miércoles, 24 de junio de 2020

La escalera del sótano




(SPOILERS THE LAST OF US PARTE II)

Se apaga la luz y comienzo a sentir el frío. El frío de aquel día. Por más que lo intento y me arrimo a ella no puedo sentir el calor de Dina. Hace mucho frío, pero me asfixio. Me aferro con fuerza a las sábanas, me centro en mi Patata y en ella, en lo que da sentido a mi nuevo mundo, pero con la oscuridad sólo una imagen viene a mi mente.
La oscuridad me devuelve a aquella escalera, a aquel descenso a los infiernos. No quiero bajarlas, pero lo hago una y otra vez, cada noche, esperando cambiar el resultado, esperando poder hacer algo. Cada noche fracaso, cada noche se vuelve más oscura que la anterior, más fría, más asfixiante. Y lo veo una y otra vez. Lo veo a él, pero no es él. No, no es Joel él, al menos no lo parece. No es el hombre que conocí, no es el rostro que me daba paz en los peores momentos. Siempre temí que su rostro acabase devorado por el hongo, que la infección del cordyceps le convirtiera en otra cosa, pero esto era incluso peor.
Debajo de esas heridas, más allá de los bultos de su cara y la sangre, se le podía reconocer. Con dificultad y mucho esfuerzo podía ver un atisbo de quien era. Era más doloroso que ver a alguien infectado. Allí estaba, tirado, derrotado, dolorido, rendido, agotado, perdido, vulnerable. No era él. Y yo no podía hacer nada, no podía salvarle, ni abrazarle, ni consolarle. No pude pedirle perdón ni decirle que le perdonaba. Esa zorra Lobo me arrebató algo más que a un ser querido, me arrebató al hombre que lo dio todo por mí, que vendió su alma por mi vida. Me arrebato la oportunidad de compensarle por todo aquello, incluso por lo que le reproché.

Por un momento todo se funde en negro, escucho sólo el CRACK. No lo puedo sacar de mi cabeza. Otras veces veo solo la imagen, en absoluto silencio. Solo puedo ver ese palo de golf impactando en su cráneo, su sangre saliendo a borbotones. No puedo, no puedo. Quiero gritar como hice en aquel sótano. Quiero llorar mientras golpeo cualquier cosa. Quiero destrozar a Abby allí mismo, con ese palo de golf. Quiero despertar y que sea de día.
Pero de día no siempre mejora. Están Dina y mi Patata, pero también están los sonidos, la ansiedad, el miedo, los temblores, la culpa… Si una puerta se cierra de golpe sólo escucho el CRACK, si un chorro de agua se derrama en el suelo de madera sólo veo esa imagen. Incluso me he llegado a sobresaltar cuando se ha caído un cubierto al suelo.
Dina intenta tranquilizarme, me ofrece todo su amor, pero, y que me perdone, no es suficiente. Su amor no puede acallar la culpa, no puede silenciar esa voz que me dice que todo es por mi maldita culpa. Lo de aquel sótano, que el mundo siga siendo una mierda en el que no existe cura, la muerte de Jesse… Incluso me siento culpable por no poder ser feliz ni devolverle todo ese amor a Dina. No puedo sonreír como debiera, no puedo darle a Dina y nuestro hijo todo lo que merecen. Una vez más no puedo estar a la altura de las personas que me aman y me lo dan todo. Por eso sé que tengo que cerrar este capítulo, tengo que acabar con esto para poder pagar mis deudas afectivas con todos ellos, con los que siguen aquí y con los que no están. Tengo que recorrer el sendero que nunca debí abandonar, afrontar mi destino y mirar a los ojos a Abby. Tenerla frente a mí, luchar por lo que le debo, vender mi alma como lo hizo él para poder continuar. Debo alejarme de lo que amo y afrontar el odio para poder avanzar, para saldar las deudas, para poder mirar a los ojos a Dina y volver a ver el rostro del que fue como un padre sin heridas ni golpes. 

Tommy vino a vernos ayer. Mi voz interior se materializó en él. ¿Fue injusto? Eso piensa Dina, pero yo creo que hablaba un hombre dolido y esperanzado por hacer justicia, si es que queda algo de eso en este mundo. Tenía razón: juré acabar con ella y no detenerme hasta conseguirlo. No puedo vivir esta vida de ensueño apartada de todo, pues sin el sacrificio de Joel de Joel, sí de Joel, no tendría todo esto. No es justo que viva mi vida ignorándole a él y su perdida. Y mucho menos ignorando a la mujer que lo destruyó todo.
Tuve un enfrentamiento con ella y, una vez más, me dejó con vida. No me importa su piedad, no lo hubiera hecho de no ser por ese crío. Hubiese matado a Dina, estuvo a punto. Su odio destructivo no tiene límite, y el mío tampoco. Es hora de que esa oleada de odio y muerte que dejamos a nuestro paso impacte. Ha llegado la hora de la tormenta. En nuestro primer impacto yo fui derrotada. No puedo dejar todo así, sin más. No puedo rendirme, dejar que su vida no sirviese para nada y su asesina campe a sus anchas. No puedo dejar que mi último recuerdo sobre él sea en aquel frío sótano. La única forma de subir las escaleras, salir a la luz exterior y volver a sentir calor será arrojándome al abismo junto a Abby.
Si en ese choque resulto, una vez más, derrotada y todo acaba con mi muerte, al menos habré luchado hasta el final y habré pagado mi deuda con mi vida. Si soy yo la que venzo el combate a muerte podré pronunciar el nombre de Joel sin sentir ira ni vergüenza. Sólo sé que, acabe como acabe todo, tengo que irme, irme para volver como vencedora o no volver.

