No es el mar, desde luego, pero se le parece tanto que puede
llegar a ser reconfortante mientras él lo permita. Nadie es tan afortunado como
para encontrar siempre el mar calmado, todo el que se aventura a navegarlo sabe
que se la juega, que escapa a su control, pero cuando el mar se mantiene
tranquilo, cuando te acoge con amabilidad en su vastedad, puedes llegar a ser
feliz. Solo has de no asomarte para intentar mirar lo que oculta en su
interior, disfrutar contemplando el horizonte sin preguntarte qué hay más allá.
domingo, 6 de agosto de 2017
Un mar infinito
sábado, 4 de marzo de 2017
El secreto del Hacedor
Un hombre de gran tamaño gritaba furioso en su oscura
morada. Un lugar cálido gracias a las incesantes llamas que bañaban con su luz
la fría oscuridad, otorgándole a ese robusto hombre, en ese momento, un aire
amenazante. Aire que se esfumó cuando el llanto le sobrevino. Nadie estaba allí
para consolarle, solo algunas de sus muchas antiguas creaciones que parecían
mirarle queriendo ayudarle.
-Proceda en
su defensa el Hacedor -pronunció
un hombre de semblante serio y larga barba canosa-, acusado de violar las leyes del buen uso de los poderes
divinos y de no preservar la seguridad de sus propias creaciones.
El Hacedor, con su larga melena oscura, se colocó en el centro de la colosal sala situada en lo más alto
de aquella montaña.
-Señoría,
no se trata de esgrimir una defensa, se trata de pedir una disculpa -el hombre
agachó la cabeza-. Mis
creaciones debían ser perfectas, debía usar mi poder con responsabilidad. Lo
intenté, pues les otorgué a todas por igual poder, sabiduría y bondad, pero
tampoco pretendía dárselo todo hecho. Me pareció fascinante que ellos mismos
continuasen mi labor como hacedor y prosiguiesen con mi creación. Les di las
herramientas para hacer posible el milagro de la vida, para crear algo que en
esta sala repleta de grandes señores nadie más que yo puede crear. Que fuesen
capaces de crear un mundo como el nuestro, pero no podía hacerles inmortales
como lo somos nosotros, así que todo lo que eran solo podía mantenerse si
continuaban creando y trasmitiendo. Para ello decidí ir más allá y crear algo
nuevo, algo que no está entre nosotros, algo a lo que llamé “mujer”.
En la sala cada vez se respiraba un ambiente más caldeado,
los presentes se miraban, algunos extrañados y otros disgustados.
-Algo que
se le fue de las manos. Un error por el que pide disculpas, ¿no es así?
-¡En
absoluto! Pido perdón por no ser capaz de mantener la virtud en mis creaciones
ni la sabiduría suficiente para no hacer distinciones sociales, políticas o éticas ante un
semejante que simplemente porta diferentes herramientas para hacer una misma
labor -Las
palabras del Hacedor mostraban claramente su desacuerdo y desprecio ante lo que
el Juez acababa de decir.
-Esas a las
que llama “mujeres” son, claramente, el motivo de que usted esté aquí hoy. Son
el motivo de disputas por las que sus creaciones, tanto hombres como mujeres,
sufren. Todo debido a su irresponsabilidad. No será desterrado y se le seguirá
dejando crear, con restricciones eso sí, si destruye su propia creación, o, por
lo menos, a parte de ella. Destruya a las mujeres, no vuelva a crearlas y será
perdonado.
El Hacedor miró a todos los que permanecían en la sala sin
inmutarse tras lo que el Juez acababa de decir.
-Veo que la
virtud tampoco puede encontrarse en lo que algunos llaman dioses -clavó la
mirada en el Juez-. No, no
acepto las condiciones de destruir total o parcialmente mi creación,
por lo que asumo gustoso la condena.
-Bien, así
sea entonces. Hacedor, prescindimos de sus, por otra parte, innecesarios
servicios y le desterramos del Monte Divino para que viva en la cloaca que
usted ha creado y a la que llama Tierra, mundo que abandonaremos para dejarlo
en el olvido, sin prestarle nuestra ayuda en ningún momento.
