Contemplo la cegadora luz
que está a unos segundos de arrasar mi planeta y a mi gente: mis amigos, mi
esposa, mis soldados, mi hogar. Sé que este es el fin. Por fortuna, mis dos
únicos hijos se encuentran lejos de aquí, de este ataque sin piedad, de esta
matanza que está a punto de perpetrar nuestro señor, Freezer.
Hemos luchado con fiereza, nos hemos defendido haciendo gala de nuestro orgullo
y nuestro espíritu combatiente. Hemos derramado hasta nuestra última gota de
sangre para proteger lo que es nuestro. Curioso, pues los saiyans siempre
atacamos, nunca protegemos nada ni defendemos a nadie. O eso creía hasta que
conocí a ese muchacho, su madre y aquel namekiano. Aún recuerdo sus nombres:
Granola, Muesli y Monite. Todavía hoy no sé explicar qué me sucedió, qué fue lo
que sentí, por qué actué como lo hice. Fue un sentimiento que nunca había
experimentado con esa intensidad en el campo de batalla. Lo llaman piedad, empatía
Algo cambió en mí cuando vi
por primera vez a mi segundo hijo, algo se removió en mí. Cuando nació Raditz
apenas le presté atención. Gine se enfadaba por ello, pues las mujeres saiyans no
son como nosotros, los hombres: son más sensibles, más blandas; o eso pensaba.
Ella se encargó de su crianza cuando era un bebé hasta que tuvo la suficiente
edad para empezar a luchar e invadir otros planetas. Le enseñé lo básico, pero
los saiyans somos lo suficientemente fuertes como para tener que entrenar.
El mayor acercamiento que tuve con Raditz fue una noche que pasamos juntos,
hablándole de la galaxia, de otras razas a las que había aniquilado, de nuestro
deber hacia el emperador Freezer y sobre el poder de nuestra raza.
Le hablé sobre los ozaru y la luna llena, y se la mostré.
Sentí orgullo cuando vi a mi hijo transformado en Ozaru por primera vez,
rugiendo al manto oscuro que cubría el planeta y destruyendo con frenesí y
desenfreno las montañas que se encontraba a su paso.
Orgullo, pero nada más. ¿Se puede decir que quiero a Raditz? Sí, pero no es lo
que otros llamarían amor paternal. Soy un saiyan, un guerrero, un asesino, un
ser que se mueve solo por la lucha o la destrucción. Pero, a pesar de ello
amaba a Gine, ¿no?
Gine, una saiyan que
sacrificó todo para estar conmigo. Estaba prometida a un saiyan de clase alta:
Whitloof, con el que hubiese tenido más comodidades en el ejército de Freezer e
hijos más poderosos que los nuestros. Renunció a todo eso cuando me conoció,
algo que me sorprendió, pues decidió estar conmigo mucho antes de que matase a
Whitloof.
Le daba igual que fuese un saiyan de clase baja, me dijo que veía en
mí un fuego más brillante que el de cualquier saiyan de clase alta y que
nuestro destino no lo escribían unos datos obsoletos tomados para unas
estúpidas pruebas de poder. Me creía capaz de cualquier cosa con mi pasión
desmedida y mi incapacidad para rendirme.
Pero también vio algo más en mí: compasión. En aquel momento me reí y no hice
mucho caso, pero ahora he de reconocer que tenía razón.
Por ejemplo, otro hubiese querido matar a Whitloof desde un inicio, pero no fue
mi caso. Intenté dialogar con él, que comprendiese la decisión de Gine,
estallando solo cuando fui testigo de cómo la golpeaba jurando que el castigo
en casa sería más severo.
Sentí una fuerza incontrolable en mi pecho que ardía con mayor bravura que
cuando estoy en combate, un zumbido en la cabeza que nublaba mi mente más
intenso que cuando miro a la luna llena y me transformo en Ozaru, y una punzada
en mi espalda que jamás había sentido. Al sentir aquello tan extraño en la
espalda noté también algo más en mi interior, como si algo quisiese romper o
explotar. Mi energía se revolvió con más intensidad que nunca y, por un breve instante,
me pareció ver un fugaz destello, algo que me erizó ligeramente el pelo. Pero,
en apariencia, ningún cambio se había provocado en mí, lo único que ocurrió fue
que me abalancé con ira desmedida contra aquel que había dañado a la saiyan que
amaba.