Me tiembla la mano mientras escribo, se me seca la boca, se me humedecen las manos y se me corta la respiración. No aguanto más esto, mañana es el día. Lo siento, Dina, sé que no lo vas a entender, no te culpo. Este es un camino que he de recorrer sola, sólo deseo que me esperes y que, si vuelvo, puedas perdonarme. Joel se manchó las manos por mí, para darme esta vida, ahora ha llegado el momento de que sea yo quien me manche las manos por él, para agradecerle esta vida, para vivir en paz y honrar su muerte.
Sé que lo que voy a hacer no está bien, pero para ver la luz antes hay que transitar las sombras, para ser feliz antes hay que enfrentarse a lo que te desgarra, para seguir viviendo es necesario afrontar la pérdida, para disfrutar del placer antes hay que conocer el dolor.
Este es mi mundo, Dina. No el mundo en el que quiero que viva nuestro hijo, pero uno que seré capaz de recorrer y soportar para protegerle como Joel hizo antes conmigo. Por eso mismo debo hacerlo. Sé que te veré llorar, pero eres fuerte. Sé que me esperarás y rezarás como a veces haces para que vuelva como una mujer nueva, como una mujer liberada de lo que me ata y me destroza día a día. 

Mañana atravesaré la puerta de casa y, mientras lo hago, volveré a bajar las escaleras de ese sótano, peldaño a peldaño, poco a poco, aceptando el miedo, aceptando el frío y escuchando aquel sonido. Lo haré sabiendo que esta vez me enfrentaré a ella y le salvaré a él, salvaré su recuerdo, conseguiré verlo de nuevo como hace tiempo no consigo verle. Y en ese momento podré desprenderme del peso del odio y del miedo. Podré tocar una última canción con su guitarra, lo último que me une a él más allá de ese sótano. Podré sacar el dolor con la música e incluso desprenderme de aquello a lo que me aferro por ser lo único bonito que me queda de él. Pues él volverá a estar allí de nuevo, frente a mí, sonriendo, mirándome, sin juzgarme, cuidándome. Como siempre lo hizo. Él me regaló esta vida y sólo él puede devolverme la paz.

lunes, 11 de mayo de 2020

La última lágrima del Elegido




Intento mantener la calma, convencerme una y otra vez de que esto es lo correcto, el único camino, consecuencia directa de los errores de los jedi. He obrado bien, todos ellos merecían la muerte. O tal vez no, ¿y si me he equivocado? La duda me golpea el corazón y me desequilibra, obligándome a aferrarme con firmeza a la barandilla.
Ya no hay marcha atrás, y eso me aterra por momentos. Para mantener el tesón cierro los ojos e intento sentir la Fuerza Viva de la que tanto hablaba mi primer y efímero maestro, Qui-Gon Jin. Estoy aquí y ahora, en esta situación, por ella. No por la galaxia, por la paz o la justicia; estoy aquí por Padmé. Fue en ella la primera vez que vi la Luz más allá de mi madre. No la vi en las palabras de Qui-Gon, no en la figura de Yoda ni en los ojos de los miembros del Consejo Jedi, tampoco en las enseñanzas de Obi-Wan, sino en aquella muchacha de 14 años. 

Y no sólo fue la primera vez que vi la Luz en otra persona que no fuera mi madre, me atrevería a asegurar que fue una de las pocas veces que la vi y la sentí; en el mismo lugar triste, apartado y oscuro en el que nací y me crie. Pues, a pesar de ser un planeta con dos soles, Tatooine es el lugar más oscuro que conozco, más incluso que el planeta Dathomir. Un lugar abandonado por la República a la suerte de sus habitantes, donde el civismo escasea más que el agua, mientras el salvajismo, el contrabando y el esclavismo prosperan sin nadie que lo impida, donde la vida de un niño y su madre valen menos que una vaina de carreras. Un lugar en el que una madre se ve obligada a decir adiós a su hijo de nueve años, dejando que un desconocido lo lleve a una vida de conflictos y militarizada sólo porque, incluso esa, sería una vida mejor y más digna. Un planeta remoto en el que sobrevive el que dispara primero y demuestra ser tan vil como el resto. Allí no hay lugar para seres puros como mi madre, Shmi: una mujer fuerte y resiliente que me crio ella sola en las peores condiciones, encontrando su fatal desenlace en las manos de esas bestias a las que exterminé.

