miércoles, 15 de mayo de 2024

Across the Stars

 



No soy una jedi, tan solo una senadora que ha luchado con todos sus recursos por mantener en pie la República, la democracia y la justicia. Pero, a pesar de ello, puedo sentir la Fuerza de la que tanto hablan Ani, Obi-Wan y los demás. Pude sentirla en mi interior momentos antes de dar a luz a Luke y Leia y puedo sentirla ahora, cuando me desprendo de mi cuerpo. Siento cómo una energía que hasta ahora apenas podía comprender me guía para cruzar las estrellas de esta y otras galaxias muy, muy lejanas. Siento el calor de la Luz acompañándome y, por unos instantes, soy capaz de verlo y sentirlo absolutamente todo.

Me veo a mí, de niña, estudiando con mi madre Jobal en nuestra casa de las montañas, en Naboo: el planeta que me lo dio todo. Allí me enseña sobre la historia de Naboo y sus reyes y reinas del pasado, sobre la historia de nuestra galaxia desde los tiempos de la Alta República (doscientos años atrás), sobre música, pintura, literatura, ética o filosofía. Mi padre, Ruwee, también se encarga de enseñarme muchas de esas cosas por la tarde, en su tiempo libre.
Disfruto con cada clase, aunque no siempre son divertidas. Pero me mantengo firme en mis estudios desde bien pequeña y sé cuándo es momento para aplicarme y cuándo para actividades lúdicas.

Todas las tardes tengo un par de horas reservadas para jugar junto a mi hermana Sola en plena naturaleza, disfrutando de los campos verdes de nuestro bello planeta, contemplando las grandes cascadas y deleitándome con sus curiosos animales, como los escurridizos pelikki, los malhumorados galoomp, los reservados gatos colmillo o los esbeltos Ikopi.
Cada día es un regalo allí y, aunque no lo sabía, jamás volvería a sentir la felicidad plena de aquellos días. A veces la rozaría junto a Anakin, pero nunca llegó a ser igual. Tenía esperanza de vivir algo similar cuando nuestros hijos vinieran al mundo: mudarnos a Naboo los cuatro y darles tanta felicidad como la que tuve yo era mi único objetivo. Pero esa esperanza se ha desvanecido en tan solo unas horas. Todo se ha destruido y jamás podré sentir ni vivir lo que tanto deseaba con ellos.

Pero sé que Luke y Leia quedan en buenas manos: confío en Obi-Wan y en el senador Bail Organa como pocas veces he confiado en alguien. Sé que mis hijos serán felices a pesar de que no podré estar con ellos; aunque también sé que tendrán que luchar y sacrificarse, como aprendí yo desde bien pequeña.
Con ocho años tuve que abandonar el lugar que tanta felicidad me dio para vivir en Theed, la capital de Naboo. Al menos seguía viviendo en ese maravilloso planeta que me vio nacer y crecer.


En Theed asistí a las mejores escuelas, en las que seguí mi preparación académica. Mucho de lo que aprendí allí me sirvió para ascender y tratar a muchos tipos de personas en la galaxia: desde políticos a jedis, pasando por refugiados, aristocráticos, maestros, obreros… Todos eran importantes y formaban parte del engranaje perfecto que era la República. Pero lo que en las escuelas a las que asistí no me enseñaron fue a enfrentarme al dolor. Sí a sobrellevarlo, a ignorarlo o a fingir que todo iba bien o nada me afectaba. Si iba a ser la cara visible de todo un reino y, en el futuro, de todo un planeta en el Senado, debía mostrar mi estoicismo y mi entereza. ¿Pero qué haces cuando ese dolor interno te consume, te devora las entrañas y amenaza con destruirte? Nunca lo supe, simplemente lo soporté. Y por ello jamás pude ayudar a Anakin a que pudiese lidiar con ese dolor que soportaba él. Un dolor tan intenso como el mío, aunque por motivos diferentes.
Y él, paradójicamente, a pesar de su entrenamiento jedi, no logró soportarlo y, finalmente, sí le consumió.
No creo que se deba a que sea débil o malvado. No, me niego a pensarlo. Era precisamente por todo lo contrario. Ani era demasiado bueno y sensible para esta galaxia, era la Luz encarnada en un niño, era la Fuerza en su estado más luminoso y puro. Por eso la oscuridad le hacía tanto daño y le afectaba de esa manera. Él creyó que yo era un ángel, pero estoy convencida de que el ángel es él.

 

Él cruzó las estrellas como yo lo estoy haciendo ahora. Aterrizó en el planeta más inhóspito y despiadado que conozco, le usaron como esclavo y aun así, conservó el amor y la esperanza. Su madre se lo dio todo y él le dio todo a su madre. Perderla fue excesivamente doloroso para él, una escisión de la que nunca se recuperaría. Durante años ella había sido lo único bueno que había conocido, la que había traído esa luz concibiendo a ese niño por obra y gracia de la Fuerza. Es el Elegido, mantuvo Qui-Gon hasta su muerte. Yo no sé si lo es, pero estoy convencida de que sigue siendo ese ángel que intenta aferrarse a la luz inmensa que posee. La luz que, después de a su madre, nos dio a mí y a su maestro. Pero cada vez que me veía sufrir a mí y en cada ocasión que percibía que Obi-Wan dudaba de él esa luz se apagaba. O peor, la luz se tornaba en un fuego abrasador que le quemaba, como un macabro augurio de lo que finalmente terminaría ocurriéndole. Mi pobre Ani.

El dolor que soporté durante toda mi vida parece insignificante si lo comparo con el dolor que has tenido que pasar tú. Dolor que, me temo, seguirás padeciendo hasta tu último día. Y no fue poco lo que sufrí cuando vi morir a esos refugiados cuando me uní al Movimiento de Ayuda de Refugiados en Shadda-Bi-Boran para salvar a los n’a-kee-tula, fracasando de forma estrepitosa al no poder adaptarse a la vida en otros planetas.
También fue doloroso tener que alejarme de mi primera pareja, Palo, para continuar mi carrera política. A los trece años ya fui nombrada princesa de Naboo, perdiendo definitivamente la poca infancia que me quedaba mientras estudiaba en la Legislatura de Aprendices. No tardé en convertirme en reina y  tener sirvientas que llegaron a hacer de señuelos y sacrificaron su vida por mí. Aun en la muerte, esas pérdidas, como la de mi querida Cordé, siguen doliendo.

De la misma forma que Anakin abandonó una parte de su ser cuando se despidió de su madre y su planeta natal, yo perdí una parte de mí misma cuando me convertí en reina e incluso tuve que abandonar mi apellido, Nabarrie, para ostentar un apellido real: Amidala.
Obi-Wan me dijo que Anakin ahora es un sith con el nombre de Darth Vader, pero yo sé la verdad. De la misma forma que yo parecía diferente cuando pasé a ser la reina Amidala, mostrándome regia, severa, adusta incluso;  en mi interior seguía siendo Padmé, la Padmé de siempre: curiosa, soñadora, esperanzadora, alegre, rebelde, testaruda.


Amidala era mi papel, el papel que se esperaba de mí en Naboo y en toda la galaxia. El mismo papel que interpreta ahora Anakin para deleite del Emperador Palpatine. Pero es solo eso, un papel para soportar el dolor, la incomprensión, el miedo y la pérdida. Un nombre y una pose tras la que se oculta su verdadero ser, una sombra que proyecta su luz y que no le representa. Pero sé que un día se quitará la máscara como lo hice yo cuando dejé der reina para ser siempre la senadora Padmé. Lo sé, sé que él volverá a ser el jedi Anakin Skywalker, el que está destinado a ser.


