lunes, 16 de marzo de 2020

El rostro del fantasma


¿Habéis oído las historias del cazador de samuráis? Un hombre al que nadie le ha visto la cara –algunos incluso afirman que no tiene cara–, que camina tranquilamente en busca constante de samuráis. Cada vez hay menos, parece que en consecuencia de esta cacería. Una cacería ejecutada por un solo hombre cuyos movimientos son rápidos, precisos y calmados. No tiene una única forma de cometer sus asesinatos: a algunos les elimina con su katana, a otros con sus manos y a muchos les mata clavándole un tantô. Sí, a todo el que mata con el tantô se lo clava en el abdomen y deja su cadáver de rodillas. Tiene una firma, el único patrón que se repite siempre: embadurna de sake los cadáveres.
Algunos cuentan que se trata del familiar de alguna víctima de los samuráis, otros dicen que sólo es un mercenario, varios señalan que es un rônin. Imaginaos, un samurái sin amo cazando samuráis. ¡Qué vergüenza! Pero hay más. Los más supersticiosos creen que se trata del fantasma de un hombre asesinado por un samurái e incluso que es el fantasma de un antiguo samurái. Un samurái que renunció a hacerse el seppuku y murió con deshonor. Su castigo es el de vagar por el mundo sin hallar el descanso eterno, sin rumbo, sin motivación, con el peso de la deshonra.
Pero se ha buscado una motivación: aniquilar a todos los samuráis para que sientan el dolor y el terror que él siente desde el día de su muerte y que seguirá sintiendo hasta la eternidad.
—¡Venga, vieja! ¿Crees que las historias así nos van a asustar? Ya somos mayorcitos. Y somos auténticos samuráis, nosotros cuatro podemos hacer frente a un loco que quiera darnos caza. Porque, si existe, te aseguro que es de carne y hueso como nosotros. Y mortal. ­—Hablaba con seguridad, apoyado con un codo en el mostrador del local.
­—¿Nos cuentas esto para que nos portemos bien? —pronunció otro de los hombres del grupo, con risa juguetona y los brazos apoyados en la barra.
—Pero si nosotros nos portamos genial. Somos honorables samuráis, pero los samuráis también tienen derecho a beber y… a pasarlo bien con tu nieta. ­—El tercero arqueó las cejas con mirada lasciva.
—Venga, sí. Dile a tu nieta que se acerque. Vive aquí al lado. Se lo pasará bien. —El primero de los tres volvió a intervenir mientras daba un trago al sake que le habían servido.
La anciana, que fingía estar más ocupada de lo que estaba realmente, se esforzó en desviar la atención del tema que habían sacado esos tres tipejos.
—¿Queréis que esa leyenda os pille con los calzones bajados? Eso sí que no sería honroso. —La anciana fingió una risita inofensiva, para quitarle hierro a lo que acababa de decirle a esos tres samuráis.
Los tres rieron a carcajadas. Reían y bebían, y así durante un rato. Daban golpes al mostrador y tosían al atragantarse con el sake. Pero, aun entre toses, seguían riendo. La anciana, de vez en cuando, forzaba una sonrisa cuando la miraban, pero detestaba esas carcajadas. Al menos sabía cómo mantener a raya a esos abusones.
Las risas se cortaron con el manotazo que recibieron los tres vasos vacíos de sake. Por supuesto, unos borrachos como esos no despreciarían ni una gota de alcohol por montar un espectáculo. El sonido de los vasos al romperse contra el suelo fue lo último que se oyó en el local. Ni una risa, ni un murmullo sucedieron a aquella escena. Todos miraban helados a ese enfadado –y borracho- samurái.
La anciana no se acobardó como cabría esperar. Miró sus vasos de barro rotos y, después, alzó la mirada al “caballero” que había provocado tal estropicio.
—¡Osas hablar así a unos samuráis! ­—El mismo que había tirado los vasos fue el mismo que gritó. Curiosamente, el primero que rio a carcajadas. —¡Haz venir a tu maldita nieta! Así lo ha pedido Kurishu.
—Sí, señor. —La anciana salió de la parte trasera del mostrador todo lo calmada que pudo—. Denme unos minutos.
La puerta se abrió abruptamente. Fuera, una tormenta acompañaba a la noche. La lluvia se colaba en el local mojando la madera del suelo mientras una figura sombría se mantenía estática en el umbral. Un relámpago iluminó la sala repentinamente, como si fuera parte del plan de alguien para otorgar más dramatización a la entrada de aquel misterioso hombre encapuchado, envuelto en una túnica sucia, mojada y rasgada.
