La mansión, que alcanzaba dimensiones que rozaban lo vulgar para un solo inquilino, no parecía el tipo de estructura tras la que se encontrara una figura altruista que se preocupase por los demás. El perfil no encajaba, por eso el etnólogo Prichard quiso viajar en persona a esa parte tan alejada de su mundo; para comprobar quién era realmente ese aclamado terrateniente que, al parecer, había invertido una alta suma de dinero en la compra y posterior liberación de esclavos de raza negra.
Bajó del carruaje que le había llevado hasta allí, sacó unas
monedas de un pequeño saco que llevaba en uno de los bolsillos de su chaqueta,
los deslizó hacia la mano del cochero estirando levemente el brazo e inclinó la
cabeza con elegancia sonriéndole débilmente. El saludo le fue devuelto con una
sonrisa más amplia que la suya, al ver
el cochero las monedas que descansaban sobre la palma de su mano. Algunas
monedas de más se habían colado como agradecimiento, no como el error que había
interpretado el hombre que llevaba el carruaje y que no se dignó en corregir.
Al girarse, mientras el carruaje se alejaba, y dirigirse
hacia la enorme puerta de madera, se encontró con un hombre. Se sorprendió
absurdamente al comprobar que era un anciano de piel rosada y rostro amable el que
le recibía en la entrada. En esas tierras estaba acostumbrado a que le
recibiesen hombres de tez negra generalmente con marcas moradas en la cara.
Había olvidado que había ido allí precisamente para comprobar qué de cierto
tenía aquella progresista morada que parecía querer cambiar la realidad de
Norteamérica. Ni siquiera los trabajadores eran esclavos negros. Los que veía
en ese momento sudando en el campo eran tan blancos como las escasas nubes que
podían verse ese día en el cielo.
Tras intercambiar escasas palabras amables con el mayordomo,
éste abrió la puerta principal con unas pequeñas llaves que sacó de uno de sus
bolsillos. Prichard entró al edificio siguiendo sus pasos. Mientras el anciano
cumplía con su trabajo avisando al señor de la casa, él se quedó contemplando
aquel recibidor pulcro y ornamentado con buen gusto. El hall era más grande que
cualquier casa de la ciudad más cercana y estaba bañado en tanto lujo como
podría estarlo el palacio real londinense. Por la ancha escalera tapizada en rojo
descendía un hombre lenta, pero elegantemente. Exagerando sus movimientos para
hacerse notar sin llegar a resultar excesivamente extravagante.
-¡Señor James Cowles
Prichard! Es todo un honor tenerle por fin en mi casa.-Alzó los brazos
teatralmente acercándose sonriente a su huésped.
-El honor es mío, señor Morton.-La reverencia fue profunda y
cortés.
-¡Por favor, no se incline! Aquí todos somos iguales.-Hizo
un ademán para que se levantase de inmediato-. Y puede llamarme simplemente
Ronald, o Ron, si lo prefiere.-Inclinó la cabeza con delicadeza
-Como desee. A mí puede llamarme James, aunque preferiría
que no me llamase Jaimie, como acostumbraba mi madre.
El terrateniente rió ante la broma con desenfado.
-Bajo ningún concepto querría ofender al gran James Cowles
Prichard, que el dios en quien no creemos me libre.-Ambos rieron, aunque la
risa de James fue un tanto más forzada-.Antes de que charlemos con la
tranquilidad y el tiempo que merece alguien de su talla, ¿querría instalarse en
este momento?
-Lo agradecería, si no es molestia. Un viejo como yo ya no
resiste como antes los viajes tan largos.-Se lamentó como hace la gente de su
edad, interpretando ese papel de anciano agotado para no incomodar a su
anfitrión.
-¡Por su puesto que no es molestia!-Puso los brazos en cruz
ladeando la cabeza con brusquedad, arrugando la frente y entrecerrando los
ojos-.Está tarde descanse y lea, si desea, algunos de los libros que me
inspiraron y un ensayo que estoy escribiendo sobre mi propia teoría de la
evolución y la relación entre las diferentes razas y especies. Me gustaría
enseñarle también con calma mi mansión. Por la noche discutiremos varios temas;
durante la cena será un buen momento.
-Muchas gracias, señor Morton, es usted muy amable.
Fue acompañado a sus habitaciones por el silencioso
mayordomo, con el que decidió comenzar una conversación amable con la intención
oculta de iniciar su investigación.
-Debe ser reconfortante trabajar para alguien como Ronald
Huxley Morton.
-Lo es, sin duda.-Respondió sin mirarle mientras continuaba
caminando.
-Tanto por su amabilidad como por su reputación y, sin ánimo
de ser grosero, su fortuna. El sueldo debe ser generoso.-Dejó caer la pregunta
en forma de simple apreciación.
-Lo es, sin duda.-Parco en palabras, como un leal sirviente
debía ser con los desconocidos. A no ser que fuesen palabras corteses, en ese
caso no habría suficientes.
-Se quedaría usted sorprendido cuando vio con sus propios
ojos cómo compraba y liberaba a aquella remesa de esclavos.-Intentó de nuevo sonsacarle
algo más que cuatro palabras.
-Me quedé, sin duda.-Intento fracasado.
Por los pasillos inacabables que llevaban a las habitaciones
cedidas por Ronald a su persona, se cruzó con un par de hombres de raza negra.
Llevaban ropa casi tan cara como la del señor Morton. Ni que decir tiene que
iban aseados y no trabajaban en ninguna labor forzosa. Uno se paseaba con un
libro bajo el brazo. Cuando lo vio no pudo fingir un gesto de sorpresa que le
sobrevino, un gesto que le molestó a él mismo, a pesar de que era lógico que se
sorprendiera ante tal imagen. Hubiese preguntado al mayordomo, pero sabía que
no sacaría nada de sus cuatro palabras formales.