Alguien verá en él su luz interior deseosa de volver a brillar, verá a Anakin en el interior de Vader, igual que él vio a Padmé en el interior de la reina Amidala. Y salvará a todos los que estaba destinado a salvar. No pudo salvarme a mí, empeñarse en hacerlo le llevó a sumirse definitivamente en las sombras, y me siento culpable por ello. Puedo sentir el amor que me procesaba, el más puro y auténtico que he sentido nunca después del de mis padres y mi hermana, un amor que me dio la vida y me salvó de formas que ni se imaginaba.

Fue ese amor lo que me hizo recuperar mi fuerza cuando ya parecía agotada en los momentos más oscuros de las Guerras Clon, fue ese amor el que reavivó mi esperanza por una galaxia en la que imperase ese sentimiento tan potente y no la guerra que la asolaba en ese momento. Fue ese amor el que me hizo soñar con que los días de mi infancia en Naboo volverían con nuestros hijos. Fue ese amor que me ofreció el que me hizo creer y darle sentido a todo.


No fueron las clases de filosofía, ética, religiones o historia. En absoluto. Todo eso es muy valioso para vivir, para luchar, comprender ciertos aspectos de la existencia y poder reflexionar. Pero lo que realmente le dio el sentido a todo lo que hacemos durante nuestra limitada existencia en una galaxia tan inmensa fue sentir ese amor.
Comprendí que todos luchábamos por ello, por sentir algo que trasciende de la lógica, de la razón y que nos da un poder tan enorme como el de la Fuerza que nos rodea. El amor es una parte de ella, el eje de eso a lo que los jedis llaman Lado Luminoso, lo que se encuentra en el centro de esa red de energía que nos une a todos. E incluso los jedi, que renuncian a las relaciones formales y al apego, no renuncian jamás a él. No renuncian al amor que sienten por la vida, por sus alumnos y maestros, por su pasado, su futuro, por la galaxia, la República, la justicia o la verdad. ¿Si no es amor lo que hay en nuestras vidas qué queda? Y cuanto más intenso y puro es el amor, más poder nos da y más responsabilidad debemos asumir para no perdernos.
Creo que los jedis se equivocan al renunciar al apego. Tal vez no sea la indicada para cuestionarles, pero no puedo evitar pensar que durante siglos han cometido un gran error al no procurar encontrar ese equilibrio del que tanto hablan entre el apego y la responsabilidad en vez de huir de él. En ese equilibrio se encuentra el amor sano, el que hace bien: el verdadero equilibrio entre el Lado Luminoso y el Lado Oscuro.
Y esa responsabilidad pasa por asumir la pérdida como una parte dolorosa del amor, una responsabilidad que mi pequeño Ani no ha podido asumir, a la que ha dado la espalda enfrentándose al destino para aferrarse a un amor que se tornó en tristeza y dolor.
Y cuanto más se aferraba a él intentando lo imposible y abrazando lo antinatural, más lo corrompió. Los jedi deberían estar preparados para entender el amor, sentirlo y afrontarlo, no obviarlo. Si lo hiciesen de esa forma es posible que menos jedis acabaran perdidos entre sus confusos sentimientos, zambulléndose de lleno en el lado oscuro.

El amor no es solo estar, querer, expresar, sentir y hacer sentir. El amor no solo es reír, abrazar, acariciar y besar. El amor también es dudar, es luchar, es ceder, es compartir y, por difícil que sea, es dejar ir. De la misma forma que dejé ir a Palo por el bien de su carrera artística y mi carrera política, Ani me debió dejar ir a los brazos de la muerte, debió soltarme y asumir el dolor para transformarlo en una nueva ilusión y un nuevo amor criando a nuestros hijos. Pero no puedo enfadarme con él. Ha hecho cosas terribles, cosas que la mayoría no perdonarán, pero siento su dolor, su jaula, su prisión y escucho sus gritos atravesando mil mundos desde Coruscant para llegar a lo que queda de mí.
Sigue siendo el niño esclavo que conocí en Tatooine; un niño perdido que se ha equivocado y no sabe volver. Un niño que solo sabe seguir hacia delante asumiendo un nuevo papel que no le representa, que le protege de las heridas mientras inflige otras nuevas, intentando liberarse de las suyas.

Serás odiado, Anakin; temido y repudiado. La sombra de tu casi extinta luz cubrirá la galaxia entera, pero tu luz no termina contigo. Tú dejaste luz en mí, y esa luz sigue cruzando las estrellas como parte de la Fuerza que a todos nos une. Esa luz que dejaste en mí se ha materializado en dos bebés que crecerán sanos y fuertes. No sé si se convertirán en jedis, políticos, príncipes o soldados, pero sé que se rebelarán a la sombra que se cierne sobre cada sistema, que se enfrentarán con su luz (y por lo tanto la tuya) a la oscuridad y, en ella, encontrarán tu luz, la potenciarán y harán que vuelva a iluminar a todos como me iluminaste a mí desde que te conocí en Tatooine.

Ese día no vi dos soles en el planeta de arena, vi tres. Un sol que me acompañaría en los momentos más difíciles de mi vida, que me guiaría en las sombras y que haría palpitar mi corazón como jamás palpitó, ni siquiera en mis días de infancia más felices. Mientras mi espíritu viaja por la galaxia hacia un lugar o un estado que desconozco, siento de nuevo cada momento, Ani. Siento mi curiosidad la primera vez que crucé una mirada contigo, la ternura cuando me llamaste ángel o te lamentaste del frío del espacio.
Vuelvo a sentir esa conexión inexplicable cuando me regalaste el collar que tallaste a mano y que descansa sobre mi cadáver en Naboo. Revivo los nervios que me sacudían cuando volví a verte aquella mañana en Coruscant después de tanto tiempo. Me conmuevo  cuando vuelven a mi mente los días que pasamos juntos en Naboo, en mi hogar. Esos días volví a ser la niña de antaño, pero experimentando cosas nuevas que jamás había sentido. Eso días rocé esa felicidad perfecta y pura de la infancia. Y fue gracias a ti.
Vuelvo a saborear aquella manzana que me ofreciste haciendo uso de la Fuerza y me estremezco nuevamente al notar tu mano acariciando mi espalda desnuda y aquella mirada penetrándome, intentando llegar a lo más hondo de mi corazón hermético, mientras mi mente trataba solo de centrarse en la política y recordaba tu prohibición para tener una relación o intimar con otra persona. No quería meterte en problemas, pero me era imposible resistirme a esa mirada, a esas torpes palabras con las que tratabas de conquistarme, al tacto de tu piel, a tus labios rozándome tímidamente antes de apartarme para intentar no complicar las cosas.


Nunca al besarme con alguien había sentido ese vuelco en el corazón, ese deseo de dejarlo todo y seguir consumando nuestro amor allí, en Varykino, frente a las grandes cascadas del Lago de Retiro, lejos del bullicio, la burocracia y la guerra. Ojalá lo hubiese hecho. No hubiese cambiado nada y hubiese prolongado nuestra felicidad, pues hasta en esos momentos de rechazo podía sentir ya tu frustración y tu ira latente; no hacía mí, sino a tu propia incapacidad de hacer lo correcto conmigo y la Orden Jedi.
Soy capaz de volver a sentir la inmensa pena que me corroía al verte sufrir por la muerte de tu madre mientras intentaba consolarte y te daba mi hombro para que pudieses llorar y echar todo ese dolor.


Siento la excitación y el éxtasis de la lucha contra los geonosianos y los droides junto a ti, compenetrándonos como si hubiésemos luchado juntos toda la vida, yo con mi blaster y tú con tu sable láser.
Y antes de eso nuestro beso sin dudas ni interrupciones, previo a la salida a la arena Petranaki, de Geonosis, donde esperaba nuestra sentencia. Fue en ese momento donde me convencí de que quería pasar toda mi vida junto a ti, aunque fuese al margen de las leyes intergalácticas. Ese beso selló nuestra unión antes de nuestra boda secreta en Naboo. Un beso de despedida que finalmente no lo fue, pasando a ser el beso que inició algo mayor y que nos dio la fuerza que necesitábamos para afrontar el destino que nos aguardaba.
Un último acto de amor antes de que empezase la auténtica guerra.