Le destrocé, sin esa piedad que Gine veía en mí. Ni ella misma podía reconocer
a Whitloof en esa pulpa de sangre que se había convertido su cabeza.
A Freezer le pareció gracioso todo eso y no fui condenado. Por su parte, al rey
Vegeta no le importaban las disputas entre los suyos, pero no le parecía bien que
un soldado de clase alta fuese asesinado por uno de clase baja, y menos si era
porque el segundo se había enamorado de la prometida del primero.
Desde ese día sentí que el resto de saiyans me respetaban más, pues a pesar de
tener mucho menos poder de combate que Whitloof, le había destrozado sin que
este pudiese hacer nada.
Se puede decir que los días
posteriores a asesinar a Whitloof fui feliz. Era algo más respetado por mis
hombres, me seguían asignando planetas interesantes que conquistar, Freezer
estaba contento con nosotros, Gine me daba toda la fuerza que necesitaba con su
cariño y confianza y estaba rodeado por buenos compañeros de armas. Encima, Gine
me iba a dar un segundo hijo, ¿se podía pedir más? Mi vida era perfecta.
Pero todo
tiene un ciclo en este universo, todo ha de terminar algún día, en algún momento la luz precederá a la oscuridad y el silencio. El tiempo es algo que pasa para
todos y no se puede cambiar, no se puede viajar al pasado, no se puede lograr
que un momento sea eterno ni que otro no suceda nunca. Debemos vivir sabiendo
que todo algún día acabará, pero sin resignarnos a perderlo todo o que nos lo
quiten sin más. Hay que luchar, ajustarse la bandana en la cabeza y dejarse la
vida en el combate hasta que la bandana sangre y estemos tan exhaustos que
apenas podamos respirar.
Y eso es lo que he hecho hoy y lo que estoy haciendo ahora mismo.
La luz se hace cada vez más grande, más ardiente. Quema en la distancia, mucho
antes de que nos desgarre la piel y nos pulverice. Pero no tengo miedo, no me
detengo ante la luz inevitable que impondrá la oscuridad y el silencio.
Contengo mis lágrimas, pues nadie me verá llorar hasta que todo esté perdido.
Aprieto los puños, rechino los dientes y concentro lo último que queda de mi
energía, buscando esa ira que sentí el día que golpearon a Gine. Una chispa de
ese poder volvió a pellizcarme al imaginarme a Gine muerta junto al resto de
nosotros, pero ahí se quedó.
Supe que ya nada más podía hacer, pues el destino del que hablaba Gine ya
estaba escrito y, en efecto, no estaba escrito por unos datos obsoletos, sino
por algo mucho mayor.
A las puertas del final comprendo lo que sentí el día que vi a mi segundo hijo,
lo que me hizo actuar en favor de esos cerealianos y ese namekiano en el
planeta Cereal. Ese día, al mirar el rostro del hermano de Raditz vi algo que
no vi en el propio Raditz. Vi lo que Gine vio en mí: no vi el rostro de un guerrero
sino el de algo mayor. Puede parecer que no tenga sentido, era solo un bebé, pero
uno idéntico a mí por fuera y también por dentro, lo percibí. ¿Cómo no iba a
percibir algo así si yo soy su padre? Y lo más importante, por dentro tenía
más de Gine que de mí. Una mujer que me enseñó que existe más que la lucha, la
guerra, la destrucción o la muerte. Gracias a ella sé lo que es una familia, sé
lo que es la felicidad y comprendo mejor la compasión que siempre he sentido y,
por mi educación, he intentado bloquear. En ese momento fue cuando, sins er consciente, entendí todo, cuando supe qué es lo que deseaba y cómo deberían ser las cosas. Fue cuando, sin saberlo, decidí que haría algo por mantener eso en el mundo: la compasión, la felicidad, aunque fuese ajena; la familia y lo que ello conlleva. Lo que me llevaría a salvar a esa madre y su hijo, que bien podrían haber sido Gine y nuestro hijo.