Las habitaciones eran tan grandes como podía esperarse de un
lugar como aquel. La ventana estaba abierta, refrescando la estancia; la cama
limpia, muy bien hecha; el suelo brillante, y las paredes y estanterías
adornadas con un gusto tan refinado como el hall. En un escritorio más grande
que un ataúd podían encontrarse varios libros amontonados y unas hojas cuidadosamente
colocadas junto a ellos. En efecto, era el ensayo del señor Morton. Antes de
leerlo detenidamente ojeó los libros que había sobre la mesa; “El origen de
las especies”, de Darwin; “Historia Natural del Hombre” , con el que
no pudo evitar sonreír; “Tratado sobre la locura y otros trastornos que
afectan a la mente”, también era suyo, pero le extrañó verlo entre libros
que hablaban sobre las especies. Lo cual no quería decir que el señor Morton no
pudiera interesarse por otros temas, pero teniendo en cuenta el motivo de su
visita, al doctor Prichard le extrañó que se colocase allí ese libro. Tal vez
era un intento de satisfacerle demostrando que leía sus libros, tratasen de lo
que tratasen.
Después de asearse leyó por encima el ensayo. La idea fundamental
que se extraía de un primer vistazo era la de la unión entre el ser humano y la
propia Naturaleza, pudiendo por tanto controlar todo lo que subyace de ella. De
esa igualdad entre los elementos que componen la Naturaleza nace la teoría de
que todos somos iguales para ella, ridiculizando por tanto las teorías sobre la
superioridad de la raza. En esos párrafos había algo más, un significado
oculto, una idea más amplia, una conclusión inacabada, más firme. Para
descubrirla tendría que leer el ensayo completo, pero prefería hacerlo con
calma en la cama, tras la cena, a las puertas del sueño, cuando más claro lo
veía todo. Se disculparía en la cena asegurando que preferiría escuchar sus
afirmaciones de su propia boca antes que leerlas en un trozo de papel, para eso
ya habría tiempo. Había que aprovechar la estancia con él.
El señor Morton le había dejado un elegante traje en uno de
los armarios, pero prefirió ponerse el que había metido en el equipaje. Para él
era más cómodo, no solo porque le picaría menos. Se trataba de mostrarse
educado, pero orgulloso, sin ceder terreno al afamado terrateniente.
Se reunió de nuevo con el señor Morton en el hall de la
mansión, donde le volvió a recibir con entusiasmo. Le paseó por innumerables
pasillos y estancias por las que apenas se podía ver gente mientras trataban
temas sin importancia. El tiempo, la cosecha, los viajes, los robos, los
asesinatos...parecía que su tema central se reservaba para el mejor momento.
Las estancias estaban tan recargadas y al mismo tiempo vacías como las
conversaciones que mantenían. Artículos heredados y comprados, todos de un
valor incalculable. Mujeres y hombres del servicio cruzándose de vez en cuando
con ellos, que saludaron cordialmente y su querido mayordomo Gilbert.
-Gilbert...-suspiró Morton-.Me fío más de él que de mí
mismo.-El señor Morton lo comentó para que el propio Gilbert pudiese
escucharle.
-¿Cuántos años lleva con usted, señor Morton?
-Ya le he dicho que nada de formalismos, para usted soy
Ronald.-Agitó una mano mirando al suelo. Después se puso reflexivo
acariciándose la barbilla-.Veamos...ya estaba aquí con mi padre, tal vez
conoció a mi abuelo, pero nunca me he molestado en preguntarle cómo llegó hasta
aquí.
-¿No sabe ni siquiera quién es?
-Un hombre que ha dedicado su vida a servir a esta familia,
me temo que no hay mucho más que contar.-Agitó la cabeza y arqueó las cejas con
indiferencia.
-¿Y no cree que merece ser libre tanto como aquellos negros
a los que liberaste?-Hizo la pregunta temiendo encolerizar a su anfitrión, pero
cada vez le cuadraban menos cosas, así que no podía callarse. Al fin y al cabo
¿a qué había ido allí?
Ronald Huxley se detuvo mirando al suelo. Su rostro
ensombreció antes de mostrar una sonrisa amplia, divertida, un tanto sádica.
-Buena apreciación, pero le aseguro que nadie ata aquí a mi
querido Gilbert. No tiene adónde ir ni qué hacer con su vida, servirme es su
vida. Aquí tiene un lugar parecido a un hogar; me tiene a mí, alguien parecido
a un hijo, o a un nieto. Creo que solo bajo este techo se siente verdaderamente
libre.
-Me alegro, no pretendía ser grosero, era solo pura
curiosidad.-Era más que curiosidad.
-¡No tema! Es mi invitado. Puede hacer las preguntas que
quiera, ya me encargaré yo de responderlas.-El terrateniente volvió a sonreír guiñándole
esta vez un ojo.
Cuando salieron al exterior, Ronald Huxley inspiró el aire
del campo cerrando los ojos y estirando los brazos. James se limitaba a
observar el paisaje, pensativo. Morton hizo un movimiento que le hizo desviar
la mirada a su acompañante para ver cómo sacaba un puro de un bolsillo de la
chaqueta y un prendedor de otro. Cuando se lo llevó a la boca volvió a inspirar
con los ojos cerrados.
-Lo que la Naturaleza nos ofrece es una bendición: poder
respirar el aire fresco, sentir que somos parte de ella como un todo. Es
reconfortante y placentero.-Hablaba mientras bajaba las escaleras del porche y
daba unas caladas al puro que acababa de encender. James le siguió.
-Completamente de acuerdo. Es una lástima que muchas veces
no sepamos apreciar lo que nos ofrece a los sentidos, ni sepamos escuchar lo
que nos quiere decir.
-Y ¿qué es eso que nos quiere decir, señor Prichard?
-No lo sé, señor Morton, me temo que por mucho que la
escuche no puedo entenderla, solo interpretarla.
-¡Ah! Ese es el problema, amigo James, somos meros
traductores de una lengua que ni siquiera escuchamos.-Dijo agitando la mano con
la que sujetaba el puro en dirección a Prichard.
-La Naturaleza más que una lengua es un sentimiento. Si no
lo experimentamos no podemos interpretarlo, como el miedo o el amor.
-Y aún así no entendemos el amor ni cuando lo sentimos. ¿Qué
hacemos una vez lo experimentamos? Lo estudiamos.
-¿Para qué?-Prichard miró con curiosidad a Huxley Morton.
-Para entender. Si entendemos podemos controlar.-Respondió
como si fuese algo obvio.
-Nos esforzamos en entender y no en disfrutar, siempre es
así.-El doctor volvió a mirar al horizonte.
