jueves, 1 de agosto de 2019

El fantasma de la luna




Oscuridad. Frío. Agua. En definitiva, ausencia. Emerjo y alzo la cabeza. Veo lo de siempre. Me vuelvo a sumergir y me dejo llevar. Apenas me muevo mientras observo a todo tipo de criaturas moverse a mi alrededor. Criaturas pequeñas y de tamaño colosal, criaturas en armonía y en constante pugna. Las hay bonitas y las hay horrendas. Me deleito con ellas, otras veces aparto la mirada, pero nunca interactuó. Pasan a mi lado y me conformo con observarlas, pero a veces sólo veo la oscuridad, sólo siento la ausencia. No respiro, no siento calor, no veo nada. No me importa, o eso creo. Me siento como un ser a punto de nacer, demasiado a gusto rodeado de agua, tranquilo, pero inquieto porque sabe que alguna vez tendrá que emerger para siempre. No comprendo el miedo que se solapa a la calma. Estoy solo y sólo necesito eso. 

Saco de nuevo la cabeza y vuelvo a ver lo mismo. No es el momento, tal vez nunca lo sea y es posible que cuando lo sea no esté preparado. ¿Y si nunca lo estoy? De nuevo me sumerjo y escucho los gritos de las criaturas, los cantos de las sirenas que me distraen y me alegran el corazón a la par que lo oscurecen. Cuando el canto se desvanece siento la desolación, el sinsentido, la pérdida. Su canto me gusta, pero no se dirige a mí, no es para mi disfrute. Lo sé, pero al día siguiente escucho ensimismado nuevamente. 

No sólo son las sirenas, también alimento a los tiburones con mi sangre. Me duele derramarla y me asusta desangrarme, pero me suplican alimento, tengo que dárselo. Contemplo cómo unos se comen a otros. Me desagrada, pero si me muevo demasiado me devorarán a mí, así que no hago nada, una vez más. Ignoro esta desagradable visión y alzo la mirada a los barcos que navegan sobre mí. Podría salir y subirme a uno, pero no sé qué me encontraré en ellos. Podrían tirarme por la borda, llevarme a un lugar que deteste o aburrirme demasiado durante la travesía. O peor, podría ser destruido por el kraken, que aplasta navíos y grandes buques, como destroza a los seres que viajaban en ellos. Sumergido en la oscuridad puedo pasar desapercibido y evitar si quiera verle, pues su simple visión desgarra el alma, haciéndonos comprender lo insignificantes que somos tanto en el mar como en la superficie.

La lluvia helada enfría, más si cabe, el agua, pero sumergido en ella estoy protegido de su tacto. Ni siquiera sé por qué me quiero proteger de la lluvia. Contemplo las hondas que producen las gotas al tocar el mar, un baile hipnótico que me maravilla y ensombrece tanto como el canto de las sirenas. Es fascinante que una sola y minúscula gota tenga esa repercusión en el agua, creando esa onda que se une a otras de forma tan caótica como bella. 

Más allá de las ondas y de las nubes, en un pequeño resquicio entre el oscuro gris que nubla el cielo estrellado y mi alma, veo una parte de la luna, serena, dominante, brillante, queriendo imponerse a la cobertura celeste. La miro y todo cobra sentido. Mientras pueda admirar su belleza y sentir su calor, la lluvia y las grises nubes no importan lo más mínimo. Ni siquiera temo al kraken, ni tampoco las sirenas pueden distraerme. Y no, la luna no desprende calor, pero su sola presencia sí consigue calentar mis entrañas. Puedo verla, puedo sentirla. Tal vez sea el momento de emerger, pienso. Pero no, esta vez ni siquiera saco la cabeza, no me atrevo. Nada me mueve a dejar este lugar, esta oscuridad marítima, este miedo crónico, esta tensa tranquilidad, esta seguridad distante. Ni siquiera la luna me mueve a ello. O eso pensaba.

El mar se revuelve, las corrientes me reclaman, el agua se embravece y yo me muevo, pataleo, gimoteo y me rindo. Salgo a la superficie, pero ya da igual. El mar no se detiene, soy su víctima, como el resto de criaturas y barcos que lo habitan y recorren. Soy suyo y su tranquilidad no es eterna. La luna ha provocado esto, al fin y al cabo. Su poder de atracción es inmenso. Si yo no me muevo por ella, ella me mueve a mí. Sería bonito, si no fuese porque no le importa que su acción me lleve contra una roca acabando con mi existencia. La luna actúa, no piensa, no siente, tan sólo mueve. Pero hoy ha sido piadosa conmigo, pues me ha dado la vida.

Ya no siento la oscuridad, ni el frío, ni el agua; la luna me ha expulsado. Me ha dado una oportunidad. Me ha expuesto, sí, pero me ha dado un regalo.
Al inicio no fue agradable, sentía arena que se pegaba a mi arrugada piel y a mi empapado pelo. Masticaba piedrecitas y vomitaba agua que encharcaba mis pulmones. No fue agradable. También observé y olí la muerte a mi alrededor, que se combinaba con el olor a madera podrida. Algunos valientes que surcaban los mares habían tenido menos suerte que yo y habían naufragado en algunos de esos barcos a los que nunca me quise subir. La luna fue con ellos menos misericordiosa. ¿Lo había sido realmente conmigo?

