El alma descansa cuando echa sus lágrimas; y el dolor se satisface con su llanto
Ovidio
Qué placentero era situarse
en esa roca flotante cada día, sobre aquel pozo esmeralda de llanto y dolor,
bajo aquel cielo encapotado y tormentoso que jamás dejaba de escupir fuego y
lanzar fulgurantes rayos tan rojos como atronadores, envuelto por un infinito
cósmico y acompañado por una soledad insondable. ¿O era al revés? Qué más daba.
Durante eones he estado solo, condenado a una existencia de invisibilidad
perpetua para todos aquellos que me rodeaban.
Pero no siempre había sido así. ¿Quién era yo? ¿Quién había sido? Casi ni lo
recordaba. Espera, sí. Destellos de mi pasado me iluminaban con cada relámpago
escarlata, más allá de la verdosa luz de aquel foso.
Primero fui el chico del panadero, después fui el panadero, más tarde fui el
asesino de la chica del relojero, después el asesino del relojero. Títulos,
títulos, muchos títulos y ningún nombre, ninguna verdad. Aquella chica, la
chica del relojero, era la única a la que recordaba con claridad. Sí, aquellos
ojos verdes que me observaban mientras manipulaba la masa, aquellas pecas sobre
su alargada nariz, aquel pelo castaño cayendo sobre sus hombros. ¿Cómo
olvidarla? ¿Cómo olvidar escuchar mi nombre en su boca, a pesar de no recordarlo
ya cuál era? ¿Cómo olvidar el día que me invitó a su concierto de violín al
aire libre en esa apetecible noche de verano? Concierto al que, claro, asistí.
Sí, ahora recuerdo perfectamente esa noche.
Esos eran los tiempos en los que la existencia no era otra cosa que monotonía
sin preguntas, trabajo sin dudas, vida sin propósito. Vacío lleno de más
vacuidades. Soledad imperceptible, tan dolorosa como habitual ya para mí. Pero
esa noche no, esa noche las estrellas brillaron con tal intensidad que me
cegaron, derramando lágrimas cálidas por mi rostro congelado. No, no fue el
destello lo que me cegó, no fue el brillo lo que me hizo llorar. ¿O sí? No, no
fueron las estrellas lo que más brillaron esa noche. ¿Acaso era ella una
estrella? Ella era humana, o eso creo, pero cada nota que escuchaba me decía
que no, cada movimiento que hacía, cada melodía que emanaba de su instrumento
me aseguraba que ella no era humana, no podía serlo.
Esa noche estaba descubriendo que la existencia era más compleja, que nuestro interior albergaba algo, que el alma existe, que la luz también, que la vida no es tan solo existencia y la existencia va más allá de la vida, del movimiento mecánico, del pensamiento, de la subsistencia, de la materia, de la masa, de mi pan, del tiempo. La hija del relojero me enseñó que el tiempo se puede detener, encapsular, que la vida es MÁS. La vida es arte, es magia, es energía, es música, es pintura, es literatura. ES ALMA.
Puedo cerrar los ojos y sentir lo mismo que sentí aquella noche. Me alzo sobre
mi roca flotante y muevo los brazos embravecido como la tormenta, simulando que
toco mi violín invisible, imitando los movimientos de ella, también invisible
ahora. No… no, no, nonononono ¡No! ¡NO! No es invisible, no lo es para mí,
porque esa noche atrapé su alma igual que ella atrapó la mía. Y sus notas
suenan aquí y ahora, si es que el aquí y el ahora son conceptos que siguen
existiendo, acompañando a los truenos en este día que no es día, en esta
oscuridad que no es noche, en esta infinitud que no es vida. En esta existencia
que no es nada. Pero el vacío se llena y los gritos de las almas que emergen
del pozo esmeralda se camuflan con las notas de mi recuerdo, tan frenéticas en mi
mente como erráticos los movimientos de mis brazos. Las lágrimas esta
vez no se derraman de mis ojos, pero quién necesita mis lágrimas si tengo las
de todos ellos, presos de mi ira, de mi dolor, de mi venganza.
Y continúo tocando esa sonata insonora que proyecta recuerdos más vívidos
mientras contemplo el cosmos frente a mí. Aquella lejana noche, en cambio, el
cosmos estaba sobre mi cabeza y era ella la que tenía de frente, sobre aquel
escenario, tocando sin parar. Primero con los ojos cerrados, después
abiertos. Me miraba fijamente con aquel
verde cautivador que llegué a pensar me hipnotizaba. Bailaba. Yo… ¡bailaba! Yo,
que nunca me había salido del guion de la insulsa obra de teatro que me había
tocado interpretar, del papel que el universo me había asignado.
Ella rio. No sonrió, no. ¡RIO! Y bailó también. Bailaba mientras tocaba y reía,
a la par que el resto se animaban y acompañaban con palmas y sus propios risas
y bailes.
Una danza preciosa llena de amor, pasión y sinsentido. Un sinsentido
embriagador que le dio sentido a todo ¡A TODO! La danza era lo único
importante, una danza eterna que duró solo unos minutos. ¡Qué paradoja! ¿Cómo
podía manipular el tiempo así aquella joven? Esa danza terminó y, sin embargo,
aquí sigue, sobre esta roca en la que bailo pisando los restos de aquellos que
ya no pueden hacerlo. La fastuosa danza se ha tornado en una macabra, pero a
quién le importa ¿¡A QUIÉN? Lo importante es la danza, su música, su recuerdo.
El éxtasis me vuelve a embriagar como en aquel momento de hace eones, de formas
que había olvidado.