-Ayuda que
no necesitan, entre otras cosas porque, como bien pueden ustedes ver, son
nefastos ayudando. Y, por supuesto, porque mejorarán y, algún día, os
superarán. Todos tienen la fuerza, todos el poder e incluso el deseo, solo que
algunos todavía no se han dado cuenta.
Bajó a lo que el Juez llamó cloaca. Observó por primera vez
a sus creaciones caminando a su lado. Muchos hombres no se respetaban entre
ellos, pero peor era la situación de la mujer. No comprendían que debían
trabajar juntos para seguir avanzando.
Caminando por el mundo se encontró muchas cosas maravillosas
y otras tantas horribles, intentó siempre ayudar como pudo a unos y otros y
trasmitió a adultos y niños sus enseñanzas con intención de alcanzar la
igualdad entre sus creaciones.
Un día, en uno de sus peregrinajes, vio a una muchacha
mirando a un grupo de soldados.
-¿Te
gustaría estar ahí como uno más? -preguntó el Hacedor mirando también a aquellos hombres.
-No. La
guerra no me interesa. Me interesa acabar con ella, algo imposible y estúpido
de pensar.
-No lo es
querer corregir un error.
-Lo es
desearlo desde mi posición.
-Tú sola no
lo conseguirás, desde luego. Y posiblemente solo puedas emprender el principio
de un largo camino que lleve siglos recorrer. Pero alguien tiene que empezar.
-Los
hombres dominan el mundo, y con ello las guerras. Solo ellos pueden pararlas.
El Hacedor no pudo evitar reírse.
-El mundo
os pertenece a cada uno de vosotros. Todos tenéis la capacidad de luchar por él
y por la seguridad y los derechos de cada uno de sus habitantes. Algunos
hombres creen tener el poder, pero ¿quieres que te cuente un secreto? -la joven
afirmó con la cabeza mirando al hombre con cierta extrañeza-. Me
permití crear a las mujeres con algo más de sabiduría, entereza y fuerza, pues,
como hombre, conocía bien nuestros límites, por lo que con vosotras decidí acercar mi
creación más a la perfección.
La joven no dijo nada, pero, por cómo le miraba, el Hacedor
supo que vio en sus ojos la verdad.
-Sé que ese poder a mayores
que poseéis no lo utilizaréis en su contra, como algunos de ellos
piensan, por eso os lo di, pues sé que lo usaréis para mejorar el mundo y luchar por la igualdad. Empieza a luchar por conseguirla,
amiga mía, pues ese es el camino para alcanzar la verdadera paz.
jueves, 16 de febrero de 2017
Diminutas campanas de boda
Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se
dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante
serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por
gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos
momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos
menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo
que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y,
sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a
su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una
vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían
su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían
tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen,
pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que
el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a
pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se
encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano
pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas campanas. Eran soldados.
Cada día que pasaba, cada día que tenían que sobrevivir, se
hacían más débiles. Su miedo aumentaba, su visión de la vida se tornaba más
oscura de lo que ya era y necesitaban sentirse más fuertes. Se insensibilizaban
y se volvían peligrosas máquinas de matar. Pero hasta la máquina más potente
era frágil y necesitaba ser cuidada y a menudo engrasada. Todos ellos
permanecían unidos, algunos demasiado para lo que allí estaba permitido. Tanto,
que debían esconderse. No había porque hacerlo, eran parte del mismo cuerpo,
eran compañeros, soldados. Eran hombres, simplemente hombres. Pero se
escondieron.
¿Puede una situación generada por el odio desembocar en
amor? Muchos soldados se aferraban a ese sentimiento en el campo de batalla
para sobrevivir, pero ¿cuántas veces surgía el amor en una guerra? El único que
tenía derecho a mostrarse ante todos tal y como era, sin tapujos, sin
escrúpulos, era el odio y todo lo que reflejaba, sin importar la gente que
sufriese.