Y esa felicidad casi pura me vuelve embriagar cuando recuerdo nuestra boda con C3-PO y RD-D2 como únicos testigos. Los únicos que contemplaron aquel beso que, ya sí, selló de forma oficial nuestro compromiso frente a las cristalinas aguas que proyectaban la luz del sol de Naboo, mientras la luz de tu propio sol se proyectaba en mi alma.

Recuerdo el tacto de tus labios, el sabor de tu boca, el calor de tu aliento y la humedad de tu lengua como si todavía conservara un cuerpo con el que sentir todas esas sensaciones, como si pudiese volver a experimentar lo que sentí nuestra primera noche juntos, ruborizados, sin experiencia, pero con muchas ganas. Recuerdo tu ímpetu, tus nervios y tu deseo ardiente, pero también tu delicadeza, tu suavidad y tu preocupación constante porque yo también disfrutara. Y ya lo creo que lo hice, Anakin.
 Soy capaz de proyectar en mi memoria todas las noches que pasamos desvelados uniendo nuestros cuerpos hasta que las estrellas dejaban de verse porque salía el sol de la mañana. Fueron inolvidables. E incluso ahora, más allá de mi último aliento y de las estrellas que nos acompañaban y contemplaban como únicos espectadores, soy capaz de recordar cada una de ellas y de sentir cada caricia y mucho más.
Y en una de esas noches les concebimos, Ani: a nuestros hijos. Una de esas noches de amor sembramos una nueva luz para la galaxia y, sobre todo, para ti.


Lejos quedará la amenaza fantasma que nos ha acechado todo este tiempo, olvidados los tiempos del ataque de los clones a la Orden Jedi y de la venganza del sith que es en realidad Palpatine. Con ellos llegará una nueva esperanza capaz de rebelarse cuando el Imperio contraataque, consiguiendo con su lucha el retorno del jedi que siempre has sido, que guardas en tu interior y que no tengo duda serás, para hacer frente al verdadero mal que encarna Palpatine, aquel que se hace llamar Darth Sidious.

 

Percibo un futuro brillante y prometedor para la galaxia y sus futuras generaciones. Habrá un despertar de la Fuerza que mantendrá en pie al último jedi aun cuando la sombra pueda volver. Y todo por lo que hemos luchado, todo lo que hemos sembrado, servirá para guiar a los que vengan, siguiendo la estela de los que estuvimos antes, y con tu ascenso, el ascenso de Skywalker, les guiarás como un faro para que puedan seguir combatiendo el mal hasta el final.

Creo en ti, Ani: creo en tu luz, en tu fuerza, en tu amor y en tu lucha interna. Fue lo último que le dije a Obi-Wan antes de morir y lo vuelvo a repetir. “Todavía hay bien en él”. Esas fueron mis últimas palabras y quiero que ese sea mi último pensamiento antes de cruzar el umbral. Tal vez la Fuerza lleve hacia ti el eco de mis últimos pensamientos y emociones. Sé que me sientes y me seguirás sintiendo hasta el final. No quiero que mi recuerdo sea una cadena tortuosa que arrastrar, sino un hilo de esperanza que alivie tu dolor y te aligere el peso de la culpa que llevas contigo.
Cruzo las estrellas como hacían nuestras almas todas esas noches, pero esta vez lo hace la mía sola. A pesar de ello no tengo miedo porque, aunque no sé hacia dónde voy, sí sé que siempre estaré contigo. Cada día, en cada momento, hasta el final. Hasta el día que te redimas y seas tú el que cruces las estrellas para que nuestras almas vuelvan a reunirse más allá de ellas. 

Esta vez para siempre.



 

 

lunes, 14 de marzo de 2022

Elden Ring: La devoción del indómito semidiós

 

 


Varios hombres sentados sobre una gran hoguera discutían acaloradamente sobre qué hacer con un miembro de la tribu, el Niño Ahogado, hijo de la repudiada Lenah y del general Loux. Un huérfano cuya madre había intentado asesinar estrangulándole cuando se enteró de la muerte de su esposo en la eterna guerra contra la tribu Ahrka, pues no podía soportar la carga de vivir sin Loux a su lado y no podía dejar a su bebé allí solo.
Un hombre de la tribu fue testigo de tal inhumano acto y decapitó a la mujer sin que esta pudiese finalizar su tarea. El bebé fue acogido por aquel hombre que le salvó, Drunnax.
Los Sherd, que es así como es conocida la tribu de ese muchacho, fueron permisivos con el fuerte carácter del Niño Ahogado, que no dudaba en meterse en problemas ni en rebelarse a los sabios de la tribu o enfrentarse a sus iguales.
Drunnax no era tampoco severo con él, pues sentía lástima por el crío. Todo esto, unido a que por su sangre corría la sangre del general Loux, hacía de Hoarah un joven peligroso, tan duro como impredecible.
Las cosas empeoraron cuando Drunnax fue herido en batalla y murió por la herida infectada días después de recibirla, entre los brazos del entristecido y furioso Hoarah.
Hoarah ya no tenía a nadie, todo se lo habían arrebatado. Ya solo le quedaba una furia incontrolable que no podía dirigir hacia nada, pues todavía se le consideraba joven para ir a la guerra, ya que solo tenía 15 años.
Esa furia incontrolable y sin ningún objetivo sobre el que descargarse estalló la tarde en la que un joven de su edad le despreció por ser un huérfano denostado por su madre y por maldecir a todo aquel que se le acercaba.
Desde luego, ese muchacho hizo mal en acercarse a él, pues Hoarah se abalanzó contra el joven, le agarró por el cuello, le estampó contra el suelo y le propinó una serie de contundentes puñetazos contra el rostro hasta que este era solo una masa sanguinolenta irreconocible.
Hoarah se irguió lentamente sobre el cadáver de aquel que le había molestado. Lo hacía chorreando sangre propia y ajena de sus puños en carne viva y contemplando a todos los que observaban sin intervenir. Su respiración era entrecortada y tenía el ceño profundamente fruncido. Finalmente, rugió como un gran león mientras pisaba el cadáver de su víctima.
En la reunión nocturna estaban decidiendo qué hacer con Hoarah, si desterrarle, ejecutarle, perdonarle, o darle una oportunidad de redención. Y esa última fue la que se decidió; le darían a Hoarah Loux una motivación y un objetivo sobre el que focalizar su ira y su fuerza.
Aunque era joven, se le permitió ir a la guerra y participar en la próxima batalla contra los Ahrka. Hoarah por primera vez sintió plenitud y dejó asomar una sonrisa en su cara. Tendría la oportunidad de vengar a su honorable padre, el general Loux, y al que actuó como tal, Drunnax.
Hoaraha Loux luchó con la valentía de su padre y la fiereza que le caracterizaba. Y esa solo fue la primera de muchas batallas. Cuando se convirtió en un hombre adulto y los años pesaban tanto como su arma, se convirtió en una auténtica bestia que arrasaba en el campo de batalla destrozando con su hacha a todos sus enemigos mientras no dejaba de gritar. Algunos miembros de la tribu supervivientes de aquellas batallas que le vieron en acción aseguraban que en pleno frenesí son varias las veces que ha soltado su arma lanzándola contra varios enemigos a los que atravesaba simultáneamente para luego continuar combatiendo tan solo con sus puños: rompiendo huesos, desgarrando músculos, arrancando extremidades e incluso algunos juran que abriendo las tripas de los Ahrka con sus propias manos para devorarlas después. Hoarah estaba loco, pero era un poderoso aliado.
Y esto no solo lo pensaron los Sherd.


