domingo, 5 de mayo de 2019

Rojo sobre blanco y negro


 Tengo frío. Por momentos siento un dolor indescriptible, uno que nunca había sentido. Ahora no siento nada, absolutamente nada más que el frío. No puedo moverme. Ante mí contemplo la vastedad de este lugar alejado de la civilización, un lugar que desconozco. Sólo veo blancura, el blanco del cielo y el blanco de la nieve sobre la que descanso.
Tengo frío.

Siempre me ha gustado el color negro. Dejo que me envuelva para pasar desapercibida, para esconderme en las sombras que siempre han dominado mi vida, para cumplir mis objetivos, para ocultar mis miedos y no ver más allá que el ahora. El negro siempre me ha definido y me ha dado tranquilidad. Nunca he sido supersticiosa, nunca he temido a la mala suerte ni lo que puede acechar en las sombras, pues soy yo la que acecho en ellas.
Ahora sólo tengo el blanco. Y también frío, mucho frío.

Intento arrastrarme en la nieve, pero no puedo mover más que, levemente, un brazo tembloroso. Muevo los ojos para mirar al cielo mientras me aferro a la pesada nieve, que se deshace entre mis dedos. Nunca he creído en nada, nunca ha habido luz en mi vida, ni creía que me esperase nada tras ella. Hoy sólo puedo alzar mi mirada para intentar discernir lo que hay más allá del cielo. No veo nada. No oigo nada, sólo el crujir de la nieve. Sigo arañándola con las pocas fuerzas que tengo; la nieve ruge por mí. Su sonido me produce más frío, pero espanta al silencio. Intento gritar, pero no tengo fuerzas. Lloro, gimoteo y entierro mi cara en la nieve para contemplar, una vez más, el negro, la oscuridad. Es allí, y no mirando la blancura celeste, donde hallo la paz que busco.
Tengo frío.
La oscuridad me ayuda a recordar qué me trajo aquí, a recordar lo que hice por él. Yo, que nunca pienso en nadie, que sólo me muevo por mí y mi misión. Yo, que siempre estoy sola, he llegado a aquí por él, por salvarle y por su salvación.
Era una misión para dos agentes. Nos conocimos hace unos meses y entrenamos juntos para cooperar con la mayor eficiencia. Pero esta relación previa fue un arma de doble filo, pues es peligroso que dos agentes infiltrados creen vínculos. Me esforcé en no crearlos, pero fue difícil. Recuerdo los duros entrenamientos juntos. Nunca me infravaloró por ser una mujer, como han hecho tantos otros, teníamos una relación de igual a igual. Debíamos conocernos muy bien para realizar la misión con éxito, pero tal vez nos conocimos demasiado. Hacíamos todo juntos, incluso dormíamos en la intemperie juntos. Observábamos las estrellas con la intención de ubicarnos, pero, poco a poco, empezamos a verlas de otra forma.
Él era religioso, creía en el Más Allá, en la luz del túnel que nos llevará a un cálido y hermoso lugar que me esfuerzo en visualizar para olvidar el frío.
Porque tengo frío.
Me hablaba de cómo se esforzaba en cada una de sus misiones convencido de otorgar luz al mundo mientras él permanecía en las sombras. Ambos nos acurrucábamos en la oscuridad por motivos muy distintos, pero estábamos juntos en ella, al fin y al cabo. Teníamos el mismo trabajo, la misma misión, el mismo modus operandi, pero formas muy diferentes de ver el mundo, la vida, nuestro presente, el futuro.
La oscuridad me oculta de los demás, me permite centrarme en mí misma; para él es un medio para ayudar a los demás, para mantener el equilibrio que debe existir entre luz y oscuridad, cargando él con todo el peso de la oscuridad que otros no soportarían. Le comencé a admirar.
