Y ¿a dónde fue tras cruzar el umbral? ¡Jo! ¿Por qué no me lo
puedes decir? Bueno, lo importante es que fue feliz. Si fue feliz, ¿qué más da
hacia donde le llevase? Ojalá todos fuésemos felices, pero parece muy difícil
para algunos. Otros parece que no quieren serlo nunca y hasta hay gente que
dice que es imposible. ¿Te imaginas que no fuésemos felices? ¿Cómo será no ser
feliz? Mamá me ha dicho que cuando la gente se muere, sus amigos y su familia
se ponen tristes, me lo dijo cuando el abuelito se murió. Pero sigo sin
entenderlo demasiado bien. Ni siquiera entiendo qué es para ellos morirse.
¡Seguro que nunca han estado atentos a las enseñanzas de Choburozo!
Hace unos días pasó algo malo en otro país, no me quisieron
hablar de ello, pero lo vi en la tele. La gente lloraba, rezaba y hasta
discutía, parece que alguien hizo algo muy malo. Una de las cosas que me
enseñaste con el cuento de Choburozo es que hay un lugar para todo el mundo, y
que en algunos lugares hay palabras que no existen o que no tienen significado.
A lo mejor por eso no entiendo muy bien qué significa morir. ¿Tú me lo podrías
explicar? ¿No?¿Que piense en el cuento de Ryhen que me contaste anoche? De
acuerdo, lo haré. ¿Y que recuerde las palabras de Choburozo? ¡Jolín! Es que son
muchas palabras suyas que me has contado y a lo mejor no me acuerdo de todas,
¿cuáles exactamente, las que te he dicho antes? “Hay un sitio para todo y para
todos. Un lugar, por lejano que parezca. Cuando una frontera termina, siempre
comienza otra, incluso aunque parezca que no haya nada, incluso aunque las
palabras allí carezcan de significado”. ¡Vale! No las olvidaré, je,je.
Hoy una gente pintada vino a hacernos cosas bonitas a los
niños que estábamos allí. Les llaman payasos, alguna vez fueron al colegio a
hacernos reír. Son gente buena, pero por dentro no son de colores como por
fuera. Me hicieron feliz porque hicieron reír a otros niños, aunque algunos
payasos me dieron pena, tan grises y arrugados como el señor de la bata blanca.
Lo mejor de la visita de los payasos fue que nos llevaron
abajo y vi como entraba el señor del pelo en la cara y hablaba con la gente. La
gente le decía que no con la cabeza, algunos ni siquiera le miraban. También le
regañaron los señores de bata blanca y le pidieron una cosa, respeto. Pero
antes de eso pude acercarme a él y saludarle. Me dijo que se llamaba Henry y
que tenía una cosa para mí. Mamá dice que no coja cosas de extraños porque
supone que los extraños son malos. Pero Henry era bueno, lo vi. Lo que me dio
era un colgante muy bonito y brillante que nadie vio que me daba. Me dijo que
esta noche me lo pusiese para dormir y me lo quitase cuando amaneciese, antes
de que me viesen con él puesto. La gente se quejó porque Henry les pedía cosas
que ellos no querían darle, pero a mí no me pidió nada, y encima me regaló ese
colgante. Además me guiñó un ojo y me sonrió antes de irse, algo que no hace
mucha gente.
Henry sigue en la calle, lo veo desde mi ventana, y yo sigo
en mi habitación, en mi cama, contigo. Pero Henry tampoco parecía estar solo.
Había algo en él que no veo en otras personas. No era gris, ni arrugado. Bueno,
ya es de noche y ya me he puesto el colgante, ahora cuéntame el tercer cuento.
Dijiste que eran cinco los cuentos que nunca me habías contado y solo me has
contado dos. Parece que hubiese pasado una eternidad desde que me contaste el
de Ryhen. ¿Cuál toca hoy? ¿El cuento de Translúcida y Transida? Que palabras
más raras, ¡Pero qué ganas!