La anciana se quedó unos segundos parada, observando a aquella figura. Le miraba esperando algo de él, tal vez una ayuda en el último momento para evitar que su nieta tuviese que pasar por ese trago otra vez.
El hombre dio unos pasos y entró al local cerrando la puerta tras de sí. La anciana no era la única absorta con esa figura, también el resto de clientes, incluso los tres samuráis.
—Vas a tener que esperar a que la vieja vuelva de su casa, viajero  —dijo el samurái que había gritado, llamado Tariko­—. Nos va a traer un pastelito para acompañar el sake.
La anciana seguía parada, mirando al hombre de la capucha. Esperaba algo: una reacción, un movimiento, una salvación, cualquier cosa que salvara a su nieta.
—¡Vieja! ¡¿Qué haces!? ¿Acaso crees que es el cazador de samuráis? Pues si es él se puede decir que tiene cara, se la estoy viendo, ja, ja, ja, ja. —Tariko volvió a dar golpes mientras reía.
—Disculpen, señores. —La anciana pasó junto al viajero -que seguía ahí plantado- intentando disimular el tono de decepción.
Tras salir la anciana del local, el recién llegado se dirigió a uno de los sitios libres, en un rincón, sin pronunciar palabra alguna.
Los tres samuráis le miraban entre risotadas tontas y murmullos. En otro momento le hubiesen increpado y preguntado de dónde venía, muy seguramente, pero tenían todas las botellas de alcohol libres para ellos, además de no pocos aperitivos; o, al menos, más libres de lo habitual para un samurái, pues muchos acostumbraban a no pagar y a pasar por encima de la ley.
Mientras esperaban bebían, comían y reían entre gritos y carcajadas absurdamente desproporcionadas. Rompieron algún vaso más, pero esta vez no a causa de un enfado; y también mancharon el suelo con algún alimento. Varias personas habían abandonado ya el local: algunos por miedo, otros por vergüenza.
La anciana volvió. Y, tal y como los tres samuráis deseaban, no lo hizo sola. Allí estaba su hermosa y joven nieta, una mujer de tez morena por los trabajos en el campo, de pelo también moreno y mirada tímida. Tenía marcas de lágrimas en la cara, pero no lloraba. Al menos se esforzaba en no hacerlo.
—¡Pasa, pasa! No seas tímida, mujer. Pero si ya nos conoces bien ¡Ja, ja, ja ja! Acércate y deja que…
—Venga, Tariko, la pedí yo primero —protestó Kurishu.
—Que decida ella, ¿no? —propuso el samurái que había estado sentado en el medio, Rinneko­—. ¿O es que tenéis miedo de que me elija a mí primero?
—¡Serás imbécil! Soy Tariko, el samurái Tariko. Conocido por sus dos grandes katanas ¡Ja, ja, ja! ¡Claro que me prefiere a mí!
—Echémoslo a suertes ­—decidió Kurishu.
—La suerte está conmigo siempre, así que seguro que soy el primero al que le toca.
—Pues si tan seguro de tu suerte estás, Tariko, vamos allá. Cara empiezas tú, ¿te parece?
—Eeeeh… Kurishu, creo que te estás olvidando de alguien —se quejó Rinneko.
—No, todo lo contrario. Recuerdo que la vez anterior empezaste tú sin echarlo a suertes, solo porque lo decidiste. Tú puedes preparar a la cría mientras tanto. Vamos, disfruta, pero no sobes demasiado, la queremos lo más pulcra posible. O, al menos, lo más pulcra posible para una campesina.
—Como quieras… —Rinneko resopló, tras lo que se frotó las manos acercándose a la muchacha, que estaba temblando.
—Vamos allá: cara para ti, cruz para mí —repitió Kurishu.
—Que sí, vamos. —Tariko se mostraba impaciente.
—Kurishu echó la moneda al aire, que dio varias vueltas antes de ser agarrada en pleno vuelo por la mano de alguien. Ese alguien era el encapuchado, que se levantó y se aproximó a ellos sin que ninguno de los tres se diera cuenta y, con el puño cerrado y la moneda en su interior, propinó un fuerte golpe en la cara a Kurishu, que cayó al suelo.