No me avergüenza decir mientras
acaricio con mis dedos la amarga muerte que me espera, que gracias a ella
también sé lo que es el amor. Y eso es algo que también sentí cuando miré a
aquel bebé. Mi pecho se hinchó con más fuerza que todas las veces que había
sentido orgullo por Raditz, mientras mi estómago se encogía. Vi en ese muchacho
la capacidad de llevar a los saiyans mucho más lejos de lo que yo hubiese
logrado. Veo ahora su capacidad de hacer cosas más grandes de lo que yo hice el
día que maté a un soldado de clase alta como Whitloof.
Su destino como saiyan era otro, pero gracias a lo que Gine me enseñó ambos le
dimos una oportunidad para que se impusiese a su destino y fuese mucho más de
lo que yo he sido.
Forma una familia, hijo; y hazlo mejor que yo. No desatiendas a tu esposa y
a tus hijos tanto como tu padre, no olvides el amor por la lucha, pero
tampoco la compasión, la justicia, a los
buenos amigos y el amor en su esencia más pura. No dejes que corrompan tu espíritu
como hicieran con el mío. Golpea tu cabeza si hace falta para olvidar lo poco
que pudimos enseñarte sobre las costumbres de nuestra raza y mantén en tu corazón las enseñanzas sobre la importancia de la amistad, la colaboración y
la protección de los tuyos.
Gracias a ti, ya antes
incluso de que pudieras hablar, aquel pequeño, Granola, salvó su vida. Antes de
conocerte yo le hubiese matado a él y a su madre, además de a ese viejo
namekiano. Su madre, Muesli, fue asesinada por gente que hace negocios con el
infame Freezer, que está a punto de aniliquilarnos, pero ellos dos sobrevivieron
y a día de hoy siguen estando vivos. Ojalá algún día les conozcas y puedan ver
lo que yo nunca veré. Al guerrero en que te convertirás, al gran hombre, esposo
y buen padre. Y, ojalá, al asesino de emperador del universo, al liberador de
la galaxia y al redentor de la raza saiyan.
Confío en ti, hijo. Y ojalá Raditz te siga en tu camino y no se deje llevar por
sus instintos saiyans. La luz se acerca, pero no me importa. No me rendiré, tal
y como a ella le gustaba. Intento repeler el ataque con la poca fuerza que me
queda. Fracaso.
La luz me envuelve, el ardor en todo mi ser es tan intenso que, a pocos
instantes de morir, dejo de sentir. La luz permanece, el estruendo es
insoportable para los oídos, pero para mí todo se vuelve mudo, y aunque la luz me ciega puedo
ver una última imagen. Nos veo juntos, a los cuatro. Felices, lejos de Freezer,
lejos del planeta Vegeta, tal vez en el planeta Cereal, junto a Granola y
Monite, tal vez en la Tierra, donde te hemos enviado, junto a tu familia y amigos.
Sé que jamás se hará
realidad, pero esta imagen me da paz y, con ella, las lágrimas se liberan al fin.
Sonrío como un imbécil con mi último aliento y, por último, te veo. Veo tu
rostro adulto idéntico al mío, un rostro limpio, sin cicatriz, con semblante serio, pero calmado. Se asoma en ti una
ligera sonrisa y contemplo en tus ojos una pureza inimaginable en alguien de nuestra
estirpe. Incluso observo una ropa naranja y azul, no sé muy bien por qué. Pero eres tú, lo sé, en un futuro mejor que se me ha negado, pero por el que tú lucharás con la intención de protegerlo hasta el final de tus días.
Llegarás lejos, estoy seguro. Y espero que algún día, por remoto que sea, aunque pasen cuarenta años, me conozcas
y puedas quererme como yo te quiero a ti o, al menos, te sientas orgulloso de
tu padre.
Gracias por todo lo que ya has hecho sin ser consciente y por todas las grandes cosas que vas a hacer, Kakarot.