Aquella vez no fue la primera que tuve esa sensación en mi interior, en absoluto. Ya con la muerte de Qui-Gon sentí algo similar. Una sensación de ahogo provocada por la frustración y la ira. No hay que dejarse llevar por ella, repite una y otra vez Yoda. ¿Qué he de hacer, entonces? ¿Contemplar con pasividad cómo asesinan a mi madre sin merecerlo? ¿Perdonar a criaturas sin sentimientos que mañana volverán a hacer lo mismo con otro ser inocente, si es que queda alguien inocente en aquel desierto infinito? ¿Podemos abandonar la esencia de un jedi para luchar en pos de la República y no en defensa de nuestros seres queridos? ¿Acaso no merecen nuestra venganza? 
 Es propia de los sith, dicen. Tampoco es propio de un jedi enamorarse ni tener hijos, sólo es propio de un jedi luchar, pero no por quien realmente lo necesita cuando lo necesita. ¡No es justo! Ese día debía empuñar mi sable láser más de lo que nunca había debido hacerlo, mi madre así lo merecía. No negaré que los lamentos de los niños de esos moradores de las arenas me perturbaron durante un tiempo, pero sé que algún día habrían cometido una barbaridad similar a la de sus padres. Si los jedi no pueden eliminar el problema de raíz, ¿para qué nos necesita la galaxia?
Nunca había dejado fluir mis sentimientos más profundos como ese día, nunca había desatado ese nudo que me atenazaba desde que abandoné Tatooine, jamás había demostrado mi odio hacia ese lugar más allá de las palabras como lo hice aquella noche. Tuve miedo, pues mi conducta fue la de un sith. Incluso había escuchado el eco de la voz de Qui-Gon gritándome que no lo hiciera en algún rincón de mi mente que ignoré.
También sentí rabia hacia mí mismo por no actuar antes cuando tuve esas visiones y hacia la Fuerza por darme ese poder clarividente sin dejarme libertad de acción, ya que por aquel entonces pensaba que los jedi y la Fuerza eran uno sólo, y, teniendo en cuenta que los jedi y sus reglas me ataban en corto, de alguna manera era como si la propia Fuerza y las “normas” que la rodeaban también lo hiciese. Al tiempo que me daba alas me las cortaba. Pero cuando tuve esas visiones sobre Padmé juré que no pasaría lo mismo.
Fue Padmé la que ese día estaba allí, la que me escuchó y me consoló. No sólo no se asustó por mis palabras o por mi furia y mi odio patente, sino que me supo tranquilizar. Sentí su mirada penetrándome, intentando ver mi propia luz entre tanta oscuridad; a veces parece que sólo ella es capaz de encontrarla y comprenderme, la única que confía en mí. Ese día, cuando me derrumbé, sentí su luz como el primer día, pude notar su calor mientras me arropaba y dejaba que llorara desolado por la pérdida.

Ese fatídico día tuve a mi lado al ángel que me fascinó cuando era un infante, al ángel que se prendó de una ternura que no tardé en perder, al ángel que me dio un motivo por el que vivir más allá de la esclavitud, la servidumbre, los combates y la guerra. Un ángel que me apaciguaba con su sola presencia y con el sonido de sus palabras -incluso cuando manifestaba sus ideas políticas contrarias a las mías-, que me hacía sentir dichoso en el día más desgraciado de mi vida, que me hacía sentir en Tatooine como si estuviera rodando por las praderas de Naboo, en aquellos momentos en los que el mal y la muerte sólo se fingían tras jugar montados en un shaak. Ella estuvo allí el día que enterré a mi madre y, con ella, una parte de mí, a aquel niño esclavo y dulce del que, diez años después, e incluso en aquel momento, sólo quedaba su fascinación por aquel ángel. Bajo la ardiente arena de Tatooine yacen mi madre y parte de mi luz, sepultada en las sombras de esa tumba solitaria. Al fin y al cabo esa era una luz que sólo le pertenecía a ella y allí debe descansar durante toda la eternidad.
¿Y qué me queda ahora? Sombra, la sombra proyectada por la República, los jedi y las palabras de mi nuevo maestro, Palpatine; Darth Sidious, más bien. Sólo la luz de Padmé mantiene una pizca de mi cordura a flote. Poco me importan ya la política y el Imperio que Sidious quiere forjar tras el derrocamiento de sus enemigos, tan sólo me importa salvarla a ella. Estaría dispuesto a matar a Palpatine tras enseñarme el poder de traer de vuelta a los muertos, para, así, autoproclamarme Emperador junto a mi Emperatriz, y juntos regir la galaxia con sabiduría y firmeza.
Desaparecerían la esclavitud y los sindicatos del crimen, el hambre y la guerra, la monopolización de la Fuerza por parte de jedis y sith. ¿No querían los jedi equilibrio? Pues lo tendrán. Mi oscuridad y la luz de Padmé guiarán a cada ser vivo de esta inmensa galaxia, la Luz y la Oscuridad, el verdadero Lado Luminoso y el auténtico Lado Oscuro. Seremos justos, pero contundentes y nadie se atreverá a cuestionarnos.
 