Tariko intentó sacar su katana, pero ni los nervios ni la borrachera le permitieron hacerlo, momento que el viajero aprovechó para darle una fuerte patada en la rodilla que le hizo doblarse e hincar la otra rodilla en el duro suelo. El viajero, en apenas un pestañeo, había sacado un shuriken y lo había lanzado a la nuca de Rinneko, provocando que cayera inerte sobre la muchacha y que la joven lanzara un grito camuflado por un trueno.
Kurishu, con la cara llena de su propia sangre, se levantó, trastabilló y dio un torpe puñetazo a aquel rápido luchador. O al menos lo intentó, pues el viajero lo esquivó fácilmente agachándose al tiempo que sacaba su katana de debajo de la túnica para cortar horizontalmente el estómago de aquel lamentable samurái, acabando con su vida.
Tariko, finalmente, había conseguido sacar su katana para lanzar un ataque al mismo tiempo que un grito, algo que caracterizaba a ese escandaloso miserable: los gritos y el poco seso de anunciar a su víctima su próximo ataque. Sin dificultad, su víctima lo detuvo y se convirtió en atacante. Agarró con más firmeza el brazo de Tariko y con la otra mano su puño para que no soltara la katana, después le dobló el brazo e hizo que se apuntase el pecho con su propia arma.
—A veces ser el primero no es ser afortunado, pero tenías razón, eres un hombre afortunado, pues esta vez no lo has sido. —Su voz ronca aterrorizó más aún –si eso era posible- a Tariko.
—¿El cuento d-de la vieja… era real? —preguntó Tariko mientras se orinaba encima, perdiendo el poco honor que le quedaba.
—No lo sé. Pero yo sí soy real. ­—Las palabras fueron rematadas con el sonido de su propia katana rasgando su cuerpo, que también quedó disimulado con el sonido de otro trueno.
Tariko no lanzó ninguna de sus desagradables respuestas; nunca más lo haría.
Curiosamente, ningún cliente huyó despavorido. Todos miraban con cierto placer lo que aquel extraño le había hecho a esos tres samuráis. La anciana tampoco apartaba la mirada, mostrando una combinación de asombro y satisfacción en su rostro. La única que no quería mirar era su nieta, que seguía llorando. El extranjero miró a ambas mujeres sin quitarse la capucha.
—Tomad esto. —Le había quitado todo el dinero a los cadáveres y le dio varias monedas a la anciana—. Llama ya a las autoridades y diles que fui yo quien dejó esta escena.
—Pero… ¿quién es usted, buen hombre? Si no es demasiado descaro.
—Ryôshi Wasumichi*, el cazador de samuráis.
Esta vez no sonó ningún trueno ni la sala fue iluminada por un oportuno relámpago. El silencio se aposentó en el lugar mientras el cazador lo abandonaba sin hacer ruido alguno con sus pies.
*Ryôshi es cazador en japonés, mientras que Wasumichi viene de las palabras “wasureru” cuyo significado es “olvidar”, y “michi”, que es senda. Las he decidido unir para que quede algo así como: cazador de samuráis que han olvidado su senda y, al mismo tiempo, que ha olvidado su senda.

Cuatro meses habían pasado desde el ajusticiamiento en aquella taberna, tres samuráis habían sido asesinados brutalmente, dos víctimas fueron salvadas y una leyenda se propagó como nunca hasta ese momento. Durante los últimos meses fueron muchos los samuráis que habían aparecido asesinados, pero nadie había visto al asesino. La leyenda nació, pero no corrió con tanta fuerza hasta que los asesinatos ocurrieron a la vista de varios testigos.
El asesino, bautizado como Ryôshi Wasumichi por él mismo, no pudo ser identificado por nadie, pues pocos habían visto su rostro con claridad y menos habían oído ese nombre antes. Sólo le habían visto actuar a partir de esa noche.
Su siguiente objetivo no lo ejecutaría en una sencilla taberna, sino en el castillo de un daimyô. Se había preparado bien para sortear y noquear a todos los guardias. Se movía con ligereza y en silencio por los tejados y los jardines de aquel inmenso castillo que tan bien conocía, pues un día formó parte de él.
El daimyô que allí vivía fue un día su señor. Un señor en el que confiar y que confiaba en él y sus aptitudes. No fueron pocas las veces que alabó su código de honor, su integridad y su entereza. El propio daimyô, Shintara, reconocía que cada vez quedaban menos samuráis como él. Se había olvidado el bushido y todo lo que representaba. Un día se convirtió en su yojimbô y tuvo el honor de ser también el guardaespaldas de su único hijo en un viaje que debía realizar.
