jueves, 23 de abril de 2020

Más allá de las puertas del vacío



Abres los ojos una mañana como cualquier otra. Una mañana idéntica a la anterior y a la anterior y a las de hace dos semanas. Y apuestas lo poco que te queda de libertad a que será exactamente igual a la mañana siguiente. Lo primero que ves es el techo, blanco, liso, vacío. Te incorporas, te quedas en silencio, no piensas, no esperas nada, sólo miras a la pared, también blanca, tan vacía como el techo. Te levantas y te vistes con la misma ropa que hace dos días. Vas al baño, miccionas, te lavas las manos y te miras al espejo. No te reconoces, Miras el blanco de tus ojos, vacío, tan vacíos como el techo y la pared. Vas a la cocina para prepararte el desayuno. Te alimentas, pero realmente ya no importa mucho qué desayunas ni merece la pena perder el tiempo en elegir qué vas a ingerir esa mañana. Rutinariamente coges lo de siempre, no te sabe a nada. Cuando has tomado lo suficiente para mantenerte con energía te diriges a tu puesto de trabajo, frente a la pantalla negra del ordenador. En breve se encenderá y se llenará de documentos de trabajo, pero, aun con todo, estará tan vacía como tus ojos, el techo y la pared. Tecleas, clicas, tecleas, clicas, ejecutas, no piensas. Cada vez más rápido, cada vez con menos sentido. Tecleas sin parar, apenas paras durante toda la mañana.

Te detienes, abres el chat de trabajo, comienzas a escribir a un compañero y ZUM. Se va la luz. No pasa nada, trabajas en un portátil y este se mantendrá encendido con la batería suficiente. Pero no, fue un “zum” definitivo. La oscuridad de la pantalla muestra tu reflejo. Ves el blanco de tus ojos, vacíos, mirando la pantalla en negro, más vacía de lo que estaba hacía un momento. Respiras hondo, intentas encenderlo, subes el diferenciador en el cuadro de luz. Nada. Coges el móvil, al menos podrás hablar a tu compañero haciendo uso de los datos. Pero la pantalla del móvil es idéntica a la del portátil, vacía, negra, un espejo al que mirarte.
Intentas relajarte, así que te tumbas en el sofá boca arriba. Respiras entrecortadamente intentando mantener el control, sin éxito. Te vas a lavar la cara para refrescarte y pensar con claridad. Ni una gota. Nada. Tus manos empiezan a temblar, te miras al espejo otra vez y empiezas a ver algo más que el blanco de tus ojos, algo en tu mirada, más allá de ella. Pero los cierras, pues no te atreves a ver más allá de ellos. Te sientas en el sofá, enciendes la tele como un auténtico gilipollas, sin recordar que no hay luz, no hay tele, no hay consuelo en esa programación vacía –tan vacía como la pantalla del móvil, de tu portátil, tus ojos, la pared o el techo-, no hay nada. Tiras el mando contra el sofá perdiendo por un momento el control. Respiras.

Decides relajarte hasta que todo se solucione. Eliges un libro de tu modesta biblioteca, te tumbas de nuevo y lo abres dispuesto a leer durante un rato. Tu vista se nubla, tus manos tiemblan y tu boca se seca. No puede ser verdad lo que estás viendo, mejor dicho, no es posible que sea verdad lo que no estás viendo, lo que el libro debería contener en su interior. La blancura de un libro antaño repleto de frases, palabras, letras te ahoga. Un libro en blanco, vacío, un vacío tan absoluto como el del techo, la pared, tus ojos, el portátil, el móvil o el televisor. Pasas sus páginas con una fiereza incrédula y nerviosa. Tiras el libro el suelo y coges otro sin mirar cuál es su título. Tan vacío como el anterior. Y así uno tras otro, que pasan de tus manos al suelo a gran velocidad. Muchos de los libros se rompen con el impacto, como lo hace tu cordura con cada uno que compruebas. Blanco, blanco, blanco. Estás rodeado de blanco y negro. Te sientas en el suelo con respiración agitada y rodeado de libros maltratados, algunos abiertos boca abajo.
Te arrastras al sofá y te sientas en él dándole vueltas a todo. Te mareas, así que pasas la mano por tu cabeza y dejas de pensar. Abres un vino blanco y te lo sirves en una copa, aunque sabes que no te va a saber a nada. No puedes poner música que te acompañe, así que comienzas a cantar. Primero tarareas y, después, comienzas a articular las primeras palabras de la canción, la primera que te viene a la mente.
Here's to you Nicholas and Bart
Rest… fo… rever… here…he
La canción se apaga poco a poco en tus cuerdas vocales, te atragantas con el vino, toses y el silencio que emana tu garganta te recuerda el vacío del techo, de la pared, de tus ojos, del portátil, de tu móvil, de tus libros. Te niegas a no poder siquiera cantar y comienzas a tararear, pero no puedes dejar de toser. Toses y escupes sangre que le da algo de vida a tu, también blanca y vacía, alfombra. Esa sangre proveniente de tus entrañas es un retazo de tu alma, de tu ser, de tu esencia, que pretende dar vida al vacío. Una chispa de vida que proviene de la desesperación que provoca el vacío, que te consume y te destruye por dentro. Destrucción que incendia tus intestinos y tus pulmones, no tu corazón. Un incendio que le da brillo a tu mirada vacua.