Rio mientras bailo, me carcajeo al ritmo de la cadencia de los truenos y sigo
rasgando el aire con mi violín invisible. Recordando.
Baja del escenario, me abraza, mi corazón me recuerda que estoy vivo, que
existo, que la nada era real y había vivido en ella hasta ese momento, donde la
vida no tenía vida, el color estaba apagado y la música era solo sonido. Pero
ella me cambió, como si me hubiese dado la mano, me hubiese elevado al cielo y
me hubiese enseñado, sentados sobre una estrella, el mundo. No, no el mundo, nuestro
mundo. Había metido su mano en mi pecho, había traspasado mi corazón desbocado
y me había tocado el alma para que pudiera sentirla.
Después de aquello no sabía si quería volver a mi panadería, si hacerlo me
destrozaría con su monotonía como nunca había hecho.
Pero esa noche no había acabado. Estaba eufórico, ansioso, asombrado. No podía
volver al vacío, no todavía. Entonces la miré y lo vi. Vi el deseo en aquel
verdor, vi la alegría, pero también vi mucho más, pues también había traspasado
su pecho y tocado su alma más allá de los armoniosos latidos de su corazón;
pude percibir el miedo, la culpa y algo mucho peor que el vacío y la
invisibilidad: la oscuridad.
Hablamos toda la noche después de la música y el jolgorio. De nuestros deseos,
nuestros temores, nuestros pasados y futuros. Hablamos de todo y de nada. Me besó. No fueron dos labios tocándose ni dos
lenguas entrelazándose, fue mucho más. De nuevo las almas ¡LAS ALMAS!
Sentí su miedo atenuándose, mi deseo inflándose y seguí comprendiendo que nada
es importante más que lo que no tiene demasiada importancia ni utilidad
práctica. La música no llena tu estómago, la pintura no se bebe, la literatura no
cura tus heridas y un beso no sirve para absolutamente nada. Todo verdad y todo
mentira. ¡MENTIRA!
La música te alimenta, la pintura te sacia, la literatura cura cada una de tus
heridas más profundas y un beso es lo único que necesitas para seguir viviendo.
Todo aquello era nada y lo era TODO.
Era tarde, así que la acompañé a casa, donde no había nadie todavía. Su madre
muerta, su padre borracho en alguna taberna. Tiempo… tiempo es lo que teníamos.
El loco de su padre tenía la casa llena de relojes por todas partes, en cada
rincón, por toda la pared, en todas las mesas y mesitas, incluso en el suelo.
Teníamos tiempo para llegar a más esa noche, a darlo todo, a conectar como
nunca habíamos hecho ninguno, más allá del cuerpo, más allá del alma, más allá
del mero placer carnal. Tic, tac. Sonaban los relojes al unísono en una
enloquecedora melodía. Tic, Tac. Amasaba su piel mientras no dejaba de escuchar
esos malditos relojes, tic, tac. Hasta esa noche amasar pan era lo único que
conocía y me llegaba a relajar, pero nunca pensar que amasar podría ser una
experiencia tan intensa, llena de belleza y placer. Amasaba y besaba, mientras
los relojes no paraban de lanzar lo que parecían sonidos acusatorios y
condenatorios por lo que estábamos haciendo en casa de su dueño y creador.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac. No tenía pensado parar. Era la primera noche que estaba viviendo y quién sabía si iba a ser la última. Me perdí en aquellos ojos incandescentes con los que me pedía más, en aquellos pechos perfectos y en aquella boca insaciable. Esa noche los dos lo éramos, necesitábamos más y más. Más conexión, más vida, más placer, más tiempo juntos. Más, mucho más. Y así lo hacía saber ella entre gemidos. Más, más, más. Tic, tac, tic, tac, tic, tac, más, más, más, más ¡MÁS!
No podíamos parar. Aunque yo había terminado, no me detenía y ella tampoco.
Seguimos hasta que el sol casi se dejaba ver y los relojes no dejaban de
recordarnos que el tiempo seguía fluyendo y que nuestro tiempo había terminado.
Tic, tac, tic, tac, tic, tac ¡TIC, TAC, TIC TAC! Me iba a volver loco, ¿o ya me
lo había vuelto? Tic, tac, tic, tac, tic ¡PAM!
La puerta se abrió de golpe, el padre apareció, borracho, gritando. Nos
olvidamos de él, nos olvidamos de todo, incluso del tiempo a pesar de aquel
incesante TIC TAC. Habíamos perdido el control, nosotros y él, que me atacó furibundo
con la botella de alcohol casi vacía. Después agarró por la nuca a su hija,
todavía desnuda sobre el sofá y la empotró contra la pared. Y yo… yo no hice
nada.
No hice nada. Nada, nada, nada ¡NADA! ¡NO HICE NADA! La vi allí, sangrando
contra la pared, llorando, sin ropa e indefensa y NO HI-CE NA-DA.
Solo le exigí que la soltara. Le aseguré que la quería y que lo nuestro iba en
serio. Pero entendí que en esa aldea no solo era invisible, era odiado. Nunca
supe por qué, tal vez por algo que hizo mi padre y me condenó a mí. No lo sé.
Pero me odiaba con todo su ser y prefería a su hija muerta que mancillada por
mí.
Y eso hizo. Delante de mí. Continuó golpeándola contra la pared, dos, tres,
cuatro y cinco veces. Yo temblaba, como tiemblo ahora. Temblaba, temblaba sin
poder parar. “¡Para!” Le gritaba yo. “¡Para!” Grito ahora al vacío. “¡Para!”