Por esto, comenzamos a ver las estrellas como a nosotros mismos. Yo admiraba la oscuridad sobre la que descansaban, él se fijaba en la luz que proyectaban, pero comprendíamos que sin el contraste que provocaba su unión, el cielo nocturno no contaría con tal belleza. Lo único que me preocupaba era que la luz que contemplábamos estaba ya muerta, mientras que la oscuridad persistía.
Entonces lo entendí. Me dijo que lo maravilloso era cómo la luz, aun ya muerta, perduraba durante tantísimos años proyectada en el cielo, por eso es tan importante protegerla y mantenerla, por eso y porque, precisamente, la oscuridad iba a estar ahí siempre, acechando, esperando para engullirnos si la luz desaparecía. La luz estaba para reconfortarnos en las noches más oscuras.
Ojalá fuera de noche y pudiese ver las estrellas, pues tengo frío… y miedo.
Alzo la mirada de nuevo para ver otra vez el manto blanco que cubre el cielo. Al menos me recuerda a él. Ojalá estuviera aquí, ojalá supiera dónde está. Ojalá supiera, al menos, cómo está. Fracasamos la misión, pero lo hicimos por una buena razón. Tal vez, con nuestra acción, mantuvimos el equilibrio entre la luz y la oscuridad. Tal vez, por un momento, fuimos estrellas proyectadas en la gran oscuridad que nos rodeaba. Tal vez yo sea la oscuridad y él la luz, la estrella que tan lejos se encuentra, una proyección, algo muerto del que ya sólo queda un recuerdo.
Y sin él cerca tengo frío.
Nuestra misión era infiltrarnos en la reunión entre los líderes de ambos bandos enemigos, Stev y Yûgure. No era sencilla, debíamos arriesgar mucho, sortear muchos obstáculos y unas grandes medidas de seguridad, pero para eso nos habíamos entrenado. Una misión para liberar del yugo oriental al mundo, que hacía años se encontraba sumido en las tinieblas tras una guerra que nos arrebató todo. No sólo a mí, también a Solas, mi compañero, mi amigo, mi estrella.
Esperamos a que la reunión terminase para eliminar a nuestros objetivos. Yo, Dunkel, maté a Stev rebanándole el pescuezo tras matar con mi espada a los cuatro hombres que le escoltaban. No les di tiempo a dar la alarma. Pero, aun así, escuché la alarma. Era Solas.
Me deslicé entre las sombras de nuevo dejando la muerte de una de esas partes oscuras que dominaban el mundo tras de mí. Observé cómo cogieron a Solas como prisionero y a Yûgure huyendo a su vehículo. Solas consiguió teletransportar su rifle de francotirador -tirado ahora en el suelo- hacia mí, utilizando el sofisticado dispositivo que lo permitía y que conectaba directamente con el mío. Podía haber matado a Yûgure fácilmente con el rifle, incluso a tal distancia y con el objetivo en movimiento. Prefería mi espada para las ejecuciones, pero en un caso como este debía conformarme con el frío rifle.
Apunté y disparé. Sin titubeos. Sabía cuál era mi misión, pero la ignoré. Maté a los hombres que tenían a Solas y que estaban a punto de dispararle en la nuca tras hacer teletransportar su arma.
Ya no podrían hacerle daño. Muchos más guardias se acercaban a él. Yo seguía en la sombra, pero múltiples focos se encendieron buscándome. Los esquivé como pude, pero me encontraron. Baje al suelo evitando disparos y matando con mi espada a no pocos soldados.
La misión había fracasado, pero se podía enmendar. Seguiría a Yûgure, pero debía hacerlo sola y salvar a Solas, pues él sólo contaba con un rifle -que ahora tenía yo- y una pistola. No era tan ágil como yo con la espada y, encima, estaba herido.