Te levantas tambaleante, dispuesto a hacer algo que no pensaste hacer nunca: saltarte las normas, saltar al vacío para salir de él. Te apoyas en la pared dejando un rastro de sangre en ella y te diriges a la puerta. El mundo está en cuarentena, no puedes salir de casa, la casa ahora es tu mundo si no quieres encontrarte con la muerte y presentársela a gente que no merece conocerla todavía. Pero tu casa está vacía, o lo que es peor, está repleta de destrucción. Te destruye la ausencia de lo único que te mantiene firme mientras estás aislado soportando la presión de la maquinaría. Lo único que nutre tu alma ha desaparecido sin motivo, sin ningún sentido. Así que abres la puerta para sentir el aire y gritar al cielo, para caminar sin parar hasta que te detengan. Ni siquiera sabes si acatarás las órdenes de la autoridad, pero no importa, porque algunos de ellos están deseando que no lo hagas para destruirte por fuera tanto como lo estás por dentro. Porque ellos están vacíos como tú, tan desesperados y asustados, y sólo les queda lo único que saben hacer, la forma que tienen de llenar ese vacío con la excusa de que están haciendo lo correcto. Y no les culpas, porque ni ellos ni tú estáis haciendo lo que no debáis, sólo intentáis afrontar el vacío que os acosa. Una huida hacia delante. La presión os ha vencido, así que estáis dispuestos a todo para no ahogaros, aunque sea saltaros la autoridad, dar la espalda a la ética profesional, ignorar la razón u olvidar la cordura. Sólo queréis llenar el vacío, darle color, aunque sea con el rojo de la sangre, propia o ajena.
Respiras hondo y bajas el manillar de la puerta blanca de tu casa. Una puerta tan vacía como tu alfombra, tu voz, tus libros, la televisión, tu móvil, el portátil, tus ojos, la pared o el techo. Pero no sólo está vacía, también cerrada. Hiperventilas mientras vuelves a intentar abrirla. Sigue cerrada, así que la golpeas e intentas gritar con el mismo resultado que cuando comenzaste a cantar.

Te tiras horas dando golpes a la puerta con tu cuerpo y con lo que encuentras. Horas en las que la sangre ya no sólo sale de tu boca al intentar gritar. La pared se cubre de esa sangre hasta que, rota, se abre. Pones un pie más allá, pero no es el exterior lo que te encuentras, sino una sala que no reconoces. Es totalmente blanca, con una luz alógena también muy blanca. Te ciega y te obliga a cerrar los ojos. Otra puerta blanca, casi camuflada, está frente a ti; decides cruzarla. La siguiente sala parece idéntica, pero esta es negra y está oscura. Apenas ves, pero consigues llegar a una puerta que te lleva a otra sala similar, pero en la que las paredes son espejos. Te miras, miras la imagen de un loco o una loca, ya no sabes quién eres o lo que eres. Eres un lienzo vacío, pero no uno que vayan a comenzar a pintar, sino uno al que han desechado por algún desperfecto y va acabar tirado, sin una pizca de color, sin vida en él, sin nada. Ya no sólo tus ojos están vacíos, todo tu ser lo está. Te acurrucas en el suelo llorando unas lágrimas que no saben a nada, que no reflejan nada mientras metes la cabeza entre las piernas con miedo a volver a ver el retrato que te devuelven los espejos.

Pasan las horas sin cruzar a la siguiente puerta, lo único que haces es temblar, ni siquiera te quedan ya lágrimas. Los cimientos de tu estructura como individuo se tambalean. Hasta que te derrumbas. Te levantas poco a poco, como un edificio al derrumbarse: lento, impredecible, imponente e imparable, a punto de hacer un estruendo y un daño que sobrepasan lo soportable para cualquier persona. El estruendo viene con cada puñetazo al cristal de los espejos, el daño lo sientes, pero no en tus nudillos. La sangre cubre ya la sala, distorsionando tu imagen reflejada. Coges un cristal, lo acercas a las venas de uno de tus brazos, que te tiembla como nunca. Te tiembla, te tiembla, te tiembla mucho. Te tiembla hasta que deja de hacerlo. Te detienes. Miras al frente, a la puerta. Tiras el cristal y das un paso hacia ella. La abres sin dejar de mirar tu reflejo. Es el exterior, al fin.

