jueves, 31 de octubre de 2019

El abismo del destino



Buscáis el miedo. Adoráis el miedo. Necesitáis sentir los tentáculos del terror acariciándoos las mejillas, lenguas demoníacas rozándoos los labios e incluso atravesando vuestra garganta para dejaros mudos durante unos instantes. Deseáis tener esa sensación, queréis olvidar las mariposas en el estómago para sentir lombrices agujereándooslo poco a poco. Deseáis gritar, desgañitaros, revolveros e incluso correr; huir despavoridos como si la abominación más terrible surgida de las profundidades del océano os siguiese. Incluso os encanta celebrar esa fiesta que llamáis Halloween, el cliché personificado de lo que es el terror.
Escribís sobre mansiones antiguas donde habita ese ser maligno del más allá, sobre calles oscuras envueltas en una densa lluvia en las que, si pones atención, puedes oír algo más que el repiqueteo constante de las gotas de agua sobre el asfalto y los vehículos que hay aparcados en la calle. Creéis que no hay nada más terrorífico que un cementerio a altas horas de la noche, o que lo peor que podéis oír es el aullido de un lobo hambriento en un bosque sobre el que descansa una nube que os engulle antes que cualquier lobo.
Ahí no están las historias de miedo de verdad. No encontraréis nada más que la sugestión inevitable transmitida por miles de novelas o películas que nos llenan la cabeza de atmósferas repetitivas hasta hacernos creer que el mal acecha ahí. Olvidáis el miedo a la luz del día, en lugares concurridos, realizando vuestra rutina. Me olvidáis a mí. Ninguna criatura marina de milenios de antigüedad y nombre impronunciable es tan terrible ni puede haceros tanto daño.

No volvería a comprar un reloj en esa tienda. Lo había comprado hacía tan sólo unos días y se le había parado esa misma tarde mientras trabajaba, lo que le supondría que llegaría tarde, a pesar de que les había prometido que estaría a tiempo para la graduación de Karen. Un reloj nuevo con una pila nueva no se paraba tan fácilmente, y menos teniendo en cuenta el dinero que había pagado por él. Pero no era el momento de ajustar cuentas con el relojero, debía llegar a tiempo. Eran las 19:07 y la graduación comenzaba a las 18:00, así que tuvo que correr esquivando a la no poca gente que se cruzaba en su camino antes de llegar a su coche.

No pudo hacer nada. No supo decir si le dolió más no ver siquiera a su hija o ver la mirada de su esposa. Esperaba que superasen ese bache; todas las parejas tienen alguno, por largo que fuese. Pero ese reloj le costó caro de verdad. Su ausencia supuso la gota que colmó el vaso. Mientras la niña disfrutaba de la noche, Rachel y él discutían en casa. En otras ocasiones hubo golpes propinados a la mesa, a la pared o a alguna puerta por parte de ambos. Pero esa noche ella se abalanzó contra él, llena de frustración e ira, descontrolada. Para defenderse, Terry no se limitó a quitársela de encima. La golpeó. Una sola vez, lo suficientemente fuerte como para tirarla al suelo. Ambos se miraron, una desde el suelo, otro apoyado en la mesa cercana. No sabían qué había pasado, pero sí qué debían hacer. Nunca más mencionarían aquello, pero ella no se quedó ahí. Karen y Rachel se fueron para siempre.

Él también se fue, lejos, con el coche, rumbo a ningún lado. No planeó nada, solo condujo hasta llegar a la estación de tren abandonada situada a las afueras de la ciudad, un buen lugar para ambientar una historia de terror. Salió del coche, respiró hondo y se inclinó. Se había quedado sin aliento, cada vez que inspiraba su respiración se cortaba. Comenzó a caminar siguiendo la vieja madera y el hierro oxidado de las vías del tren. Observó los montes colindantes, cubiertos de espesos bosques sobre los que se contaban algunas leyendas, narradas siempre a oscuras para asustar a niños, adultos y ancianos. Pensó en esas leyendas de espíritus y demonios, de muertos y vampiros. Recordó una que no se situaba en los montes sino en esas vías. Esa que cuenta que encontraron a un hombre despedazo en las vías del tren, como si un tren le hubiese pillado. La historia era interesante porque hacía un siglo que no pasaba ningún tren por ahí. Otras historias contaban que el hombre fue despedazado por un espíritu del bosque furioso que detestaba que el camino de aquella máquina infernal pasara por su hogar. El mismo espíritu que a principios del siglo XX había hecho descarrilar aquella maquina, matando a todos sus pasajeros.

