domingo, 18 de noviembre de 2018

Fragmentos de un reflejo



 Fragmento primero
Distorsión reveladora


Imagina abrir los ojos y encontrarte sumergido en un mar de dudas que te engulle y te asfixia en imágenes irreconocibles que te llevan a las más absoluta de las locuras. Imagina que un desconocido comienza a llorar cuando le apartas violentamente, sintiendo un miedo descontrolado ante una amenaza que, posiblemente, no sea tal.
Imagina tu corazón latiendo a mil por hora mientras tu cerebro intenta procesar información que no entiende. Imagínate sentado en el suelo, sollozando, con la esperanza de que todo cobre sentido o de que todo se desvanezca a tu alrededor para que deje de hacerte daño.

El aire parecía abandonar mis pulmones como lo hacía la razón, mientras esa mujer que decía ser mi pareja intentaba acercarse temblorosa y llorando, entendiendo tan poco como yo lo que me ocurría, pero, al menos, reconociendo a la persona que se escondía tras esa mirada temblorosa y perdida que dominaba mi rostro.
Ni nombres, ni imágenes; no recordaba nada. Me dejé abrazar por esa desconocida mientras un nudo me ahogaba en el interior. No le devolví el abrazo, sólo cerré los ojos lo más fuerte que pude para, cuando los abriera, despertar. Pero cuando los abrí ella seguía ahí, agarrada a mí, llorando sin parar.


Durante varios minutos no hicimos nada. El nudo me encogió el alma y me dejó sin palabras, casi sin aliento. Imagina que te dan la noticia de que un ser muy querido a muerto, imagínate la sensación, la combinación de sensaciones que nunca habías sentido. Imagina, ahora, que la que has muerto eres tú, que todo tu mundo ha muerto, que todos tus seres queridos han muerto, y que, tras tu muerte, no hay nada. Esa era yo, una mujer que lo había perdido todo en vida, que no veía nada en el reflejo de los ojos de la mujer que debía amar, ni más allá de ellos. Un cascarón vacío cuya vida carecía de todo significado.
Cuánto lamenté no haber olvidado el miedo, el dolor, la tristeza o la ira que me siguieron a lo largo del resto del día de forma intermitente y hasta simultánea. Cuánto lamenté no haber olvidado lo que era amar y sí olvidar a quien amaba. Cuánto lo lamento todavía ahora.
Sólo ahora sé lo que es tener recuerdos, y me recuerdo a mí misma levantándome del suelo, despacio, mientras mi pareja llamaba al médico sin quitarme ojo.
Mientras me levantaba me apoyaba en la pared y no quitaba la mirada del suelo, con miedo a mirar decenas de elementos nuevos que no reconocía. Finalmente me atreví, alcé la mirada y miré la casa. Nuestra casa. Amplia, refinada, cálida, moderna. Me gustaba, pero también me aterraba.
Notaba tanto el nudo que parecía el nuevo corazón de mi pecho, que se agitaba y se contraía cuando veía fotografías en las paredes o sobre alguna estantería de nuestra habitación o de las que se encontraban cerca.
Vi a dos mujeres felices -o así lo parecían-, posando juntas y sonrientes en lugares que sí recordaba, como Berín, París o Londres. Vi fotos de personas mayores que nosotros que tampoco conocía, y a un grupo de gente con la que nos encontrábamos en un lugar que no era capaz de reconocer. Parecía frío por las ropas que llevábamos.
Había un diploma de una universidad. Una de las dos tenía la carrera de Astronomía y Astrofísica. Intenté pensar en las estrellas de forma absurda, simplemente su imagen, pero no recordé nada. El nudo empezaba a dolerme.