¿Y sí Padmé no lo aprueba? Dudas, otra vez. Si ella me traicionara, si desaprobara lo que he hecho… no quiero ni pensarlo, no sé cómo actuaría. Pero no podría matarla, no podría hacer lo que hice con los tusken, los separatistas o esos niños jedi. Todos eran peligrosos, todos habían aportado su granito de arena para destruir la galaxia, incluso los niños estaban siendo instruidos para ello.
Pero Padmé, ¿cómo hacerla daño cuando sólo está equivocada? No sé vivir sin ella; si lo he destruido todo ha sido por ella, y si ella me abandona yo acabaría destruido. Nunca más volvería a ser un ser humano, hasta el día de mi muerte sería lo más parecido a una máquina que existe, caminando hacia delante con el fin de volver a ver la Luz, su luz, algún día. Con el fin de encontrar respuestas a preguntas que no dejan de acosarme, con el único fin de volver a ver al ángel mientras camino entre demonios. Dispuesto a servir a un bien mayor que mantenga estable la galaxia al mismo tiempo que espero una señal de que su luz existe todavía más allá de las estrellas.
Una luz que es intensa en mis recuerdos: recuerdos de nuestro primer beso en Varykino, nuestra boda envuelta en tantas sombras como luces frente al Lago de Retiro, nuestro apasionado beso en la arena Petranaki de Geonosis -un beso que nos liberó mucho antes de que se soltarán los grilletes-, la primera vez que demostramos nuestro amor más allá de los besos entre las sábanas de la cama de Padmé en su apartamento, el día que me anunció su embarazo… Todos esos recuerdos estarán por encima de la oscuridad y el dolor pase lo que pase, todos ellos me guiarán entre los escombros de aquello que algún día amamos.

Pero nada malo va a pasar, porque sé que su amor por mí está por encima de su amor por la democracia y la República, y porque no permitiré que nada malo le pase cuando dé a luz a nuestro hijo. Luke será su nombre, y ni en un jedi ni en un sith se convertirá, pues trascenderá como lo he hecho yo. No se verá arrastrado al abismo por unas absurdas normas de un Consejo que ha olvidado el significado de la Fuerza y que no conoce el significado del amor. No conocerá la desconfianza ni le temerán por su poder incomprendido: le respetarán y continuará el legado de su padre para que la galaxia no vuelva a ser la que era. 
Y si con su nacimiento la muerte recibe a Padmé, me encargaré de resucitarla con el poder que me otorgue Sidious. Un poder antinatural, afirman todos, pero ¿cómo puede ser antinatural traer de vuelta a la vida a un ser que amamos? Si los jedis tienen prohibido contraer matrimonio y vincularse emocionalmente de  ninguna forma con nadie, es lógico que no comprendan la necesidad de usar ese poder que está por encima del bien y del mal. Usarlo no es algo que me convierta en un sith, de la misma forma que ese nombre que me ha otorgado Sidious: Darth Vader, tampoco lo hace.
Haré lo que desee mientras me ofrezca lo que necesito. Seré partícipe, una vez más, de los juegos de aquellos que son cortos de miras con tal de que su corazón vuelva a latir en caso de que se pare. ¿Acaso no usamos la Fuerza para alterar las funciones cognitivas de los más débiles de mente? ¿No es eso antinatural para los jedi? Solo son unos traidores ignorantes, pretenciosos y sectarios que se cierran a utilizar todo el potencial y las maravillas infinitas que nos ofrece la Fuerza y que, seguro que en algún momento, los primeros jedis de hace miles de años utilizaron sin etiquetar con esa facilidad despreciable a quienes lo hacían. 

Los jedi se equivocan, siempre han estado equivocados, tan equivocados como cuando acusaron injustamente a mi padawan Ahsoka de un crimen que no cometió. Ella se fue por voluntad propia, e incluso cuando tuvo oportunidad de volver no lo hizo. Nos ayudó hasta el último momento luchando por lo que creía, pero sin dejarse engatusar de nuevo por el Consejo Jedi y sus mentiras. Fuiste lista, Chulita, como siempre lo has sido. Otra de las pocas luces que han iluminado mi vida. Una togruta indómita, más testaruda que yo, pero con un corazón puro que lucha por lo que cree que es justo, que se cuestiona cosas y que ha sido tan pisoteada como lo he sido yo por los que una vez luchó. ¿Habrá sido exterminada como una jedi más tras ejecutarse la Orden 66?
Lo último que supe de ella fue que se trasladó a Mandalore junto a Rex para dar caza de una vez por todas a Darth Maul, otra marioneta que ya ni siquiera es un sith, como muchos le denominan erróneamente. Fue utilizado como un juguete más por los poderes superiores que pugnan por controlar la galaxia, desechado como un despojo tal y como fuimos desechados por los nuestros Ahsoka y yo. 