El sol te ciega y, por un momento, no ves nada. Fundido en negro, o más bien en naranja acompañado de una motita de luz que no te abandona ni cuando los abres. No estás en tu calle, sino en el centro de una ciudad cualquiera. Oyes los pájaros, pero nada más. No te sorprende, la gente está en sus casas, pasando la cuarentena, pero un silencio se impone al piar de los pájaros. Entonces reparas en ello: no oyes nada más. Nada. Estás ahí plantado, en medio del vacío de aquella calle, de aquella ciudad, de aquel país, de aquel continente, de aquel planeta. No hay coches aparcados, ni supermercados abiertos, tampoco hospitales. No hay sanitarios trabajando ni gente aplaudiendo en balcones, asomada a la ventana o yendo a pasear al perro. Estás tú solo, como individuo. Un individuo vacío que se ha levantado tras tocar con sus propias manos ese vacío. Un individuo que ha comprendido que no es nada, que significa lo mismo que ese techo, esa pared, que esos ojos, esas pantallas oscuras, esos libros sin palabras, esos sonidos perdidos, esa alfombra manchada, esa puerta cerrada. Sólo estás tú y tu dolor. Tu miedo convertido en ira y tu ira vertiendo sangre. El virus nos había fulminado, pero no el virus que todos temíamos, no. Se trataba de un virus mucho más nocivo, silencioso y lento. Un virus diferente que nos robó el arte y la cultura, un virus que nos quitó la energía, que nos consumió la psique para mantener en funcionamiento la sociedad, eliminando así al individuo. Ningún individuo puede sobrevivir mucho tiempo así. Cuando todo lo que verdaderamente importa desaparece, las personas comprenden
lo vital de su existencia. Pero ya es tarde. Ningún ser humano estaba preparado para quedarse solo frente al espejo, con sus pensamientos, mirando al vacío que había provocado una vida de producción y consumismo.
No nos mató el virus que nos obligó a quedarnos en cuarentena ni no nos volvió locos la cuarentena, la cuarentena nos puso el espejo y nosotros, poco a poco, desaparecimos sin dejar rastro. Nos tiramos al vacío sin luchar, sin pintar de sangre esa blancura lobotomizadora. Tampoco nos mataron ellos, los de arriba, nos matamos nosotros solos.

Y aquí estás tú ahora, el único ser vivo del planeta que ha abierto la puerta hacia la luz y la oscuridad, afrontando, finalmente, tu propio reflejo. El único que se ha enfrentado a ellos, al vacío y al dolor. El único que ha mantenido un hilo de cordura ante la pérdida de aquello que nos da la vida. ¿Para qué? Para caminar bajo el cielo azul una vez más, repleto de luz y color; para escuchar el sonido de los pájaros que cantan con aparente alegría, para ver el verde que rodea el gris. Para disfrutar de lo único valioso que quedaba en el planeta, tan efímero como la supervivencia de un individuo en tus circunstancias. Pero no temas, ¿oyes el sonido de la maquinaria a lo lejos? No se apaga tan fácilmente, como un autómata al que han programado y engrasado durante años, sigue funcionando. Y, aun siendo el único individuo que queda con vida en el planeta, todavía quedan humanos vivos. Sí, allí los tienes, frente a ti. Pero qué importan, no son nada, no son nadie y están más jodidos que tú. Aunque ellos tengan las armas, aunque sean la ley, aunque te estén apuntando. Mira sus rostros protegidos por cascos, no puedes ver nada, porque nada hay. ¿Lo oyes? No hay altavoces, pero no hace falta, escucha cómo la música atraviesa el cielo y cubre el planeta. Canta, amigo, amiga. Cantad. Habéis luchado para recuperar vuestra voz, aprovechadlo. Cantad aunque sea escupiendo sangre en el intento. Ya que vais a derramar sangre que sea cantando, que sea sintiendo por última vez eso que os arrebataron, eso cuya ausencia os destruyó. Cantad al son de la música que camufla los disparos, cantad para llenar los agujeros de vuestra piel, cantad con vuestro último aliento, cantad mientras ellos aprietan los gatillos. Cantad, cantad, cantad ¡Cantad!

Here's to you Nichola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph!

Que no os silencien los disparos ¡CANTAAAD!

Here's to you Nichola and Bart
Rest forever here in our hearts
The last and final moment is yours
That agony is your triumph!

Canción: https://youtu.be/7oday_Fc-Gc