Entonces se desató. Se desató de forma terrible al verme en el espejo, con el camisón de seda azul, el pelo castaño y rizado, ojeras reinando bajo unos ojos verdes y llorosos, el cuerpo tembloroso y una cicatriz en el hombro que me llegaba a la axila. Temblé más, lloré más, me apoyé en la mesita del pasillo y me miré más fijamente intentando penetrar mi propia mirada, intentando ver algo que le diese a todo un significado, algo a lo que aferrarme, un oasis de recuerdos, una isla de memoria.
Pero nada. Sólo la vi a ella en el reflejo del espejo, con el teléfono inalámbrico en la mano, mirándome en silencio, controlando como podía el sollozo.
Una parte de mí quiso darse la vuelta y echarme a sus brazos a llorar, pero no pude. El nudo se había desatado y tuve que gritar mientras me miraba a mi misma con más intensidad, como recriminándome por no recordar, odiándome y temiéndome por lo que podía ser sin saberlo.
No recuerdo cómo me hice aquella cicatriz del hombro, pero al menos puedo recordar cómo me hice esa herida en la mano, por qué tengo los nudillos destrozados y en carne viva bajo una venda, por qué, todavía, cuando pasamos por el pasillo, se puede pisar algún cristalito, y por qué el espejo está roto.
Ella lo iba a quitar de la pared cuando volvimos, pero le dije que no. Ahora ese espejo me recordaba quién era, lo que había en mi interior y lo que había desatado para manifestarse e imponerse, diciéndome quién era o quién podía llegar a ser en según qué circunstancias.
Me recordaba, al mirarme, que era un ser borroso, fragmentado, roto; pues así se proyectaba ahora mi imagen cuando me miraba en él. Me gustaba. Al menos ahora hay algo en lo que puedo reconocerme.

Me miro el puño mientras escribo, pues quién sabe si algún día miraré la marca de mis nudillos sin recordar cómo me la hice. Por un momento he tenido que dejar de escribir, pues la sola idea de sentir lo mismo me aterra.
Al menos sé que Evelyn estará conmigo, ayudándome, dándome calor y... Dios, me siento culpable, no puedo evitar pensar que es débil; más débil que yo, ¿Por qué? ¿Por qué tengo que ser así de gilipollas? No, ¿cómo puedo ser tan cabrona, más bien, de pensar eso? Está a mi lado, y es lo que importa, aunque parezca que la que tiene ahora el nudo sea ella.
Yo estoy más tranquila, pero ella, ¡joder! ¿Por qué no deja de llorar? No me ayuda, no me ayuda. La oigo llorar mientras ve la tele y me pone nerviosa. ¿Por qué? No quiero ser así. ¿Era así antes? ¿Acaso he sido así siempre o soy alguien nuevo? Dios, si sigo así me volveré loca de verdad. ¿Acaso creía en Dios? ¿Creo ahora? Quiero tener todas las respuestas y, al mismo tiempo, tengo tanto miedo de encontrarlas que no me atrevo a hacérselas a ella.

En el hospital no encontraron ninguna lesión, lo cual fue tranquilizador. O no, no sé. No sé que pensar, ya no sé nada. Igual que nada sabían los médicos. Fue extraño sentir cómo el alivio se mezclaba con el terror y la confusión.
El hospital parecía venírseme encima, hasta el cielo parecía venírseme encima. Evelyn y yo éramos dos puntos negros en un papel en blanco y arrugado. Podía pensar en seguir con mi vida mientras Evelyn me recordaba todo, con la esperanza de no volver a perder la memoria, pero ¿qué sentido tendría hacer eso? Ella piensa que es lo mejor hasta que un día me levante como antes, hasta que los recuerdos vuelvan tal y como se fueron. Pero yo no.
La otra opción era la de buscarme a mi misma, empezar de cero y forjar una nueva vida. Si mi esencia es la misma volvería a ser yo misma, aunque tomando otro camino. Pero ¿y si he cambiado?

Mañana me iré. Le diré a Evelyn que lo siento, que seguro que la he querido mucho, pero que he de encontrarme a mí misma. Desayunaré con ella, haré las maletas y con mi dinero ahorrado (gracias a Dios, Evelyn tiene los datos necesarios para hacer los trámites de turno) buscaré un trabajo de lo mío. Afortunadamente la carrera era mía. Y, afortunadamente, también, el médico dijo que, al igual que no había olvidado cómo caminar, comer, hablar, reconocer ciudades o recordar elementos culturales que había aprendido, tampoco había olvidado mi profesión, aunque sí mis noches de estudio, mis compañeros de clase e, incluso, el lugar donde había sacado mi carrera.

