Un día más volvía a oír sus
voces. Todos los días las oía, todas las noches. Nunca dormía, no podía. Igual
que no podía moverse, ni alimentarse, ni beber. Las cadenas estaban siempre
frías, frías y oxidadas. Llevaba muchos años encadenado, le daba miedo recordar
desde cuándo. Le daba miedo pensar qué había hecho para estar ahí. Le daba
miedo descubrir a quien pertenecían esas voces, igual que le daba miedo pensar
que sería de él cuando saliese de ahí ¿Alguien le esperaría? ¿Alguien le buscaría?
Le dolía la cabeza, también todos los días. Le dolían las muñecas y los ojos, sobre
todo los ojos. Todos estos años llevaba encadenado en la más profunda
oscuridad, era lo único que veían sus ojos, la nada más oscura. Una oscuridad
que hacía daño. No lo soportaba, no soportaba oír sus voces y no poder ver sus
rostros. Nunca se atrevió a hablarles, nunca lo intentó. Tal vez ellos podían
liberarle, pero también podían matarle. Estaba seguro de que ellos acabarían
con su vida tarde o temprano.
Desde el primer día su
prisión era fría y húmeda. Estaba repleta de goteras, goteras que en ocasiones
habían inundado la sala hasta el punto de sentir el agua en el cuello. La
primera vez gritó aterrado, pero solo la primera vez. Nunca llegaba a ahogarse
y eso es lo único que le aterraba ahora, que la pesadilla nunca terminara. Le
parecía que, incluso si el agua llegase a inundar por completo la sala, aunque
se pasase horas bajo el agua, sin oxígeno, no moriría. Su vida continuaría
aferrado a las cadenas, sin fuerzas ni siquiera para pensar, pero sin poder
dejar de oír sus voces.
No escuchaba lo que decían,
no le importaba. Solo quería salir de ahí. A veces le parecía oír sonidos
agradables en lo que parecía el exterior de esa lúgubre prisión. Sonidos que no
distinguía y que en ningún momento conseguían tranquilizarle. Eran sonidos que
le agobiaban, que le recordaban que había vida ahí fuera, pero que él no podía
disfrutar. ¿Acaso no se lo merecía? ¿Acaso no había luchado durante toda su
vida para ser alguien? ¿Qué es lo que había conseguido? ¿Qué había hecho?
Intentó recordar, pensar en
su pasado. Todo era muy borroso. Le costaba un esfuerzo sobrehumano imaginar
formas de nuevo. Más aún le costaba recordar los sentimientos que algún día
formaron parte de él. La oscuridad le había cegado la vista, pero lo peor era
que su alma estaba también ciega y, al contrario que la ceguera de sus ojos,
esta parecía incurable.
Él siempre soñaba despierto,
ahora no era capaz siquiera de dormir. Nunca paraba de correr, hablar, reír…ahora
lo único que podía hacer era dar vueltas en el suelo, pensando…y ahora que lo
pensaba, también llevaba años sin hablar. No recordaba el sonido de su voz y
tampoco quería oírlo. Igual que no quería oír sus voces, unas voces que nunca
dejaban de hablar y que le desesperaban.
Continuó viendo lo único que
podía ver, aunque siempre de forma borrosa, su pasado. Recordaba a personas
junto a él, personas que le cuidaban. Recuerda un juramento que hizo ante su
madre, que incluso muerta parecía más viva de lo que estaba él en ese momento.
No recordaba que juró, pero tenía que ver con algo nuevo, con otra mujer, con
unos niños más pequeños que sus hermanos…Intentaba recordar, pero las voces no
se callaban. Estuvo a punto de gritarles que lo hicieran, pero decidió seguir
callado…encadenado.
Recuerda mucho esfuerzo, un
gran cansancio, pero un cansancio físico que mermaba con lo que sentía. Pero
¿Qué sentía? Había luchado, había sufrido, pero también había disfrutado, había
amado. ¿A quién? No lo sabía. La voces volvieron a interrumpirle, esta vez era
solo una voz, una voz que parecía acercarse a él. Emanaba calor, pero él se
apartó. Tenía miedo. No quería su calor, se había acostumbrado al frío. Sintió
como se alejaba para unirse a las demás voces de nuevo, entre sollozos. Pero
las demás voces la ignoraban. Él también decidió ignorar su llanto. Solo quería
recordar.