Una mañana en la que Hoarah limpiaba su gran hacha salpicada de sangre por los enemigos pulverizados con ella la noche anterior, una mujer de cabello dorado descendió del cielo azul que cubría el yermo situado al este de las Tierras Intermedias.
Todos la observaron, algunos petrificados con la boca entreabierta, otros poniendo en ristre sus armas e incluso hubo quienes prefirieron ocultarse de ella en sus tiendas para evitar sentir el poder de aquel ser que, desde luego, no era humano.
—Nada de mí debéis de temer, jóvenes guerreros —La mujer aterrizó con sus pies descalzos en la tierra con extrema suavidad—. Ha llegado a mis oídos que en estas tierras de pugnas tribales habita un gran guerrero, temido y admirado a partes iguales.
—¡¿Quién coño, eres!? —gritó uno de los que habían preparado su arma—. ¿Qué es lo que quieres de nuestro campeón?
—Seré vuestra reina, la reina de todo, la respetada reina Márika. Y lo mínimo que espero de vosotros, seres ignorantes, pero bizarros y aguerridos, es el mismo respeto, pues conquistaré estas tierras para gobernaros siguiendo la gracia de la Gran Voluntad. —La reina miró a todos los allí presentes con dureza, pero con calma.
—Si me quieres tendrás que demostrar que eres digna. Reina o no, eso a mí me da igual si puedo arrancarte la cabeza con mis propias manos. —Había intervenido el campeón al que Márika buscaba, el capitán Hoarah Loux.
Márika sonrió levemente y miró fijamente al capitán.
—Eres tan valiente como osado, Hoarah Loux. Adelante, si comprobar mi poder es lo que quieres, te dejaré al menos acariciarlo —dijo tranquila la reina.
—¿Acariciarlo? No me subestimes, mujer, o lo lamentarás.
Hoarah se lanzó contra Márika gritando como una bestia y alzando su hacha a medio limpiar, con una parte brillante ante los rayos de sol y otra recubierta de sangre seca.
Sin apenas inmutarse, Márika detuvo el arma alzando un brazo y generando una especie de lanza de una refulgente luz amarilla contra la que el hacha de Hoarah impactó, deteniéndose en seco como si hubiese topado con el material más duro de todos los reinos.
—Estás desperdiciando tu gran fuerza conmigo, cuando la puedes enfocar contra mis enemigos. —Márika no parecía tener que esforzarse para mantener a raya al capitán de los Sherd.
—Sí tan poderosa eres, ¿por qué no exterminas tú a tus enemigos y me necesitas a mí?  —El esfuerzo inmenso de Loux contrastaba con la tranquilidad regia que desprendía Márika.
—Oh, mi ignorante Hoarah, toda reina necesita un campeón que se ocupe de las tareas más terrenales mientras ella se encarga de menesteres más nobles y elevados. —Márika se quitó de encima a Hoarah y su hacha con otro ligero movimiento de brazo— Y tú eres el más apto para las tareas que tendré que encomendarte.
—¡Todavía no he dicho que sí! —Tras el grito, el capitán Loux no se molestó en recuperar su hacha del suelo, se golpeó el pecho y corrió hacia Márika acribillándola a puñetazos, que ella esquivaba o detenía sin dificultad, hasta que lanzó pequeños proyectiles de energía contra el robusto y sudoroso cuerpo de Hoarah, al que no consiguió aplacar.
—Eres insistente, fuerte, obstinado y resistente. Me gustas, ignorante Hoarah.
—¡Deja de llamarme ignorante! —Exigía mientras no cesaba en su intento de golpear a Márika.
La reina aprisionó con sus manos las grandes muñecas de aquel guerrero tribal y le hizo sentir por todo su cuerpo una pequeña parte de su poder.
Hoarah rugió, nadie pudo decir si de dolor, de frustración o ambas. Lo que sí pueden decir los que estuvieron allí presentes es que, cuando Márika le soltó, Hoarah se arrodilló y, allí mismo, juró lealtad eterna a su reina y la de todos: la reina Márika.
—Bien, ya no tan ignorante Hoarah. Hoy es el primer día de tu nueva vida. Serás mucho más que un guerrero salvaje con sed de sangre, ahora serás mi guerrero. Bravo y temido, pero ya no salvaje, ya no descontrolado. El león gris Sherosh se alimentará de tu rabia y, con ello, sellará una pequeña parte de tu ser. Pero no has de preocuparte por tu poder, pues yo te concederé más del que ya tienes.
Acometerás complicadas misiones, conquistarás y obedecerás mis designios, pero lo harás desde la racionalidad.
—Sí, mi señora —respondió Hoarah agachando la cabeza.
—Desde hoy, atrás queda tu vida como parte de la tribu Sherd, a partir de este mismo momento tu nombre no será más Hoarah Loux, sino Godfrey, Señor de Elden.
—Así será si es lo que deseáis, mi reina.
—Así será pues, Godfrey.
Y tras estas palabras, Márika se llevó al antaño conocido como Hoarah ante los ojos de los Sherd, que aquel día perdieron a su campeón y, con el tiempo, perderían la guerra.