Oigo cómo Evelyn, con la voz desgarrada, me llama Eli. No sé si me gusta. Sí, sí lo sé; y no, no me gusta. Me recuerda que alguien sabe más de mí que yo misma. Me incomoda la certeza de la confianza que existía entre las dos sin ser capaz de recordarla ni tenerla en estos momentos.
Me molesta que me llame Eli y me molesta ella. Soy egoísta y desconsiderada, sí, pero soy yo. No me reconozco, pero, por estúpido que suene, me siento. Siento que esta soy yo, aunque no lo recuerde. No sé por qué me enamoré de ella, no sé qué es lo que me gusta de ella y qué es lo que no, pero sé que eso ya no existe para mí y que lo que veo ahora, que tal vez antes disculpaba quitándole importancia, no me gusta.

Vuelvo a oír cómo me llama con suavidad, dándome tiempo para responder, sin querer aturullarme, siendo condescendiente y temiendo una reacción como la que tuve ante el espejo. Puede estar tranquila, pues ahora el nudo está en ella, oprimiéndola, haciendo más grande su miedo de perderme. Un miedo que mañana será real, momento en el que el nudo se desatará como hizo el mío. Puede que eso la ayude, puede que la descoloque más, pero no es problema mío. Mi nudo ya no existe, y es lo único que me importa.

Deja de llamarme, resignada y dolida, y se va dormir. Yo haré lo mismo. No tengo el nudo, pero reconozco tener miedo a lo que pase mañana. ¿Recordaré lo que ha pasado hoy? Sé que si sigo siendo yo -es decir, la “yo” de hoy-, lo primero que haré al despertar es mirarme la mano. Si no soy yo y soy una nueva “yo” tal vez vuelva a gritar y a llorar, tal vez destroce lo que queda de espejo. O tal vez no y vuelva a recordarme mirando mi reflejo hecho pedazos. Tal vez aprenda a amar las virtudes de Evelyn que hoy no veo o tal vez la odie con toda mi alma.
Lo que sí tengo claro es lo que haré cuando la imagen de mi puño intentado destrozar la imagen vacía de mi reflejo azote mi memoria. Me iré.
 Lo siento, Evelyn, y gracias. Bueno, no, no lo siento. No siento nada, porque nada es culpa mía. Creo. Tal vez Dios no me proteja, tal vez debo pagar por algo que hice, pues ahora sé que creo en Dios. Tal vez no lo hice en su día, pero hoy sí creo en él. Y sólo Dios dirá si mañana creeré en él.
Sí mantengo las gracias, Evelyn. Espero que puedas dejar de llorar. Espero que tu llanto no se intensifique cuando veas que no me meto junto a ti en la cama y que me quedo en el sofá. Espero que el dolor te deje dormir y que el nudo no te ahogue para siempre.

Adiós.

Escribo estas últimas palabras ya en el sofá. No puedo dormir, me aterra el olvido, tal vez por eso no puedo dejar de escribir en este cuaderno como si fuera un diario.
No sé si alguna vez he escrito un diario, no sé ni hacia quién dirijo estas palabras, pues no son para Evelyn.
Sé a ciencia cierta que te escribo a ti, lector. No sé quién eres, pero qué puedes esperar de alguien que no sabe ni quién es ella misma.
No sé si tú, futuro lector, serás yo, pero tal vez seas un “yo” diferente al que escribe estas líneas. Espero que no me odies por las cosas que he dicho y he pensado de Evelyn, aunque, por otra parte, tampoco me importa demasiado.
Soy Elizabeth y, seas quien seas tú, espero que tengas en cuenta que ni tú sabes quién eres, a pesar de mantener tus recuerdos. Hoy lo he aprendido. He aprendido que no somos nadie y, a la vez, somos muchas cosas: cosas que están en la superficie, cosas que escondemos, cosas que no sabemos que están ahí, cosas que nos gustan y cosas que detestamos. Somos todas ellas, y yo espero conocerlas todas con la esperanza de enfrentarlas, comprenderlas y dominarlas. En definitiva, con la esperanza de conocer a mi mejor aliada y hacer frente a mí más temible enemiga: yo.

