jueves, 1 de noviembre de 2018

El Hacha Sumergida


 El hacha de aquel guerrero vikingo siempre tenía sed, sed de sangre, de vida, de almas, de muerte. La fiereza de aquel indómito ser empuñaba el hacha con un frenesí desmedido. Por guerreros como él los vikingos alcanzaron la, según para muchos, inmerecida fama de bárbaros. El enemigo que recibía el metal de su hacha, que se sumergía con asombrosa facilidad y escalofriante frialdad en el pecho o en el cráneo, percibía esa llama que ardía en su corazón y que usaba para quemar al enemigo.

 Esa rabia combativa era transmitida a sus aliados, que le seguían y le imitaban. Por su parte, los guerreros menos avezados y acostumbrados a ver tal locura despiadada, le observaban con temor, a pesar de ser de los suyos. Cuando el caos de la batalla arreciaba se mostraba tan agresivo como cuando cesaba y ya sólo quedaban guerreros temblorosos y amputados; hombres desafortunados que observaban cómo se cebaba con el resto de los supervivientes, los heridos en combate y hasta con los muertos. Todos contemplaban, con terror o placer, un espectáculo digno de Tyr. Algunos sonreían, otros -incluso los de su propio bando-, apartaban la mirada; y muchos esperaban rezando o entre gritos a que el horror les destrozase las entrañas.


Todo en su vida se limitaba a eso. La lucha, la infinita lucha. No le importaba la conquista de Europa, ni la supremacía de su pueblo, ni el orgullo, ni el desprecio a sus enemigos. Solo necesitaba mirar de frente a la muerte y destrozarla con su hacha mientras le daba órdenes de que se llevara a los demás. Sólo necesitaba ver sangre y cuerpos destrozándose. Solo necesitaba no pensar, luchar, desahogarse. Avanzaba sin miedo, como un ser venido del infierno, inmune a la muerte. Algunos huían sólo con verle, otros tan sólo al escucharle, pues gritaba mucho en el campo de batalla. Gritaba mientras corría hacia el enemigo, gritaba cuando mataba o cuando se arrancaba una flecha que le había alcanzado el brazo. Gritaba tanto que parecía azotar con su voz el campo de batalla e invocar la mayor de las tormentas de Thor.


La nieve enrojecida descansaba bajo su fatigada figura, apoyada en el hacha, una figura herida en la espalda, sudando. Las colinas aullaban arrastrando el eco de las voces de los muertos, los lamentos de los asesinados por aquel ser inhumano que ya no gritaba y que no tardaría en sanarse.
El vacío tras la batalla era insoportable.
Caminaba lentamente ignorando a los novatos guerreros asombrados, alejándose sin mediar palabra con los que eran sus aliados y compañeros de armas. Un día tuvo amigos y mujer que le amaba. Ojalá pudiese decir que murieron en combate, tras caer enfermos o atacados por una bestia; ojalá. Ojalá hubiesen sido torturados violentamente por el enemigo y hubiesen aniquilado a sus familias; ojalá. Ojalá los dioses se los hubiesen llevado sin hacer ruido y sin exigencias. Pero Odín reclamaba un sacrificio si no querían ser abandonados en aquella batalla del puente. El dios de dioses se ofrecía a pisar aquella fría tierra sobre su caballo con el fin de prestar su espada como apoyo si a cambio mandaban a una de las mujeres más bellas del poblado a sus honrosos aposentos. O eso decía el seidr.
Ojalá no hubiese sido su esposa la más bella del que consideraba su hogar, ojalá no hubiese tenido que destrozar a los que fueron sus amigos él mismo tras sacrificarla sin su conocimiento. Ojalá no los oyese gritar en sueños, rogarle, darle explicaciones o intentar hacerle frente. Ojalá no viese todas las noches a su esposa viajar junto a Odín sobre su caballo. Ojalá le diesen muerte en batalla para poder viajar al Valhalla y encontrarse frente a frente con Odín, pues no dudaría en aniquilarle, destrozarle y hacer frente, si hacía falta, a sus hijos.

Durante años se pasó desafiando a la muerte matando, como un desahogo, como un fin para alcanzar el reino de los dioses y consumar su venganza, guiado por Vidarr. En su corazón solo había muerte, hasta que un día la muerte estuvo apunto de ser lo único que le quedaba de verdad cuando una espada enemiga le atravesó el abdomen.
Durante años parecía que, como burla, Odín le protegía en sus batallas luchando junto a él, nutriéndole con la furia de Modi, su nieto, para que hasta los berserkers le temiesen. Pero ese día los dioses le abandonaron, ese día le abandonaron todos.
Abrió los ojos, sintió el calor, sintió el frío y no vio nada. Odín se había desvanecido sin poder enfrentarse a él, las puertas del Valhalla no se le negaron porque nunca aparecieron, y ni siquiera se pudo consolar con el rostro de su amada. Despertó en la cama de un barco, pero no por la gracia de Eir, que no había hecho acto de presencia, sino por su pura resistencia a la muerte, lo único que parecía existir en el oscuro mundo en el que vivían.
No recordaba el tiempo que estuvo inconsciente, pero su fuego había desaparecido, fuego que sus aliados usaban como amuleto, pues le llevaban en el barco tan sólo como protección cuasidivina  mientras se recuperaba antes de asaltar una ciudad costera. Pensaban que con él cerca, aunque estuviese inconsciente sobre una cama, tendrían el favor de los dioses y ganarían.