-Porque si no entendemos no podemos disfrutar. Si no nos
hubiésemos esforzado en entender no disfrutaríamos de los avances de la
medicina, por ejemplo.
James no supo qué responder.
-Si has leído mi ensayo comprenderás lo que pienso sobre
ello. Nosotros no somos amigos ni enemigos de la Naturaleza, somos la
Naturaleza. Si queremos volver a ser uno con ella debemos volver a entender, y
para entender hay que investigar.
-Tal vez tengas razón, pero ¿a qué precio?
-A uno muy alto, señor Prichard. A uno excesivamente alto.
Volvían a estar dentro. Cada uno se dirigió a sus aposentos
para reunirse después en el salón principal, donde los sirvientes estaban
preparando ya la mesa. En la habitación, James no dejó de pensar en su
conversación con Ronald y en su ensayo. Cada vez tenía más ganas de leerlo.
Tampoco podía dejar de pensar en lo que diría en la cena, sobre lo que hablarían,
los temas que tratarían y cómo los tratarían. Le fascinaba tanto como le
preocupaba.
Salió de la habitación apresuradamente para dirigirse hacia
el gran salón que con anterioridad Ronald le había mostrado. Cuando había
recorrido varios pasillos, James recordó mentalmente el recorrido que habían
hecho por la mansión. Pero al recorrer de nuevo los pasillos reparó en una zona
a la que no le había llevado. Hubo un momento en el que pensó que irían al ala
oeste al volver a entrar, pero no fue así y Prichard lo había olvidado. Estaba
investigando a ese hombre, y eso suponía no solo hablar con él. Se detuvo, miró
alrededor y cambió su rumbo; se dirigía al ala oeste de la mansión. Esperaba no
perderse.
En el ala oeste había más habitaciones y, curiosamente, otra
biblioteca. Tal vez no fuese tan curioso, había espacio y muchos libros que
guardar. Morton parecía un hombre culto, hambriento de ensayos filosóficos,
psicológicos, antropológicos, etnológicos sociológicos...Esas bibliotecas eran una mina de
oro para alguien como él. Suponía que Morton había considerado el ala oeste tan
aburrida como el resto para perder el tiempo mostrándosela a Prichard, nada
más.
Cuando retomó sus pasos para dirigirse al salón observó un
pasillo sin estancias que llevaba a una pared amueblada con discreción. El
pasillo parecía demasiado largo para llevar
tan solo a una vulgar estantería, pero al fin y al cabo no era más que
eso, una vulgar estantería con adornos de cierto valor y algún libro en ella.
Apartó la mirada y volvió a caminar, pero se detuvo. Retrocedió unos pasos y
volvió a mirar al pasillo. Tenía algo. Algo extraño que no sabía describir con
palabras. Se acercó mirando la estantería y las paredes de los laterales.
Después miró al suelo. Limpio, como el de toda la casa. Muy limpio, excesivamente
limpio. Reluciente, enfermizamente reluciente. Alguien lo había fregado con
esmero hacía no mucho y en más de una ocasión.
Se acercó con una incoherente cautela a la estantería. Olía
raro y estaba más oscuro que otros pasillos. Recordó los pasadizos secretos de
los castillos medievales que aparecían en las novelas que leía de joven. El
corazón le dio un vuelco cuando cogió del lomo alguno de los libros para
extraerlo del estante. No ocurría nada. Ni con libros, ni con candelabros ni
con ningún otro objeto apoyado en esa estantería. Había ido a investigar a
aquella mansión y ya se creía un Carlitos del siglo pasado. Suspiró y agitó la
cabeza entre decepcionado y abochornado, girándose para volver con su
anfitrión, que ya estaría impaciente. Un leve gemido lejano pero claro, como el
aullido de un lobo perdido en un bosque cercano, podía oírse tras aquel
armatoste de madera. Volvió a girarse contemplando la estantería. ¿Eran
imaginaciones suyas? Ni un ruido más en varios minutos. Era hora de volver.
Abandonó el pasillo que quedó en total silencio, sin nadie en la oscuridad, sin
más sonidos que lo perturbasen y aquella estantería reinándolo y moviéndose
repentinamente. Se tambaleó haciendo caer un libro al suelo, golpeada desde el
otro lado de la pared con fuerza, desde el mismo lugar del que fue emitido un
nuevo gemido. Prichard ya estaba lejos.
Para James la velada estaba siendo más agradable de lo que
hubiese imaginado e incluso deseado. La comida estaba siendo copiosa y
exquisita, la compañía agradable, la conversación tranquila y la música
relajante. No estaba allí para relajarse, pero tampoco para avasallar a su
anfitrión a preguntas.
-Espero que la carne esté siendo de su agrado, señor
Prichard.-Comentó Morton educadamente mientras cortaba con delicadeza una
porción de su filete.
-Exquisita, debo felicitarle por sus cocineros, señor
Morton.-Alabó inclinando la cabeza con cuidado de no meter el poco pelo que le
quedaba en el plato.
-Ronald. Y No todo el mérito han de llevárselo los
cocineros, aunque sin ellos no estaríamos comiendo este manjar.-Reconoció sin
apartar la mirada del plato.
-No quería ofenderle, señor...Ronald. También es mérito de
su posición, sus riquezas y su buen criterio para elegir la mejor carne.
-En efecto, estos animalillos me costaron una fortuna. Pero
ni siquiera mi riqueza es mérito mío, pues todo lo he heredado. Tampoco mi buen
gusto, lo heredé de mi padre.-Lamentó con cierta melancolía.
-Pues enhorabuena a este pobre animal por estar tan
delicioso, entonces.-Bromeó alzando la carne con el tenedor.
Ronald paró de masticar mirando a James sin alzar la cabeza,
muy serio. Antes de volver a levantar la barbilla, masticó tragó y sonrió.
-¿Ve como somos uno con la Naturaleza? Nos alimentamos de
los animales, nos dan fuerza. Si están ricos hasta nos alegran el día y al fin
y al cabo los matamos como animales. Son parte de nosotros, en realidad no
estamos haciendo ningún acto cruel, solo manteniendo vivo al conjunto natural
de las cosas. Es como si la propia Naturaleza se arrancase un dedo para poder
comérselo esperando a que le creciese otro.