Encantada de conoceros a todos: a vosotros, desconocidos lectores; y también a vosotras, futuras posibles “yoes”. Comienza nuestra nueva vida, plagada de incertidumbres y de misterios, como la de todos, supongo.
Pase lo que pase mañana al despertar, saldrás por esa puerta y buscarás tus propias respuestas. Seas quien seas no dejes que el nudo se convierta en el puño que te destroce a ti. Grita, si es necesario, para liberarte del “yo” que te aprisiona; mírate y busca el “yo” que necesites. Renuncia a lo que te ate a ese “yo” y aférrate a lo que te conecte al “yo” que quieres en ese momento.
Es lo único que jamás debes olvidar.

Nos vemos más allá de los recuerdos.

Elizabeth



jueves, 1 de noviembre de 2018

El Hacha Sumergida


 El hacha de aquel guerrero vikingo siempre tenía sed, sed de sangre, de vida, de almas, de muerte. La fiereza de aquel indómito ser empuñaba el hacha con un frenesí desmedido. Por guerreros como él los vikingos alcanzaron la, según para muchos, inmerecida fama de bárbaros. El enemigo que recibía el metal de su hacha, que se sumergía con asombrosa facilidad y escalofriante frialdad en el pecho o en el cráneo, percibía esa llama que ardía en su corazón y que usaba para quemar al enemigo.

 Esa rabia combativa era transmitida a sus aliados, que le seguían y le imitaban. Por su parte, los guerreros menos avezados y acostumbrados a ver tal locura despiadada, le observaban con temor, a pesar de ser de los suyos. Cuando el caos de la batalla arreciaba se mostraba tan agresivo como cuando cesaba y ya sólo quedaban guerreros temblorosos y amputados; hombres desafortunados que observaban cómo se cebaba con el resto de los supervivientes, los heridos en combate y hasta con los muertos. Todos contemplaban, con terror o placer, un espectáculo digno de Tyr. Algunos sonreían, otros -incluso los de su propio bando-, apartaban la mirada; y muchos esperaban rezando o entre gritos a que el horror les destrozase las entrañas.


Todo en su vida se limitaba a eso. La lucha, la infinita lucha. No le importaba la conquista de Europa, ni la supremacía de su pueblo, ni el orgullo, ni el desprecio a sus enemigos. Solo necesitaba mirar de frente a la muerte y destrozarla con su hacha mientras le daba órdenes de que se llevara a los demás. Sólo necesitaba ver sangre y cuerpos destrozándose. Solo necesitaba no pensar, luchar, desahogarse. Avanzaba sin miedo, como un ser venido del infierno, inmune a la muerte. Algunos huían sólo con verle, otros tan sólo al escucharle, pues gritaba mucho en el campo de batalla. Gritaba mientras corría hacia el enemigo, gritaba cuando mataba o cuando se arrancaba una flecha que le había alcanzado el brazo. Gritaba tanto que parecía azotar con su voz el campo de batalla e invocar la mayor de las tormentas de Thor.


