Un hombre de gran tamaño gritaba furioso en su oscura
morada. Un lugar cálido gracias a las incesantes llamas que bañaban con su luz
la fría oscuridad, otorgándole a ese robusto hombre, en ese momento, un aire
amenazante. Aire que se esfumó cuando el llanto le sobrevino. Nadie estaba allí
para consolarle, solo algunas de sus muchas antiguas creaciones que parecían
mirarle queriendo ayudarle.
-Proceda en
su defensa el Hacedor -pronunció
un hombre de semblante serio y larga barba canosa-, acusado de violar las leyes del buen uso de los poderes
divinos y de no preservar la seguridad de sus propias creaciones.
El Hacedor, con su larga melena oscura, se colocó en el centro de la colosal sala situada en lo más alto
de aquella montaña.
-Señoría,
no se trata de esgrimir una defensa, se trata de pedir una disculpa -el hombre
agachó la cabeza-. Mis
creaciones debían ser perfectas, debía usar mi poder con responsabilidad. Lo
intenté, pues les otorgué a todas por igual poder, sabiduría y bondad, pero
tampoco pretendía dárselo todo hecho. Me pareció fascinante que ellos mismos
continuasen mi labor como hacedor y prosiguiesen con mi creación. Les di las
herramientas para hacer posible el milagro de la vida, para crear algo que en
esta sala repleta de grandes señores nadie más que yo puede crear. Que fuesen
capaces de crear un mundo como el nuestro, pero no podía hacerles inmortales
como lo somos nosotros, así que todo lo que eran solo podía mantenerse si
continuaban creando y trasmitiendo. Para ello decidí ir más allá y crear algo
nuevo, algo que no está entre nosotros, algo a lo que llamé “mujer”.
En la sala cada vez se respiraba un ambiente más caldeado,
los presentes se miraban, algunos extrañados y otros disgustados.
-Algo que
se le fue de las manos. Un error por el que pide disculpas, ¿no es así?
-¡En
absoluto! Pido perdón por no ser capaz de mantener la virtud en mis creaciones
ni la sabiduría suficiente para no hacer distinciones sociales, políticas o éticas ante un
semejante que simplemente porta diferentes herramientas para hacer una misma
labor -Las
palabras del Hacedor mostraban claramente su desacuerdo y desprecio ante lo que
el Juez acababa de decir.
-Esas a las
que llama “mujeres” son, claramente, el motivo de que usted esté aquí hoy. Son
el motivo de disputas por las que sus creaciones, tanto hombres como mujeres,
sufren. Todo debido a su irresponsabilidad. No será desterrado y se le seguirá
dejando crear, con restricciones eso sí, si destruye su propia creación, o, por
lo menos, a parte de ella. Destruya a las mujeres, no vuelva a crearlas y será
perdonado.
El Hacedor miró a todos los que permanecían en la sala sin
inmutarse tras lo que el Juez acababa de decir.
-Veo que la
virtud tampoco puede encontrarse en lo que algunos llaman dioses -clavó la
mirada en el Juez-. No, no
acepto las condiciones de destruir total o parcialmente mi creación,
por lo que asumo gustoso la condena.
-Bien, así
sea entonces. Hacedor, prescindimos de sus, por otra parte, innecesarios
servicios y le desterramos del Monte Divino para que viva en la cloaca que
usted ha creado y a la que llama Tierra, mundo que abandonaremos para dejarlo
en el olvido, sin prestarle nuestra ayuda en ningún momento.
-Ayuda que
no necesitan, entre otras cosas porque, como bien pueden ustedes ver, son
nefastos ayudando. Y, por supuesto, porque mejorarán y, algún día, os
superarán. Todos tienen la fuerza, todos el poder e incluso el deseo, solo que
algunos todavía no se han dado cuenta.
Bajó a lo que el Juez llamó cloaca. Observó por primera vez
a sus creaciones caminando a su lado. Muchos hombres no se respetaban entre
ellos, pero peor era la situación de la mujer. No comprendían que debían
trabajar juntos para seguir avanzando.
Caminando por el mundo se encontró muchas cosas maravillosas
y otras tantas horribles, intentó siempre ayudar como pudo a unos y otros y
trasmitió a adultos y niños sus enseñanzas con intención de alcanzar la
igualdad entre sus creaciones.
Un día, en uno de sus peregrinajes, vio a una muchacha
mirando a un grupo de soldados.
-¿Te
gustaría estar ahí como uno más? -preguntó el Hacedor mirando también a aquellos hombres.
-No. La
guerra no me interesa. Me interesa acabar con ella, algo imposible y estúpido
de pensar.
-No lo es
querer corregir un error.
-Lo es
desearlo desde mi posición.
-Tú sola no
lo conseguirás, desde luego. Y posiblemente solo puedas emprender el principio
de un largo camino que lleve siglos recorrer. Pero alguien tiene que empezar.
-Los
hombres dominan el mundo, y con ello las guerras. Solo ellos pueden pararlas.
El Hacedor no pudo evitar reírse.
-El mundo
os pertenece a cada uno de vosotros. Todos tenéis la capacidad de luchar por él
y por la seguridad y los derechos de cada uno de sus habitantes. Algunos
hombres creen tener el poder, pero ¿quieres que te cuente un secreto? -la joven
afirmó con la cabeza mirando al hombre con cierta extrañeza-. Me
permití crear a las mujeres con algo más de sabiduría, entereza y fuerza, pues,
como hombre, conocía bien nuestros límites, por lo que con vosotras decidí acercar mi
creación más a la perfección.
La joven no dijo nada, pero, por cómo le miraba, el Hacedor
supo que vio en sus ojos la verdad.
-Sé que ese poder a mayores
que poseéis no lo utilizaréis en su contra, como algunos de ellos
piensan, por eso os lo di, pues sé que lo usaréis para mejorar el mundo y luchar por la igualdad. Empieza a luchar por conseguirla,
amiga mía, pues ese es el camino para alcanzar la verdadera paz.
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