Un viaje secreto en el que el hijo de Shintara viajaría como un crío normal, protegido sólo por el yojmbô de su padre, para evitar así llamar la atención.
A pesar de las precauciones, un grupo de rônin les atacaron. El ahora conocido como Ryôshi hizo lo que pudo para proteger al joven señor. Mató a los cinco rônin él solo y sufrió heridas de cierta gravedad en uno de sus hombros y en la espalda de las que tardaría meses en recuperarse. Pero nada de eso impidió la muerte del joven señor que debía proteger.
Antes de que muriera, obligó a uno de los rônin a confesar quién les había contratado. Con su último aliento, ese hombre delató a Tsukuyô, uno de los samuráis de su daimyô, el único que le odiaba por haber conseguido el título de yojimbô.
Cuando volvió al castillo con el cadáver del joven señor y la misión fracasada, Shintara le sentenció a muerte. No escuchó su acusación a Tsukuyô y empeoró las cosas cuando intentó atacarle. Ryôshi se había convertido en una vergüenza del clan Tatsu y debía realizar el ritual del seppuku. Esa misma noche el seppuku limpiaría su deshonor y descansaría en paz eternamente. Pero cuando llegó la noche y tenía el tantô apuntando su abdomen pensó en esos rônin, sin honor; en la traición de Tsukuyô, también carente de honor; en cómo los samuráis se comportaban con soberbia y, sobre todo, sin honor. Todos ellos eran los que debían realizarse el seppuku y no él. Él era inocente, el único que mantenía el bushido, el único que se mantenía fiel a la esencia de los samuráis y su lealtad hacia su daimyô. Ryôshi se levantó ante el asombro de los allí presentes, dejó caer el tantô al suelo y huyo con la destreza que le caracterizaba de todos los que intentaron atraparle.

Desde ese día no fueron pocas las veces que pensó en volver al castillo del que fuera su señor para vengarse. La venganza no era el camino, pero ya no era un samurái. Seguir sus reglas le convertía en uno, algo que le avergonzaba. Hacerse el seppuku no hubiese supuesto limpiar su deshonor, sino manchar más aun el honor que le quedaba. Lo único que debía limpiar era a los samuráis que habían dejado muy atrás su camino de samuráis. Observaba, espiaba, esperaba y atacaba a todo aquel que abusaba de su poder, como era habitual desde hacía un tiempo. Al principio lo hacía sin que hubiese testigos, pero el día que se hizo verdaderamente famoso, en la taberna, había decidido que siempre tendría testigos, que dejaría a los samuráis llegar lejos en sus fechorías para que la gente comprobara que no era un asesino, sino un justiciero. Ese fue el día que se dio a conocer como Ryôshi, aunque no era ese su verdadero nombre.
La leyenda creció en esos cuatro meses, los samuráis temblaban de miedo al oír su nombre y los daimyô se enfurecían al observar cómo disminuían sus hombres. Pero, ante todo, el odio que Ryôshi sentía por Tsukuyô no desaparecía. Quería entrar en el castillo y matarle, pero no tenía pruebas de que hubiese contratado a los rônin y, desde hacía tiempo, sólo mataba a samuráis cuyos crímenes conocía con certeza.
De esta forma, Ryôshi decidió quitar definitivamente la máscara a Tsukuyô. Volvió a su ciudad y estuvo muy atento a sus pasos. Pasó por alto delitos de otros samuráis para no dejar su rastro y se corriera la voz de su estancia allí.
No hubo que esperar mucho para ver a Tsukuyô, el nuevo yojimbô, abusar de su posición: golpeó a gente que consideraba que se entrometían en el camino de Shintara –sin que éste, por cierto, reprendiera a su guardaespaldas-, humilló a samuráis de rangos inferiores y amenazó con su katana a un niño.
Pero lo que sentenció a Tuskuyô fueron los golpes que le propinó a otro niño como castigo por pisar, por accidente, a uno de los samuráis que le acompañaban. En ese instante, Ryôshi hubiera caído con toda su furia sobre Tsukuyô, pero no era inteligente hacerlo con tantos hombres a su lado y el propio Shintara. Lo sabio era esperar e infiltrarse en el castillo, pues para alguien como él resultaría sencillo deslizarse por un lugar que conocía muy bien sin ser visto.