Escucho entre las almas desdichadas que me rodean en este campo de muerte sin
sentido “¡Para!” Gritaba ella también. “¡PARA!” Gritamos todos en el pasado y
el presente, en el tiempo inconstante y tambaleante que se emborrona en este
erial de agonía.
―¡PARAAAAAAAAA!
No paró. Ella cayó, pero no paró. Ella expiró, pero él no paró. No paró y yo
corrí.
La había matado yo; eso es lo que él había propagado por el pueblo. Una vil
mentira. Tal vez verdad, pues mi inacción acabó con ella. Volví a mi casa
corriendo. Había amanecido al tiempo que mi mundo había oscurecido, se había
desvanecido, desintegrado. ¡Qué terrible momento! Como si un pérfido ser
celestial me hubiese mostrado los placeres del Edén antes de entregarme a un
emisario de Lucifer para que mi alma fuese condenada a arder en el fuego
eterno. Esa mañana comprendí que había algo mucho peor que el vacío que me había azotado con su
dañina existencia durante toda mi vida.
La gente me señalaba ya como el asesino de la chica del relojero. Me resguardé en mi casa, acurrucado, sollozando, sin
haberme siquiera vestido, pues había huido sin tiempo para hacerlo. Me mecía
sobre el frio suelo con la única melodía de mis sollozos y lamentos. La había
dejado morir, la había dejado morir ¡LA HABÍA DEJADO MORIR!
Escuchaba el Tic, tac en mi cabeza de forma constante. Y ahora era peor, pues
lo acompañaba otro sonido, el de su cabeza impactando contra la pared, el de la
carne de su rostro destrozándose y su cráneo quebrándose. Me tapé los oídos,
pero seguía escuchándolo. Lloraba y me mecía, gritaba y maldecía y pronunciaba
solo una palabra que vuelvo a pronunciar ahora. “Perdóname”.
“Perdóname, perdóname, perdóname, perdóname”.
―¡PERDÓNAME!
Mi vida había estado vacía, con movimiento, pero inmutable, por absurdo que
suene, con inacción constante. Ese día me moví de verdad y sentí por primera
vez y cuando más tuve que moverme me detuve, me bloqueé, paré. Habían quitado
la vida a la persona que me la había dado y había sucedido por hacer lo que
siempre hacía: nada.
Dejé de mecerme, de llorar, me paré y me callé para moverme y existir. Una vez
más. Alcé la mirada, una cargada de odio, me aferré los brazos con fuerza e ira
contenida antes de limpiarme las lágrimas, levantarme del suelo y abrir la
puerta de casa para volver. Lo hice todavía desnudo, con la mirada al frente,
pero perdida. No había estrellas, no había sol, no había cielo, no había vida,
pero tampoco había nada, tampoco había vacío. No. Había muerte. En mi recuerdo,
en mi mirada, en mi determinación, en mi futuro. Muerte, que no es lo mismo que
inexistencia.
Antes de salir de casa había el mejor cuchillo que tenía y me dirigí a mi
destino. Muerte.
Los pasos de mis pies desnudos sobre la hierba y la tierra casi parecían
retumbar como en un gran salón en el que caminara con botas altas. Los aldeanos
me señalaban y susurraban mi nuevo nombre, “el asesino de la joven del relojero”.
Sonreí fugazmente en un breve instante de locura absoluta, pues en poco tiempo
me ganaría otro nombre que sí encajaría con la realidad.
Tic, tac, allí estaba otra vez ese sonido endiablado. Tic, tac, como si
quisieran avisar a su hacedor del peligro inminente. Tic, tac, como si esos
malditos relojes me llamaran también asesino a pesar de que habían sido
testigos de la verdad. Tic, tac, como si anunciaran los segundos que le
quedaban a ese cerdo asesino.
La puerta estaba abierta con algunos vecinos dentro consolando a ese hipócrita.
No habían ido todavía a las autoridades, lo que me dio tiempo para hacer
justicia. Tiempo era lo único que necesitaba. Tic, tac.
Me zafé de un par de vecinos
que me intentaron detener, ni siquiera recuerdo si les herí y, justo cuando el
relojero se giraba hacia mí le clavé el cuchillo en la garganta. El tiempo, tic,
parecía haberse ralentizado, tac. La sangre, tic, salió a borbotones de su
garganta y su boca, tac. Cayó a mis pies agonizando mientras se ahogaba y la
sangre burbujeaba saliendo a borbotones. El sonido ahogado de su respiración se
entremezclaba con el de sus relojes, que pasaron de parecerme que lloraban la muerte
de su creador a que reían conmigo la muerte de aquel loco, jajajajajaja
tictactictactictacjajajajajajajajatictactictacjajajajajajajajajajaja
Todo pasó muy rápido, parecía que el tiempo se había acelerado. La gente huyó
al grito de: “la profecía era real, el hijo del panadero nos condenará a
todos”.
¿Profecía? Sí, algo así dijeron. Pero esas palabras dejaron de tener
importancia cuando vi a su padre apagándose junto el cadáver destrozado de su
hija, de mi estrella, de la persona que en una noche me lo había dado todo con
nada.
Ahora la risa de los relojes parecía ir dirigida a mí
tictactictactictactictactictacjajajajajajajajajajajtictactictacjajajajajajajajajajajajatictactictacjajajajajajajajajaja
La realidad volvió a golpearme y la cólera me invadió. Comencé a gritar
mientras destrozaba todos y cada uno de esos endemoniados relojes. Los de la
pared, los de las mesas, el suelo… los pateaba, los lanzaba, los golpeaba y
hasta, sin ningún tipo de sentido, los acuchillaba con el acero cubierto de la
sangre de su padre. El tic tac no fue destruido, era imposible, no desaparecía
de mi cabeza. Pero, entonces, cuando destruí el último reloj, se hizo el
silencio y se congeló el tiempo. Me giré. Vi la silueta de una mujer junto al
cadáver de ella. Era una silueta oscura, como una sombra proyectada en el
vacío. No tenía sentido.