Godfrey contempló junto a Márika lugares que jamás había soñado visitar, como Liurna o la meseta de Altus. Allí descansaba el Gran Árbol Áureo que podían ver desde Caelid. Un árbol que dotaba de un poder incomprensible hasta hacía no tanto para Godfrey, un poder divino que poseía también Márika y que le había sido otorgado a él con lo que llamaban una Gran Runa, conectada a su alma.
Sentía en sus entrañas el poder del Círculo de Elden, vinculado al árbol y a la propia Márika, que ardía en su interior y le hacía sentir inmortal, como un semidiós.
Junto al Gran Árbol Áureo descansaba la ciudad de Leyndell, capital del reino. Desde allí acometerían una campaña bélica sin precedentes en las Tierras Intermedias para conquistar cada reino y arrebatarles sus tierras a los que allí habitaban antes y que La Gran Voluntad quería muertos: los dragones y los gigantes.
Godfrey capitaneó los ejércitos de Márika y se bañó en la sangre de todos aquellos que se oponían al reinado de su señora. Miró cara a cara a los dragones que dominaban los diferentes reinos y exterminó a cientos de ellos. El león Sherosh aterrorizaba a aquellos que lo contemplaban, pero los dragones no se dejaban amedrentar por una criatura así, lo cual no les aseguraba librarse de una muerte despiadada a la que eran arrojados por la afilada hacha de Godfrey, que llegó a combatir sobre los lomos de una de esas bestias aladas escupe fuego, acabando con su vida en el aire y aterrizando sobre su cadáver, que cayó  sobre el pantano de Liurnia.
Los dragones no fueron extintos, pero sí comenzaron a retirarse y a abandonar la batalla. Muchos se exiliaron al norte de Caelid, otros tantos, los más poderosos y, por lo tanto, a los que más hirieron su orgullo draconiano, se refugiaron en el reino celestial de Farum Azula, donde residía el gran dragón de dos cabezas Placidusax, al que Godfrey nunca tuvo posibilidad de enfrentarse.
Placidusax decidió no enfrentarse a la deidad que había encomendado la misión a Márika de hacerse con el control de las Tierras Intermedias, y solo combatiría con su fuego amarillo y sus escarlatas rayos si algún incauto decidiese penetrar su reino flotante y profanar su descanso.
Pero la campaña militar de Márika no había concluido.
A pesar de que los dragones restantes ya no eran una molestia, sí lo eran los gigantes, que contaban con la guía de su propio dios, ajeno a la gran voluntad y el poder del Círculo de Elden y dispuesto a mantener su control sobre esas tierras usando a los gigantes como campeones y marionetas, otorgándoles el poder del fuego que él regentaba.
Pero si los gigantes tenían a ese misterioso dios de fuego cuyo nombre desconocían, Márika tenía a Godfrey, y él el poder de la Gran Voluntad, su Gran Runa y el Círculo de Elden.
El día que Márika se presentó ante Godfrey disgustada y hastiada de la resistencia gigante, Godfrey se conmovió y juró conseguir zanjar esto de una vez por todos para complacer a su amada.
Pues sí, Márika no solo había conseguido el respeto de Godfrey, también había acariciado su impetuoso corazón y había conseguido seducirle, lo que le aseguraba a Márika la fidelidad más absoluta por parte del Señor de Elden y una descendencia. De esa unión nacieron más semidioses que, algún día, gobernarían las diferentes regiones de las Tierras Intermedias. Ellos eran Godwyn, el más querido por Márika, Morgott y Mogh.
—Godfrey, mi querido Godfrey. Necesito tu fuerza, tu valor y tu inestimable fervor más que nunca. —Márika no rogaba, pero sí sabía que sus peticiones estuviesen envueltas de una irresistible dulzura.
—Lo que me pidáis, mi amada Márika, yo os lo concederé, vuestro soy. —A pesar de ser su esposa, no eran pocas las veces que Godfrey se arrodillaba ante la reina, como si fuera un súbdito más.
—Sé que puedo contar contigo una última vez, Godfrey. —Márika hizo que se levantara cogiendo con sus pequeñas manos su gran mano derecha.
—¿Última vez, mi señora? No, esta no será la última, será una más de tantas que vendrán, pues mi hacha siempre cumplirá tus designios, sean cuales sean. —Godfrey pronunció las palabras acariciando el filo de su enorme hacha.
—Oh, Godfrey es un deleite escucharte hablar así. No obstante, será la última, pues después de derrotar a los gigantes podremos descansar y gobernar en paz estas tierras bajo la sombra del Gran Árbol Áureo.
—Dime a dónde tengo que ir, y allí estaré capitaneando el ejército que pongas a mi disposición. —El tono de Godfrey ya no era calmado ni suave, sino brusco y ronco. Un atisbo del guerrero sediento de sangre que fue sellado por el león Sherosh asomaba en el brillo de sus ojos, cubiertos por la luz de Elden.
—Pondrás rumbo a los Picos de los Gigantes, al nordeste de Leyndell y el Gran Árbol Áureo, más allá de la meseta de Altus. —Márika señaló al horizonte, apuntando hacia el nordeste con su fino dedo. —Es una región fría, cubierta de nieve y envuelta en tormentas implacables, pero sé que tú, mi querido Señor de Elden, podrás con eso y más. —La reina pasó sus dedos suavemente por la barba blanca y los labios de su esposo.
—La guerra acabará con la sangre de esos gigantes de fuego salpicando la nieve que les rodea. Y después de eso, volveré triunfante y deseoso de yacer contigo cada noche, y engendrar una gran estirpe de semidioses que dominarán con la misma pasión que nosotros estos reinos cuando yo ya no esté, dentro de muchos siglos. —El rey Godfrey concluyó  su discurso  con un apasionado y un tanto brusco beso en la boca de Márika.
Mientras su rey se entregaba a ese beso como si fuera el último, ella abría los ojos y miraba el rostro de Godfrey sabiendo que, en efecto, ese sería el último beso que aquel que antaño fue un bárbaro le daría jamás.