-¿Dónde queda entonces la individualidad?-Preguntó con
curiosidad Prichard mirando al terrateniente.
-No hay individualidad, lo que importa es la supervivencia
del más fuerte para mantener la Naturaleza en funcionamiento -Apretó los
cubiertos con fuerza enfatizando sus palabras-.Teoría básica de Charles Darwin.
¡Parece mentira, señor Prichard!
-Entonces, si mañana aparece un lobo y te destroza para
comerte, no deberíamos llorar tu muerte. La Naturaleza ha seguido su
funcionamiento normal, solo eres un dedo que volverá a formarse.-Su tono le
quitó importancia a lo que acababa de decir.
-Más o menos. Aunque el ser humano parece tener un
compromiso mayor con la Naturaleza. Se nos ha dotado de razón y con ella
debemos alcanzar la verdad. Mientras los animales solo se preocupan de comer,
reproducirse y dormir hasta morir, nosotros pensamos.-Señaló su sien con el
tenedor.
-Y ¿qué hemos aportado nosotros dos como seres humanos a la
Naturaleza?-Había dejado los cubiertos sobre el plato y entrelazado las manos
con los codos apoyados en la mesa cuando lanzó la pregunta
-Más de lo que se piensa, señor Prichard. Mucho más.-La
sonrisa de Morton ocultaba algo.
-Así que sí que piensa en la distinción de la especie.
-¡Oh, pero por supuesto! Un lobo puede matar por mero
placer, un buitre solo come carroña, un caballo hierba y una gaviota prefiere
los peces. Decir que no hay diferencia entre las especies es una idiotez.-Puso
los ojos en blanco, arqueó las cejas y siguió comiendo.
-Hablo de distinción de trato, entiéndame.-Replicó con su
tono más amable y cínico.
-Explíquese, señor Prichard. Si hubiese leído mi ensayo
hubiese comprobado lo que pienso.-Morton no se molestó en ocultar cierta
ofensa.
-Siento no haberlo hecho todavía, preferí dejarlo para
después de la charla. Aunque lo ojeé y leí aquello que me dijo ahí fuera, que
todos somos uno con la Naturaleza. Por eso imaginé que pensaría de otra
forma.-Encogió los hombros separando las manos para quitarle importancia a la
afirmación.
-Tu cuerpo es uno solo, pero tus brazos no son iguales que
tus piernas y puede que tu corazón funcione mejor que tus pulmones. No
requieren del mismo trato.
-Pero todo mi cuerpo ha de tratarse con respeto si quiero no
sufrir dolencias de algún tipo.-Ladeó la cabeza volviendo a entrelazar las
manos.
-Para cultivar tu mente tienes que leer y para leer has de
sentarte sobre una silla o un sillón, o tumbarte en una cama, da igual. Pero
deberás bajar la cabeza hacia el libro, notando, tarde o temprano, un dolor en
el cuello. Seguro que lo ha experimentado más de una vez, señor Prichard.
-Inmediatamente después me he molestado en recuperar la
normalidad de mi cuello.-Aclaró James.
-Algo que solo se consigue con el paso del tiempo o la ayuda
de alguien que te de un masaje. Pero es indudable que para mejorar hay que
sufrir, aunque el daño nos lo hagamos a nosotros mismos. Es lo que le pasa al
ser humano con la Naturaleza y con sus iguales.-Concluyó al tiempo que
terminaba con la carne de su plato.
-Curioso, entonces también defiende la distinción de las
razas.
-Sin duda. Para empezar defiendo la distinción de las
personas. Somos demasiado complejos como para hablar de igualdad, pero incluso
teniendo en cuenta patrones generales que se repiten, no podemos afirmar que
todas las razas sean iguales. Es evidente.
-Me asombra oír eso después de comprobar que ha leído mis
libros.-Prichard apartó su plato todavía con carne para hablar más cómodamente.
-Me asombra oír eso de quien ha escrito tales libros.-Morton
mostró en su voz un pequeño tono de decepción-. Lo que usted no defiende, al
igual que muchos de sus colegas, es la superioridad de las razas. No me diga
que por defender la igualdad debemos olvidar los rasgos diferenciales.-Alzó
levemente los brazos sobre la mesa.
-¡En absoluto!-Afirmó Prichard-. Pero jamás han de
infravalorarse o sobrevalorarse esos rasgos diferenciales. Son actitudes que
llevan al racismo tan propio de los
ignorantes.-Hizo una mueca y un gesto despreciativo en dirección a la nada.
-El racismo ni siquiera se da teniendo en cuenta los rasgos
diferenciales, sino rasgos sociales e históricos. Los negros son inferiores
según el hombre blanco por un conjunto de causas que condujeron a esa falsa
afirmación.
-Veo que ahí coincidimos.-Dijo en un tono más tranquilo el
doctor Prichard.
-Pero fue el hombre negro quien se mantuvo más unido a la
Naturaleza durante el paso de los años.
Tanto en este continente como en África, y fue la expansión del hombre blanco y
su desvinculación del mundo natural lo que produjo el sometimiento de la raza
negra.-Explico como si fuese algo obvio para todo el mundo.
-Eso explica porqué gastó tanto dinero en comprar aquellos
esclavos negros para liberarlos después.
-No deben ser nuestros esclavos, no somos superiores a ellos
en nada, señor Prichard.-Hizo el comentario como si Prichard no compartiese tal
afirmación con él.
-Por eso me sigue extrañando que sea usted un terrateniente
tan vinculado a la economía occidental, no casa con sus ideales.-Era el momento
idóneo para encontrar respuestas de la forma más simple.
-Ya le he dicho que dentro de las diferentes razas y
especies hay diferentes individuos. Y yo, por un cúmulo de circunstancias
sociales, históricas e incluso naturales no soy igual que el bueno de Gilbert,
nos guste o no. Por lo tanto, aprovecho mi estatus para ayudar a quien pueda
mientras disfruto de la vida. Usted dijo que teníamos que disfrutar de ella y
no tanto comprenderla. Yo intento compaginar ambas formas de vida. Gilbert, por
circunstancias ajenas a mí, es un hombre servicial vinculado a mi familia. ¿Por
qué cambiar eso? Él acepta su destino, eso es lo importante.
-Con ese razonamiento, los negros seguirán siendo esclavos
eternamente en la historia.