Pero se levantó, se acercó y me acarició, para abrazarme después.
Salí de la casa y comprobé que el tiempo se había congelado realmente, no era
una sensación. El vacío había vuelto y yo volví a mi cama y me acosté junto a
su silueta. La abracé y lloré, lloré y lloré. Ya no oía nada, ni el tic tac, ni
las notas de su violín. Ya no sentía nada, ni la ira ni el amor. No sentía
tampoco el palpitar de mi corazón ni el suyo, no percibía su alma igual que
ella no podía percibir la mía. La abracé más fuerte, pero no me trasmitió calidez,
más bien lo contrario. Y cuanto más la abrazaba más frio me sentía hasta que me
congelé, como el tiempo, y ella me envolvió. Y al hacerlo ya no sentí placer
como la primera vez, sino dolor. Su helado beso ya no me llenó, me dejó vació y
aun así no la solté, nunca lo haría.
Allí me quedé en esa cama, abrazado a su silueta durante días, meses, lustros,
décadas, siglos, milenios, eones. ¡EONES! Había pasado tanto tiempo que había
olvidado su nombre.
―¿Cuál es tu nombre? ―pregunté con un hilo de voz ronco
después de pasar aquellos eones sin hablar― Lo he olvidado.
―Nunca te lo he dicho ―No puedo saber si sonrió o hizo algún gesto en ese
rostro monocromo y sin forma― Mi nombre no importa.
―A mí sí. Mi fiel amor, mi eterna compañera ―Yo sí esbocé, no sin esfuerzo, una
sonrisa que intentó iluminar el vacío y el auténtico sinsentido de estos eones
roto por el dolor.
―Si así lo deseas, así será.
Se acercó más a mí y sin siquiera mirarme lo pronunció.
―Soledad. Y, en efecto, jamás te abandonaré.
Me quedé helado, más si cabe. Podría decir nuevamente que el tiempo pareció
congelarse, pero ya lo estaba. Un escalofrió me recorrió el cuerpo; lo primero
que sentía en aquellos miles de millones de años.
―Yo soy mejor que esos ignorantes supersticiosos ―se acurrucó envolviéndome con
más fuerza―. Soy mejor que el dolor, que la incertidumbre, que la pérdida, soy
tu única certeza. Soy mejor que ella.
―¡NO! ―La aparté de un golpe―. Nada es mejor que ella, que la vida que me
enseño, que el alma que me hizo sentir y tú… ¡Tú no tienes alma!
―¿Cómo habría de tener tal cosa el vacío personificado? ¿Para qué necesitaría
tamaña absurdez la nada? ¿De qué sirve eso si es tan intangible como yo? Somos
lo mismo.
―No tienes ni idea ―espeté con desprecio.
―¿Acaso hay alguna diferencia entre el vacío de mi ser y el de tu alma? Ambos
entes intangibles, ambos oscuros, ambos carentes de vida y de placer, pero
ahora también de dolor, gracias al contacto de tu alma con mi esencia,
―Jamás has atenuado mi dolor, solo has hecho que deje de escucharlo, como esos
relojes ―dije levantándome de la cama y vistiéndome por primera vez en cientos
de millones de años.
―¿Dónde crees que vas? ―preguntó con tono burlesco mostrando, de alguna forma
que no soy capaz de comprender, una risa burlona en aquel rostro carente de
rasgos.
―Lejos de ti, a buscar su alma de verdad, la que pensé que eras tú.
―Pobre chico ignaro ―volvió a reír aquel ente despreciable―, que cree que lo
sabe todo por una noche de música, diversión y pasión y no sabe nada.
―Tú eres nada. ¡NADA! ―grité.
―¡Te equivocas! ―comenzó ella también a elevar el tono―. Yo he sido algo, algo
que siempre ha estado ahí, a tu lado. Tu única acompañante. ―Se levantó de la
cama tras de mí― ¿De verdad crees que me convertí en tu fiel compañera solo
después de su muerte? ¡JA!
―Esa noche te maté ―pronuncié con cierto tono de orgullo.
―Solo me apartaste, ¡procaz! ―Se acercó dispuesta a agarrarme― ¿Cómo osas
despreciar a la única que te hizo compañía durante toda tu vida?
―¡No necesitaba tu fría compañía!
Me solté con violencia.
―Ella te hubiera abandonado, aunque no hubiese muerto, joven insensato. ―Intentó
fingir calma― Y allí hubiese estado yo nuevamente.
―Prefiero la muerte a tu compañía eterna ―dije antes de girarme hacia la puerta.
―Ay, tarado ingenuo, ni la muerte te librará de mí, pues cuando la parca te
golpee nadie velará tu cadáver y, lo que es peor, nadie acogerá tu fría alma
excepto yo. Nadie, ¿me oyes? ¡Nadie! ¡Solo yo!
Cerré la puerta y allí dejé a Soledad, sola.
El
pueblo seguía congelado en el tiempo, su cadáver seguía intacto, sin ceder a la
putrefacción. Me arrodillé de golpe y la abracé llorando como hacía eones no
hacía. Después intenté coger su alma, pero no pude, ya no estaba allí. Cogí su
ropa para vestirla y entre los ropajes encontré un reloj de bolsillo. Tic, tac.