Finalmente llegó al patio, donde se encontraba en ese momento su objetivo. Había dejado a guardias de la zona inconscientes para asaltar con tranquilidad a Tsukuyô. Dio un salto desde el tejado y cayó en silencio frente a él antes de que entrara al interior del edificio principal. No se quitó la capucha, no hizo falta.
—¡No! Tú eres… ­—Tsukuyô pegó un respingo y se quedó blanco en un instante.
—Ryôshi Wasamichi ­—terminó la frase con su característica voz ronca el cazador de samuráis.
—N-no. Tú eres… la verdadera leyenda.
-Sí, soy yo, Tsukuyô. El hombre al que traicionaste, al que le arrebataste el título. Soy Ke…
Antes de que Ryôshi acabara de pronunciar su verdadero nombre, una figura se abalanzó contra él. A duras penas pudo girarse y parar la katana del enemigo con su propia katana. Tsukuyô sólo contemplaba la escena temblando, sin siquiera poder dar la voz de la alarma.
Ryôshi, por su parte, no podía creer lo que estaba viendo. Estaba cruzando su katana con la de alguien que jamás creería que vería: el samurái sin cabeza.
Ambos aceros se separaron, tras lo que el misterioso sujeto ejecutó otro rápido y fascinante ataque que Ryôshi esquivó con maestría hacia un lado. Esta vez, el decapitado viviente y Tsukuyô habían quedado frente a frente. Este último comenzó a llorar y a gritar de forma desquiciada, mientras se hacía todas sus necesidades encima. El sujeto parecía susurrarle unas palabras, algo cuestionable para un ser sin cabeza, pero menos cuestionable que el hecho de que un hombre sin cabeza pudiera seguir vivo y luchar.
El fantasma depositó la espada en el suelo con total tranquilidad y envolvió con sus propias manos el cuello de Tsukuyô.
“Así mueren los traidores”. Esa frase, pronunciada con una voz de ultratumba, resonó por todo el patio. Una voz que confirió a la noche un aspecto lúgubre, tenebroso, siniestro e inquietante. Una voz que se metió en la cabeza de Ryôshi.
Podía haber decidido atacar por la espalda a aquel fantasma mientras se encontraba de espaldas y desarmado echando mano al sake, pero hizo lo que cualquiera al que le quedase algo de cordura hubiera hecho. Huir.
Varios samuráis acudieron corriendo a la escena del crimen al oír los gritos de Tuskuyô, pero Ryôshi jamás conocería el destino de aquellos desgraciados.
Llegó al bosque Ninkara, nebuloso, oscuro, misterioso, silencioso. Las ramas de los árboles parecían señalar dónde se encontraba el fantasma que le acechaba. Su respiración era agitada, su olor a sudor y miedo más que perceptible y sus palpitaciones tan rápidas como habían sido sus pies huyendo de aquella figura fantasmal.
Esas leyendas antiguas que todavía algunos ancianos contaban resultaron ser ciertas: aquel fantasma que busca mantener el honor de los samuráis matando a los que los habían deshonrado existía y, ahora, le perseguía él. Estaba claro, al no realizarse el seppuku por fracasar aquella misión de protección había roto el código samurái y debía pagarlo. Pero no estaba dispuesto a entregarse a ese mensajero de la muerte samurái. Él ya no era un samurái, no merecían que entregase la vida a una causa que se había desvirtuado. Pero se enfrentaba a un fantasma: incansable, persistente, inmortal. ¿Qué podía hacer él?
Intentó hacer memoria: recordaba que antiguamente muy pocos vieron el fantasma cuando era joven, si es que se puede hablar en esos términos de un fantasma. Actuaba con menos cuidado, acabando con sus víctimas a la vista de otros, pero es algo que no se producía desde hacía muchos años, por eso sólo los ancianos cuentan historias sobre él. Era más cuidadoso, sólo debía ser testigo de su labor su víctima, nadie más. Así que tenía que salir del bosque y entrar en la aldea. Era tarde, por lo que tendría que aguantar unas horas escondido -hasta que los primeros rayos de sol asomasen-, para que la gente se dejase ver y el fantasma le diera una tregua.
Un “crac” interrumpió sus pensamientos. El crujir de una rama podía indicar que el fantasma estaba cerca, pero también que cualquier animalillo correteaba por allí. Cerró los ojos y respiró hondo. Incluso con los ojos estaba atento, con los sentidos agudizados, esperando que el fantasma apareciese a su lado en cualquier momento.