Godfrey montó en su caballo con orgullo y un porte digno de un semidiós. El león Serosh asomaba de su espalda para observar a la multitud e imponer más respeto si cabe a los allí presentes mientras la puerta este de Leyndell se abría. Y así, con Márika observando la comitiva desde el Balcón de la Avenida, el ejército del Primer Señor de Elden partió. Y sí, el primero era porque Márika planeaba que pronto habría otro más de su gusto, y también de su sangre.
Pasaron junto al Gran Árbol Áureo y llegaron al Gran Elevador de Rold, construido para acceder con mayor facilidad a los Picos de los Gigantes, y ascendieron en grupos hasta llegar a lo alto de las montañas cubiertas de nieve.
Abarcaron todo el norte, tanto la parte oeste, cubierta por una tormenta casi continua, y la este, más tranquila pero habitada por más gigantes. Y Godfrey volvió a demostrar su fiereza temible e imparable. Al poco de llegar comenzó la masacre de gigantes.
Habían llevado grandes máquinas de guerra que usaron contra ellos, pero a pesar de que les superaban en número e iban bien armados, fueron muchos los que cayeron aplastados y devorados por esas bestias enormes de fuego azuzadas por un dios que se negaba a perder lo que, al igual que Márika, consideraba que era suyo.
Godfrey demostraba tanta piedad con los gigantes como con los dragones, ninguna. Se subía a sus cuerpos, se encaramaba a sus barbas y trenzas rojizas, les incrustaba el hacha en sus ojos, se montaba sobre sus cabezas y les conducía a acantilados. En batalla Godfrey estaba loco incluso con Serosh apropiándose de su ira más descarnada. Nadie quería imaginar cómo sería su furia sin la conexión con aquel león en su espalda que se dejaba ver en ocasiones para desconcertar a los enemigos.
Ya apenas quedaban gigantes, pero tampoco demasiados hombres de Márika. Algunos pedían la retirada, pues ya habían causado un gran daño y los gigantes no molestarían durante un tiempo. Pero Godfrey se negó a abandonar mientras quedara alguno vivo y siguió exterminando a los restantes, a pesar de que apenas le quedaban hombres que le siguieran. No le importaba tardar más en realizar tal ardua tarea.
Exhaustos, Godfrey y sus escasos hombres supervivientes se arrastraban por la nieve cubierta de sangre en busca de algún gigante que intentara ocultarse. Al este encontraron un gran caldero en la lejanía custodiado por el gigante más temible en apariencia que habían visto. Estaba allí, sin moverse, como si su tarea fuese custodiar el caldero. Godfrey no se lo pensó, bramó al cielo y se acercó corriendo como podía entre la nieve. Tras escucharle y verle como un punto que se deslizaba por la nívea superficie de aquella montaña, el gigante hizo lo mismo y dio una gran zancada en su dirección para aplastarle con su arma.
Godfrey rodó evitando el golpe y se acercó a sus piernas. Clavó el hacha en su pie izquierdo y se agarró a su vello. El gigante rodó con gran agilidad levantando la nieve de su alrededor.
Los soldados de Godfrey, extenuados y congelados de frío, decidieron quedarse parados contemplando aquel apoteósico combate.
Godfrey no se había soltado a pesar de que el gigante había rodado. Se agarró con fuerza y, cuando el gigante se enderezó, siguió escalando por su cuerpo mientras propinaba golpes contra su carne con el hacha.
El gigante se quejaba e intentó aplastarle contra su propio cuerpo con la palma de la mano, pero Godfrey dirigió su arma contra la mano que se aproximaba y la clavo en la parte inferior, colgándose de ella mientras el hacha quedaba incrustada en sus músculos.
El gigante sacudió su mano intentando desenganchar el hacha y hacer que su enemigo cayese. El rey estaba en una situación comprometida, así que sus hombres al fin decidieron ayudar lanzando flechas al gigante con cuidado de no dar a su líder.
El gigante les vio y creó con su otra mano una bola de fuego que lanzó contra los soldados de Godfrey, abrasándolos vivos al momento. Ahora sí que solo quedaba el Señor de Elden en un uno a uno contra aquel gigante.
Desesperado, el gigante comenzó a crear una bola de fuego en su mano herida, lo que obligó a Godfrey a balancearse todavía sujeto al hacha encaramada en la palma de su enemigo y a soltarse del ella cuando comenzó a sentir el calor muy cerca. Con el impulso pudo dar un gran salto desde el mango de su hacha hasta el cuerpo del gigante, volviendo a sujetarse a su vello corporal, esta vez al del pecho. Tras ello, siguió escalando sabiendo que no le lanzaría la bola de fuego porque se daría a sí mismo con ella.
Tras lanzar la bola de fuego hacia los cadáveres abrasados de los soldados, el gigante volvió a intentar coger a Godfrey, que dio un gran salto y se metió entre los pelos de su barba.
Con gran rapidez llegó a la boca y después a los pelos de su nariz, esquivando los dedos del gigante, que fueron mordidos por el espíritu del león Sherosh desde la retaguardia del rey.
Finalmente, llegó al tabique nasal y se impulsó hacia su ojo, dispuesto a atravesarlo con todo su cuerpo para desestabilizar al gigante y que cayese al suelo herido. Pero justo cuando estaba a punto de penetrar su globo ocular el gigante le atrapó en el aire y le lanzó violentamente contra el manto blanco.
Godfrey gritó furioso en el pequeño cráter que se había formado y no tardó en levantarse para esquivar el pisotón que se aproximaba. El Señor de Elden estaba sangrando, para su vergüenza.
Tras esquivar los ataques del gigante de fuego  se aproximó a un acantilado que había tras él, no sin antes recuperar su hacha del suelo. También evitó con agilidad las bolas de fuego enormes que el gigante le lanzó y dejó que se aproximara corriendo. Solo tenía una oportunidad.
Godfrey esperó, esperó y esperó, mientras la tierra temblaba, la nieve se levantaba y todo su cuerpo vibraba, no solo como causa de los pisotones del gigante, también vibraba de emoción.
Esperó, esperó y esperó hasta que solo tuvo que esquivar el envite de aquel enorme ser mientras, con su hacha, tras un úñtimo esquive, golpeaba con gran fuerza el tobillo del gigante de fuego, que se desestabilizó intentando frenar y sintiendo un gran dolor, lo que provocó que cayera por el acantilado, haciendo temblar la tierra como nunca al aterrizar.
Godfrey no pudo ver cómo una roca afilada había atravesado la pierna del gigante, que quedaría para siempre dañada, igual que no pudo comprobar cómo todavía respiraba. Jamás supo que no sería él quien daría muerte al custodio del caldero que había derrotado.
Aun así volvió a Leyndell triunfante. O eso creyó él por un momento. Retornó solo, agotado, herido y humillado. Y, lo que es peor, no recibió vítores, ni felicitaciones, ni aclamaciones… nada. La capital estaba como siempre, solo le esperaba Márika, que no tuvo para él ni una sola palabra de agradecimiento.
—Lo has hecho bien, Godfrey. Has cumplido tu cometido, has usado de forma excelsa tu fuerza y mi poder. Me has dado hijos sanos y fuertes, has derrotado a los dragones y los gigantes. Tu papel aquí ha concluido. —Márika hizo un movimiento suave con una de sus manos provocando que la luz amarilla de los ojos de Godfrey se apagara para siempre—. Ya nada has de esperar de mí ni de este lugar. Yo te despojo del poder del Círculo de Elden y te destierro de estas tierras. Deja tu corona y márchate o, Primer Señor de Elden y primer Sinluz.
Por alguna razón Godfrey no dijo nada, no entro en cólera, no rehusó y cumplió sus órdenes. Tal vez la amara demasiado como para no hacer lo que le pidiera, tal vez la respetaba a ella y su poder como para no obedecerla o tal vez la temía como nada. Nadie puede saber con exactitud si era la sombra del amor incondicional, el respeto ciego o el miedo lógico a una diosa como Márika, pero lo cierto es que Godfrey se quitó su corona, la depositó lentamente sobre un muro, miró una última vez a su amada y madre de sus hijos sin pronunciar una sola palabra hacia ella y se fue para siempre.
Se dice que con el poco poder del Círculo de Elden que le quedaba, el antiguo rey Godfrey dejó una deslumbrante proyección dorada de su ser para que habitara en Leyndell y se enfrentara a todo aquel que intentara penetrar en la alcoba de su reina con aviesas intenciones.
A pesar de todo lo que le había arrebatado después de haberle dado él todo, Godfrey seguía dispuesto a proteger a su reina y esposa. Y allí descansó la proyección dorada de Godfrey, esperando a enfrentarse en un futuro cercano a un Sinluz con el poder suficiente.
Nadie supo qué fue del primer Sinluz. Se dice que no volvió ni siquiera a su tribu, sino que abandonó las Tierras Intermedias para siempre.
¿Para siempre? Nadie lo sabía en aquel momento, pero algún día, cuando las espinas que protegen el Gran Árbol Áureo prendan y el mundo sienta el calor de la llama que ardió gracias al sacrificio de la yesca en el gran Caldero custodiado por el gigante ígneo de la pierna rota, Godfrey se alzará de nuevo para proteger el cuerpo de su amada y enloquecida Márika, ofreciendo un gran y último combate contra el Sinluz destinado a cambiarlo todo.
Y no solo será su último combate como Godfrey, Primer Señor de Elden, también será su última contienda como Hoarah Loux, pues le romperá el cuello al león Sherosh para desatar su ira de guerrero tribal y luchará con los puños como el salvaje que siempre fue.
Moriría por Márika con el honor que había perdido recuperado y, antes de que su impetuoso corazón se detuviese para siempre, aceptaría a su rival como nuevo señor de Elden, el único capaz de derrotar a Márika y aquel que se la arrebató: Rádagon.
Y así, con el último aliento de Hoarah, concluye la historia del primer mortal convertido en semidiós, el que propició el reinado de Márika, el que cambio las Tierras Intermedias y el último de los suyos que combatió contra el Sinluz que destruiría a la fuerza en conjunción de aquellos que descendían de los cielos como uno, se dividieron en dos y volvieron a unirse para esparcir su progenie por aquellas tierras baldías.
La historia del guerrero más devoto, fiel y enamorado que había conocido ese lugar, y por todo ello, el guerrero más peligroso y útil que podía tener una reina.
Márika nunca lloró su muerte, pues su mente ya se había roto y ni siquiera se enteró de ello. Jamás supo que había muerto protegiéndola a pesar de su desprecio, que había luchado hasta su último aliento por preservar la vida de aquella que le había traicionado y abandonado.
Y aunque lo hubiese sabido mientras conservaba su cordura, jamás lo hubiese apreciado ni valorado, pues no esperaba otra cosa de aquel ignorante al que había seducido con su poder y su presencia. Desde el primer día que se conocieron, Hoarah estaba maldito y predispuesto a servir y amar más allá de la razón a Márika, tal y como dispuso ella con su poder divino. Pero, ¿acaso no es así como aman todos los mortales? ¿Murió Hoarah por amor o lo hizo solo porque estaba manipulado por un poder que escapaba de su comprensión? ¿No es el amor acaso un poder que escapa de nuestra comprensión? ¿Fue puro lo que el guerrero sentía por la diosa o tan solo una burda manipulación de su mente?
Ni el propio Hoarah lo sabría jamás, lo único que supo es que, antes de morir, hubiese dado lo que fuese por tocar o, al menos, contemplar una vez más a Márika. Y así, su último pensamiento fue para ella. Su reina, su diosa, su esposa, su amada. Su todo.