Ojalá mi joven padawan haya sobrevivido, y, si lo ha conseguido, espero que los caminos de la Fuerza nos unan de nuevo y apruebe todo lo que he hecho con los jedi que tanto daño le hicieron. Espero que comprenda en qué me he convertido y decida trascender ella también, pues combatir contra la mejor jedi que he conocido y una de las personas que más he querido sería demasiado doloroso, una carga más que no sería fácil soportar.
 Las últimas palabras que me dirigió fueron: “buena suerte”.  No pude devolverle las palabras, no pude decir nada. La miré y, antes de apartar mi rostro de ella, percibí en su interior lo que yo mismo sentía. Ambos sabíamos que era una despedida y que necesitaríamos esa suerte, pues nuestros destinos están envueltos en una sombra creciente, tan oscura que nos es imposible siquiera imaginar qué nos espera más allá. Ojalá tu suerte me acompañe, Ahsoka. Ojalá. 


También Obi-Wan en nuestro último encuentro deseó que me acompañara la Fuerza. Una consigna que utilizamos con inercia, sin pensar, sin sentir. ¿Lo sentía Obi-Wan realmente cuando me lo dijo por última vez? ¿Era consciente de lo que era realmente el Consejo Jedi? Pues claro que lo era, formaba parte del Consejo. Son muchas las veces que pensaba que estaba contra mí, a pesar de ser como un hermano. Ni siquiera me defendió cuando me aceptaron en el Consejo presionados por Palpatine sin concederme el título de Maestro. Era uno más de una Orden Jedi corrupta cuyos jedis tenían ya el juicio nublado. Para mí era la otra luz que me ayudaba a mantenerme en pie, pero a veces sentía que se apagaba y me abandonaba. Ahora sé que lo ha hecho. Algo me dice que ha sobrevivido a la Orden 66 y que, en algún momento, irá a por mí. Un odio creciente se apodera de mis sentimientos hacia él, siento que ha traicionado mi confianza y el amor que le he ofrecido. Siento que todavía se siente superior a mí, que subestima mi poder y que le repugna lo que he hecho. Él si tendrá que morir, es mi enemigo y pagará todos sus errores cometidos con aquel al que debía anteponer a los intereses políticos de su querida Orden. 
Abro los ojos y enciendo mi sable láser azul pensando en un combate inevitable que tarde o temprano decidirá el destino de ambos. Su zumbido aviva los gritos de los niños que aniquilé. Es azul, pero en realidad ya está teñido de rojo, un color que tarde o temprano empuñaré hasta mi último aliento. Intento centrarme en el combate que se avecina, pero los llantos de los niños jedi me acosan como me acosaron los de los críos Tusken, y su chillido es más agudo y doloroso, solo Padmé puede acallarlos. Necesito sentirla cerca, necesito abandonar este planeta ardiente para siempre y abrazar a la mujer que mantiene los pilares de mi existencia, necesito que haga callar a esos niños, que silencie el sonido de su carne siendo perforada y el de sus suplicas desesperadas, que borre de mi mente las imágenes de aquellos que se escondían temerosos de mi sable tras los sillones del Consejo que no pudieron protegerles de mis ataques. La necesito más que nunca.
 Apago el sable y lo guardo en mi oscura túnica esperando que vuelva el silencio en mi mente. 



Siento una lágrima recorriendo mi mejilla, no soporto este ardor en mi corazón, en mi mente y en mis ojos. Percibo que algo cambia, no sólo en mi interior; es como si con esta lágrima me abandonara la última mota de luz que me quedaba y comenzara una transformación ya imparable. Auguro que el final se acerca. 
 Me quedo mirando fijamente la lava que me rodea, una lava que otorga algo de luz a la oscuridad de este planeta, pero que destroza todo lo que toca. Siento la necesidad de sentir esa luz ardiente, ese fuego purificador que podría destruir todo el dolor que me invade, para poder seguir así hacia delante. Recuerdo la pira funeraria de Qui-Gon, al que ahora considero afortunado, y espero correr algún día su misma suerte. ¿Quedará alguien para llorarme mientras mi cuerpo se incinera bajo las estrellas?

Mis pensamientos son interrumpidos con la llegada de una nave. Es la nave de Padmé, ¿qué hace aquí? Me quito la capucha, me seco mi última lágrima y me dirijo con paso firme hacia ella. Siento que son mis últimos pasos como Anakin, siento que me dirijo a mi destino, al juicio moral de Padmé, al combate definitivo entre mi antiguo maestro y yo. Camino junto a esta lava y, de algún modo, comprendo que es el camino que seguiré hasta mi muerte, rodeado de este infierno en vida, en busca de algo que creo que ya he perdido.
Pero no me detengo, continúo, continúo, continúo mientras escucho en mi cabeza voces, voces que siempre han estado ahí y otras que nunca he escuchado, llantos de bebés recién nacidos, gritos de dolor combinados con un sonido electrizante que me recuerdan a los de Windu, palabras compasivas y de reproche que nunca he recibido de Padmé y Ahsoka, sonidos de sables láser entrecruzándose, de nuevo la carne perforada, gritos de dolor y pánico, sonidos ahogados de gente que suplica por su vida sin éxito y, al fin, escucho una profunda respiración mecánica que ya he escuchado en una ocasión, en Mortis.