No había guardado la katana, la aferraba con fuerza y determinación, pero no podía evitar que le sudara la mano. Hacía muchos años que no sentía un terror similar, de hecho nunca lo había sentido con tal intensidad, ni antes de su primer duelo.
No tenía miedo a la muerte, pero sí a aquel ser, sí a lo que le esperara tras ser asesinado por la hoja de ese fantasma, sí a lo que se convertiría si muriera bajo las normas y castigos de aquellos a los que repudiaba y, de alguna forma, había traicionado. Tenía miedo al sinsentido que había contemplado en ese patio y al sinsentido en el que se convertiría su vida si aquel individuo sin cabeza conseguía atravesarle el abdomen como debería haber hecho él tiempo atrás con aquel tantô.
Se permitió apoyarse en el tronco de uno de los árboles. Necesitaba reposar antes de un más que posible envite repentino. Tras unos segundos de descanso separó la espalda del tronco y se volvió a preparar. Se estremeció al sentir algo indescriptible en el pecho; el estómago se le encogió y la cabeza le empezó a doler. No se le podía ver, tampoco se oían sus pasos, pero ahí estaba, lo podía percibir. Se acercaba al tronco tras el que estaba. Se acercaba más y más. Con tranquilidad y decisión. “Tap, tap, tap”. No era el sonido de sus pasos, sino el de la mente de Ryôshi proyectando esos pasos acorde a lo que percibía. No imaginó que tantos años entrenando en la más absoluta oscuridad le ayudarían a percibir los sordos pasos de un samurái fantasma.
Más cerca, más cerca, más cerca. Ojos cerrados, respiración tranquila, pero profunda; katana preparada, mente limpia, miedo eliminado, pureza: sólo existe el enemigo, no existe la muerte. Mejor aún, existe la muerte, incluso para aquel ser. Un intento, todo o nada. Lo oye, lo oye; cerca, muy cerca. Lo siente, lo toca. “Flush”. No lo oye, lo siente. Se adelanta. No ataca al lugar del que venía, ataca delante de él. El fantasma, efectivamente, aparece repentinamente frente a él al teletransportarse y su estómago es atravesado por la katana de Ryôshi. El bosque parece hablar: “Eres el primero que me toca, pero no el último al que me llevaré”.
El fantasma decapitado lanza un estoque contra el abdomen de Ryôshi que éste esquiva al tiempo que saca su katana limpia del estómago del fantasma, que dirige un nuevo estoque hacía él. Éste se ve obligado a bloquearlo. Y así comienza un baile de katanas, un baile entre la vida y la muerte, entre dos antiguos samuráis, entre dos cazadores de samuráis. Un baile sin luces, sin espectadores, sin música –más allá de la que producen los aceros impactando–, sin aplausos, sin alegría; pero sí un baile con pasión, con seguridad, con estilo, con intensidad, con ritmo, con arte, con sacrificio, con muchas horas de aprendizaje en la espalda. Un baile que determinará la carrera de esos dos bailarines.
Sólo existe el escenario. ¿El bosque? No, para ellos el bosque no existe en ese momento. ¿Aquella región? Menos importante era ese lugar para aquellos combatientes. El único escenario que soportaba sus pasos era la oscuridad que les envolvía, literal y metafóricamente. La oscuridad que envuelve a un hombre que no es capaz de ver la luz en su futuro ni sobreviviendo ni muriendo, la oscuridad que abraza a un fantasma que ya no siente la luz ni su calor.
La sangre de Ryôshi comienza a impregnar el bosque junto a su sudor y los primeros rayos de sol. Ataca, bloquea y esquiva. Ya no puede llegar a la aldea, el sol no le salvará de una muerte segura, pero el sigue luchando. No lo hace por el código de  los samuráis, ni por él, ni por contrariar al fantasma: lo hace porque la lucha es lo único que le queda, lo único que sabe hacer.
El cansancio es palpable en los ataques de Ryôshi, que recibe estocadas no letales con el fin de desgastarle y poder realizar el ataque definitivo en su abdomen. Una estocada definitiva hiere su pierna izquierda y termina hincando la rodilla, pero desde el suelo desvía otro ataque y se pone en pie.
—No… voy a…morir como un… ¡samurái!
