Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se
dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante
serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por
gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos
momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos
menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo
que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y,
sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a
su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una
vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían
su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían
tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen,
pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que
el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a
pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se
encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano
pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.
Cada día que pasaba, cada día que tenían que sobrevivir, se
hacían más débiles. Su miedo aumentaba, su visión de la vida se tornaba más
oscura de lo que ya era y necesitaban sentirse más fuertes. Se insensibilizaban
y se volvían peligrosas máquinas de matar. Pero hasta la máquina más potente
era frágil y necesitaba ser cuidada y a menudo engrasada. Todos ellos
permanecían unidos, algunos demasiado para lo que allí estaba permitido. Tanto,
que debían esconderse. No había porque hacerlo, eran parte del mismo cuerpo,
eran compañeros, soldados. Eran hombres, simplemente hombres. Pero se
escondieron.
¿Puede una situación generada por el odio desembocar en
amor? Muchos soldados se aferraban a ese sentimiento en el campo de batalla
para sobrevivir, pero ¿cuántas veces surgía el amor en una guerra? El único que
tenía derecho a mostrarse ante todos tal y como era, sin tapujos, sin
escrúpulos, era el odio y todo lo que reflejaba, sin importar la gente que
sufriese.
El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad, y más si ese amor es considerado anti-natural.
El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad, y más si ese amor es considerado anti-natural.
Una noche se las apañaron para descansar juntos, su amor no
lo hacía. Para ellos no existía más que esa habitación, esa cama, ese hombre.
Pasarían la noche despiertos, pero a la mañana siguiente tendrían la fuerza
suficiente para luchar, mientras lo hicieran juntos. Lo que no imaginaban era
que no pasarían la noche despiertos para consumar su amor, sino su odio, el
odio de una nación. La puerta se abrió de golpe, uno de sus compañeros los vio
desnudos sobre la litera que compartían. Entró dispuesto a gritar para alarmar
de su llegada, pero se quedó callado. Después de un instante en silencio, los
disparos recordaron al inoportuno soldado por qué estaba ahí. “Nos atacan” dijo
seco, como si hubiese visto a uno de sus compañeros con el enemigo. Tras la
batalla comenzaría la suya propia.
Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se
dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante
serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por
gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos
momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos
menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo
que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y,
sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a
su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una
vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían
su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían
tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen,
pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que
el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a
pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se
encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano
pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.
El anciano, con su uniforme lleno de medallas, se había
separado de ellos mientras decía lo que debía decir. En esa boda no había
alianzas ni enemistades, tampoco traiciones ni venganzas, mucho menos rencores.
Solo había miedo, incomprensión, debilidad y cobardía. En esa boda solo había
un hombre con algunas partes amputadas y a punto de desintegrarse por completo.
Había cinco dedos presionando cinco gatillos y una mano presionando otra mano.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas
que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver
la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas
campanas. Eran soldados. Tal vez fue también la debilidad lo que llevó a esos
dos soldados ante aquel altar, pero la fortaleza les hizo mantenerse allí
parados, juntos, en silencio, esperando el fin de su boda. Un fin que llegó
pronto. El sonido de las diminutas campanas cesó, los cinco dedos se
levantaron, los dos soldados cayeron, sus manos siguieron unidas. La muerte no
les separó.