 No me detengo, avanzo sin pausa, jamás me detendré mientras ella esté al otro lado, esperándome. La miro mientras baja de la nave con esa cara de preocupación que tanta ternura y desazón me produce, acelero el ritmo y no pienso en nada más. Todos los sonidos e imágenes desaparecen, ya solo quedamos nosotros. Solo nosotros dos, no importa nada más. Nunca ha importado. Así ha sido siempre y así seguirá siendo, pase lo que pase. 



jueves, 23 de abril de 2020

Más allá de las puertas del vacío



Abres los ojos una mañana como cualquier otra. Una mañana idéntica a la anterior y a la anterior y a las de hace dos semanas. Y apuestas lo poco que te queda de libertad a que será exactamente igual a la mañana siguiente. Lo primero que ves es el techo, blanco, liso, vacío. Te incorporas, te quedas en silencio, no piensas, no esperas nada, sólo miras a la pared, también blanca, tan vacía como el techo. Te levantas y te vistes con la misma ropa que hace dos días. Vas al baño, miccionas, te lavas las manos y te miras al espejo. No te reconoces, Miras el blanco de tus ojos, vacío, tan vacíos como el techo y la pared. Vas a la cocina para prepararte el desayuno. Te alimentas, pero realmente ya no importa mucho qué desayunas ni merece la pena perder el tiempo en elegir qué vas a ingerir esa mañana. Rutinariamente coges lo de siempre, no te sabe a nada. Cuando has tomado lo suficiente para mantenerte con energía te diriges a tu puesto de trabajo, frente a la pantalla negra del ordenador. En breve se encenderá y se llenará de documentos de trabajo, pero, aun con todo, estará tan vacía como tus ojos, el techo y la pared. Tecleas, clicas, tecleas, clicas, ejecutas, no piensas. Cada vez más rápido, cada vez con menos sentido. Tecleas sin parar, apenas paras durante toda la mañana.

Te detienes, abres el chat de trabajo, comienzas a escribir a un compañero y ZUM. Se va la luz. No pasa nada, trabajas en un portátil y este se mantendrá encendido con la batería suficiente. Pero no, fue un “zum” definitivo. La oscuridad de la pantalla muestra tu reflejo. Ves el blanco de tus ojos, vacíos, mirando la pantalla en negro, más vacía de lo que estaba hacía un momento. Respiras hondo, intentas encenderlo, subes el diferenciador en el cuadro de luz. Nada. Coges el móvil, al menos podrás hablar a tu compañero haciendo uso de los datos. Pero la pantalla del móvil es idéntica a la del portátil, vacía, negra, un espejo al que mirarte.
Intentas relajarte, así que te tumbas en el sofá boca arriba. Respiras entrecortadamente intentando mantener el control, sin éxito. Te vas a lavar la cara para refrescarte y pensar con claridad. Ni una gota. Nada. Tus manos empiezan a temblar, te miras al espejo otra vez y empiezas a ver algo más que el blanco de tus ojos, algo en tu mirada, más allá de ella. Pero los cierras, pues no te atreves a ver más allá de ellos. Te sientas en el sofá, enciendes la tele como un auténtico gilipollas, sin recordar que no hay luz, no hay tele, no hay consuelo en esa programación vacía –tan vacía como la pantalla del móvil, de tu portátil, tus ojos, la pared o el techo-, no hay nada. Tiras el mando contra el sofá perdiendo por un momento el control. Respiras.