-No mientras haya alguien que luche por ellos. Gilbert es
feliz con su condición, los negros no. Se trata de reconfigurar unas cosas y
mantener otras para que todo se mantenga en un perfecto equilibrio. Hablando de
Gilbert.-Se interrumpió Morton-.Ya va siendo hora de que nos retire los platos
y nos traiga el postre.
Mientras comían su porción de pastel se mantuvieron en
silencio, pensando en todo lo que habían hablado. Estaba siendo una velada muy
interesante y productiva intelectualmente para ambos.
-Un pastel excelente.-Se deleitó Prichard.
-Un pastel que yo no sabría preparar ni aunque me enseñaran.
Por eso debe hacerlo uno de mis cocineros, por eso tiene esa función y por eso
yo no debo desempañarla. No se trata de desigualdad, todo lo contrario, se
trata de equilibrio.
-Parece usted el etnólogo sentando a la mesa.-Bromeó
Prichard-.O antropólogo, o sociólogo. No descansa.
-Solo pretendo que entienda mi forma de ver las
cosas.-Sonrió Morton con inocencia-.No quiero que me tome por un vulgar
terrateniente al que solo le importa vivir bien.
-En absoluto. Ni siquiera con algunos de mis colegas he
tenido conversaciones tan interesante, no tema.-Dijo una vez había tragado la
porción de pastel que se había metido en la boca-. He de confesar que era lo
que esperaba encontrar. Había algo que no me cuadraba, pero me temo que me equivoqué.
No coincido al cien por cien con su forma de ver las cosas, pero es una forma
de verlas coherente, y eso me tranquiliza.
Morton sonrió complacido.
-Solo una pequeña duda.-Espetó James antes de meterse un
nuevo trozo de pastel a la boca.
-Dispare.-Animó con desenfado Ronald.
-¿Qué hizo con los esclavos que liberó? Y ¿cuánto pagó por
ellos?
-Eso son dos preguntas. No contestaré a la segunda, no me
gusta recordar que personas como nosotros tenían un precio.-Frunció el ceño
cerrando los ojos y agitó el tenedor en el aire en tono de desagrado y
desaprobación.
-Como quiera, no quería desagradarle.-Dijo en tono de
disculpa.
-No lo hace, ya le dije que usted puede preguntar lo que se
le antoje. Las respuestas son cosa mía.-Hizo otro gesto similar al anterior,
pero esta vez quitándole importancia al asunto-.Tras liberarles les di a
elegir.
-¿Entre qué?-Preguntó Prichard entrecerrando los ojos.
-Entre la libertad o la servidumbre.
-Veo que todos eligieron la libertad. ¿Acogió a toda la
remesa en su mansión?
-No ha entendido.-El tono que utilizó para pronunciar la
frase hizo que James sintiese un escalofrió. No supo explicar porqué.
-Los únicos negros que he visto en la casa pululaban con
libertad con libros y buena vestimenta. Teniendo en cuenta que he visto pocos,
supongo que el resto decidieron irse lejos de aquí, sin ser muy conscientes de
las complicaciones que tiene ser libre, me temo.
-Muchos eligieron la servidumbre, señor Prichard. Estando
bajo la protección de alguien que les daba a elegir se sentían más seguros. No
se crea, eran más consciente de lo que usted piensa de los peligros del
exterior, por eso decidieron quedarse aquí a ayudarme.-Morton parecía
satisfecho.
-Pero usted no aceptó.-Prichard fruncía el ceño mientras
intentaba entender lo que su anfitrión intentaba explicarle.
-Claro que acepté. De muy buena gana. Eran individuos de una
raza maltratada que habían encontrado su función.-Una luz intensa y parpadeante
proveniente del exterior iluminó al señor Morton.
Prichard se quedó callado, dudando sobre qué era lo que
tenía que decir, sobre qué preguntar. Cuando iba abrir la boca para hacer una
pregunta se detuvo en seco olisqueando el ambiente.
-¿Van a traernos más comida? Huele a carne otra vez. Ya nos
hemos comido el post...-Unos gritos interrumpieron la reflexión de Prichard.
-¡Ahhh! ¡Ya están otra vez!-Se quejó furioso Morton.
-¿Qué...? ¿Qué está pasando ahí fuera?-Prichard se levantó
de la mesa para dirigirse a la ventana.
Morton se mantuvo sentado, con la barbilla sobre los
nudillos.
-Cada nuevo grupo es una decepción, un fracaso. Una perdida
de tiempo.-Golpeó la mesa con fuerza haciendo tintinear las copas y los platos.
Las luces se habían cebado con Prichard, que observaba
atónito tras el cristal.
-No...no puede ser lo que creo que es.-Negaba con la cabeza
sin poder cerrar la boca
-Son tus queridos esclavos, los negros que eligieron la
libertad.-Explicó el terrateniente sin inmutarse de su asiento.
-¿La libertad? ¡Está quemándolos vivos!-El antropólogo se
apartó de la ventana temblando-.Es un racista más, un loco que...
-¡No se atreva a juzgarme en mi propia casa, señor Prichard!
¡No tiene idea de lo que estoy haciendo!-Se levantó de la mesa con tal rabia
que tiró la silla al suelo.
-¡Está matando a gente inocente solo por ser negra!-Le
reprendió recuperando la compostura tras el shock que había sufrido. Los gritos
que traspasaban las paredes y el olor a carne quemada que llegaba al salón
hacía difícil no entrar en tal estado
Morton rió escandalosamente.
-¡Uno más que no tiene ni puta idea! Le creía más listo,
señor Prichard.
-Y a usted le creía más cuerdo, señor Morton.
El puñetazo tiró a Prichard al suelo, que miraba a su
desquiciado anfitrión alzando su temblorosa cabeza y pasándose la mano por el
labio ensangrentado, temeroso de lo que fuese a suceder.
-El autor del “Tratado sobre la locura y otros trastornos
que afectan a la mente” no debería afirmar tal cosa a la ligera, ¿no cree?
-¿Por qué hace esto?-Preguntó el antropólogo todavía en el
suelo.