El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad, y más si ese amor es considerado anti-natural.
El amor en una guerra puede ser un gran aliado, pero un aliado oculto, frágil, que si es descubierto puede ser aniquilado con facilidad, y más si ese amor es considerado anti-natural.
Una noche se las apañaron para descansar juntos, su amor no
lo hacía. Para ellos no existía más que esa habitación, esa cama, ese hombre.
Pasarían la noche despiertos, pero a la mañana siguiente tendrían la fuerza
suficiente para luchar, mientras lo hicieran juntos. Lo que no imaginaban era
que no pasarían la noche despiertos para consumar su amor, sino su odio, el
odio de una nación. La puerta se abrió de golpe, uno de sus compañeros los vio
desnudos sobre la litera que compartían. Entró dispuesto a gritar para alarmar
de su llegada, pero se quedó callado. Después de un instante en silencio, los
disparos recordaron al inoportuno soldado por qué estaba ahí. “Nos atacan” dijo
seco, como si hubiese visto a uno de sus compañeros con el enemigo. Tras la
batalla comenzaría la suya propia.
Caminaban juntos, nerviosos, sin soltarse de la mano. Se
dirigían a al altar, donde un hombre canoso les esperaba con el semblante
serio. Caminaban por un pasillo que parecía no terminar, siendo observados por
gente conocida, gente que querían y con la que habían compartido muchos
momentos. Todos llevaban el mismo traje, todos tenían el mismo gesto, todos
menos ellos. A pesar de los nervios, a pesar del paso que iban a dar y de lo
que iban a cambiar sus vidas, estaban tranquilos, seguros de lo que hacían y,
sobre todo, de lo que habían hecho. Llegaron por fin al extremo de la sala, a
su altar particular, y miraron al anciano, que era el único que llevaba una
vestimenta diferente y el encargado de pronunciar las palabras que proclamarían
su amor infinito. Después se dieron la vuelta hacia los testigos, que parecían
tristes, tal vez emocionados, por el evento. No todos querían que se casasen,
pero tenían que hacerlo. La ceremonia transcurría en silencio, un silencio que
el anciano no tardó en romper. Las manos de los dos hombres seguían unidas, a
pesar del sudor que las bañaba no se resbalaban. Los cinco testigos se
encontraban en fila, con los ojos clavados en los novios, mientras el anciano
pronunciaba las palabras que les unirían eternamente.
El anciano, con su uniforme lleno de medallas, se había
separado de ellos mientras decía lo que debía decir. En esa boda no había
alianzas ni enemistades, tampoco traiciones ni venganzas, mucho menos rencores.
Solo había miedo, incomprensión, debilidad y cobardía. En esa boda solo había
un hombre con algunas partes amputadas y a punto de desintegrarse por completo.
Había cinco dedos presionando cinco gatillos y una mano presionando otra mano.
Las campanas comenzaron a repicar, cinco diminutas campanas
que perforaban los tímpanos, perforaban la carne. Estaban acostumbrados a ver
la carne perforada, acostumbrados a oír sonidos más terribles que los de esas
campanas. Eran soldados. Tal vez fue también la debilidad lo que llevó a esos
dos soldados ante aquel altar, pero la fortaleza les hizo mantenerse allí
parados, juntos, en silencio, esperando el fin de su boda. Un fin que llegó
pronto. El sonido de las diminutas campanas cesó, los cinco dedos se
levantaron, los dos soldados cayeron, sus manos siguieron unidas. La muerte no
les separó.
lunes, 13 de febrero de 2017
El poder de una sonrisa
Poseo un gran poder que
lo puede cambiar todo, un poder que nadie entiende, un poder que admiro y temo.
Un poder que me revive, que me da esperanzas incluso ante tanta miseria. Un
poder que me mueve y que me ata, que me da fuerzas y que me las quita. Un poder
que necesito, un poder que alguna vez rechacé, pero que también busqué. Un
poder que no me deja dormir ni comer, y a duras penas pensar. Un poder que
puede volver loco, pero que a mí me da la vida.