Decides relajarte hasta que todo se solucione. Eliges un libro de tu modesta biblioteca, te tumbas de nuevo y lo abres dispuesto a leer durante un rato. Tu vista se nubla, tus manos tiemblan y tu boca se seca. No puede ser verdad lo que estás viendo, mejor dicho, no es posible que sea verdad lo que no estás viendo, lo que el libro debería contener en su interior. La blancura de un libro antaño repleto de frases, palabras, letras te ahoga. Un libro en blanco, vacío, un vacío tan absoluto como el del techo, la pared, tus ojos, el portátil, el móvil o el televisor. Pasas sus páginas con una fiereza incrédula y nerviosa. Tiras el libro el suelo y coges otro sin mirar cuál es su título. Tan vacío como el anterior. Y así uno tras otro, que pasan de tus manos al suelo a gran velocidad. Muchos de los libros se rompen con el impacto, como lo hace tu cordura con cada uno que compruebas. Blanco, blanco, blanco. Estás rodeado de blanco y negro. Te sientas en el suelo con respiración agitada y rodeado de libros maltratados, algunos abiertos boca abajo.
Te arrastras al sofá y te sientas en él dándole vueltas a todo. Te mareas, así que pasas la mano por tu cabeza y dejas de pensar. Abres un vino blanco y te lo sirves en una copa, aunque sabes que no te va a saber a nada. No puedes poner música que te acompañe, así que comienzas a cantar. Primero tarareas y, después, comienzas a articular las primeras palabras de la canción, la primera que te viene a la mente.
Here's to you Nicholas and Bart
Rest… fo… rever… here…he
La canción se apaga poco a poco en tus cuerdas vocales, te atragantas con el vino, toses y el silencio que emana tu garganta te recuerda el vacío del techo, de la pared, de tus ojos, del portátil, de tu móvil, de tus libros. Te niegas a no poder siquiera cantar y comienzas a tararear, pero no puedes dejar de toser. Toses y escupes sangre que le da algo de vida a tu, también blanca y vacía, alfombra. Esa sangre proveniente de tus entrañas es un retazo de tu alma, de tu ser, de tu esencia, que pretende dar vida al vacío. Una chispa de vida que proviene de la desesperación que provoca el vacío, que te consume y te destruye por dentro. Destrucción que incendia tus intestinos y tus pulmones, no tu corazón. Un incendio que le da brillo a tu mirada vacua.

Te levantas tambaleante, dispuesto a hacer algo que no pensaste hacer nunca: saltarte las normas, saltar al vacío para salir de él. Te apoyas en la pared dejando un rastro de sangre en ella y te diriges a la puerta. El mundo está en cuarentena, no puedes salir de casa, la casa ahora es tu mundo si no quieres encontrarte con la muerte y presentársela a gente que no merece conocerla todavía. Pero tu casa está vacía, o lo que es peor, está repleta de destrucción. Te destruye la ausencia de lo único que te mantiene firme mientras estás aislado soportando la presión de la maquinaría. Lo único que nutre tu alma ha desaparecido sin motivo, sin ningún sentido. Así que abres la puerta para sentir el aire y gritar al cielo, para caminar sin parar hasta que te detengan. Ni siquiera sabes si acatarás las órdenes de la autoridad, pero no importa, porque algunos de ellos están deseando que no lo hagas para destruirte por fuera tanto como lo estás por dentro. Porque ellos están vacíos como tú, tan desesperados y asustados, y sólo les queda lo único que saben hacer, la forma que tienen de llenar ese vacío con la excusa de que están haciendo lo correcto. Y no les culpas, porque ni ellos ni tú estáis haciendo lo que no debáis, sólo intentáis afrontar el vacío que os acosa. Una huida hacia delante. La presión os ha vencido, así que estáis dispuestos a todo para no ahogaros, aunque sea saltaros la autoridad, dar la espalda a la ética profesional, ignorar la razón u olvidar la cordura. Sólo queréis llenar el vacío, darle color, aunque sea con el rojo de la sangre, propia o ajena.
Respiras hondo y bajas el manillar de la puerta blanca de tu casa. Una puerta tan vacía como tu alfombra, tu voz, tus libros, la televisión, tu móvil, el portátil, tus ojos, la pared o el techo. Pero no sólo está vacía, también cerrada. Hiperventilas mientras vuelves a intentar abrirla. Sigue cerrada, así que la golpeas e intentas gritar con el mismo resultado que cuando comenzaste a cantar.

Te tiras horas dando golpes a la puerta con tu cuerpo y con lo que encuentras. Horas en las que la sangre ya no sólo sale de tu boca al intentar gritar. La pared se cubre de esa sangre hasta que, rota, se abre. Pones un pie más allá, pero no es el exterior lo que te encuentras, sino una sala que no reconoces. Es totalmente blanca, con una luz alógena también muy blanca. Te ciega y te obliga a cerrar los ojos. Otra puerta blanca, casi camuflada, está frente a ti; decides cruzarla. La siguiente sala parece idéntica, pero esta es negra y está oscura. Apenas ves, pero consigues llegar a una puerta que te lleva a otra sala similar, pero en la que las paredes son espejos. Te miras, miras la imagen de un loco o una loca, ya no sabes quién eres o lo que eres. Eres un lienzo vacío, pero no uno que vayan a comenzar a pintar, sino uno al que han desechado por algún desperfecto y va acabar tirado, sin una pizca de color, sin vida en él, sin nada. Ya no sólo tus ojos están vacíos, todo tu ser lo está. Te acurrucas en el suelo llorando unas lágrimas que no saben a nada, que no reflejan nada mientras metes la cabeza entre las piernas con miedo a volver a ver el retrato que te devuelven los espejos.