Saqué mi dispositivo de teletransporte y lo lancé sin perder tiempo programando el lugar al que le debía teletransportar. Con tal de que fuera lejos era suficiente. Algunos soldados dispararon al dispositivo sin éxito, que se activó al tocar el suelo abriendo un portal. Sólo se podía atravesar con los trajes que llevábamos, pues sin ellos el viaje entre portales te destroza el cuerpo. Algunos incautos ignorantes lo intentaron. El sonido que hicieron al reventar fue más desagradable de lo que esperaba.
Mientras, yo mataba y paraba disparos con mi espada protegiéndome a mí y a Solas. Evité que le hirieran más, pero no pude evitar que una bala me alcanzase en un brazo. Cogí a Solas, pero forcejeó conmigo gritando que debía salvarme yo. Sabía que no me gustan las heroicidades ni que no me traten como a una igual, pero lo cierto es que no vi en sus ojos eso. Sus palabras expresaron cordura, asegurando que yo debía salvarme por estar más capacitada que él, pero en su mirada vi una luz que hacía mucho no veía. Vi la pureza en sus ojos, vi cómo me veía él y lo que sentía por mí entre disparos, gritos y el sonido de una sirena.
Me abrazó protegiéndome de los disparos mientras me empujaba al portal, forzándome a huir. Escuché los impactos de las balas contra la carne y los huesos. Alguna bala me alcanzó a mí, por fortuna en ningún punto vital.
Mis recuerdos posteriores son borrosos. Sólo recuerdo el frío.
Y es que tengo frío.
Malherido, Solas cayó dejándome cerca del portal. Como sabía que yo no saltaría al portal sin él, se levantó con sus últimas fuerzas y me empujó como pudo. Oí los disparos que impactaban en él y me rozaban a mí. Fue todo muy rápido. Recuerdos borrosos se apelotonan en mi mente. Vuelvo a meter la cabeza en la nieve para intentar recuperar la claridad. Veo una luz que se aproxima a mí mientras estoy a punto de entrar en el portal. Una luz que desprende calor. Pensé en él, en Solas y lo que representaba para mí. Tengo ese extraño recuerdo sobre esa luz cálida que me reconforta. No recordaba ya ver a Solas frente a mí, era como si se hubiese convertido en una estrella, se hubiese abalanzado hacia mí, se hubiese abrazado a mi pecho y hubiese atravesado el portal junto a mí.
Pero aquí no está él ni hay ninguna estrella. Sólo nieve. Y dentro de poco habrá más nieve posada sobre la antigua, pues está nevando otra vez. Siento el escozor en la cara provocado por las lágrimas rasgando el frío de mi piel. Me aferro de nuevo a la nieve y, con todo mi ser, me esfuerzo en arrastrarme. Lo consigo. Me arrastro y comienzo a sentir algo más que el frío. Empiezo a sentir un extraño calor. Empiezo a sentir esperanza. Yo, una mota de oscuridad en este blanquecino paisaje desolado, cubierta por motas blanquecinas creadas por los copos al amontonarse sobre mi oscura ropa, como si mi cuerpo fuera el cielo nocturno estrellado, estoy a punto de alzarme de nuevo. Alzarme para cumplir mi misión, que ya no es matar a Yûruge, pues poco me importa ya la oscuridad que asole el mundo. Siempre he sido egoísta y ahora lo soy más, pues sólo pienso en él. En salvarle. En devolverle el favor. Sé que no me salvó para ninguna de las dos cosas, tan sólo para que viviera. Para que alguien se acordara de él al mirar a las estrellas, aunque fuese alguien devorado por las tinieblas. Pero me niego a que sea sólo un recuerdo lejano, una estrella consumida que sólo yo puedo ver, pero que no está ahí. Voy a rescatarle, porque tiene que estar vivo.
Pero tengo frío.