¿Funcionaba? Fue el único que no destrocé esa noche, pero el tiempo se había
congelado. ¿Por qué funcionaba ese reloj?
Lo guardé y llevé el cadáver, ya vestido, a las afueras del pueblo para
incinerarlo. Encendí un fuego y las llamas crepitaron, se movían a pesar de que
todos estaban congelados. Sentí que el único reloj superviviente mantenía en
movimiento las llamas y en un impulso que todavía no comprendo arrojé el reloj
al fuego, junto a su dueña.
Su cuerpo se fue desvaneciendo mientras lo hacía también el reloj. Tic, tac,
tic tooc, tuuuuc teeec.
Silencio. Las llamas ya no danzaban, tampoco crepitaban, pero un brillo se alzó
sobre el cadáver incinerado. Era una silueta. ¿Era la suya en esta ocasión?
―Me temo que no, pobre Segador ―pronunció la silueta dorada como el reloj con
una voz clara y fina.
―¿Qué engendro eres tú? ―pregunté desconfiado.
―El tiempo que te empeñaste en destruir.
―¿Y acaso no lo hice?
―Casi en su totalidad, pero dejaste ese reloj. Su alma, al contrario que la de
los demás, se marchó de su cuerpo.
Me sobresalté.
―¿Hay alguna forma de recuperarla?
―Puedes intentarlo, ya que las almas vagan por este mundo hasta que Segador las
coseche y las lleve al reino intangible. En cambio, las almas de los aldeanos
se encuentran en los cuerpos de los cadáveres, condenadas a una prisión
insoportable. Solo tú puedes liberarles.
―Que sufran ―dije con odio.
―Eres el segador de la profecía, panadero.
―¿Segador? Son otros los que siegan lo que yo luego trabajo.
―Tu trabajo en este reino tangible es el contrario al que tienes en el reino
intangible: moldeas tras la siega, allí segarás lo que otro ha moldeado ―explicó
con paciencia y cierto aprecio.
―¿Quién? ―pregunté intrigado.
―Él ―señaló a una figura de color plateada, con muchas líneas confusas que se
movían en todas direcciones por toda su silueta.
―Destino ―pronunció mi nuevo interlocutor.
―Está en todas partes y en ambos reinos ―me explicó Tiempo. Sus palabras
destilaban ¿cariño?
―Tu destino es segar las almas de este mundo, joven,
―¿Y el tuyo es moldear? ―pregunté intrigado.
―Yo carezco de destino, pues yo soy Destino, es la esencia de mi ser el hacer
lo que será la esencia de un ser, pero no cuándo, pues para eso está ella ―señaló
a la figura dorada sobre las cenizas de mi amada.
―Tiempo ―pronunció como si no me lo hubiera dicho ya.
―Sin ti todas las almas están perdidas y sin un sentido existencial en el mundo
tangible, por eso necesitan que las siegues, para darles un lugar en el reino
intangible y, con ello, el descanso eterno allá donde les corresponde. Nuestra
tarea está incompleta sin ti y han pasado eones desde que el antiguo Segador
nos dejó
―¿Tú les enseñaste el futuro a los aldeanos para que me odiaran y todo
sucediera tal y como deseabas? ―pregunté sabiendo ya la respuesta.
―En efecto, esa era la profecía. Un sabio que podía conectar mentalmente con el
reino intangible fue el conducto para mostrar lo que sería, ha sido, es y será.
Segador.
―¿Si siego las alma puedo encontrar la
suya y dejar que se quede conmigo?
―Me temo que no, pues todas las almas han de partir a un lugar que no es lugar
en un momento del tiempo que no existe. Además, ninguna alma puede conectarse a
Segador.
»Por otro lado, un fragmento de su alma, el que corresponde a tu
conexión, se desintegró en la nada. Aunque rompieses las normas y te la quedases,
ella no recordaría tu alma. Lo siento. ―agachó la cabeza, como si de verdad un
ser intangible de la eternidad que moldea todo a placer pudiera sentir lástima.
―Entonces no seré tu segador. Me niego. Soy un panadero, yo moldeo como ella
moldeó mi alma con su música. No soy un peón ―dije con determinación.
―Es lo que sois, Segador ―Esta vez su voz parecía más contundente― ¿O crees que
ella era una humana sin más? Mortal, sí, pero una creación de Tiempo, Belleza y
Arte junto a mí, Destino, para crear al peón perfecto que movería los engranajes
que moldearían al futuro Segador, aquí presente ahora como un humilde moldeador
de masa de pan.
―¿Peones? ¿Los dos?
Destino y Tiempo afirmaron al unísono con un escueto movimiento de cabeza.
―Nada era verdad, entonces. Nada. Todo lo que sentí…
―Vacuo, moldeado por nosotros para que sirvas a las almas que están destinadas
a sentir en un cuerpo para permanecer después en la eternidad de lo intangible
con todo lo aprendido y sentido en el tangible.
―¡No! Era real. Es real. Tanto lo bueno como lo malo. ¡La existencia es mucho
más que vuestras leyes, creaciones y designios! ―grité desesperado.
―La existencia somos nosotros, chico.
―Vosotros sois de la existencia, no ella. Una ínfima parte de ella, como yo.
Partes de mí, igual que yo soy partes de vosotros. Pero ni el tiempo, ni la
soledad, ni el destino son definitivos. De la misma forma que la belleza o el
arte no son una ecuación.
―La existencia te necesita, Segador. Tu labor es mucho más importante que tú y
que cualquiera de nosotros.
―¿Por qué yo? ―pregunté desorientado.