EL CUENTO DE TRANSLÚCIDA Y TRANSIDA
Una dama de vestido blanco y cabellos rubios entró en el salón del trono. Nadie parecía verla, pero todos se apartaban para que pudiese pasar. Había gente llorando y una mujer gritando junto al trono. “¡Mi hijo!” Gritaba desesperada. La dama cogió al pequeño rey tendido en el suelo sin que nadie se opusiera...excepto la madre, que pataleó y gritó más alto mientras sus propios guardias la agarraban. “¡No te puedes llevar a mi hijo!” Nadie había visto a la dama rubia llorar jamás. Quien decía que la había visto llorar era tomado por loco. Incluso había leyendas que contaban que quien viera una lágrima suya sería inmortal. La dama, con el semblante serio, la piel pálida y, según muchos, la sangre helada, continuó caminando hacia el exterior del castillo. Frente a ella se formó un charco de una sustancia plateada y espesa que comenzó cogiendo forma hasta convertirse en un espejo ovalado por el que se introdujo junto al muchacho. Nadie conocía adónde le llevaba el espejo, pero todos sabían que allí no llegarían los gritos y llantos de aquella madre.
En el pueblo al que acababa de viajar para llevarse al joven rey no había día que no se hablara de la dama. Todos la temían, pero todos la debían ver quisieran o no, de forma directa o indirecta. Muchos aseguraban que se la había visto en muchos rincones del mundo al mismo tiempo e incluso algunos afirmaban haber visto cómo se comía a las personas que se llevaba. A los niños se les intentaba asustar con la llegada de la dama, era más usada para estos fines incluso que Gasgoroz, el monstruo del pantano. Pero los niños, misteriosamente, no temían a la dama rubia, conocida por todos como la Dama Translúcida, pues a través de su blanco vestido se podía ver lo que había más allá sin llegar a verla nunca el cuerpo. Otros decían que se llamaba así porque el espejo dejaba ver otro mundo a quien miraba en él, y había quien aseguraba que quien viese una lágrima suya no conocería la eternidad, sino el pasado de la dama. Lo curioso es que su semblante no dejaba ver nada más allá, por ello su apodo no dejaba de ser irónico.
La reina madre, cuyo hijo fue arrebatado por la Dama Translúcida, fue conocida desde ese día como la Dama Transida, pues jamás volvió a ser feliz. Pasó años sin volver a encontrar la felicidad, arrugada por dentro y por fuera, hasta que un día pensó en la venganza. Pensó en acabar con la Dama Translúcida, en hacerla daño y en obligarla a devolverle a su hijo. Todos decían que era una locura y que era peligroso, ella no hizo caso.
No diré cómo hizo que un día volviera al castillo, pues es fácil de imaginar. Aunque esta vez la persona a la que la Dama Translúcida se llevaría sería a un sirviente de la Dama Transida que ésta última ya no necesitaba. Había sido un pequeño sacrificio necesario para poder reencontrarse con su hijo. La Dama Translúcida apareció de nuevo; de nuevo con aquel semblante, de nuevo con aquel vestido, de nuevo con aquel cabello, con aquellos ojos color turquesa. Nadie la miraba, a pesar de que todo el mundo después hablaba de ella. Nadie quería llamar su atención. Un hombre de la corte se atrevió a mirar su vestido, viendo más allá a la reina madre y verificando que era real, no se podía ver el cuerpo de la dama rubia a través de las transparencias de su blanco vestido.
Más allá de las transparencias el hombre vio a la anciana reina sacando una daga al tiempo que se abalanzaba hacia la Dama Translúcida. La anciana reina la atravesó, dándose de bruces contra el mármol del suelo. La Dama Translúcida no hizo caso, la anciana madre lo volvió a intentar sin éxito alguno, comenzando a gritar desquiciada por no poder llevar a cabo su venganza. Pero cuando salió de nuevo del salón del trono, la Dama Transida, con su boca arrugada, volvió a sonreír. Sus soldados esperaban fuera con órdenes claras.
Estos hombres esperaban en las almenas y los muros, junto al portón y la empalizada, a pie y a caballo.