Tengo frío y no puedo levantarme. Con las pocas fuerzas que me quedan doy un puñetazo a la nieve con la misma mano con la que me aferraba a ella. Vuelvo a intentar levantarme, pero entonces vuelvo a sentir algo más que frío, algo más que ese calor extraño. No es esperanza, es dolor. Un dolor que jamás había sentido. Pronto empiezo a sentir miedo, pánico y terror. Pronto empiezo a ver más claras las imágenes que tenía borrosas. Pronto empiezo a comprender. Comprendo lo que era eso que me pareció una estrella y que se dirigía a mí antes de atravesar el portal. Consigo escuchar, de nuevo, aquel estruendo; siento lo que jamás hubiese querido volver a sentir y veo su cara ensangrentada, su mirada desconsolada, sus lágrimas, su brazo alzado hace mí, lamentándose, intentando abalanzarse hacia donde yo estaba para protegerme antes de desplomarse y de desaparecer de mi vista para siempre.
Ojalá sólo sintiese frío.
Ahora también huelo. La nieve no huele a nada, pero sí lo que me rodea. Huelo a sangre y a quemado. Miro mi brazo, aferrado a la nieve y tembloroso, y miro al otro, inexistente. Miro, como puedo, hacia atrás, y contemplo con horror mis dos piernas cercenadas dejando un siniestro reguero sobre la nieve. Al arrastrarme, la sangre deja un recuerdo en la nieve que no tardará en desaparecer. Noto que me cuesta respirar, tengo los pulmones dañados por la explosión. Apenas puedo hablar, pero, aun así, grito. Grito como creía que no podía gritar y como no he gritado jamás. Cierro los ojos con fuerza mientras mi alarido se pierde en la blancura rojiza. No sólo la de la nieve, también la del cielo, que deja ver un sol poniéndose ante mis ojos.
La oscuridad que reciben mis ojos cerrados sólo proyectan imágenes de esa semtex que me lanzaron, de esa explosión que se produjo mientras cruzaba el portal y que me destrozó el cuerpo, produciéndome, también, daños en el traje -provocando que el viaje entre portales me arrancase un brazo-. Recuerdos muy presentes de ese dolor y ese desagradable calor que me recorrieron el cuerpo. Grito hasta quedarme sin voz.
Lo que daría por volver a sentir el frío.
Se ha hecho de noche ya y no sé por qué sigo viva. Estoy tan lejos de la sociedad como, en realidad, siempre he estado. Estoy perdida, sola, abandonada, rota. Estoy como siempre me he sentido. Esta soy yo ahora y esta he sido siempre. Una mujer destrozada que tiene miedo, que quiere desaparecer, que quiere que todo acabe. Sólo hay una diferencia: ahora tengo dónde mirar, tengo un único motivo para sonreír, aunque me cueste, aunque el llanto interrumpa la sonrisa. Ambos nos salvamos y ambos, a pesar de ello, fracasamos y nos condenamos. No sé dónde estás, pero, en realidad, yo tampoco sé dónde estoy, nunca lo he sabido. Sólo sé que la noche me acoge gentilmente como siempre he esperado, con las estrellas descansando sobre mí. Oscuridad y luz, frío y calor, blanco y negro. Entre contrastes todo se acaba, entre dos mundos unidos en uno sólo. No me importa lo que pase ahí fuera, no me importa el mundo, que gobierne la luz o la oscuridad, pues ahora entiendo que nada de eso tiene sentido. Existe un equilibrio más allá de los buenos y los malos, más allá de misiones cumplidas y fracasadas, más allá de soldados y civiles. Existe sufrimiento y felicidad, dolor y plenitud, miedo y esperanza. Y hoy, gracias a ti, he experimentado todo esto de la forma más intensa.
Pero ya no siento frío, ni calor, ni dolor, ni plenitud, ni miedo, ni esperanza. Sólo siento que todo ha acabado, que la luz y la oscuridad me esperan. Sólo te siento a ti, al que veo al mirar las estrellas por última vez. Unas estrellas de gran belleza, pero muertas. Muertas como tú, Solas. Y también tan muertas como… y-yo.