La luz del amanecer ilumina a los dos combatientes como dos bailarines de su talla se merecen.
—Ya lo has hecho —responde una voz sepulcral –o varias– provenientes de ningún lugar y de todos al mismo tiempo­—. Mírate, luchando hasta el último aliento con una destreza inusitada incluso en el mejor de los samuráis que han pisado el mundo. Has cumplido a rajatabla el bushidô: El Gi, pues has ajusticiado a los samuráis que se han desviado; el Yu, pues has tenido valor para seguir tu camino e incluso enfrentarte a mí; el Jin, tu fortaleza, velocidad, rapidez y capacidad para desviarte del camino y encontrar el tuyo lo demuestra; El Rei, así lo has demostrado al matar con rapidez a tus enemigos, sin excederte en el dolor causado; el Makoto, cumpliendo tu palabra de acabar con la lacra de los nuestros; y el Chugi, ya que fuiste responsable de aquel al que debías proteger, y su muerte te pesa todavía en el alma. Todo esto lo has hecho en consecuencia de esa traición que se tradujo en su muerte y en tu fracaso.
—Pero… no dices nada del… Meiyo, ¿eh? ­—Hacía tiempo que Ryôshi no sonreía, aunque esa no fuera su mejor sonrisa, cubierta de sangre y con cierta ironía.
—Es lo único que te falta para convertirte en el samurái perfecto. Has de restaurar tu honor perdido realizando el seppuku. Si no lo haces yo tendré que matarte, ese es tu destino.
—El bushidô ya… no tiene… sentido.
—Entendemos por qué lo hiciste, pero eso no te exime de tu responsabilidad.
—¿Entendéis?
—Somos todas las almas de aquellos samuráis que cumplieron su deber. Nosotros hemos compuesto este cuerpo para asegurarnos de que los descarriados sigan nuestro camino, el único camino, el camino del bushidô. Pero no estamos completos. Y tú, su máximo exponente, debes seguirnos en la muerte y honrar a aquellos que sí fueron samuráis dignos de recordar. Tú mejor que nadie debes entendernos. Esto no es un castigo, es un regalo para que puedas continuar con tu labor.
—¿Y si no… lo hago? Si me… suicido sin seguir el… ritual del… seppuku.
—Nos destruirás, habremos fracasado. No quedará nadie para proteger el honor de los samuráis.
—Si me lo… cuentas, es que no lo… lograré. Cuando intente cortarme las venas, te t-teletransportarás y… mi vientre…
—Así es.
—En ese… caso. —A pesar del esfuerzo por mantenerse en pie, finalmente se dejó caer con las dos rodillas tocando el suelo.
El fantasma se dirigió lentamente hacia Ryôshi, que parecía haber aceptado su destino. Parecía, porque sacó algo de su bolsa de utensilios y miró fijamente a los fantasmas que habitaban aquel cuerpo.
—No dejaré que sea… otro el que ponga fin a mi… camino.
El fantasma se detuvo. Podía detenerlo fácilmente teletransportándose.
—¡Abrazo mi último camino del bushidô y completo mi camino samurái! —El tantô perforó su abdomen y realizo el recorrido pertinente.
El fantasma se acercó para detener su dolor decapitándole, como solía hacerse en dicho ritual. Él le paró.
Sin retorcerse ni gritar por el dolor, manteniendo su cuerpo de rodillas, cerró los ojos.
Y los abrió, contemplando su cuerpo inerte desde la nueva cabeza de aquel fantasma.
—Y comienzo mi camino como el auténtico cazador de samuráis.
El fantasma -compuesto de los más nobles espíritus de samuráis- estaba ya completo con el rostro de aquel al que ciertos samuráis temían. El rostro de aquel gran guerrero que podría concluir su trabajo cazando a los desgraciados y honrando el bushidô.
 Sin guardar la espada en la vaina cogió la suya del suelo, junto a su cadáver. Con ambas katanas empuñadas alzó la cabeza al tiempo que el sol le iluminaba con más intensidad. Respiró hondo y se concentró en su próximo objetivo. Ya no era sólo un fantasma envuelto en las sombras del miedo, la muerte y el recuerdo de un ya muy antiguo código de honor. Era el honor y la justicia personificados, encargado de llevar la luz a los oprimidos.
—Somos Ryôshi Oboetemichi*.
*Cazador de samuráis que ha recordado su senda, pues “oboeteru” es “recordar” en japonés.