-Lo hago por ella. Por nosotros.-Los gritos continuaban sin
intención de cesar, aderezando de más locura aquella sala-.Ya le dije que el
precio a pagar era alto, señor Prichard. Excesivamente alto. Es cierto, no
somos superiores a la raza negra, pero sí creo en la superioridad de la raza
que ustedes no defienden. De hecho ellos son superiores a nosotros. Son la
primera forma de vida, los más cercanos al origen natural de las cosas, usted
mismo defendió que los primeros seres humanos se originaron en África. Nosotros
somos el error, los que nos desviamos. En ellos está la clave para
reconciliarnos con la Naturaleza, para recuperar nuestro poder, para
reunificarnos.
-¿Qué está diciendo, Morton?
-Llevo años estudiando el cerebro humano. Buscando la forma
de mejorarlo, de aprender a usarlo, de despertarlo. ¡Gilbert!
El mayordomo entró en la sala junto a un hombre de tez
negra, bien vestido y perfumado, uno con los que se había cruzado esa misma
mañana.
-Mi señor, aquí está.-Las cuatro palabras de rigor.
-Él fue uno de los que eligió también la libertad, señor
Prichard. Decidieron la libertad que te otorga el poder, el control natural de
las cosas. La conexión que nunca debimos perder. Les enseñé, les instruí en
varias artes. Demostré que el cerebro se puede moldear, y una vez moldeado está
preparado para abrirse.
Los gritos empezaban a apagarse.
-Pero cada vez que les oigo gritar cuando se queman ¡me
ponen enfermo!
Prichard intentaba levantarse con torpeza apoyándose al
alfeizar de la ventana.
-En algún momento de la evolución perdimos esa conexión.
Estoy seguro de que con nuestro cerebro teníamos total control sobre nuestro
entorno. Regular el dolor, aferrarnos a la vida. Cuando creemos algo
fervientemente podemos conseguirlo, cuando somos positivos nuestro cerebro se
activa. ¿No lo ve, señor Prichard? No comprendemos el cerebro, pero es el eje
sobre el que se apoya la vida. A través de él no vemos el mundo, creamos
nuestro mundo. Los depresivos y los optimistas viven en la misma realidad, pero
ven otra muy distinta e incluso la suerte les cambia. Hasta el ser más
miserable puede ser más feliz que un terrateniente como yo si es positivo.
-¿Qué tiene que ver esto con...?-Prichard ya había
conseguido levantarse.
-No sea estúpido, por favor. En nuestra cabecita tenemos la
clave de sobreponernos a todo, de configurar nuestro entorno.-Señaló su sien
clavándose en ella el tenedor que todavía sostenía-.Mis investigaciones han
sido necesarias para comprender mejor el cerebro humano. No deseo hacer daño a
esta pobre gente, al fin y al cabo son superiores a ti y a mi. Solo busco el
bien común. Para saber cómo funcionaba el cuerpo humano muchos doctores
tuvieron que abrir el cuerpo de hombres y mujeres vivos. De no ser por ellos
seguiríamos muriendo de las enfermedades más absurdas.
-Eso no le da derecho a...
-¡Me da derecho a todo! Porque lucho por el control. El
control de nuestras vidas. Cuando aprendamos a configurar cada cosa que nos
rodea y nos compone podremos cambiar el mundo, podremos sobreponernos y
dominarlo. Volver a formar un todo cuyo conocimiento no tenga límite. Dejará de
existir el dolor.
-¿¡En que se basan sus investigaciones?! ¿De qué sirve
quemar a gente?
-Ya le he dicho que ellos fueron los que eligieron ser
libres. Esperaba que las modificaciones cerebrales les hicieran inhibir el
dolor y pudieran quemarse sin gritar.
-¡Eso es imposible! ¡Y despiadado!
-¡No! Si leyeras lo que yo he leído, si vieras lo que yo he
visto.-Dirigió la mirada a Gilbert-.Si lo hicieras, Prichard, no afirmaría tal
cosa. Solo necesito un poco más de tiempo. La última remesa de esclavos que
compré puede ser la definitiva.
-¿Qué hace entonces con los que piden la servidumbre?
-Creo que ya lo sabe, amigo James. Gilbert me dijo que
asomaste tu nariz de antropólogo en el pasillo del estante.
-Insinúas que ese gemido...
-Tras aquellas paredes se encuentran años de
investigaciones, señor Prichard. Allí tengo a los que decidieron someterse a
mí. Al fin y al cabo ellos decidieron servirme, aunque no les dije cómo.
-Eres un...-Prichard no podía
terminar la frase.
-¡Eso! Insúltame. Es muy fácil
escribir libros sobre el funcionamiento del mundo, pero intentar cambiarlo
supone ciertos riesgos que yo he asumido. Y no creas que no he encontrado nada.
Su cerebro no es igual que el nuestro. Mi hipótesis de su superioridad era
cierta. Su parte dormida es menor que la nuestra. A partir de su cerebro me
está costando mucho menos encontrar las conexiones que debemos activar para
controlarlo con total libertad.
Se dirigió a la mesa con paso
tranquilo dejando el tenedor y cogiendo un cuchillo.
-¿Qué hace, Morton?-Prichard no
quitaba ojo al cuchillo.
-De la primera remesa murieron
casi todos incluso antes de intervenir. Ahora ya soy capaz de abrir y toquetear
sin que mueran o queden subnormales. Los que se están friendo ahora fuera son
la prueba, pero las conexiones siguen fallando.-Se acercó al negro que se
mantenía impasible frente a él-.Tú eres de una nueva remesa. Veamos qué tal han
ido mis avances.
-¡No! Detente.-Prichard corrió
hacia él para quitarle el cuchillo, pero llegó tarde.
El arma blanca se incrusto con
violencia en la carne negra de aquel hombre que se quedó mirando fijamente a
Morton, sin hacer una mueca de dolor, sin apartarse. Todos se quedaron tan
inmóviles y callados como él.
-Lo he logrado, lo he
logrado...-Morton casi lloraba.
Extrajo el cuchillo de la pierna
volviéndolo a incrustar esta vez en su abdomen. Ni un solo gemido, ni una mueca
de dolor. Se lo clavó en el pecho, en un hombro e incluso en la entrepierna. No
hizo nada mientras la sangre se deslizaba por su ropa, hasta que se desplomó.
Había muerto.
-Sí...¡Sí! Ahora solo tengo que
perfeccionar las conexiones para poder alterar la materia y eludir la muerte.
