más Allá concluyeron en ese momento, una bala en la cabeza resuelve fácilmente ese tipo de dudas.

En el hotel la gente se escandalizó y llamó al sheriff, que estaba en la escena del crimen de la casa de subastas. Dejé una nueva escena del crimen en la habitación de Jiménez y huí. Ya no podía volver a mi rancho con mi mujer y mi hija. Tampoco quería. Solo tengo que esperar, no tardarían en venir a por mí. Pedí alojamiento en este rancho situado a las afueras de Hollow Lake. El hombre, con una esposa y un hijo, no era tan diferente a mí. Yo también hubiese dejado a alguien alojarse, sobre todo si no conocía sus antecedentes, Antes era ingenuo, antes me fiaba de cualquiera. Me fallaron, pero nadie volverá a fallarme porque ya solo confió en mí mismo. Viviré solo. Moriré solo, posiblemente en este rancho. Muy apropiado.

Ya oigo los cascos de los caballos, son varios. Recorren el camino con presura e impaciencia, parece como si fuese a llevarse por delante todo el rancho. Es como una tormenta que está apunto de aplacar mi ira. Pero no tengo miedo. Saco el diente de mi bolsillo, la pieza que se desprendió de la calavera al romperse. La miro fijamente. Miro entre los huecos de la madera esperando encontrarme al sheriff. Timberlane no es el sheriff, es él el que quiere verme muerto. Ha venido junto a sus hombres, pero ni siquiera con sus hombres me hubiese perseguido para darme caza un hombre como él. Sin duda es el diente lo que le empuja. Le entiendo. Pero no lo merece. Timberlane ha gritado mi nombre. “Redford”, dice. “Thomas Redford, sal y dame lo que me pertenece. Sal y muere”. Es hora de salir. Podría escribir una despedida oportuna, pero no lo haré. Ayer maté, hoy he matado. Y hoy no voy a morir. Lo sé. De alguna forma lo sé.


23 de febrero de 1884
Mina Hollow

Llevo varios días sin escribir. No. No morí. No deberías sorprenderte. Lo que me sorprende es que sigas leyendo a pesar de las advertencias. Pero ya no hay más advertencias, solo la verdad. Tú has querido llegar hasta aquí, no yo. Tú has querido llegar tan lejos leyendo este diario, y sé que lo sigues leyendo. Ya no puedes parar, todo es demasiado extraño. Ya te avisé, resulta inverosímil. Tal vez, a veces, incluso ininteligible. Aunque ni siquiera yo llegué a pensar que hasta tal punto. Da igual que hayas entendido o no. Pronto entenderás, y no querrás haber entendido. ¿Quieres saber qué pasó con Timberlane y sus hombres? Están muertos. Cómo, si no soy un gran pistolero, han muerto. Cómo un vaquero con una vida aburrida puede seguir vivo y haber cosechado tantas vidas en tan poco tiempo. El destino me ha querido aquí. Matar a merecido la pena. Sus vidas por la mía, por ese diente que ya no vale nada.

Salí del rancho Lonely Goat. El hombre que me acogió intento interponerse entre Timberlane y yo, dijo que no permitiría que nadie asaltase a su invitado. Timbarlane le disparó mientras sus hombres, a caballo, seguían apuntándome con sus rifles. Ese cabrón de Timberlane no era de los que se ensuciaban las manos, pero ese día lo hizo mientras no quitaba la mirada de mi bolsillo. Por ese diente sí merecía la pena ensuciarse. Me dijo que lo sacase sin dejar de mirar mi bolsillo, así hice. Lo mantuve en mi mano, con el puño fuertemente cerrado. Le dije que por encima de mi cadáver. Dispararon. Todos y cada uno de ellos dispararon. Poco después murieron. Todos y cada uno de ellos murieron. ¿Cómo? No hay tiempo de explicaciones, el diente ya no sirve para nada. Vienen a por mí. Ya no es cosa solo de ese sheriff. Sé que llamaron al marshall, sé que el precio de mi cabeza sube con cada víctima que dejo a mi paso. El señor Timberlane subió cuantiosamente el precio de mi cabeza, una cantidad que se suma a la cantidad menor que se ofrecía por las muertes de Beltrán, Jiménez y cada hombre de Timberlane. También pensaron que al hombre del rancho lo asesiné yo. Mejor para su familia, o les hubiesen colgado por esconder a un fugitivo.