―Porque así ha sido decidido ―respondió Destino.
―Es demasiado complejo ―replicó Tiempo.
―No es el por qué sino el qué y tú eres el que debe ser ―terminaron al unísono.
Miré a ambos, después a su cadáver llameante y finalmente me alejé de allí.
―¿Aceptas, entonces, tu destino? ―preguntó Destino― ¿Aceptas mis designios?
―Si lo hago no podré morir, pues yo seré la Muerte ―me detuve en seco.
―Si quieres llamarlo así hazlo, pero ellos mueren sin ti, realmente. Su materia
deja de funcionar y son sus almas las que han de traspasar la barrera de los
reinos, has de segarlas de este reino para traspasarlas al intangible. Allí
otro se encargará de trillarlas.
―¿Y qué sucede después? ―pregunté verdaderamente intrigado.
―Eso no es importante, no para nosotros. ―dijo Destino con un tono que denotaba
total despreocupación ―Nuestra tarea es que hagan lo que tengan que hacer aquí
y después la tuya es ayudarles a que descubran ellos mismos lo que les depara
allí.
Me quedé en silencio, mirando a los aldeanos congelados.
―Te lo preguntaré una vez más ―pronunció con vehemencia― ¿ Aceptas tu destino?
¿Te convertirás en Segador?
―No son la misma pregunta y, como tal, no les corresponde la misma respuesta ―sonreí
con una placentera malicia.
―¿Cómo? ―preguntó Destino desubicado como nunca lo había estado.
―Aquella noche me salí del papel que me otorgaste y, curiosamente, aquella
improvisación sin guion era parte de tu guion para que pasara todo lo que pasó
y aceptase convertirme en el segador, sabiendo que lo aceptaría al entender que
tarde o temprano podría tocar su alma una vez más antes de conducirla al reino
intangible para siempre.
―Veo que, al igual que el anterior, eres inteligente, Segador ―reconoció
Destino.
―Acepto que soy Segador, pero no acepto tu destino, Destino.
No dejé de sonreír en ningún momento.
―¿Qué estás diciendo? ―Se sorprendieron Destino y Tiempo
―Ya te lo dije, ella me enseñó que la vida es otra cosa. No son ecuaciones, no
son reglas escritas, no es una ley inamovible. La existencia no es lo que
esperan de nosotros, no es lo que nos designan, no es lógica. La existencia no
es solo vida y la vida va más allá de la mera existencia.
―¡La vida es lo que es! ―gritó enfadado Destino.
―Lo que no es es lo que tú quieres que sea.
Tiempo miraba nerviosa a Destino.
―Entre todos creasteis a una mujer demasiado perfecta para enamorarme; a una
que supo exprimir el jugo de la existencia más allá de vuestras reglas, y con
ello cometisteis un gravísimo error. Me enseñasteis que me puedo salir de la
ecuación, que puedo decidir aunque me hayáis dado de la mano para llegar hasta
aquí. Destino, Tiempo.
No puedo evitar reírme en una breve carcajada.
―¡Aunque te la quedes no te recordará! ―exclamó Tiempo― Es una pérdida de
tiempo.
―Pues si buscar su alma para volver a estar con ella es una pérdida de tiempo,
entonces no te necesito.
Tiempo dio un paso hacia atrás, pero me abalancé con rapidez e introduje mi
mano en su silueta. No extraje su alma, pues toda ella era una especie de alma
superior que había trascendido. Es complejo de explicar e incluso entender. Sea
como fuere, la silueta se hizo añicos con un grito discontinuo, extraño y con
eco. Tiempo se había desintegrado sin tener que extraer si quiera mi mano de su
interior.
―¿Qué has hecho, incauto? ―Destino estaba ¿llorando?
―Qué patético ente superior que llora la pérdida. Qué fácil es decidir los
sufrimientos y sinsabores de los demás y qué complejo es asimilar los propios
cuando llegan, ¿verdad, Destino?
―¡No dejaré que me toques! ¡No permitiré que me destruyas! ―Destino se puso en
posición defensiva.
―¿Acaso hace falta que lo haga, Destino? Que te toque, quiero decir. Pues ya me
he salido del papelucho que me escribiste, he abandonado tus inextricables
designios, me he liberado de tus ataduras y, con ello, Destino, ya te he
destruido.
Mientras el mundo temblaba y las estaciones pasaban a toda prisa y sin un orden
establecido, mientras el sol y la luna danzaban una alrededor de la otra
dándose protagonismo de forma intermitente y desordenada entre ambas, Destino
lloraba, gritaba, me maldecía y, lo más importante, se consumía hasta que el
destino de Destino acabó de la misma forma y casi al mismo tiempo que el de
Tiempo, ¿Ironía o todo lo contrario? Era un matrimonio muy unido, todo lo
hacían al unísono. Hasta morir.
Y
así el mundo tembló con más violencia, el cielo se cubrió de negro, el reino
intangible se desestabilizó y el mundo tangible se quebró. La tierra sobre la
que me encontraba se desgajó del suelo y me elevé sobre esa roca hasta los
cielos, más allá del mundo, observando el firmamento.
Las normas cambiaron y el fuego caía del
cielo, mientras el agua anegaba el mundo sin una lluvia que lo cubriera. Los
rayos se corrompieron hasta tornarse carmesís, pues la sangre etérea de aquellos
que había destruido cubría su luz y las almas atrapadas en el mundo tangible,
ya visibles para mí tras aceptar mi nuevo rol, se desgañitaban mientras se
removían sin rumbo por el que ahora era mi reino.