Pensando en ese espíritu y esas leyendas se detuvo en el puente. Miró al cielo, luego al frente y finalmente al suelo. Se quitó el reloj estropeado, lo miró, lo sujetó frente a él y lo soltó. Nada más hacerlo comenzó a sentir su cuerpo inclinarse hacia delante; dejó de mantenerse fijo en el suelo sin pensarlo. Los pies comenzaron a despegarse de la tierra cuando un grito atravesaba sus oídos. Fue como si la cordura le intentase detener, como si los espíritus de las víctimas de aquel tren le sujetaran antes de caer para devolverle a su sitio. Pero por poético que le pareciese en un principio, era mucho más prosaico y aleatorio. Sus pies se volvieron, por poco, a su posición original, manteniéndose en tierra firme.
Siguió el rastro de aquellos gritos que le sobrecogían. Tal desesperación gutural fue acompañada por sonidos secos provocados por los golpes de un hombre y una mujer contra otro hombre, indefenso en el suelo.
-¡Eh, deteneos! -gritó, de nuevo, sin pensar-.
Aquel hombre y aquella mujer de aspecto desaliñado le miraron, gruñeron algunas palabras que no llegó a entender y salieron corriendo.
El hombre apaleado gimió y se levantó ayudado por Terry.
-Gracias, me has salvado -pronunció como pudo mientras se levantaba-.
-No, me has salvado tú a mí.
Jakob, que así era como se llamaba aquel hombre golpeado en aquel lugar abandonado, fue acogido en casa de Terry, tras pasar varios kilómetros en el coche para volver a la ciudad.
-Te lo agradezco. -Comía con muchas ganas lo que Terry le había preparado­-. Esos capullos me están buscando, saben dónde vivo, y la próxima vez será peor.
-¿Te golpeaban por algo, entonces?
-Les debo dinero. Y, bueno, se enteraron de que tuve ingresos hace poco y los usé para pagar otras cosas.
-Mal asunto. -Terry, en cambio, no mostraba ningún interés hacia su propia comida-. Puedes quedarte el tiempo que necesites.
-Me siento mal, no quiero ponerte en peligro.
-No lo haces, no saben dónde vivo. Además, no tengo mucho que perder, la verdad.
Jakob sonrió.

El sonido de una puerta a media noche no debería ser motivo de perturbación cuando se vive con alguien. El suave golpe de los pies contra el suelo al caminar es algo común cuando alguien que vive contigo se levanta para ir al baño o beber agua. Pero tus pensamientos cambian cuando no conoces a esa persona. Tu cerebro funciona de otra forma, se activa y recuerda -con cierta malicia, o tal vez como mecanismo de defensa- todas esas historias de terror plagadas de clichés. El cerebro te pide que te levantes, que te acerques al peligro y que corrobores tu estupidez. Estúpido por asustarte y hacer caso a un sonido que no significa nada, o estúpido por acercarte al peligro que va a acabar con tu vida. Sea como sea eres un estúpido a punto de hacer el ridículo. Los espectadores o lectores se reirán de ti y tu imbecilidad, o tal vez sientan lo mismo que tú.
La cosa empeora cuando oyes susurros procedentes de la salita y piensas en aquellos maniacos de la ficción, o en un conjuro. Tu imbecilidad alcanza unas cotas alarmantemente altas cuando te imaginas el símbolo de Samael en el suelo de tu casa, mientras agudizas tu olfato para comprobar si huelen las velas colocadas sobre el círculo estrellado. Te acercas sigiloso y tambaleante entre la tenue oscuridad para abrir lentamente la puerta con un chirrido que avisa al agresor de tu presencia. Miras por el hueco que has creado al abrir la puerta y no observas nada fuera de lo común, tras lo que vuelves a la cama sintiéndote como un auténtico idiota. Pero ese no fue el caso de Terry, que pudo ver la sombra proyectada por la luz de una vela junto a la que Jakob escribía y leía entre susurros. Al escuchar el chirrido de la puerta había elevado la cabeza sin dejar de escribir.
Jakob sonrió.
-¿Te he despertado?
Ni siquiera esta historia de terror se libra de la pregunta estúpida de este tipo de narraciones. 
-No, no te preocupes -sonrió Terry quitándole importancia-. ¿Qué haces?
Dos preguntas estúpidas tal vez sean demasiadas para esta historia, pero es necesaria para que Jakob os cuente lo que vosotros no podéis ver, pero que el narrador ya os ha descrito hace un momento.
-Escribo. Lo necesito para sentirme bien.
-¡Oh! Eso está bien. -Terry cogió una silla y se sentó frente a su interlocutor y la vela que alumbraba aquellas páginas-. ¿Sobre qué escribes?
-Puedes leerlo tú mismo, si quieres.
Jakob le pasó el libro y sonrió.
 