Escribo esto frente a la mina de Hollow Lake, no lo he mencionado antes pero esta ciudad es también especial por albergar la mina en la que trabajaba mi padre. La mina Hollow. Me encuentro envuelto en sus profundides, iluminando el lugar con un farol que había en la entrada, mirando al vació, a la oscuridad que no pudieron penetrar los trabajadores, a la que no pudieron llegar con sus estructuras de madera y metal, con sus vagonetas. Un lugar al que seguramente nadie se hubiese atrevido a bajar a pesar de haberse podido. Ni siquiera los más valientes o curiosos que viajaron alguna vez a la mina. De alguna forma Jiménez encontró respuestas, pero nunca entró en contacto con las tinieblas y con lo que ellas albergan. Ya están aquí. Oigo los caballos, no dejo de escribir.

Esta sí puede ser mi última entrada en este diario, me lo juego todo a una carta. Pero merece la pena, no hay otro modo de sobrevivir, y aunque lo hubiese no me importaría. Necesito verlo, tocarlo, sentirlo, aunque signifique mi muerte. Por esto he matado y por esto moriré. El marshall grita mi nombre, también el sheriff. Es hora de guardar el diario. Ya me están apuntando. Me llevarán preso, pero eso no es lo que quiero. Vuelven a gritar mi nombre. Me giraré, les amenazaré con mi revólver, el revólver de mi padre, el revólver de aquel expedicionario que pereció en la mina. Me acribillarán a balazos, mi cuerpo caerá a la mina, a lo más profundo, donde ni los cadáveres de los mineros han llegado. O eso creo. El revólver volverá al lugar donde mi padre lo encontró, más allá incluso. Y después veremos qué pasa.
El marshall grita mi nombre de nuevo y dispara al aire. Les estoy poniendo nerviosos. Ha llegado el momento. Posiblemente mis últimas palabras escritas. Y si no son mis últimas, entonces desearás que lo hubiesen sido.


24 de febrero de 1884
Mina Hollow

Abrí los ojos. Hay una luz tenue que me permite escribir. También me permite ver putrefactos cuerpos mirándome, moviendo débilmente alguna extremidad y gimiendo. Son muchos, pero no son peligrosos. Les ignoro.
 Algo me atraviesa el costado. Me levantó extrayéndolo, después me miro al pecho. Tengo varios agujeros de bala que no me duelen, algunos son recientes, otros no tanto. La luz tenue proviene del mismo material que aquel diente que no era un diente. Jiménez tenía razón, el mito, desconocido por casi todo el mundo era cierto. El dueño de aquella calavera nunca tuvo este material sustituyendo un diente, fue oculto en esa mandíbula como un diente más por alguien.
Mi padre encontró la calavera, la calavera le consumió y le poseyó. A mí también. Mi esposa y mi hija osaron interponerse entre ella y yo y se la dieron a Beltrán, un vendedor que pasaba a menudo por el rancho a vendernos o comprarnos mercancía. Mi esposa me arrebató lo que más quería, mi propia vida, la vida eterna encerrada en aquella calavera. Yo le quité a ella lo que más quería, después la maté a ella. Beltrán me obligó. Un viejo amigo de la familia que estaba allí intento impedírmelo, impedir que luchara por lo que me pertenecía. Pero no me apena haberles matado a todos. Lo he hecho por algo mayor, por perdurar en el tiempo, por trascender, superar los límites de la humanidad. ¿Qué es eso frente a diez vidas? ¿Qué es eso frente a la vida de una mujer, una niña, un pobre hombre, un vendedor, el dueño de una casa de subastas, un ocultista o varios matones? También hubo una vida que no me corresponde a mí directamente, un ranchero que me protegió y que no intentó apoderarse de mi posesión. Él era el único que no merecía morir.