La nieve enrojecida descansaba bajo su fatigada figura, apoyada en el hacha, una figura herida en la espalda, sudando. Las colinas aullaban arrastrando el eco de las voces de los muertos, los lamentos de los asesinados por aquel ser inhumano que ya no gritaba y que no tardaría en sanarse.
El vacío tras la batalla era insoportable.
Caminaba lentamente ignorando a los novatos guerreros asombrados, alejándose sin mediar palabra con los que eran sus aliados y compañeros de armas. Un día tuvo amigos y mujer que le amaba. Ojalá pudiese decir que murieron en combate, tras caer enfermos o atacados por una bestia; ojalá. Ojalá hubiesen sido torturados violentamente por el enemigo y hubiesen aniquilado a sus familias; ojalá. Ojalá los dioses se los hubiesen llevado sin hacer ruido y sin exigencias. Pero Odín reclamaba un sacrificio si no querían ser abandonados en aquella batalla del puente. El dios de dioses se ofrecía a pisar aquella fría tierra sobre su caballo con el fin de prestar su espada como apoyo si a cambio mandaban a una de las mujeres más bellas del poblado a sus honrosos aposentos. O eso decía el seidr.
Ojalá no hubiese sido su esposa la más bella del que consideraba su hogar, ojalá no hubiese tenido que destrozar a los que fueron sus amigos él mismo tras sacrificarla sin su conocimiento. Ojalá no los oyese gritar en sueños, rogarle, darle explicaciones o intentar hacerle frente. Ojalá no viese todas las noches a su esposa viajar junto a Odín sobre su caballo. Ojalá le diesen muerte en batalla para poder viajar al Valhalla y encontrarse frente a frente con Odín, pues no dudaría en aniquilarle, destrozarle y hacer frente, si hacía falta, a sus hijos.

Durante años se pasó desafiando a la muerte matando, como un desahogo, como un fin para alcanzar el reino de los dioses y consumar su venganza, guiado por Vidarr. En su corazón solo había muerte, hasta que un día la muerte estuvo apunto de ser lo único que le quedaba de verdad cuando una espada enemiga le atravesó el abdomen.
Durante años parecía que, como burla, Odín le protegía en sus batallas luchando junto a él, nutriéndole con la furia de Modi, su nieto, para que hasta los berserkers le temiesen. Pero ese día los dioses le abandonaron, ese día le abandonaron todos.
Abrió los ojos, sintió el calor, sintió el frío y no vio nada. Odín se había desvanecido sin poder enfrentarse a él, las puertas del Valhalla no se le negaron porque nunca aparecieron, y ni siquiera se pudo consolar con el rostro de su amada. Despertó en la cama de un barco, pero no por la gracia de Eir, que no había hecho acto de presencia, sino por su pura resistencia a la muerte, lo único que parecía existir en el oscuro mundo en el que vivían.
No recordaba el tiempo que estuvo inconsciente, pero su fuego había desaparecido, fuego que sus aliados usaban como amuleto, pues le llevaban en el barco tan sólo como protección cuasidivina  mientras se recuperaba antes de asaltar una ciudad costera. Pensaban que con él cerca, aunque estuviese inconsciente sobre una cama, tendrían el favor de los dioses y ganarían.

El seidr tenía razón: al sacrificar a su amada, no por ser la más bella, sino, precisamente, por ser la única persona a la que realmente amaba y le calmaba, más posibilidades de ganar tendrían, pues su ira se intensificaría; pero no por la gracia de Odín ni ningún otro dios, sino por su propia furia, alimentada por el odio a su propia existencia.
Ahora que había visto el vacío oscuro, que iluminaba únicamente la cruenta verdad, todo había dejado de tener sentido. Su corazón, por primera vez, se había helado realmente contagiado por ese vacío. Y, así, también desapareció la falsa bendición.