-No puede ser...-Prichard no se
molestó en intentar quitarle el cuchillo.
-Se lo dije, señor Prichard.
Estamos a punto de abrir los ojos a un nuevo mundo gracias a mis
investigaciones. El control total estará al alcance de cualquiera. He tenido
esperanza en este proyecto. He trabajado duro porque sabía que podía lograrlo,
y lo he conseguido. ¿Ve como el cerebro es poderoso? ¿Ve como con él podemos
hacer cosas que hasta ahora parecían imposibles? No hay límites, no hay un
mundo ahí fuera. El mundo está aquí dentro.-Esta vez se señaló la sien con el
cuchillo hiriéndosela de nuevo.
Prichard retrocedió unos pasos
alargando los brazos con las palmas de las manos en dirección a Morton.
-Usted, ahora, puede formar parte
de esto. Puede dejar que hurgue en su pequeño cerebro de etnólogo y lo
convierta en un hombre con poder.-Apuntaba al doctor con el cuchillo mientras
hablaba con esa sonrisa sádica que no podía apartar ya de su rostro tras
comprobar su triunfo.
-No se acerque, señor Morton. No
se acerque o...
-¿O qué?-Está acorralado,
pertenece a una raza inferior, si se resiste será peor. No tiene ningún tipo de
control sobre su cuerpo, no podrá aguantar el dolor, no podrá pelear conmigo
sin hacerse daño. Porque usted, al igual que yo, señor Prichard, es un ser
patético desvinculado de la Naturaleza. Cambiemos eso, únase a mí.
Prichard chocó con la pared.
Estaba acorralado. Y lo peor era que Morton tenía razón, no podía intentar
escapar. Era un hombre de estudio, ávido lector y pensador, pero cuando se
trataba de defenderse era poco más que un anciano enclenque del que no podía
esperarse nada.
-¿Qué decide, señor
Prichard?-Acercaba el cuchillo sin detenerse.
James observó la sala. Había un
rifle justo en la pared de enfrente y varias espadas a su derecha. No podía
llegar a ningún arma. Tras la pared en la que se encontraba apoyado no había
nada más que cuadros. Era inútil, era una presa de aquel loco.
-Puede elegir, la libertad o la
servidumbre. ¿Qué elige?
Se oyó un estruendo terrible en un
pasillo del ala oeste. Aprovechando la distracción de Morton, Prichard le apartó de un empujón y corrió a la
salida.
-¡Nooo! ¡No permitiré que huyas y
estropees mis investigaciones! –Gritó mientras se abalanzaba hacia él cuchillo
en mano.
Morton era más joven, no le costo
atraparle y tirarle al suelo de nuevo. Sin pensar le clavó el cuchillo en la
pierna antes de que pudiera levantarse otra vez. Prichard profirió un grito
terrible.
-¡Eso es precisamente lo que
quiero evitar! Se puede contener el dolor y, con el tiempo, podremos hasta
cerrar la herida. Tenemos las herramientas, solo que no sabemos usarlas. ¿No
querría ahora esas conexiones cerebrales, querido James Cowles Prichard?
James le miró desde el suelo
combinando en su rostro el dolor con la ira. Se oyeron unos pasos que
interrumpieron su encuentro de nuevo. Un grupo de negros harapientos se
agolpaba en el salón principal.
-¡¿Qué?! ¿Cómo habéis salido del
laboratorio?
-Hemos destruido la pared sin
apenas esfuerzo.-Dijo uno de los hombres que encabezaba el grupo.
-Yo...yo no te he enseñado el
idioma. Espera...sí lo hecho. Incluso los experimentos de prueba de la cuarta
remesa funcionan tan bien como los experimentos definitivos. Y si habéis
destruido la pared quiere decir que controláis la energía con total libertad.
He dado con las conexiones cerebrales adecuadas, os he abierto al mundo.-La
expresión de Morton era de júbilo. Su cerebro no estaba lo suficientemente
“abierto” para percibir el peligro-.He creado una raza superior...no. He
devuelto la superioridad a vuestra raza.
-Has contribuido al sufrimiento de
nuestra raza. Han muerto decenas ahí abajo. Por no mencionar la treintena de
aquí arriba. Pagarás.-Sin decir más, los negros harapientos huidos del
laboratorio se acercaron al unísono al anonadado Morton.
-¡No! Me debéis la vida. ¡El
poder!-Cómo vio que no se detenían extrajo las espadas de la pared
clavándoselas al más cercano en el pecho, pero no se detuvo. Las hojas se
adentraban más en la carne acortando la distancia entre él y Morton, que soltó
las empuñaduras y salió corriendo hacia la pared en la que se encontraba el
rifle.
-¡Deteneos! ¡Soy vuestro
creador!-Comenzó a disparar con nerviosismo tras cargar el arma. Pero las balas
no les detenían. Se movían tranquilamente como si diesen un tranquilo paseo,
sabiendo que nada podía salir mal.
Prichard contemplaba la escena
desde el suelo, atónito.
-¡Soy el único que he sabido ver
vuestra superioridad! ¡Agradecédmelo cómo es debido, cabrones!-Los disparos
seguían resonando en los oídos de los allí presentes. La pólvora produjo un
molesto humo que inundaba la sala, pero ellos no se detenían-.¡Deteneos!
¡Deteneos!-Más disparos-.¡Abrid vuestra mente! ¡Abridlaaaaaa!-. La habían
abierto, pero no para él.
Morton echó a correr hacia el
exterior con el arma todavía en la mano y una caja de munición que sacó de un
cajón cercano a la puerta principal. Se colocó en el patio principal sin saber
hacia dónde ir. Podía huir con un caballo, pero ¿hacia dónde iría? Lo que había
ocurrido en sus tierras serviría para que le encarcelaran o le ejecutaran.
Según se habían torcido los acontecimientos no le reconocerían por sus
descubrimientos. Las cosas no habían salido como había imaginado, no había
pensado que ocurriese eso. No había pensando en las repercusiones de otorgar
tal poder mediante esos experimentos.
El grupo de negros con las
conexiones cerebrales modificadas salieron al exterior. Morton supo que solo había
una solución: luchar hasta el final. Matarles a todos aunque aguantasen y
ocultar sus experimentos hasta arreglar lo que había sucedido. No podía dejar
que sus investigación fracasara de ese modo. Había cambiado el mundo.