En el pueblo al que acababa de viajar para llevarse al joven rey no había día que no se hablara de la dama. Todos la temían, pero todos la debían ver quisieran o no, de forma directa o indirecta. Muchos aseguraban que se la había visto en muchos rincones del mundo al mismo tiempo e incluso algunos afirmaban haber visto cómo se comía a las personas que se llevaba. A los niños se les intentaba asustar con la llegada de la dama, era más usada para estos fines incluso que Gasgoroz, el monstruo del pantano. Pero los niños, misteriosamente, no temían a la dama rubia, conocida por todos como la Dama Translúcida, pues a través de su blanco vestido se podía ver lo que había más allá sin llegar a verla nunca el cuerpo. Otros decían que se llamaba así porque el espejo dejaba ver otro mundo a quien miraba en él, y había quien aseguraba que quien viese una lágrima suya no conocería la eternidad, sino el pasado de la dama. Lo curioso es que su semblante no dejaba ver nada más allá, por ello su apodo no dejaba de ser irónico.
La reina madre, cuyo hijo fue arrebatado por la Dama Translúcida, fue conocida desde ese día como la Dama Transida, pues jamás volvió a ser feliz. Pasó años sin volver a encontrar la felicidad, arrugada por dentro y por fuera, hasta que un día pensó en la venganza. Pensó en acabar con la Dama Translúcida, en hacerla daño y en obligarla a devolverle a su hijo. Todos decían que era una locura y que era peligroso, ella no hizo caso.
No diré cómo hizo que un día volviera al castillo, pues es fácil de imaginar. Aunque esta vez la persona a la que la Dama Translúcida se llevaría sería a un sirviente de la Dama Transida que ésta última ya no necesitaba. Había sido un pequeño sacrificio necesario para poder reencontrarse con su hijo. La Dama Translúcida apareció de nuevo; de nuevo con aquel semblante, de nuevo con aquel vestido, de nuevo con aquel cabello, con aquellos ojos color turquesa. Nadie la miraba, a pesar de que todo el mundo después hablaba de ella. Nadie quería llamar su atención. Un hombre de la corte se atrevió a mirar su vestido, viendo más allá a la reina madre y verificando que era real, no se podía ver el cuerpo de la dama rubia a través de las transparencias de su blanco vestido.
Más allá de las transparencias el hombre vio a la anciana reina sacando una daga al tiempo que se abalanzaba hacia la Dama Translúcida. La anciana reina la atravesó, dándose de bruces contra el mármol del suelo. La Dama Translúcida no hizo caso, la anciana madre lo volvió a intentar sin éxito alguno, comenzando a gritar desquiciada por no poder llevar a cabo su venganza. Pero cuando salió de nuevo del salón del trono, la Dama Transida, con su boca arrugada, volvió a sonreír. Sus soldados esperaban fuera con órdenes claras.
Estos hombres esperaban en las almenas y los muros, junto al portón y la empalizada, a pie y a caballo.
Un grito resonó en todo el pueblo, un grito que ordenaba el ataque, un grito que heló los corazones de sus habitantes más que la mirada de la Dama Translúcida, pues por todos era sabido que no se debía retar a la dama, y nadie había intentando nunca tal despropósito. El silbido de las flechas sustituyó el canto de los pájaros y el acero le regaló protagonismo al sol con cada destello. No atacaron a la dama, pues ya habían comprobado que su cuerpo etéreo no se podía dañar, sino al espejo. Sin el espejo a nadie más podría llevarse, aunque la anciana reina, loca ya por la tristeza, no pensó que sin espejo tal vez tampoco pudiese devolverle a su hijo.
El espejo no corrió la misma suerte que el cuerpo de la dama rubia, de belleza inconmensurable. El espejo se hizo añicos volviéndose a convertir en una sustancia espesa y plateada. La Dama Translúcida se detuvo, miró a la Dama Transida que reía sin parar lanzando improperios nada propios en boca de una reina, y dejó el cuerpo del mayordomo en el suelo, yéndose sin más, caminando, despacio, muy despacio. No se enfadó, ni lloró, nada. Solo se fue. Allí se quedó el mayordomo, nadie supo qué hacer con él. Más gente empezó a caer como el joven rey o el mayordomo, tanto en el castillo como en el pueblo. Cuando tuvieron la idea de enterrar los cuerpos ya era demasiado tarde, una enfermedad se propagó por el lugar y más gente empezó a caer.