Me levanté temblando, sintiendo la pesada arena sobre mis pies. Estaba desnudo, pero me sentía como si llevara un gran peso. Una luz lejana se proyectaba a lo lejos, mi visión borrosa me permitía ver un punto naranja difuminado más allá, y un punto en movimiento. Me acerqué y sentí calor, verdadero calor. Sentí miedo, pero me estaba movimiemdo. Era un miedo diferente, extrañamente más gratificante –si es que el miedo puede serlo- que el que sentía protegido y tranquilo bajo las aguas del extenso mar. Esta vez no me movían las corrientes, sino yo; lo que pasara ahora, en parte, sería por mí y mi movimiento. Aligeré el paso, me froté los ojos y desperté ante el mundo. Y el mundo, en ese momento, sólo éramos ella y yo. Bueno, y una hoguera en medio de la playa.

Ella estaba bailando -aunque no hubiese motivo para ello-, sin importarle la macabra escena que teníamos alrededor ni los terrores profundos que descansaban bajo las aguas que nos rodeaban. Me quedé parado, observándola, contemplando sus movimientos. No era como las criaturas marítimas; ni se movía como ellas ni su canto -pues también cantaba- era como el de las sirenas. Aunque tampoco estaba dirigido a mí, era diferente, tenía como única intención acariciar el corazón y no ensombrecerlo, sin embustes ni manipulaciones. 

Miré atrás, a los muertos y al desastre, y miré a la luna. Comprendí cómo de arbitrario podría ser todo, cómo un mismo suceso puede llevar a la tragedia y al mayor y más sencillo de los paraísos. Comprendí cuán caprichosa es la luna y su magnetismo y cuánto amor y odio desprende el mar. Cuando te sometes a la voluntad de todos esos elementos todo puede pasar y todos estamos sometidos a su voluntad, ya decidamos navegar sobre el mar o acurrucarnos en la oscuridad. No todo está perdido cuando estamos hundidos ni todo va a salir bien cuando emprendemos un ilusionante viaje. Sólo has de saber aprovechar las oportunidades que la luna te da, si es que decide dártelas.

Miro de nuevo a la muchacha que baila alrededor del fuego. No me habla, pero, finalmente me mira, me sonríe. El fuego se aviva, pero la hoguera está intacta. Es ella y sólo ella la responsable de tal ardor. Aunque la hoguera se apagase seguiría habiendo luz y calor, pues la oscuridad había quedado lejos, en aquellas profundidades, con el frío y la ausencia de oxígeno. Aunque con ella también se me cortaba la respiración, esa falta de oxígeno me daba vida y no me la quitaba. 

La arena ya no me molestaba, el pelo empapado me gustaba y la lluvia no me asustaba. Me acerqué a ella, ella hizo lo mismo aproximándose a mí. No sabía quién era, si era parte de la tripulación, hacia dónde iba o siquiera si estaba cuerda. Pero ¿acaso sé responder esas preguntas sobre mí mismo? ¿Acaso importaban? Sólo quería saber cómo era su tacto, a qué sabían sus labios, cómo olía su pelo, como sonaban sus latidos. Posiblemente las respuestas no fueran demasiado románticas, pues era fácil deducir que había comido pescado crudo, el pelo cogía con rapidez el olor a humo y en la playa no se tardaba en tener las manos ásperas, pero nada de eso me importaría cuando por fin pudiera estar junto a ella y danzar alrededor de esa fogata al son de varias canciones eternamente.

O eso imaginaba, pues nunca pude sentir el olor del humo en su pelo, ni el sabor a pescado crudo en su boca, ni la sequedad del salitre en sus manos; ni tampoco pude escuchar el sonido de sus latidos. La lluvia acabó apagando el fuego de la hoguera y con ella su luz. Ella me rozó un brazo, fue lo único que sentí. Y el único corazón que no oí, pero si sentí latir como nunca, fue el mío. Un latir que todavía hoy perdura cada vez que el recuerdo de su roce me azota antes de que se perdiera en la oscuridad de la playa para siempre, entre los muertos y los barcos destrozados. 

¿Era un fantasma? Lo único que tengo seguro es que ahora sí lo es, un fantasma de mi memoria, un espectro de mis recuerdos. Una figura de felicidad  que contemplé durante varios minutos, pero a la que jamás pude abrazar. Ya solo me queda la oscuridad sobre la arena. Vuelvo a estar como al principio. La lluvia me quitó la oportunidad que me dio la luna y me recordó que el mayor regalo puede acabar envenenado. Cuanto mayor sea el regalo de los elementos, mayor puede ser el dolor que te produce cuando deciden arrebatártelo.

Puedo rondar los restos de los barcos y los muertos esperando encontrarla o deseando acabar como ellos para que el dolor termine mientras me aferro a la proyección de su imagen en mi mente. Puedo volver al mar y sumergirme de nuevo poco a poco esperando que otras corrientes me lleven a nuevos lugares, alegrías y desdichas. Pero esta vez he decidido seguir caminando en la superficie, haya luz o haya oscuridad. Aunque a veces me tenga que acurrucar en las sombras, aunque a veces me sienta perdido o me tenga que arrodillar para tomar aire. Aunque esté solo en el trayecto, aunque no vuelva a sentir lo mismo que sentí en esta playa, aunque no vuelva a verla a ella o a alguien como ella. Caminaré bajo la lluvia, con la luna observando y el mar esperando. Caminaré con su recuerdo presente siempre en mí, sin rumbo, pero sin ataduras. Caminaré sabiendo que estoy a merced de los elementos, pero también de mis decisiones, de mis movimientos, de mis pasos. Sabiendo lo que quiero encontrar, pero no lo que encontraré. Me permitiré las pausas y las dudas durante el trayecto, pero, al final, siempre caminaré.