El hacha de aquel guerrero vikingo siempre tenía
sed, sed de sangre, de vida, de almas, de muerte. La fiereza de aquel indómito
ser empuñaba el hacha con un frenesí desmedido. Por guerreros como él los
vikingos alcanzaron la, según para muchos, inmerecida fama de bárbaros. El
enemigo que recibía el metal de su hacha, que se sumergía con asombrosa
facilidad y escalofriante frialdad en el pecho o en el cráneo, percibía esa
llama que ardía en su corazón y que usaba para quemar al enemigo.
Esa rabia combativa era transmitida a sus aliados,
que le seguían y le imitaban. Por su parte, los guerreros menos avezados y
acostumbrados a ver tal locura despiadada, le observaban con temor, a pesar de
ser de los suyos. Cuando el caos de la batalla arreciaba se mostraba tan
agresivo como cuando cesaba y ya sólo quedaban guerreros temblorosos y
amputados; hombres desafortunados que observaban cómo se cebaba con el resto de
los supervivientes, los heridos en combate y hasta con los muertos. Todos
contemplaban, con terror o placer, un espectáculo digno de Tyr. Algunos
sonreían, otros -incluso los de su propio bando-, apartaban la mirada; y muchos
esperaban rezando o entre gritos a que el horror les destrozase las entrañas.
Todo
en su vida se limitaba a eso. La lucha, la infinita lucha. No le importaba la
conquista de Europa, ni la supremacía de su pueblo, ni el orgullo, ni el
desprecio a sus enemigos. Solo necesitaba mirar de frente a la muerte y
destrozarla con su hacha mientras le daba órdenes de que se llevara a los
demás. Sólo necesitaba ver sangre y cuerpos destrozándose. Solo necesitaba no
pensar, luchar, desahogarse. Avanzaba sin miedo, como un ser venido del
infierno, inmune a la muerte. Algunos huían sólo con verle, otros tan sólo al
escucharle, pues gritaba mucho en el campo de batalla. Gritaba mientras corría
hacia el enemigo, gritaba cuando mataba o cuando se arrancaba una flecha que le
había alcanzado el brazo. Gritaba tanto que parecía azotar con su voz el campo
de batalla e invocar la mayor de las tormentas de Thor.
La
nieve enrojecida descansaba bajo su fatigada figura, apoyada en el hacha, una
figura herida en la espalda, sudando. Las colinas aullaban arrastrando el eco
de las voces de los muertos, los lamentos de los asesinados por aquel ser
inhumano que ya no gritaba y que no tardaría en sanarse.
El
vacío tras la batalla era insoportable.
Caminaba
lentamente ignorando a los novatos guerreros asombrados, alejándose sin mediar
palabra con los que eran sus aliados y compañeros de armas. Un día tuvo amigos
y mujer que le amaba. Ojalá pudiese decir que murieron en combate, tras caer
enfermos o atacados por una bestia; ojalá. Ojalá hubiesen sido torturados
violentamente por el enemigo y hubiesen aniquilado a sus familias; ojalá. Ojalá
los dioses se los hubiesen llevado sin hacer ruido y sin exigencias. Pero Odín
reclamaba un sacrificio si no querían ser abandonados en aquella batalla del
puente. El dios de dioses se ofrecía a pisar aquella fría tierra sobre su
caballo con el fin de prestar su espada como apoyo si a cambio mandaban a una
de las mujeres más bellas del poblado a sus honrosos aposentos. O eso decía el
seidr.
Ojalá
no hubiese sido su esposa la más bella del que consideraba su hogar, ojalá no
hubiese tenido que destrozar a los que fueron sus amigos él mismo tras
sacrificarla sin su conocimiento. Ojalá no los oyese gritar en sueños, rogarle,
darle explicaciones o intentar hacerle frente. Ojalá no viese todas las noches
a su esposa viajar junto a Odín sobre su caballo. Ojalá le diesen muerte en
batalla para poder viajar al Valhalla y encontrarse frente a frente con Odín,
pues no dudaría en aniquilarle, destrozarle y hacer frente, si hacía falta, a
sus hijos.
Durante
años se pasó desafiando a la muerte matando, como un desahogo, como un fin para
alcanzar el reino de los dioses y consumar su venganza, guiado por Vidarr. En
su corazón solo había muerte, hasta que un día la muerte estuvo apunto de ser
lo único que le quedaba de verdad cuando una espada enemiga le atravesó el
abdomen.
Durante
años parecía que, como burla, Odín le protegía en sus batallas luchando junto a
él, nutriéndole con la furia de Modi, su nieto, para que hasta los berserkers
le temiesen. Pero ese día los dioses le abandonaron, ese día le abandonaron
todos.
Abrió
los ojos, sintió el calor, sintió el frío y no vio nada. Odín se había
desvanecido sin poder enfrentarse a él, las puertas del Valhalla no se le
negaron porque nunca aparecieron, y ni siquiera se pudo consolar con el rostro
de su amada. Despertó en la cama de un barco, pero no por la gracia de Eir, que
no había hecho acto de presencia, sino por su pura resistencia a la muerte, lo
único que parecía existir en el oscuro mundo en el que vivían.
No
recordaba el tiempo que estuvo inconsciente, pero su fuego había desaparecido,
fuego que sus aliados usaban como amuleto, pues le llevaban en el barco tan
sólo como protección cuasidivina
mientras se recuperaba antes de asaltar una ciudad costera. Pensaban que
con él cerca, aunque estuviese inconsciente sobre una cama, tendrían el favor
de los dioses y ganarían.