El espejo no corrió la misma suerte que el cuerpo de la dama rubia, de belleza inconmensurable. El espejo se hizo añicos volviéndose a convertir en una sustancia espesa y plateada. La Dama Translúcida se detuvo, miró a la Dama Transida que reía sin parar lanzando improperios nada propios en boca de una reina, y dejó el cuerpo del mayordomo en el suelo, yéndose sin más, caminando, despacio, muy despacio. No se enfadó, ni lloró, nada. Solo se fue. Allí se quedó el mayordomo, nadie supo qué hacer con él. Más gente empezó a caer como el joven rey o el mayordomo, tanto en el castillo como en el pueblo. Cuando tuvieron la idea de enterrar los cuerpos ya era demasiado tarde, una enfermedad se propagó por el lugar y más gente empezó a caer.
La Dama Transida comprendió, había sido ella, y no la Dama Translúcida, quien había condenado al pueblo. Translúcida solo se los llevaba, era lo que había que hacerse, era parte de la vida. Dejándolos allí la enfermedad no tardó en propagarse, muriendo más de los que debían. Un día, a pesar de su vejez y su debilidad, por algún motivo que nadie ha sido capaz de comprender, la anciana reina, la madre, la Dama Transida, fue la única persona viva que quedaba en el pueblo, y ella sola no podía encargarse de enterrar a todos. El pueblo estaba lleno de gente sin vida y ella era la causante de aquello. Rodeada de gente muerta la Dama Transida se arrodillo, lloró y pidió perdón sin saber si mirar al cielo o al horizonte esperando que la Dama Translúcida apareciese. Pero no lo hacía, su vestido blanco no se dejaba ver, su cabellera rubia no hacía acto de presencia, ni deslumbraban sus ojos turquesa, ni su semblante pétreo. Lloró, lloró y lloró, había decidido llorar hasta quedarse sin lagrimas, hasta morirse del cansancio. Pero la muerte nunca llegó, en cambio si lo hizo la Dama Translúcida.
De la misma forma que cuesta creer que la Dama Transida fuese la única que no murió, también cuesta creer que una sola persona llorando pudiese generar un charco de lágrimas. Pero más increíble es que la Dama Translúcida emergiese de ese charco ante la sorprendida reina, cuyos lloros y lamentos se detuvieron en seco.
La deslumbrante y joven dama rubia miró a la apagada y anciana dama canosa antes de mirar a su alrededor, de ver a toda esa gente muerta. No se inmutó, el semblante no cambió, pero una lágrima plateada asomaba del ojo derecho de la Dama Translúcida. La anciana reina pudo ver claramente la lágrima y lo que había más allá de ella. No obtuvo la eternidad, sino la verdad.
Pudo ver a una joven niña rubia con una coleta y un vestidito azul en el jardín de un palacio plateado. Jugaba y reía con otra niña de pelo de ébano y vestido gris alrededor de mucha gente que desprendía una paz desconocida para ella. Una mujer de cabellos plateados apareció a través de un espejo que había en el centro del enorme jardín. La persona que llevaba en sus brazos despertó, se levantó, miró a su alrededor, dio las gracias a la dama que la había transportado y se fue a reunir con algunos conocidos.
Los cabellos plateados y ondulados de esa misteriosa dama la hipnotizaron, tanto que casi no escucha lo que le dijo a las niñas. “Llegó el momento”. Hablaron de un error, un error que cometió la Dama Argentada (pues así era conocida la dama de cabellos de plata) y que tuvo que pagar con la separación de las pequeñas damas. Una sería su heredera, la otra viajaría y viviría más allá del espejo, olvidaría su pasado allí y algún día se reencontraría con su pequeña hermana, momento en el que habrían ya pagado el error de su madre y volverían a estar juntas, eternamente.