¿Que me diferencia todo esto de mi padre? Puede que los dos acabásemos consumidos, pero él no mató, no trascendió y nunca supo que la calavera no era nada. Nada. Tuvo este mineral bajo sus pies y en esa calavera y nunca lo supo. El de la calavera ya no brilla, lo consumí cuando los hombres de Timberlane me dispararon. Parece que cada fragmento tiene un límite ligado a su tamaño. Y aquí hay muchos fragmentos de gran tamaño, podría caer una y otra vez acribillado a tiros y no moriría. Solo he de esperar a que alguien me encuentre y me saque de aquí. Entonces podré compartir mi inmortalidad... o no. Mi inmortalidad es mía. He trascendido, pero nadie merece conocer el secreto, el poder de este mineral, su ubicación ni procedencia. Nadie que no pase por lo que he pasado yo lo merece. Y si alguien intenta conocerlo sufrirá el mismo destino que ellos: que mi mujer y mi hija, que mi amigo, que aquel vendedor. El mismo que aquel ocultista o el del dueño de la casa de subastas. Pues si quieres conocer la vida eterna, antes has de morir.



8 de julio de 1994
Lugar desconocido

Me han encontrado. Me sacaron de esa mina con tecnología que no conocía. Llevaba en los bolsillos varios fragmentos que escondí por poco tiempo. Me los intentaron quitar, me preguntaron sobre ellos y hasta se llevaron algunos de ahí abajo. Les maté. Les destrocé con mis propias manos. Ellos me dispararon con armas que no conocía, yo solo les miré con mi sangre derramándose sobre la arena. No caí, ellos sí. Me aseguré de que ningún fragmento del mineral entrase en contacto con ellos, es el mero contacto lo que te devuelve de la muerte. En cambio, conmigo ha sido diferente. Al caer en la mina, un fragmento del suelo en forma de estalagmita me había atravesado un costado, fue eso lo que me salvó, tuve suerte, o tal vez algo más que suerte. Dios me quiere vivo. Para siempre, pues al entrar en contacto un fragmento tan grande con mi sangre y mis órganos aquirí el poder de forma eterna, sin límites, como duando sólo toque ese pequeño fragmento.
Mientras divagaba recordé que uno de los investigadores se había ido con mi diario. Se había ido antes de que me subiesen a mí y matase a todos. Solo le esperé. Evidentemente volvió. Evidentemente le maté.

Ya sé por qué escribo este diario. En él se encuentra el secreto de la vida eterna, accesible para todo el mundo. No todos tienen derecho a conocer tal secreto, y tú ya lo conoces. Ahora solo has de morir como hice yo y como hicieron todos antes que tú.



El día de tu posible muerte
Donde podría yacer tu cadáver

He escrito esta página antes de que encontraras el diario. No lo perdí, dejé que lo encontrarás. Lo tienes en tus manos porque yo quise que tú lo tuvieses. En las primeras páginas, antes de conocer el secreto, te insté a que lo dejaras, te amenacé a pesar de que sabía que sería imposible que pudiese hacer nada contra ti nada más que asustarte. Pero aquí estoy, dos siglos después, esperando a que termines. Porque sé que sigues leyendo, porque sé que ya no puedes parar. Es más, temes parar, porque sabes que cuando lo hagas apareceré en algún lugar. Puedes intentar matarme, sabes con qué resultado. Mira a tu espalda si quieres; mira por la ventana, no me verás. Pero tu vida ya está ligada a la mía. Y créeme, la mía es eterna, la tuya nunca lo será.

Hagamos un trato. No hables sobre esto, no menciones lo que has leído, deja el diario en una de las estanterías de tu casa y olvídalo. Algún día volveré a por él y tal vez te perdone la vida. Ten por seguro que estarás vigilado, si dices algo morirás. Desprecia tu deseo de la vida eterna y demuestra el aprecio de tu finita vida. Hazlo y no acabarás como el resto. ¿Podrás? Tal vez al principio, pero algún día, cuando creas que esto no fue nada más que una broma y te olvides de esta sensación que estás teniendo ahora decidas contárselo a alguien, como una anécdota, como una curiosidad. Ese día no solo te habrás condenado a ti. 
  Si por el contrario eres lo suficientemente prudente mantendrás tu bien más preciado. No sé lo que harás, pero sí puedo decirte algo con seguridad: decidas lo que decidas, renuncies o no al secreto de la vida eterna, morirás. Recuérdalo. Tal vez no hoy, pero tal vez sí mañana, tal vez en unos años. Tienes a dos vigilándote, el dueño de la vida eterna y el dueño del descanso eterno. Uno de ellos decidirá tu destino. Pero eso ya lo sabes. Ya sabes bien cómo terminará todo. Cierra este diario, olvídame y sigue tu vida. Síguela. Síguela sabiendo esto. Morirás.