 Salió de la cama mientras todos le dejaban paso, como si fuese un semi-dios. Algunos pensaban que en el Valhalla había derrotado a todos sus rivales- incluso a los guerreros más ancestrales y legendarios-, y le había sido regalado el don de la vida nuevamente. Otros pensaron que era un regalo de Eir, o incluso de Frigg, por la fidelidad que había demostrado al amor que sentía por su difunta esposa. Pero no tardarían en ver la verdad en sus ojos.
 Caminó en silenció y con lentitud, cogió su hacha y subió las escaleras hasta el exterior. Desde el resto de barcos se agolpaban para poder verle, pero sin perder la calma que él transportaba, sin montar jaleo. La flota de barcos era un único ser monstruoso y silencioso que aguardaba ansioso a que la tormenta azotara las aguas calmas que reinaba.
El semi-dios se quitó las vendas enrojecidas, se metió la mano en la herida del abdomen, que comenzó a sangrar y, no sin cierta dificultad, se subió a un lateral del  barco. Observó la costa a lo lejos, donde descansaba un pueblo, alzó la vista a la montaña y contempló a un hombre con una túnica y un cuervo en la cabeza.
Sin decir nada comenzó a introducir la mano en la herida con más violencia, pues sólo quería arrancarse las entrañas hasta llegar al corazón para arrancárselo.
Entonces se detuvo. Sacó la mano de la herida sangrante y penetró con su mirada el mar, comenzando  a ver lo único que puede verse más allá. La incertidumbre. No apartó la mirada de las aguas enrojecidas por la sangre de su herida y molestada por la madera los barcos; en ningún momento miró al cielo. Miró otra vez al hombre de la montaña, me miró a mí. Vi cómo tiró el hacha al mar. Me retó. Después volvió a mirar al mar.
No esperaba ver a Njöror en las profundidades. No esperaba ver nada, sólo esperaba no verme a mí. Hubiera deseado que yo fuese Hela, pues no estaría sola más allá. Tal vez en tiempos pretéritos hubiese intentado matar a mi cuervo pensando que se trataba del propio Odín. Pero él ya lo había comprendido: yo era sólo yo, ni un hombre ni una mujer, solo alguien que le esperaba para llevarle a la sinrazón de la inexistencia y al que nunca había dado órdenes o manipulado como muchos pensaban.
Para él sólo había una salida, lejos de la garra de mi cuervo, de mi mirada.
El silencio hablaba, se movía y me susurraba muchas cosas, pero una destacaba sobre todas. Miedo. El silencio comenzaba a envolverme segundos antes de romperse tras la acción de aquel hombre.

Pude oír cómo se hacía añicos cuando aquel ser maldito por la verdad se dejaba caer al agua. Esta vez el sonido también me transmitía miedo, no sólo el suyo, sino también el del resto de navegantes que, de alguna manera, habían comprendido la verdad: estaban solos y sólo me tenían a mí, esperando en lo alto de aquella montaña
El sonido del terror se convirtió en imágenes que reflejaban el pavor de los incautos cuya única confianza residía en aquel hombre que se había arrojado por la borda. Algunos barcos se daban la vuelta, temerosos de lo que les aguardaba sin él en la batalla, otros se tiraban al agua siguiéndole a él y algunos de ellos, llevados por la más absoluta locura, encontraron el resultado que buscaban: me encontraron a mí aun sin mirar hacia las montañas, pues pronto empezaron a gritarse unos a otros, los gritos sucedieron al sonido del metal desenvainándose y a su vez el del metal al de la carne perforada y los gritos de dolor. El caos resonó durante horas en esa costa, pero nunca llegó a la ciudad ignorante de tal barbarie sin sentido. El sonido del miedo nunca provino de aquellos ciudadanos que descansaban cerca de mí constantemente, pero lejos de la verdad enloquecedora.
Sobre el mar se desató el infierno, bajo las profundidades de aquel mar teñido de sangre y coronado con fuego residía el paraíso.

Yo no puedo deciros qué encontró aquel torturado vikingo, solo vosotros podéis buscarlo si queréis conocerlo. Pero he de recordaros que yo nunca fui retado realmente por aquel hombre hasta aquel día, y que yo no le esperaba bajo el mar sino sobre la montaña. Mi cuervo puede sobrevolar el mundo entero, ha sobrevolado cada campo de batalla sembrado con los cadáveres fruto de su ira, pero solo se estremeció cuando sobrevoló los restos de madera, carne, vísceras y huesos que flotaban sobre aquel mar. Aquel vikingo no era un semi-dios, ni un dios, ni un demonio. Aquel vikingo no era nadie, solo un hombre que pudo ver mi cara de cerca, que vio lo que había tras mi mirada y que vio lo que no alcanzaba a ella. Nunca más emergerá de las profundidades marítimas, pero jamás volverá a caer en las oscuras y olvidadas profundidades montañosas.