No permití que las almas de los aldeanos escaparan de su cuerpo, dejando que
sus cuerpos sufriesen una agonía constante de fuego, rayos y agua encharcando
sus pulmones. Una vida eterna más terrible que la mía.
¿El resto? El resto me suplicaban ayuda y piedad mientras dejaba que padecieran
vagando perdidos por el mundo.
Intenté
visualizar sus ojos esmeraldas para conectar con su alma perdida, la única que
me importaba, pero no era capaz de encontrarla. ¿Sería verdad lo que me dijo
Destino? ¿Estaba destinado a no encontrarla? ¿Le habían destruido la porción de
su alma que conectaba con la mía?
Me obsesioné, hasta tal punto que solo veía sus ojos cuando cerraba los míos.
Mi conexión perdida inundó el mundo inundado por las aguas turbias de la
condenación y su color se volvió esmeralda como el de su iris. El mundo se
tornó en un pozo repleto de almas desquiciadas en unas corrientes verdosas
repletas de pena y desesperanza. Mi pena y mi desesperanza.
Nuevamente
pasaron eones. Eones sobre aquella roca, sin encontrarla, nutriéndome del
horror de aquellas almas que no merecían un destino mejor que aquel si la mía
iba a estar encerrada eternamente en este cuerpo, sin ella.
Y entonces olvidé. Olvidé el dolor, la olvidé a ella y olvidé mi misión.
Disfrutaba con esta existencia marchita, degenerada y sin sentido. ¿Pues qué lo
tiene en esta existencia? ¡NADA! La locura me azotó con violencia y yo la
abracé como a una vieja amiga. Este era mi destino, esto era lo que hacía todo
el tiempo. Este soy yo.
Algo más que lo que se me dijo que sería, mucho menos de lo que deseaba ser, lejos
de a quien a mi lado quería tener. Y muy cerca de a quien odio con todo mi ser.
Aquella silueta sombría, a la única que no puedo destruir con mi poder.
―Te lo dije ―Se encaramó en mi roca flotante― Incluso en la muerte estaré a tu
lado.
―Yo soy la Muerte ―espeté con rabia.
―Sigues sin entenderlo. ―contestó con una desagradable risita― Tú ya estás muerto.
Tu alma lo está más que la de todos los que agonizan por tu culpa. Tu alma es
mía, lo será para siempre. Porque no eres Muerte, amado mío. Solo siegas lo que
otros sembraron y lo que ella te ofrece. Nada más.
―Cállate ―supliqué cabizbajo―. Déjame solo.
―Eso hago, mi amado Segador. Eso hago. Siempre. Ni siquiera te queda ya el
recuerdo.
―Excepto hoy.
―Hoy es un concepto que ya no existe ―replicó despectivamente―. Sea como sea, ¿qué
es “hoy” frente a una eternidad de olvido y soledad, querido?
―Suficiente para aguantar otros tantos eones sin ella y sin su recuerdo.
―Si mentirte te ayuda ―dijo riendo entre dientes―. Tal vez el recuerdo no
vuelva.
―Tal vez. Pero, ¿por qué hoy?
―¿De nuevo con el hoy?
―¡Silencio! Bruja repugnante. Ni siquiera sabes el significado de tu propio
nombre.
―¡Deslenguado!
Soledad intentó aferrarme con más fuerza.
―¡No! ¡Para! Hay un motivo, tiene que haberlo.
―¡No, no lo hay! Ven a hacerme el amor, mi vida. Revuélcate con tu indeseada
Soledad.
―¡Suéltame! ¡Es ella! ¡Lo percibo! ¡No la he encontrado yo a ella, ha sido su
alma la que me ha encontrado a mí!
Me deshice de la prisión de Soledad y salté de la roca para elevarme sobre el
pozo de almas sin ayuda de nada.
―¡No, vuelve!
La busqué nervioso con la mirada.
―¿La conexión no se había roto? ―dije en alto como si Soledad me fuese a
responder.
―No. No mientras la porción de tu alma que recuerda aquello no sea borrada ―dijo
una voz con un eco agradable.
Me giré sobresaltado para ver una nueva silueta esmeralda.
―¿Eres tú? ―pregunté con el corazón acelerado― ¿Eres ella?
―No, en absoluto. Pero he resurgido en este instante gracias a ti.
―Tu color es como el de sus ojos. Si no eres ella, ¿quién?
―Tu mejor aliada, una cuya existencia continuaba aferrándose a tu alma como un
pequeño fragmento. ―Se acercó y puso su verdosa y refulgente mano sobre mi
pecho― Esperanza.
―¡Nooooo! ―gritaba Soledad retorciéndose
sobre la roca flotante.
―Cierra los ojos y búscala como la primera vez que estuviste aquí. Esta vez
está muy cerca, ella ha conseguido llegar a ti atraída por la conexión que
perdura en tu alma, aunque no te recuerde.
Cerré los ojos en cuanto me lo dijo y me concentré. Aparté de mi mente aquel pozo esmeralda,
aquellas almas suplicantes, aquellos sonidos desquiciantes y a la soledad
inaguantable y pude percibirla entre la marabunta de almas desbocadas. ¡Estaba
allí, desesperada! Buscando a esa alma por la que se sentía atraída.
¡Buscándome a mí!
Abrí
los ojos tan rápido como la sentí y allí la vi. La reconocí en cuanto la vi. Su
calidez, su infinitud, su sencillez, su sensibilidad, su emoción, su arte, su
estilo, sus deseos, sus miedos, sus penas, su amor, sus recuerdos, su insaciabilidad,
su deseo. Su todo.