Entonces, comenzó a ver la
misma imagen una y otra vez. Vio una figura que conocía pero no recordaba. Una
figura que pertenecía al pasado, a sus recuerdos. La veía haciendo siempre las
mismas cosas, sintiendo siempre el mismo cansancio, escuchando siempre las
mismas voces. Intentaba recordar, recordar, recordar. Pero mientras esas
imágenes se repetían una y otra vez, sin apenas variaciones, la oscuridad empezó
a cernirse sobre la misteriosa figura. Antes de hacerlo vio unas cadenas.
Brillantes, sólidas, que tintineaban provocando un sonido de lo más agradable.
Un sonido que ahora no hacía más que desesperarle. Las cadenas se perdieron en la oscuridad,
pero sentía el metal más que nunca. Le hacían daño y solo quería liberarse de
ellas.
No había cometido ningún
crimen. No había hecho nada…solo vivir. Y allí moriría, se dio cuenta de que
moriría. Podía haber pedido ayuda, pero decidió esperar la llegada de la
muerte, tan fría como esas cadenas, tan fría como esa prisión. No lloró, no
gritó, no habló, no volvió a temblar ni tampoco a pensar. Solo esperó, un día y
otro. Días que parecían solo uno, días que no parecían ni siquiera días sino
oscuras noches. Noches tristes sin luna y estrellas. Pero el amanecer de un
nuevo día estaba a punto de llegar. Él no lo sabía, pero cuando la noche fuese
demasiado larga hasta para él, llegaría. Y llegó.
No vio el sol salir, no oyó
a los primeros pájaros de la mañana cantando, no vio nada, como siempre. Y solo
oía una cosa, sus voces. Voces que le taladraban la cabeza y que hoy podría
dejar de oír. Una puerta se abrió, sintió frío y sintió calor. Por un momento
volvió a sentir miedo, pero cuando escuchó su voz se tranquilizó. Había alguien
frente a él con una voz grave, sosegada, una voz que no conocía. “Tengo la
llave” le dijo. “Pero tú tienes algo más importante”, hubo un silencio. “Les
tienes a ellos, solo tienes que ver en la oscuridad, escuchar en el vacío”. El
misterioso hombre parecía acercarse. “Puedes intentarlo o puedes liberarte, tú
decides”
Una sonrisa parecía aparecer
en la cara del hombre encadenado, pero solo fue una sensación que no duró
mucho. “Dame la llave”. Fue lo único que dijo después de tantos años en silencio.
“La llave está en tu
fuerza”. Hizo otro parón. “O en tu debilidad, según la perspectiva. Úsala y
serás libre. Arranca tus cadenas”. El
encadenado no dudó. No dudó en hacer fuerza, no dudó en alargar sus brazos,
tensándolos. No dudó en gritar mientras tiraba, no dudó en destruir las
cadenas, arrancarlas de la pared. No dudó en ser libre. La pared crujía con
fuerza mientras las goteras caían con más rapidez. Las voces que llevaba años
oyendo comenzaron a gritar, a suplicar, a llorar desesperadas. Pero él solo oía
sus propios gritos. No sentía más que su fuerza, su debilidad. Las cadenas le
hicieron más presión que en toda su vida y, entonces, lo consiguió. Las cadenas
no se soltaron, pero las paredes fueron arrancadas brutalmente. Por la pared
derruida entraba el sol naciente del este. Por fin pudo ver. Vio al hombre
frente a él, vio a los dueños de las voces, vio las cadenas, vio platos
abundantes de comida y cubos llenos de agua fresca frente a él. Volvía a ver,
pero pronto desearía estar ciego.
El hombre que le miraba con
el semblante serio era él mismo. Era la imagen que se mantenía en su recuerdo,
ahora nítida. Era el hombre que siempre soñó ser y el mismo que había olvidado.