 


 

viernes, 24 de diciembre de 2021

La Esencia Invernal

 

En la fría región de Korvatunturi existen unas antiguas ruinas que, durante todo el año, pasan desapercibidas para todos. Todos los que habitan cerca las ignoran, pero hay una noche al año en el que los lugareños pasan a temerlas. Se trata de la noche del 24 de diciembre, en la que la maldad es acogida en aquel lugar.
Todo empieza con una tormenta de nieve que envuelve la zona y sacude las casas, donde sus habitantes se encierran temerosos de lo que está a punto de venir. Se tratan de seres monstruosos y deformes que entran a través de un portal que es abierto en plena tormenta. Nadie sabe cómo se abre dicho portal o de dónde vienen esos seres, pero nunca faltan a su cita.
Los habitantes de la zona bloquean puertas y ventanas para sobrevivir a esa noche. En su interior cubren todo de una planta de frutos rojo que, según ellos, tiene propiedades protectoras por su conexión con los dioses del frío y las tormentas de nieve.
Además, para aliviar su miedo, consumen Amanita Muscaria, una seta roja y blanca que les permite desconectar con el mundo terrenal y conectar con el universo, del que necesitan su protección.

A Joulupukki no le gusta el sabor de esa seta, así que se las ingenia para no tomársela a pesar de que sus padres se lo ordenan. Como todos los 24 de diciembre, cenan con una tenue luz rodeados de la planta de frutos rojos y tras la cena consumen la Amanita justo antes de que empiece la tormenta.
Joulupikki aprovecha una distracción de su padre, Barnabás, y se deshace de la Amanita. Una hora después, sus padres se encuentran con los ojos en blanco, su padre sobre la mesa y su madre tirada en el suelo. Él se acurruca en una esquina esperando a la tormenta y los monstruos, pero nunca llegan.
Heikkila, su madre, se levanta repentinamente y comienza a gritar, bloqueando la puerta que nadie está golpeando. Su padre, Barnabás, también se levanta, todavía con los ojos en blanco, mira a su hijo, coge un hacha y se abalanza hacia él al grito de “muere, monstruo, ¿qué has hecho con nuestro hijo?”
Joukupukki consigue esquivar el ataque de su padre, correr hacia la mesa y coger una de las botellas para estampársela a su progenitor en la cabeza.
Por detrás, su madre, sin dejar de gritar, coge un cuchillo y se lo intenta clavar a su pequeño en el cuello, que se da cuenta a tiempo y se aparta, teniendo que coger otro cuchillo para defenderse.
Con él, no tiene otro remedio que matar a su madre de una puñalada en el pecho.
Consciente de que su padre le matará al despertar, el pequeño Jou coge el cuchillo ensangrentado con el que apuñaló a su madre y, apartando la mirada y sin dejar de temblar, le cercenó el cuello a su padre.

A la mañana siguiente intenta hacer entrar en razón al resto de habitantes explicándoles que no existen los monstruos, ni tormenta de nieve ni portal interdimensional, que todo es fruto de las alucinaciones provocadas por la Amanita. Nadie le cree y le toman por loco y asesino, intentándole matar. Una vez más, el crío consigue escapar, esta vez de todo un pueblo enfurecido, y huye a la estepa, escondiéndose para siempre en una lúgubre cueva no muy lejos de las ruinas. Ese día, Joulupikki comprendió que el único monstruo existente en el mundo es el ser humano.

Cuando Joulupikki era ya un joven de 23 años comenzó a visitar su pueblo todos los 24 de diciembre. Al principio se conformaba con mirar las casas con las ventanas tapiadas, imaginando la locura que contemplaban todos sus habitantes drogados. Pero, según fueron pasando los años, Joulupikki se cansó de comer siempre las mismas plantas y, a veces, con suerte, carne de venado o cabra. Quería más y, sobre todo, quería venganza.
Con 30 años decidió pasar a la acción. Se había hecho una máscara de madera con cara de cabra para intimidar más si cabe a los habitantes de la aldea y que, drogados, vieran en él una deformidad aún mayor. Metió en un viejo saco que encontró hacía tiempo un pico que había en las ruinas y se dirigió a la aldea.
Una vez allí, el hombre menudo se abrió paso con el pico rompiendo las puertas bloqueadas y asustando a los que se encontraban en su interior, que veían en él al monstruo más grande jamás avistado en la zona. Lo único que hacía era devorar toda la comida en la mesa de los allí presentes, beberse toda su bebida y meter en el saco lo que le sobraba para próximos días. Cuando las puertas o ventanas se le resistían, entraba por las chimeneas, lo que le otorgaba una mayor teatralidad.
Y así año tras año.

Cada año era más corpulento, fuerte e intimidatorio. Nadie se atrevía a hacerle frente como lo hicieron sus padres cuando no era más que un niño. Hasta que una noche, un incauto hombre, viudo y padre de una única hija de cinco años, decidió atacarle. No tenían mucho para comer y tenía una boca que alimentar, así que no dudo en defender lo que era suyo. Joulupikki se defendió de aquel hombre drogado y fuera de sí como haría de pequeño con sus padres. El pico le atravesó desde la frente hasta la nuca, desparramando sangre, sesos y cráneo sobre la mesa, el suelo y la muchacha, que no dejaba de llorar.
Joulupikki se quedó boquiabierto, sin soltar el pico, temblando, mirando fijamente el rostro desencajado de su víctima. Esa imagen le recordó a la de sus padres muertos, asesinados por su propia mano. Comprendió que él también era un monstruo.
Soltó el pico sin desincrustarlo del cráneo de su víctima y miró a la niña, que se acurrucaba desconsolada como lo hizo él aquella noche tan lejana.
Sin pensarlo dos veces, metió a la niña, que ni siquiera se revolvía por el estado de shock, en el saco. Algunos le llamarían, a partir de ese día, el Monstruo del Saco. Aunque no sería su único nombre en el futuro.

Joulupikki cuidó a la niña, de nombre Päivi. La cría se acostumbró a vivir con el corpulento hombre, que hacía no tanto había sido un joven menudo, y no tardó en empezar a llamarle papá.
Durante los años siguientes, Joulupikki no solo no volvió a atemorizar la aldea con su pico, su hambre voraz y su saco, sino que se propuso hacer olvidar el trauma a la pequeña Päivi y, de paso, olvidar el suyo propio. Se prometió que la noche del 24 de diciembre sería la mejor noche para ellos dos, cenando juntos en su cueva, adornada con la planta del fruto rojo, pero también con luces para dar algo de vida, alegría y calidez. Además, siempre se hacían un regalo que tallaban ellos mismos.

Una noche del 24 de diciembre, una tormenta de nieve terrible sacudió el lugar y una luz iluminó el páramo nevado. Päivi tenía miedo, pero no era la única. ¿Y si la leyenda era cierta? ¿Y si el error de tomar la droga para sentirse protegido avivaba una pesadilla que no se repetía todos los años, pero sí había existido?
Intentaron cenar como si nada mientras el viento azotaba las paredes de la cueva y un terrible frío se colaba por los huecos.
Pero algo peor que el ruido del viento y el frío infernal había llegado a la cueva. Hacía un sonido sordo al caminar y gruñía al tiempo que un sonido de fluidos envolvía la sala.
Joulupikki cogía su pico mientras Päivi se acurrucaba tras él. La criatura lanzó un gruñido que no era de este mundo y se lanzó contra el hombre armado, que le asestó un golpe certero en la parte superior.
La criatura, que era como una araña, pero mucho más grande y con los dientes y las babas de un perro del inframundo, lanzó un alarido desesperado y se encogió mientras las patas se derretían como nieve fundida al sol.