Y a pesar de ser tan solo un alma, sonrió. Juro que lo hizo. Esa alma, al igual
que todas las que poseemos cada uno de nosotros, era un mundo. Un mundo
inabarcable, una página en blanco, una existencia que merecía libertad, poder
de decisión.
Y en ese momento lo comprendí. Comprendí que aquella alma estaba conectada a mí
y yo a ella, pero no era mía, igual que no era de Destino ni Tiempo. De la
misma forma que ninguna pertenece a Soledad y todas merecen a Esperanza. Y
mucho menos esas almas me pertenecían a mí ni a ningún otro Segador. Una vez
más, el mero contacto con su alma me hizo entender cosas que se escapaban de mí
comprensión.
Había destruido el mundo, pero el mundo era mucho más que este pedazo de roca
lleno de agua convertido por mí en un infierno.
Esa lejana noche ella abrió un portal a otro mundo para mí, aunque fuese
durante solo unas horas. Desgarró el tejido de mi monótona e insulsa realidad y
me enseñó los colores, los sonidos, los sabores, los tactos y los placeres que
me habían sido negados.
Era hora de que yo hiciera lo mismo.
Me elevé más todavía por encima de aquellas almas errantes, que pesarosas me
siguieron con impaciencia, pero con calma; apaciguadas, pues percibían paz
donde hasta ahora solo existía el dolor apartado, pero pulsante e insistente
recorriéndome las entrañas.
Proyecté un haz de luz verde que se extendió desde mi brazo derecho hasta las
nubes negras bañadas en luz carmesí y las atravesé, desintegrando su existencia
y desgarrando el vacío.
Una luz blanquecina inundó el caótico mundo y todas las almas se detuvieron.
―¡No sé qué hay más allá, en el mundo intangible! ―grité dirigiéndome a todas
ellas. Ni siquiera sé cómo pude elevar mi voz para que los millones de alma me
escucharan―. Traspasar el umbral puede que os lleve a un lugar de paz y
tranquilidad o puede que os mantenga partícipes en un juego que no entendéis.
»La otra opción es vagar en el cosmos, desligados ya del pozo
esmeralda y de esa roca destruida, para recorrer cada rincón del mundo tangible
como seres intangibles. Tampoco sé lo que os encontraréis, pero será vuestra
elección. Lo que experimentéis, sintáis, disfrutéis, sufráis o viváis, incluso
en la muerte, es cosa vuestra. Ni de Destino, ni de Tiempo, ni mía ni de nadie
más. ¡Solo vuestra!
Las
almas se removieron en diferentes direcciones, unas ansiosas hacia la luz,
otras temerosas hacia el cosmos, pero todas decidieron por sí solas.
Curiosamente ninguna viajó sola. Y allí, sobre aquella roca flotante de malicia
y locura, Soledad rio, lloró, insultó y gritó. Me miró y pronunció sus últimas
palabras
―Mi amor, me has dejado Sola.
Se desintegró y las lágrimas de su rostro vacío y sin ojos salieron despedidas.
Lágrimas negras, como si fueran corrosiva tinta, que salpicaron mi cara y, de
alguna extraña forma, me hicieron sentir lástima por esa entidad que nunca
conoció el verdadero amor.
Me giré hacia Esperanza, la agradecí con un leve gesto de cabeza lo que había
hecho por mí y después la miré a ella. A Sarinia, ese era su nombre.
La euforia me inundó y abracé su forma intangible. Después, con el mismo haz de
luz de mi brazo con el que rasgué el tejido de la realidad, atravesé mi pecho y
liberé mi alma, dejando que mi cuerpo corrompido cayera al vació y regalándole
el pequeño pedazo que le correspondía a Sarinia para que recordara todo.
Nuestras almas se cogieron de la mano como solo dos almas pueden hacerlo y nos
besamos de la única forma que dos personas pueden besarse. Los sentimientos y
las sensaciones pasaron de ser solo un recuerdo fugaz a una realidad presente.
El pasado y el futuro se habían difuminado, solo existía el ahora. Y el ahora
está lleno de posibilidades.
―Adiós, Segador ―Se despidió Esperanza.
―No, ya no soy Segador. Nunca lo fui en el fondo de mi ser, aunque fuese
inicialmente mi destino. Yo soy yo. Veliash, el hijo del panadero, el panadero,
el amado de la relojera. Y mucho más que todo eso.
―Que así sea. Has hecho más por el mundo, el cosmos y las almas que lo componen
que cumpliendo tu papel. Le has dado una nueva oportunidad de existir de una
forma que ni el propio cosmos conocía.
―Y así debe ser. Elige y luego vive o vive sin elegir, día a día, sea como sea. Tú decides, pero vive, siempre vive. Como puedas, como quieras, bajo tus
propias normas, tus propias creencias, tus propias leyes, tu propio destino
forjado por ti. Y descubre nuevas experiencias. Porque, créeme, hay muchísimo
que descubrir. Cosas que nadie ha descubierto solo porque las descubrirás tú de
formas que ningún otro las puede descubrir. Y junto a una alma que a su vez nadie
ha conocido como tú.
―¿Con quién hablas, Veliash? ―preguntó Esperanza.
―Con nadie. Y con todos. Contigo y con ella. Con aquel que nos observa o nos
lee, con el cosmos. Pues, recuerda, no estamos en él ―respondí a la par que me
despedía y me dirigía junto a Sarinia hacia la inmensidad estelar.
Somos él.
La pluma es lengua del alma; cuales fueren los conceptos que en ella se engendraron, tales serán sus escritos
Miguel de Cervantes
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