La lágrima de la Dama Translúcida ya había llegado a su fina barbilla, oscilando entre el pálido rostro de la dama y el verdor del suelo que pisaban. Antes de que cayese, la dama mostró un colgante que llevaba oculto entre el vestido blanco, abrió el recipiente que llevaba en él y guardó allí la lágrima. La lágrima de la eternidad, con la que nunca podrían volverlas a separar, la que mantendría el recuerdo vivo.
La Dama Transida no solo había aprendido a aceptar la muerte aquel día, sino que había pagado la deuda de su madre. Translúcida y Transida se abrazaron al tiempo que un nuevo espejo emergía de las lágrimas de la última. Se separaron y comenzaron a recoger cuerpos para llevarlos más allá del espejo.
“La muerte has de aceptar, no hace falta comprender. Ni siquiera su significado tienes que conocer, pues ningún significado tiene si más allá del espejo te dejas caer”. Tras esas palabras de la Dama Translúcida ambas damas se cogieron de la mano, atravesaron el espejo y la Dama Transida dejó de serlo para siempre. Más allá del espejo, más allá de la vida y la muerte, volvió a ser conocida como la Dama de Ébano.
De la misma forma que cuesta creer que la Dama Transida fuese la única que no murió, también cuesta creer que una sola persona llorando pudiese generar un charco de lágrimas. Pero más increíble es que la Dama Translúcida emergiese de ese charco ante la sorprendida reina, cuyos lloros y lamentos se detuvieron en seco.
La deslumbrante y joven dama rubia miró a la apagada y anciana dama canosa antes de mirar a su alrededor, de ver a toda esa gente muerta. No se inmutó, el semblante no cambió, pero una lágrima plateada asomaba del ojo derecho de la Dama Translúcida. La anciana reina pudo ver claramente la lágrima y lo que había más allá de ella. No obtuvo la eternidad, sino la verdad.
Pudo ver a una joven niña rubia con una coleta y un vestidito azul en el jardín de un palacio plateado. Jugaba y reía con otra niña de pelo de ébano y vestido gris alrededor de mucha gente que desprendía una paz desconocida para ella. Una mujer de cabellos plateados apareció a través de un espejo que había en el centro del enorme jardín. La persona que llevaba en sus brazos despertó, se levantó, miró a su alrededor, dio las gracias a la dama que la había transportado y se fue a reunir con algunos conocidos.
Los cabellos plateados y ondulados de esa misteriosa dama la hipnotizaron, tanto que casi no escucha lo que le dijo a las niñas. “Llegó el momento”. Hablaron de un error, un error que cometió la Dama Argentada (pues así era conocida la dama de cabellos de plata) y que tuvo que pagar con la separación de las pequeñas damas. Una sería su heredera, la otra viajaría y viviría más allá del espejo, olvidaría su pasado allí y algún día se reencontraría con su pequeña hermana, momento en el que habrían ya pagado el error de su madre y volverían a estar juntas, eternamente.
La lágrima de la Dama Translúcida ya había llegado a su fina barbilla, oscilando entre el pálido rostro de la dama y el verdor del suelo que pisaban. Antes de que cayese, la dama mostró un colgante que llevaba oculto entre el vestido blanco, abrió el recipiente que llevaba en él y guardó allí la lágrima. La lágrima de la eternidad, con la que nunca podrían volverlas a separar, la que mantendría el recuerdo vivo.
La Dama Transida no solo había aprendido a aceptar la muerte aquel día, sino que había pagado la deuda de su madre. Translúcida y Transida se abrazaron al tiempo que un nuevo espejo emergía de las lágrimas de la última. Se separaron y comenzaron a recoger cuerpos para llevarlos más allá del espejo.
“La muerte has de aceptar, no hace falta comprender. Ni siquiera su significado tienes que conocer, pues ningún significado tiene si más allá del espejo te dejas caer”. Tras esas palabras de la Dama Translúcida ambas damas se cogieron de la mano, atravesaron el espejo y la Dama Transida dejó de serlo para siempre. Más allá del espejo, más allá de la vida y la muerte, volvió a ser conocida como la Dama de Ébano.