Ese hombre que ya poco tenía que ver con él extendió el brazo para mostrarle la
comida y el agua, extendió el brazo para que viese a las personas que había en
la sala a pocos metros de él, para que viese las cadenas, las mismas que
permanecían en su recuerdo.
“Solo tenías que moverte,
moverte un poco para tocar la comida y sentir el agua. Solo tenías que hablar
para ser escuchado, pedir ayuda, lo tenías todo al alcance de tu mano. Pero
decidiste resguardarte en tus recuerdos, y al mismo tiempo en el olvido. Te
resguardaste en tu miedo… Te centraste en las cadenas sin mirar a tu alrededor,
en la oscuridad. Y esto es lo que has conseguido…tu libertad. Disfruta de
ella”.
El edificio empezó a
temblar. Las paredes comenzaron a derrumbarse, el suelo a resquebrajarse y el
techo a desplomarse. De nuevo, apenas podía ver. Esta vez había luz suficiente
para hacerlo, pero el polvo cubría la sala, además de los pulmones. La arenilla
se metía en los ojos, que le escocían más que nunca. El estruendo de las rocas
al impactar contra el quebradizo suelo no conseguía ahogar los gritos de
angustia de aquellas voces ahora con cuerpos, con rostros. Rostros que él
conocía bien. Era ella, era ella con los pequeños. La mujer que había amado, la
mujer con la que juró formar una nueva familia como la que le cuidaba cuando
era un niño. Juró ser feliz, juró hacer feliz. Para hacerlo necesitó las
cadenas. Recordó de nuevo las cadenas brillantes y sólidas. Sus padres llevaron
las mismas cadenas, cuidaron de ellas y murieron con ellas. Las cadenas no
apresaban, las cadenas protegían. Solo con ellas podían crearse los vínculos
entre personas. No siempre eran cómodas ni agradables de llevar, pero si
aguantabas con ellas hasta el final, la marca que dejaban en las muñecas no era
nada en comparación con la marca que dejaban en el corazón de las personas por
las que te las pusiste. Las cadenas no apresaban, las cadenas liberaban.
Pero a veces el peso de las
cadenas nos vence, nos convertimos en presos, pero no de las personas que amamos,
sino de nosotros mismos. Presos de nuestra debilidad, de nuestro egoísmo, de
nuestra propia oscuridad. Todos podemos ser libres, solo tenemos que saber
observar, no solo mirar; escuchar, no solo oír; hablar y no solo pensar; y ante
todo, tenemos que saber amar en la prisión más lúgubre y oscura.
Pero ya era tarde para él.
La prisión se derrumbaba ante esas voces que decidió ignorar. La prisión que él
mismo había construido piedra a piedra, aplastaba sin que pudiese hacer nada
para evitarlo a la familia que con tanto esfuerzo había formado. Había roto sus
cadenas, su juramento, sus corazones. Él era lo único que quedaba en pie.
Observaba las ruinas, los cadáveres. Observaba las rocas y los brazos y piernas
que sobresalían de ellas. Observaba la arena y también la sangre. Pero ya era
tarde para observar. Se dio la vuelta para contemplar el nuevo amanecer, el
camino que le esperaba tras la liberación de sus cadenas. Pudo ver el sol, el
cielo…pudo ver el desierto. Era libre, libre de caminar entre la arena. Sin
agua, sin comida, sin rumbo, sin su mujer, sin sus hijos…sin cadenas. Libre… y solo.
Que duro, pero tan duro como la vida misma.
ResponderEliminarQue bonito es disfrutar de las cosas más simples que tenemos, porque luego lo recordaremos y el tiempo no espera por nadie ni por nada.
Gracias por estos momentos tan intensos que nos dejan tus relatos.
Por cierto he sentido frío y todo jeje
Esa es la clave, disfrutar de las cosas pequeñas, tener paciencia con la gente que realmente nos quiere y no ser tan injustos con ellos como a veces lo somos. Siempre buscamos más, algo mejor y siempre mirando al futuro, cuando lo verdaderamente importante está a nuestro alrededor, en nuestro día a día.
EliminarMe alegro de que disfrutes con ellos, Diana!
Pero eso es porque ha refrescado jaja
Un saludo! ;)