El
seidr tenía razón: al sacrificar a su amada, no por ser la más bella, sino,
precisamente, por ser la única persona a la que realmente amaba y le calmaba,
más posibilidades de ganar tendrían, pues su ira se intensificaría; pero no por
la gracia de Odín ni ningún otro dios, sino por su propia furia, alimentada por
el odio a su propia existencia.
Ahora
que había visto el vacío oscuro, que iluminaba únicamente la cruenta verdad,
todo había dejado de tener sentido. Su corazón, por primera vez, se había
helado realmente contagiado por ese vacío. Y, así, también desapareció la falsa
bendición.
Salió de la cama mientras todos le dejaban
paso, como si fuese un semi-dios. Algunos pensaban que en el Valhalla había
derrotado a todos sus rivales- incluso a los guerreros más ancestrales y legendarios-, y le
había sido regalado el don de la vida nuevamente. Otros pensaron que era un
regalo de Eir, o incluso de Frigg, por la fidelidad que había demostrado al
amor que sentía por su difunta esposa. Pero no tardarían en ver la verdad en
sus ojos.
Caminó en silenció y con lentitud, cogió su
hacha y subió las escaleras hasta el exterior. Desde el resto de barcos se
agolpaban para poder verle, pero sin perder la calma que él transportaba, sin
montar jaleo. La flota de barcos era un único ser monstruoso y silencioso que
aguardaba ansioso a que la tormenta azotara las aguas calmas que reinaba.
El
semi-dios se quitó las vendas enrojecidas, se metió la mano en la herida del
abdomen, que comenzó a sangrar y, no sin cierta dificultad, se subió a un
lateral del barco. Observó la costa a
lo lejos, donde descansaba un pueblo, alzó la vista a la montaña y contempló a
un hombre con una túnica y un cuervo en la cabeza.
Sin
decir nada comenzó a introducir la mano en la herida con más violencia, pues
sólo quería arrancarse las entrañas hasta llegar al corazón para arrancárselo.
Entonces
se detuvo. Sacó la mano de la herida
sangrante y penetró con su mirada el mar, comenzando a ver lo único que puede verse más allá. La incertidumbre. No
apartó la mirada de las aguas enrojecidas por la sangre de su herida y
molestada por la madera los barcos; en ningún momento miró al cielo. Miró otra
vez al hombre de la montaña, me miró a mí. Vi cómo tiró el hacha al mar. Me retó.
Después volvió a mirar al mar.
No
esperaba ver a Njöror en las profundidades. No esperaba ver nada, sólo esperaba
no verme a mí. Hubiera deseado que yo fuese Hela, pues no estaría sola más
allá. Tal vez en tiempos pretéritos hubiese intentado matar a mi cuervo
pensando que se trataba del propio Odín. Pero él ya lo había comprendido: yo
era sólo yo, ni un hombre ni una mujer, solo alguien que le esperaba para
llevarle a la sinrazón de la inexistencia y al que nunca había dado órdenes o
manipulado como muchos pensaban.
Para
él sólo había una salida, lejos de la garra de mi cuervo, de mi mirada.
El
silencio hablaba, se movía y me susurraba muchas cosas, pero una destacaba
sobre todas. Miedo. El silencio comenzaba a envolverme segundos antes de
romperse tras la acción de aquel hombre.
Pude
oír cómo se hacía añicos cuando aquel ser maldito por la verdad se dejaba caer
al agua. Esta vez el sonido también me transmitía miedo, no sólo el suyo, sino
también el del resto de navegantes que, de alguna manera, habían comprendido la
verdad: estaban solos y sólo me tenían a mí, esperando en lo alto de aquella
montaña
El
sonido del terror se convirtió en imágenes que reflejaban el pavor de los
incautos cuya única confianza residía en aquel hombre que se había arrojado por
la borda. Algunos barcos se daban la vuelta, temerosos de lo que les aguardaba
sin él en la batalla, otros se tiraban al agua siguiéndole a él y algunos de
ellos, llevados por la más absoluta locura, encontraron el resultado que
buscaban: me encontraron a mí aun sin mirar hacia las montañas, pues pronto
empezaron a gritarse unos a otros, los gritos sucedieron al sonido del metal
desenvainándose y a su vez el del metal al de la carne perforada y los gritos
de dolor. El caos resonó durante horas en esa costa, pero nunca llegó a la
ciudad ignorante de tal barbarie sin sentido. El sonido del miedo nunca provino
de aquellos ciudadanos que descansaban cerca de mí constantemente, pero lejos
de la verdad enloquecedora.
Sobre
el mar se desató el infierno, bajo las profundidades de aquel mar teñido de
sangre y coronado con fuego residía el paraíso.
Yo
no puedo deciros qué encontró aquel torturado vikingo, solo vosotros podéis
buscarlo si queréis conocerlo. Pero he de recordaros que yo nunca fui retado
realmente por aquel hombre hasta aquel día, y que yo no le esperaba bajo el mar
sino sobre la montaña. Mi cuervo puede sobrevolar el mundo entero, ha
sobrevolado cada campo de batalla sembrado con los cadáveres fruto de su ira,
pero solo se estremeció cuando sobrevoló los restos de madera, carne, vísceras
y huesos que flotaban sobre aquel mar. Aquel vikingo no era un semi-dios, ni un
dios, ni un demonio. Aquel vikingo no era nadie, solo un hombre que pudo ver mi
cara de cerca, que vio lo que había tras mi mirada y que vio lo que no
alcanzaba a ella. Nunca más emergerá de las profundidades marítimas, pero jamás
volverá a caer en las oscuras y olvidadas profundidades montañosas.
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