El seidr tenía razón: al sacrificar a su amada, no por ser la más bella, sino, precisamente, por ser la única persona a la que realmente amaba y le calmaba, más posibilidades de ganar tendrían, pues su ira se intensificaría; pero no por la gracia de Odín ni ningún otro dios, sino por su propia furia, alimentada por el odio a su propia existencia.
Ahora que había visto el vacío oscuro, que iluminaba únicamente la cruenta verdad, todo había dejado de tener sentido. Su corazón, por primera vez, se había helado realmente contagiado por ese vacío. Y, así, también desapareció la falsa bendición.

 Salió de la cama mientras todos le dejaban paso, como si fuese un semi-dios. Algunos pensaban que en el Valhalla había derrotado a todos sus rivales- incluso a los guerreros más ancestrales y legendarios-, y le había sido regalado el don de la vida nuevamente. Otros pensaron que era un regalo de Eir, o incluso de Frigg, por la fidelidad que había demostrado al amor que sentía por su difunta esposa. Pero no tardarían en ver la verdad en sus ojos.
 Caminó en silenció y con lentitud, cogió su hacha y subió las escaleras hasta el exterior. Desde el resto de barcos se agolpaban para poder verle, pero sin perder la calma que él transportaba, sin montar jaleo. La flota de barcos era un único ser monstruoso y silencioso que aguardaba ansioso a que la tormenta azotara las aguas calmas que reinaba.
El semi-dios se quitó las vendas enrojecidas, se metió la mano en la herida del abdomen, que comenzó a sangrar y, no sin cierta dificultad, se subió a un lateral del  barco. Observó la costa a lo lejos, donde descansaba un pueblo, alzó la vista a la montaña y contempló a un hombre con una túnica y un cuervo en la cabeza.
Sin decir nada comenzó a introducir la mano en la herida con más violencia, pues sólo quería arrancarse las entrañas hasta llegar al corazón para arrancárselo.
Entonces se detuvo. Sacó la mano de la herida sangrante y penetró con su mirada el mar, comenzando  a ver lo único que puede verse más allá. La incertidumbre. No apartó la mirada de las aguas enrojecidas por la sangre de su herida y molestada por la madera los barcos; en ningún momento miró al cielo. Miró otra vez al hombre de la montaña, me miró a mí. Vi cómo tiró el hacha al mar. Me retó. Después volvió a mirar al mar.
No esperaba ver a Njöror en las profundidades. No esperaba ver nada, sólo esperaba no verme a mí. Hubiera deseado que yo fuese Hela, pues no estaría sola más allá. Tal vez en tiempos pretéritos hubiese intentado matar a mi cuervo pensando que se trataba del propio Odín. Pero él ya lo había comprendido: yo era sólo yo, ni un hombre ni una mujer, solo alguien que le esperaba para llevarle a la sinrazón de la inexistencia y al que nunca había dado órdenes o manipulado como muchos pensaban.
Para él sólo había una salida, lejos de la garra de mi cuervo, de mi mirada.
El silencio hablaba, se movía y me susurraba muchas cosas, pero una destacaba sobre todas. Miedo. El silencio comenzaba a envolverme segundos antes de romperse tras la acción de aquel hombre.

Pude oír cómo se hacía añicos cuando aquel ser maldito por la verdad se dejaba caer al agua. Esta vez el sonido también me transmitía miedo, no sólo el suyo, sino también el del resto de navegantes que, de alguna manera, habían comprendido la verdad: estaban solos y sólo me tenían a mí, esperando en lo alto de aquella montaña
El sonido del terror se convirtió en imágenes que reflejaban el pavor de los incautos cuya única confianza residía en aquel hombre que se había arrojado por la borda. Algunos barcos se daban la vuelta, temerosos de lo que les aguardaba sin él en la batalla, otros se tiraban al agua siguiéndole a él y algunos de ellos, llevados por la más absoluta locura, encontraron el resultado que buscaban: me encontraron a mí aun sin mirar hacia las montañas, pues pronto empezaron a gritarse unos a otros, los gritos sucedieron al sonido del metal desenvainándose y a su vez el del metal al de la carne perforada y los gritos de dolor. El caos resonó durante horas en esa costa, pero nunca llegó a la ciudad ignorante de tal barbarie sin sentido. El sonido del miedo nunca provino de aquellos ciudadanos que descansaban cerca de mí constantemente, pero lejos de la verdad enloquecedora.
Sobre el mar se desató el infierno, bajo las profundidades de aquel mar teñido de sangre y coronado con fuego residía el paraíso.

Yo no puedo deciros qué encontró aquel torturado vikingo, solo vosotros podéis buscarlo si queréis conocerlo. Pero he de recordaros que yo nunca fui retado realmente por aquel hombre hasta aquel día, y que yo no le esperaba bajo el mar sino sobre la montaña. Mi cuervo puede sobrevolar el mundo entero, ha sobrevolado cada campo de batalla sembrado con los cadáveres fruto de su ira, pero solo se estremeció cuando sobrevoló los restos de madera, carne, vísceras y huesos que flotaban sobre aquel mar. Aquel vikingo no era un semi-dios, ni un dios, ni un demonio. Aquel vikingo no era nadie, solo un hombre que pudo ver mi cara de cerca, que vio lo que había tras mi mirada y que vio lo que no alcanzaba a ella. Nunca más emergerá de las profundidades marítimas, pero jamás volverá a caer en las oscuras y olvidadas profundidades montañosas. 


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