El tiempo es relativo, no se puede controlar. El tiempo es eterno, es efímero también. Es nada y lo es todo. No responde ante nadie, engaña. Deja creer que puede ser calculado, lo representan con números y él se ríe. El tiempo juega. Juega contigo, con todos; pero no conmigo. Yo juego con el tiempo. El reloj funciona bien, es el tiempo el que no funciona; yo lo he estropeado. El tiempo es mío. No busques el sentido, no lo tiene; porque el tiempo es mío. Tú corres, pero no llegas. Porque para ti el tiempo se ha parado; se ha parado porque así yo he querido. Corres, pero corres demasiado tarde. Y aunque corras mucho no lo haces en el momento que deseabas. Y no solo no llegas, te pasas. Cuando quieres dejar de correr  ya tienes un pié en el abismo. Miras hacia él, te enfrentas a él y lo pierdes todo. Dejas tu cuerpo inerte. El abismo puede contigo y ya es hora de que te engulla. Pero yo no he dejado de jugar, no quiero todavía perder mi juguete. El tiempo no ha llegado a su fin; no para ti. Y cuando te engulla será de la manera que no deseabas. No desaparecerás con él, pues sólo lo hará una parte de ti.


Siempre corres, Terry, pero nunca llegas cuando debes. Es tarde, altas horas de la madrugada, Rachel vuelve enfadada y trae a Karen en el coche. Es tarde, está borracha y ha tenido relaciones sin ningún tipo de protección. La han pillado. Rachel está muy enfadada. Conduce. Tú no miraste al abismo solo, lo hiciste junto a ella. No puedes volver a la normalidad cuando has mirado más allá. No puedes. El tiempo se rompe, lo establecido se hace añicos. La ira te nubla, tu juicio se nubla. Ella conduce, ellas se rompen. Otro coche. Su conductor también miró al abismo y, al hacerlo, empuja a Rachel a lo más hondo de éste para que se vaya también con Karen. Tic, tac, Terry. El tiempo está roto, ¿podrás arreglarlo?

-¿Qué clase de mier...?
El reloj de Terry -parado en la misma hora que lo cambió todo- colgaba entre los dedos de Jakob, oscilando sobre la mesa.
-Creo que perdiste esto.
-¿Cómo es posible que lo tengas? Te conocí después de que lo tirase al vacío y...
-Tic, tac, Terry. Esto no es lo único que puedes perder hoy, pero sí lo único que puedo recuperar.


Salió disparado hacia su coche y se dirigió a la dirección que Rachel le había dado antes de irse, donde se iba a vivir con la niña, pues acordaron que iría  a verla de vez en cuando a pesar de lo que había pasado.
Por suerte las calles estaban libres de circulación, por desgracia estaban también muy oscuras. Iba demasiado rápido en el momento equivocado. Cuando quiso frenar ya había golpeado al otro coche con una fuerza brutal.
Se bajó de él mareado, contemplando el cuerpo aplastado de Karen en el asiento del copiloto y el golpe en la cabeza de Rachel. Ambas murieron al instante.
 El tiempo está roto; hecho añicos.

Terry, que ya había mirado al abismo, estuvo a punto de zambullirse en él por voluntad propia. No le quedaba un ápice de lo que el resto de mortales llaman cordura. No hizo lo que se espera de alguien que sigue mirando al cielo ignorando el abismo que descansa sobre nosotros. No lloró, no intentó recuperar sus cuerpos, no se tiró al suelo ni se suicidó por lo que hizo. Cogió el coche, todavía con los sentidos nublados, abandonando aquel amasijo de hierro y carne que había creado él mismo. Que él e incluso su coche hubiesen salido ilesos era una muestra de que era víctima de un macabro juego que escapaba a su control. Había caído en su trampa.

El tiempo estaba roto, pero él no. Jugando o no le había dejado ileso, y juró que después de eso no volvería a jugar con él. Aceleró tanto o más que cuando iba a por Karen y Rachel. Iba demasiado rápido, pero no tanto como Jakob. No es que Jakob hubiese huido, no; Jakob sólo sonreía y escribía.
Aparcó el coche sin cuidado, salió con una perturbadora calma de él y entró en la casa sin dar un golpe a la puerta, tranquilo; como si fuese un día más. Entró a la cocina, abrió un cajón y cogió un cuchillo. Se asomó de nuevo a la salita, después miró a Jakob, que seguía escribiendo. Éste, que se percató de su presencia, alzó la mirada sin dejar de escribir, como si lo hiciese de forma automática, sin pensar. Sonreía y escribía sin apartar la mirada de Terry.