Siguió disparando a los negros que
había liberado y torturado. Disparó gritando de ira y miedo, ya ni siquiera
apuntaba. Tras comprobar que perdiendo los nervios no conseguiría nada, se
esforzó en recuperar la compostura y en usar correctamente su cerebro para
mantener la calma y apuntar a la cabeza de aquellos “superhombres” sin que le
temblasen las manos. Pero sus conexiones no habían sido modificadas, seguía
teniendo oculto el potencial de su cerebro. Era irónico, morir por abrir la
mente de otros sin poder abrir la de uno mismo.
Prichard había salido
arrastrándose con esfuerzo. La pierna le dolía una barbaridad, pero al fin y al
cabo Morton tenía razón, el potencial del cerebro es inabarcable y con él
podemos hacer cosas que nos parecieron imposibles algún día.
Bajó las escaleras cojeando y
contempló cómo aquellos hombres y mujeres de raza negra se acercaban sin
detenimiento a Morton. Alguno había caído ya en la casa, otros comenzaban a
desplomarse en el exterior. Al fin y al cabo no eran inmortales, solo podían
aguantar más tiempo manteniendo vivo su cuerpo sin sentir dolor.
Cada disparo era un grito de
desesperación de Morton, una muestra de que sus experimentos habían salido
bien, un recuerdo de cada víctima de esa investigación, un reclamo de los
difuntos, el pago devuelto a ese excesivo precio que estaba pagando ahora el
terrateniente.
Todos sus esclavos liberados
fueron alcanzados por las balas, pero solo menos de la mitad abatidos. Ya no
había mas disparos, se habían acabado las balas, los gritos, los recuerdos, los
reclamos, los pagos. Esa investigación llegaba a su fin. Morton fue alcanzado
por el grupo de personas que caminaban hacia él con asombrosa calma y
arrastrado a una de las hogueras todavía encendidas sobre las que descansaban
los huesos calcinados de algunos de sus hermanos. Ni siquiera se resistió, pues
antes de ser arrojado se propuso vencer donde otros antes habían fracasado, se
propuso no gritar por las quemaduras sin necesidad de modificar manualmente sus
conexiones. Se propuso inhibir el dolor y morir como un ser superior. Juró que
no gritaría entre gritos. Camufló los alaridos en una risa diabólica. Perdió el
control de su mente antes de morir. Lloró, suplicó y aulló. Un último grito
desgarrador cubrió toda la hacienda.
La vida de Ronald Huxley Morton era fulminada por decenas de
hombres perfeccionados por él mismo. Su cerebro se desconectó sin poder ejercer
ningún control y su cuerpo volvió a ser uno con la Naturaleza.
Ya no era un terrateniente, ni un
científico, y mucho menos un humano con razonamiento. Ahora solo era un trozo
de carne quemada retorcida de dolor.
Los esclavos negros, heridos en
varias partes de su cuerpo por los impactos de bala, comenzaron a rezar
rodeando la hoguera y mirando al cielo. Uno a uno fueron desplomándose sobre la
hierba. Esperaban a la muerte, la verdadera liberación, la única salvación, la
auténtica unión con la Naturaleza. En menos de diez minutos todos estaban
muertos. Y allí estaba Prichard, herido, contemplando, tan obnubilado por la
escena y aquella inmensa hoguera que había olvidado el dolor. Claro que había
una forma de dominar la mente humana, pero solo podía hacerse desde el propio
pensamiento, entrenando y sobrepasando algunos límites, sin olvidar otros. Así
era el ser humano, limitado. Despreciable cuando intentaba sobreponerse a sus
límites abusando de su entorno, olvidando el auténtico significado de la vida
que se le ha dado, olvidando escuchar a la Naturaleza sin intención de
dominarla. El único poder, la única unión posible para formar un todo se
encontraba en la cooperación, la tolerancia, el respeto y el entendimiento.
Solo así podía empoderarse el ser humano, solo así se rozaría la perfección.
Gilbert salió de la mansión
contemplando el fuego y colocándose junto a Prichard.
-¿Por qué no hiciste nada?-Le preguntó
James sin dejar de mirar la hoguera.
-Ya jugué mi papel.-Respondió con
sus cuatro palabras el mayordomo, sin apartar tampoco la mirada de las llamas.
-¿Qué papel?-Esta vez el
antropólogo Prichard sí miró al anciano.
Gilbert le devolvió la mirada sin
decir nada. Aproximó su mano a la pierna y cerró los ojos. Prichard dejó de
sentir dolor y de su pierna dejó de salir sangre. No hizo preguntas.
-He de pagar por mis errores. Solo
espero que las conclusiones que saques de esto sean las correctas y que cuentes
lo que tengas que contar antes de que tengas que rendir cuentas con la
muerte.-Dijo seriamente el mayordomo. Había decidido utilizar más de cuatro
palabras para hablar con Prichard. Ya estaba preparado.
-Él sabía quién eras.
-Más bien de dónde venía. Las
puertas de la mente solo están abiertas para unos pocos, debí tener en cuenta
eso y no mostrárselas a cualquiera. Me equivoqué y, cómo he dicho, he de pagar
por ello.
-¿Qué harás ahora, Gilbert?
-Volver al lugar del que vine.-El
anciano mayordomo se alejó hacia la hoguera sin volver la mirada a Prichard.
-¿Nos volveremos a ver?-Ese hombre
era demasiado interesante como para dejarlo ir sin más.
-¡Claro!-El hombre se metió en la
hoguera sin mostrar un ápice de duda-.¡Recuerda que somos uno!
Allí se quedó Prichard. Envuelto
en aquella oscuridad estrellada, iluminado por el fuego parpadeante. De pie
sobre todos aquellos cadáveres, contemplando a Gilbert consumiéndose. Oyendo
únicamente el chisporrotear de las llamas.
"Si tuviera que elegir por antepasado, entre un pobre mono y un hombre magníficamente dotado por la naturaleza y de gran influencia, que utiliza sus dones para ridiculizar una discusión científica y para desacreditar a quienes buscaran humildemente la verdad, preferiría descender del mono." Thomas Henry Huxley