Pasan las horas sin cruzar a la siguiente puerta, lo único que haces es temblar, ni siquiera te quedan ya lágrimas. Los cimientos de tu estructura como individuo se tambalean. Hasta que te derrumbas. Te levantas poco a poco, como un edificio al derrumbarse: lento, impredecible, imponente e imparable, a punto de hacer un estruendo y un daño que sobrepasan lo soportable para cualquier persona. El estruendo viene con cada puñetazo al cristal de los espejos, el daño lo sientes, pero no en tus nudillos. La sangre cubre ya la sala, distorsionando tu imagen reflejada. Coges un cristal, lo acercas a las venas de uno de tus brazos, que te tiembla como nunca. Te tiembla, te tiembla, te tiembla mucho. Te tiembla hasta que deja de hacerlo. Te detienes. Miras al frente, a la puerta. Tiras el cristal y das un paso hacia ella. La abres sin dejar de mirar tu reflejo. Es el exterior, al fin.

El sol te ciega y, por un momento, no ves nada. Fundido en negro, o más bien en naranja acompañado de una motita de luz que no te abandona ni cuando los abres. No estás en tu calle, sino en el centro de una ciudad cualquiera. Oyes los pájaros, pero nada más. No te sorprende, la gente está en sus casas, pasando la cuarentena, pero un silencio se impone al piar de los pájaros. Entonces reparas en ello: no oyes nada más. Nada. Estás ahí plantado, en medio del vacío de aquella calle, de aquella ciudad, de aquel país, de aquel continente, de aquel planeta. No hay coches aparcados, ni supermercados abiertos, tampoco hospitales. No hay sanitarios trabajando ni gente aplaudiendo en balcones, asomada a la ventana o yendo a pasear al perro. Estás tú solo, como individuo. Un individuo vacío que se ha levantado tras tocar con sus propias manos ese vacío. Un individuo que ha comprendido que no es nada, que significa lo mismo que ese techo, esa pared, que esos ojos, esas pantallas oscuras, esos libros sin palabras, esos sonidos perdidos, esa alfombra manchada, esa puerta cerrada. Sólo estás tú y tu dolor. Tu miedo convertido en ira y tu ira vertiendo sangre. El virus nos había fulminado, pero no el virus que todos temíamos, no. Se trataba de un virus mucho más nocivo, silencioso y lento. Un virus diferente que nos robó el arte y la cultura, un virus que nos quitó la energía, que nos consumió la psique para mantener en funcionamiento la sociedad, eliminando así al individuo. Ningún individuo puede sobrevivir mucho tiempo así. Cuando todo lo que verdaderamente importa desaparece, las personas comprenden
lo vital de su existencia. Pero ya es tarde. Ningún ser humano estaba preparado para quedarse solo frente al espejo, con sus pensamientos, mirando al vacío que había provocado una vida de producción y consumismo.
No nos mató el virus que nos obligó a quedarnos en cuarentena ni no nos volvió locos la cuarentena, la cuarentena nos puso el espejo y nosotros, poco a poco, desaparecimos sin dejar rastro. Nos tiramos al vacío sin luchar, sin pintar de sangre esa blancura lobotomizadora. Tampoco nos mataron ellos, los de arriba, nos matamos nosotros solos.

Y aquí estás tú ahora, el único ser vivo del planeta que ha abierto la puerta hacia la luz y la oscuridad, afrontando, finalmente, tu propio reflejo. El único que se ha enfrentado a ellos, al vacío y al dolor. El único que ha mantenido un hilo de cordura ante la pérdida de aquello que nos da la vida. ¿Para qué? Para caminar bajo el cielo azul una vez más, repleto de luz y color; para escuchar el sonido de los pájaros que cantan con aparente alegría, para ver el verde que rodea el gris. Para disfrutar de lo único valioso que quedaba en el planeta, tan efímero como la supervivencia de un individuo en tus circunstancias. Pero no temas, ¿oyes el sonido de la maquinaria a lo lejos? No se apaga tan fácilmente, como un autómata al que han programado y engrasado durante años, sigue funcionando. Y, aun siendo el único individuo que queda con vida en el planeta, todavía quedan humanos vivos. Sí, allí los tienes, frente a ti. Pero qué importan, no son nada, no son nadie y están más jodidos que tú. Aunque ellos tengan las armas, aunque sean la ley, aunque te estén apuntando. Mira sus rostros protegidos por cascos, no puedes ver nada, porque nada hay. ¿Lo oyes? No hay altavoces, pero no hace falta, escucha cómo la música atraviesa el cielo y cubre el planeta. Canta, amigo, amiga. Cantad. Habéis luchado para recuperar vuestra voz, aprovechadlo. Cantad aunque sea escupiendo sangre en el intento. Ya que vais a derramar sangre que sea cantando, que sea sintiendo por última vez eso que os arrebataron, eso cuya ausencia os destruyó. Cantad al son de la música que camufla los disparos, cantad para llenar los agujeros de vuestra piel, cantad con vuestro último aliento, cantad mientras ellos aprietan los gatillos. Cantad, cantad, cantad ¡Cantad!

Here's to you Nichola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph!

Que no os silencien los disparos ¡CANTAAAD!

Here's to you Nichola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph!

Canción: https://youtu.be/7oday_Fc-Gc