Terry perforó la garganta de aquel al que había acogido, de aquel con el que había jugado. La sangre se fusionó con la tinta que daban forma a esas palabras. Palabras que daban forma a esas escenas. Escenas que daban forma a la vida. Vida que daba forma a la muerte. Muerte que daba forma al tiempo: finito, eterno, roto. Tiempo que había acabado para Jakob, tiempo que le daba una tregua a Terry. Lo que Terry no sabía es que Jakob significaba menos que el propio tiempo, aunque tanto como él a su vez. Lo que Terry no sabía es que el tiempo seguía jugando y que Jakob solo era una de tantas criaturas surgidas del abismo; un peón. Un peón tan importante como las personas a las que perdisteis por su culpa. No significaban nada y lo eran todo. Engranajes. Sin ellos nunca hubierais mirado al abismo, no lo conoceríais, no comprenderíais qué es. 

¿Y qué es el abismo? No os preocupéis, la mayoría de vosotros miraréis en él y os encontraréis con vosotros mismos. Dependerá del tiempo que estéis ahí, contemplando la oscuridad de la verdad. Pero yo estaré ahí para jugar. Sólo debéis saber que el miedo no lo encontraréis en esas mansiones abandonadas, en esas oscuras calles lluviosas, en esos bosques cubiertos de niebla con lobos hambrientos, ni en esas historias de monstruos marinos. El miedo lo encontraréis en el abismo, y el abismo está en todos lados, esperando a que os adentréis en él para quitaros todo. El abismo es la vida, el tiempo, sus engranajes, el destino. Y yo soy el Destino, el mayor de vuestros temores. Soy capaz de todo, de los mayores horrores, sin que jamás lo comprendáis. Me acogéis en vuestras casas esperando que os ayude. Creéis que el daño que le hecho a otra gente tiene un motivo y que era un mal necesario para llegar a algún punto que solo yo conozco. Justificáis mis actos hasta que os toca a vosotros. Yo escribo sobre vuestras vidas mientras las contemplo, y cuando sois vosotros los que contempláis lo que yo he escrito es cuando descubrís quién soy realmente.
Cuando la tinta de mi pluma inunda las páginas de vuestra vida es cuando vuestro corazón alberga el mayor vacío. Y cuando queréis echar a correr para alejaros de mi y reclamar vuestra libertad como individuos ya tenéis un pié en el abismo. Miráis hacia él, os enfrentáis a él y lo perdéis todo. Dejáis vuestro cuerpo inerte. El abismo puede con vosotros y creéis que es hora de que os engulla. Pero yo no he dejado de jugar, no quiero todavía perder mis juguetes. Y cuando os engulla será de la manera que no deseabais, ya que sólo una parte de vuestro ser desaparecerá con él, la otra se mantendrá sobre la tierra, que para vosotros ya no significará nada, tierra que para vosotros ya será parte del vacío del abismo: carente de sentido, oscura, fría, sucia, pesada, insignificante. Terriblemente injusta y peligrosa.
Puede que claudiquéis y decidáis hacer cosas que nunca imaginasteis con tal de dejar atrás la desazón que os desgarra, que la toméis con mis mensajeros terrenales y acabéis con la vida de aquel doctor negligente o ese conductor borracho; o tal vez con vosotros mismos y los errores a los que os conduje, pero lo haréis sin pensar que solo era una de esas criaturas del abismo invocadas por mí.

Y os llevaré de la mano ante ese horror sin que lo podáis prever de ninguna manera. Tal vez, incluso tras leer esto, mi nombre os puede seguir causando alivio, como una excusa para soportar el dolor; pero sabed que no hay consuelo, pues mis designios son caprichos y mis caprichos son insaciables. Terry lo sabe, yo le llevé allí: lejos de la muerte que deseaba, lejos de la cordura que no valoraba. Porque ni él, ni tú, estimado lector, podéis hacer nada para evitarme.

Terry miró a Jakob. Podía haber soltado el cuchillo, retroceder y evitar hacer realidad lo que Jakob había escrito, pero Terry ya solo veía el abismo.
Jakob sonrió más ampliamente con esa sonrisa repugnante que le caracterizaba. Terry, agarrando el cuchillo con firmeza, le rajó la garganta. Su víctima cayó a suelo llevándose la mano al cuello, del que no dejaba de salir sangre. Con cierta dificultad y sin dejar de sonreír, mientras también le salía sangre por la boca, Jakob alzó la mirada para dirigirse a uno de los muchos que contemplaban desde lo alto del abismo y pronunció sus últimas palabras.
-Tú, hasta ahora un simple lector de esta historia, eres el siguiente.