Con este poder puedo hacer
el bien y causar mucho dolor. Puedo crear y puedo destruir. Puedo correr sin
cansarme y hasta cansarme sin correr. Con él, incluso, soy capaz de ver belleza
en el lugar más sórdido.
Recuerdo cómo detestaba que me tocase el sol, cómo detestaba escuchar a la gente hablar, cómo odiaba oírles reír o llorar, cómo me repugnaba verles matar o morir. Recuerdo cómo sentía lastima por todos ellos, por todo lo que les rodeaba. Tenía el poder de destruirlo todo con un simple movimiento de mi muñeca, provocando un chispazo que envolvería el mundo en llamas, así que me planteé acabar con aquello. No pretendía destruirlo, solo salvarlo, acabar con el último organismo y empezar de cero. Sigo sin saber quién me dio ese poder y para qué me lo dio, pero yo tenía muy claro cómo usarlo.
Me elevé ante todos como un dios sin que pudiesen verme y esperé, no sé muy bien a qué. Les miré por última vez y, antes de volver a elevar la mirada, pude verla sonreír. ¿Por qué? ¿Por qué su sonrisa me detuvo? ¿Por qué sonreía en aquel lugar sin sentido? No lo sé, no sé nada, solo que quería verla sonreír todos los días de mi vida. Seguramente fuese como todos, seguramente lo sea, pero su sonrisa a mí me parecía distinta. A su sonrisa le siguieron su mirada, sus andares, le siguieron sus palabras. Al verla no pude hacer lo que debía. Decidí bajar, renunciar a aquel otro poder que nos salvaría y sucumbir al poder que ella me había otorgado. Bajar a aquel infierno para acercarme al paraíso. Fui un egoísta, un inconsciente, un impulsivo, pero ante todo fui feliz como nunca lo había sido.
Por un momento vi a la gente de otra manera. Me di cuenta de que estaban tan perdidos como yo, que algunos no tenían intención de encontrarse, pero que a otros la angustia les devoraba tanto como a mí. Y aun así luchaban, continuaban, vivían. Era increíble, peligroso, pero admirable. Eran como yo, pero muchos sin ese nuevo poder que ahora me imbuía.
O eso creía. Al
observarles más de cerca comprendí que cada uno, a su manera, tiene ese poder,
y cada uno decide qué hacer con él. Yo lo sé, o, mejor dicho, sé lo que no
puedo hacer con él. Con este nuevo poder no puedo mejorar el mundo, no puedo
cambiarlo. Con este poder sigo viendo lo mismo de siempre, pero no de la misma
manera. Por eso es tan importante este poder, porque no nos hace poderosos,
simplemente felices; porque no nos hace superiores, solo iguales; porque nos
permite vivir en un mundo donde la vida a veces parece carecer de sentido. Se
trata de un poder que nos conecta a la otra persona y que, manteniendo nuestra
mortalidad, nos convierte en imparables hasta el fin, como si de verdad
fuésemos inmortales.
¿Qué puedo tener yo? os
preguntaréis, ¿qué la puedo ofrecer? Nada que no puedan tener los demás, menos
de lo que pueden ofrecerla muchos, os lo aseguro, yo solo puedo ofrecerla ese
mismo poder. Es probable que no sea correspondido, es posible que me deba
conformar con verla, con oírla y hablar con ella de vez en cuando, pero ya es
más de lo que tenía antes.
No será un final triste,
simplemente un final sin ella, un final que no llega con estas últimas líneas,
pues yo seguiré aquí, continuando la vida que ella me devolvió, dispuesto a
mantener ese poder en cualquier rincón del mundo y a ofrecérselo a alguien que
lo necesite como yo. Un poder al que algunos llamamos “amor” y que cada uno entiende
de una forma. Lo importante es que, de una forma u otra, ese poder siempre esté
ahí y sepáis usarlo, que os libere y jamás os encadene y, sobre todo, que no lo
perdáis en la oscuridad y en la distancia. Sabed que siempre estará ahí
esperando a que lo recibáis y deseoso de que lo compartáis.
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