Tras asegurarse de que Päivi estaba bien, salió sin soltar su pico, esta vez manchado de sangre morada, hacia el pueblo, que estaba infestado de esas criaturas. Los monstruos no se vieron frustrados por las tapias, que rompieron con facilidad, matando a todos los que había en su interior.
Joulupikki no pudo hacer nada más que volver a su cueva junto a Päivi, a la que tuvo que consolar toda la noche.
No volvió a salir hasta la mañana siguiente, para dirigirse a las ruinas donde se había abierto el misterioso portal. Ya no había rastros de las criaturas, pero sí quedaba energía residual que viciaba el ambiente. Además, había un objeto en el suelo que brillaba y parpadeaba, como si se encontrase entre los dos mundos. Algún error había provocado que eso, que no debía estar allí, se quedase atrapado en nuestro mundo.
Durante todo un año, Jou estudió el artefacto, que se estabilizó y dejó de brillar. Era tan bello, que decidió regalárselo a Päivi el próximo 24 de diciembre.

Y así hizo. La noche del 24 de diciembre del año siguiente, Päivi recibió su regalo entusiasmada. No dejó de observarlo y juguetear con el hasta que al día siguiente se cansó y lo guardó con el resto de regalos.
Varios años después, otro 24 de diciembre, a la misma hora a la que en aquel año se había abierto el portal y durante una tormenta de nieve, el objeto comenzó a brillar. Antes siquiera de que Joulupikki y Päivi se dieran cuenta, la cueva explotó, dejando mal herido al ya anciano Jou, y se abrió un gran portal. Pero esta vez no se colaron monstruos.
Desesperada y sin saber qué hacer para ayudar a su padre, le arrastró hacia el portal para pedir ayuda.
Llegaron a otra zona nevada, pero no era Korvatunturi sino, como supieron más tarde, el Polo Norte. Allí encontraron un templo cuya piedra recordaba al de las ruinas de Korvatunturi.
Sin dejar de gritar pidiendo ayuda desconsoladamente, Päivi arrastró a su padre al templo, donde le recibió un hombre alto, de melena rubia y orejas puntiagudas.
—¿Cómo has llegado aquí, joven? —preguntó el hombre misterioso.
—No lo sé, señor, creo que por este artefacto —respondió mostrando el regalo de Papá.
—Interesante. Cualquiera que manipule este sagrado objeto y, no solo no muera, sino que consiga traspasar un portal y hacer que alguien lo traspase es que tiene, indudablemente, La Esencia —explicó aquel ser que, desde luego, no era humano.
—¿La Esencia? —preguntó extrañada Päivi.
—Sí, La Esencia Invernal. Un poder ancestral proveniente de los dioses que ofrece calidez y protección en los lugares y épocas más frías de este mundo, donde los Kaloides, seres que habitan la Dimensión Oscura, son capaces de abrir portales durante las tormentas de nieve, accedendo a nuestro mundo. Los dioses conceden el don a varios elegidos para que, en esos momentos y lugares de máxima necesidad, el calor divino proteja y ayude a las gentes que lo necesitan y cuenten con alguien que les defienda de los Kaloides. —El hombre parecía orgulloso de lo que estaba narrando.
—Pero esa cosa casi mata a Papá y ha traído monstruos horribles. —Päivi explicaba esto con tono indignado.
—Me temo que el antiguo Esencial de aquel lugar no fue lo suficientemente poderoso y sucumbió al ataque de los Kaloides. Su artefacto, que sirve para ccrear y cerrar portales, además de para destruir a los Kaloides, quedó olvidado allí, seguramente entre los dos mundos. Suerte que cuando las tormentas de nieve terminan vuelven a su frío y oscuro mundo, junto a los Tenebrus, demonios que les crearon para azotar nuestro mundo mientras ellos urden una forma de destruir a los dioses y sus otras creaciones
—¿Y nadie pudo hacer nada?
—Lo hicieron —sonrió el misterioso hombre. —Te enviaron a ti. Dispusieron todo para que el artefacto acabara llegando a ti con los años. Los dioses, me temo, no siempre pueden actuar de forma simple, rápida y directa. Y un error de uno de sus emisarios puede tardar años en ser corregido.
—Me da igual —espetó todavía no del todo convencida Päivi—, necesito que curéis a Papá.
El elfo de túnica verde, pues, si os lo seguíais preguntando, era un elegante y poderoso elfo y uno de Esenciales más antiguos, asintió y ayudó a Päivi con su magia.

Cuando Joulupikki se hubo recuperado tardó bastante en asimilar la historia. No se podía creer que el horror vivido durante tantas noches del 24 de diciembre en esa región incumbía a dioses y demonios antiguos.
Un día, cuando estaba ya casi curado, supo qué debía hacer. Fue una revelación. Él también había contribuido al terror de esa noche durante varios años, como si fuese un Kaloide de esos, y la tomó con la gente del pueblo, aunque no tenían culpa de nada y solo estaban indefensos.
Se aprovechó de su ignorancia y sus alucinaciones para presentarse como un ser cuya llegada temían. Solo se pudo redimir unos pocos años con Päivi, haciéndola regalos y ofreciéndole una cena especial. Pensó que era lo que merecían los supervivientes de Korvatunturi y de todo el mundo.
Päivi era una Esencial y tenía la tarea de proteger las regiones de frío que los dioses le habían encomendado.
Lësar era el protector del Polo Norte, gracias a él los Kaloides que intentaban asolar el lugar eran destruidos, pues Lësar era tremendamente poderoso. Y como tal, Joulupikki le pidió algo que no cualquiera le hubiese podido conceder, por no tener el poder ni las competencias.

El elfo, divertido por la petición y sintiendo calidez en su corazón por la bondad del que algún día había sido el terrible Joulupikki, o el Hombre del Saco, le otorgó un poco de su poder de Esencial. Con ese poder, Jou podía adentrarse en la mente de los deseos inocentes de todos los niños del mundo, además de conectarse con los animales que había devorado durante años, los renos. Así, construyendo un trineo, conectándose a sus renos, que se convirtieron en sus más fieles amigos, y otorgándoles el poder de volar y soportar un gran peso, Joulupikki surcó los cielos con su saco para llenarlo de regalos que pudieran hacer feliz a los niños la noche del 24 de diciembre o la mañana del 25 como lo  fue su pequeña Päivi, convertida en Esencial, pero también en La Doncella de la Nieve, conocida así en algunas regiones de Rusia donde, esa noche, Päivi le ayuda, sin abandonar los lugares que debe proteger de los peligrosos Kaloides.
También decidió vestir de rojo y blanco, el color de la Amanita, para contrarrestar los malos recuerdos y las pesadillas que había generado ese color en su infancia. Ahora, el color de la Amanita traería solo esperanza y sueños.

Y así, todas las noches del 24 de diciembre, Joulupikki, conocido con los años como Papá Noel, surcaría el mundo ofreciendo regalos y una noche mágica para recordar, alejada de las pesadillas que él tuvo que sufrir. No era un Esencial, no combatiría a los temibles Kaloides, pero alimentaba los sueños de los niños, algo que, de alguna manera, debilitaba también a los Tenebrus. Y cuando la noche llegaba a su fin y comenzaba la Navidad, el 25 de diciembre, él volvía al Polo Norte junto al elfo Lësar, que le ayudaba a dar con los regalos más especiales, repartía alguno cerca de su región asignada (convirtiéndose en una especie de ayudante) y le enseñaba, durante el resto del año, más misterios sobre el Cosmos y la creación, pues todo conocimiento, preparación y ayuda se antojaba escasa en los tiempos que corrían, con los Tenebrus siempre acechando y planificando en la Dimensión Oscura.

Pero mientras unos nos defienden de la fría oscuridad y otros nos ofrecen la calidez que tanto necesitamos, con regalos e ilusión, nosotros solo nos tenemos que preocupar de seguir la tradición iniciada en Korvatunturi, sentarnos alrededor de una mesa para cenar con los nuestros y disfrutar de una noche tranquila donde prevalezcan nuestros vínculos; sin miedos, sin odio y lejos de toda oscuridad.

Feliz Navidad, y cuidado con los Kaloides ;)