domingo, 21 de abril de 2013

Cadenas Vinculantes



Un día más volvía a oír sus voces. Todos los días las oía, todas las noches. Nunca dormía, no podía. Igual que no podía moverse, ni alimentarse, ni beber. Las cadenas estaban siempre frías, frías y oxidadas. Llevaba muchos años encadenado, le daba miedo recordar desde cuándo. Le daba miedo pensar qué había hecho para estar ahí. Le daba miedo descubrir a quien pertenecían esas voces, igual que le daba miedo pensar que sería de él cuando saliese de ahí ¿Alguien le esperaría? ¿Alguien le buscaría? Le dolía la cabeza, también todos los días. Le dolían las muñecas y los ojos, sobre todo los ojos. Todos estos años llevaba encadenado en la más profunda oscuridad, era lo único que veían sus ojos, la nada más oscura. Una oscuridad que hacía daño. No lo soportaba, no soportaba oír sus voces y no poder ver sus rostros. Nunca se atrevió a hablarles, nunca lo intentó. Tal vez ellos podían liberarle, pero también podían matarle. Estaba seguro de que ellos acabarían con su vida tarde o temprano.

Desde el primer día su prisión era fría y húmeda. Estaba repleta de goteras, goteras que en ocasiones habían inundado la sala hasta el punto de sentir el agua en el cuello. La primera vez gritó aterrado, pero solo la primera vez. Nunca llegaba a ahogarse y eso es lo único que le aterraba ahora, que la pesadilla nunca terminara. Le parecía que, incluso si el agua llegase a inundar por completo la sala, aunque se pasase horas bajo el agua, sin oxígeno, no moriría. Su vida continuaría aferrado a las cadenas, sin fuerzas ni siquiera para pensar, pero sin poder dejar de oír sus voces.

No escuchaba lo que decían, no le importaba. Solo quería salir de ahí. A veces le parecía oír sonidos agradables en lo que parecía el exterior de esa lúgubre prisión. Sonidos que no distinguía y que en ningún momento conseguían tranquilizarle. Eran sonidos que le agobiaban, que le recordaban que había vida ahí fuera, pero que él no podía disfrutar. ¿Acaso no se lo merecía? ¿Acaso no había luchado durante toda su vida para ser alguien? ¿Qué es lo que había conseguido? ¿Qué había hecho?
                                          
Intentó recordar, pensar en su pasado. Todo era muy borroso. Le costaba un esfuerzo sobrehumano imaginar formas de nuevo. Más aún le costaba recordar los sentimientos que algún día formaron parte de él. La oscuridad le había cegado la vista, pero lo peor era que su alma estaba también ciega y, al contrario que la ceguera de sus ojos, esta parecía incurable.

Él siempre soñaba despierto, ahora no era capaz siquiera de dormir. Nunca paraba de correr, hablar, reír…ahora lo único que podía hacer era dar vueltas en el suelo, pensando…y ahora que lo pensaba, también llevaba años sin hablar. No recordaba el sonido de su voz y tampoco quería oírlo. Igual que no quería oír sus voces, unas voces que nunca dejaban de hablar y que le desesperaban.

Continuó viendo lo único que podía ver, aunque siempre de forma borrosa, su pasado. Recordaba a personas junto a él, personas que le cuidaban. Recuerda un juramento que hizo ante su madre, que incluso muerta parecía más viva de lo que estaba él en ese momento. No recordaba que juró, pero tenía que ver con algo nuevo, con otra mujer, con unos niños más pequeños que sus hermanos…Intentaba recordar, pero las voces no se callaban. Estuvo a punto de gritarles que lo hicieran, pero decidió seguir callado…encadenado.

Recuerda mucho esfuerzo, un gran cansancio, pero un cansancio físico que mermaba con lo que sentía. Pero ¿Qué sentía? Había luchado, había sufrido, pero también había disfrutado, había amado. ¿A quién? No lo sabía. La voces volvieron a interrumpirle, esta vez era solo una voz, una voz que parecía acercarse a él. Emanaba calor, pero él se apartó. Tenía miedo. No quería su calor, se había acostumbrado al frío. Sintió como se alejaba para unirse a las demás voces de nuevo, entre sollozos. Pero las demás voces la ignoraban. Él también decidió ignorar su llanto. Solo quería recordar.
Entonces, comenzó a ver la misma imagen una y otra vez. Vio una figura que conocía pero no recordaba. Una figura que pertenecía al pasado, a sus recuerdos. La veía haciendo siempre las mismas cosas, sintiendo siempre el mismo cansancio, escuchando siempre las mismas voces. Intentaba recordar, recordar, recordar. Pero mientras esas imágenes se repetían una y otra vez, sin apenas variaciones, la oscuridad empezó a cernirse sobre la misteriosa figura. Antes de hacerlo vio unas cadenas. Brillantes, sólidas, que tintineaban provocando un sonido de lo más agradable. Un sonido que ahora no hacía más que desesperarle.  Las cadenas se perdieron en la oscuridad, pero sentía el metal más que nunca. Le hacían daño y solo quería liberarse de ellas.

No había cometido ningún crimen. No había hecho nada…solo vivir. Y allí moriría, se dio cuenta de que moriría. Podía haber pedido ayuda, pero decidió esperar la llegada de la muerte, tan fría como esas cadenas, tan fría como esa prisión. No lloró, no gritó, no habló, no volvió a temblar ni tampoco a pensar. Solo esperó, un día y otro. Días que parecían solo uno, días que no parecían ni siquiera días sino oscuras noches. Noches tristes sin luna y estrellas. Pero el amanecer de un nuevo día estaba a punto de llegar. Él no lo sabía, pero cuando la noche fuese demasiado larga hasta para él, llegaría. Y llegó.

No vio el sol salir, no oyó a los primeros pájaros de la mañana cantando, no vio nada, como siempre. Y solo oía una cosa, sus voces. Voces que le taladraban la cabeza y que hoy podría dejar de oír. Una puerta se abrió, sintió frío y sintió calor. Por un momento volvió a sentir miedo, pero cuando escuchó su voz se tranquilizó. Había alguien frente a él con una voz grave, sosegada, una voz que no conocía. “Tengo la llave” le dijo. “Pero tú tienes algo más importante”, hubo un silencio. “Les tienes a ellos, solo tienes que ver en la oscuridad, escuchar en el vacío”. El misterioso hombre parecía acercarse. “Puedes intentarlo o puedes liberarte, tú decides”

Una sonrisa parecía aparecer en la cara del hombre encadenado, pero solo fue una sensación que no duró mucho. “Dame la llave”. Fue lo único que dijo después de tantos años en silencio.

“La llave está en tu fuerza”. Hizo otro parón. “O en tu debilidad, según la perspectiva. Úsala y serás libre. Arranca tus cadenas”.  El encadenado no dudó. No dudó en hacer fuerza, no dudó en alargar sus brazos, tensándolos. No dudó en gritar mientras tiraba, no dudó en destruir las cadenas, arrancarlas de la pared. No dudó en ser libre. La pared crujía con fuerza mientras las goteras caían con más rapidez. Las voces que llevaba años oyendo comenzaron a gritar, a suplicar, a llorar desesperadas. Pero él solo oía sus propios gritos. No sentía más que su fuerza, su debilidad. Las cadenas le hicieron más presión que en toda su vida y, entonces, lo consiguió. Las cadenas no se soltaron, pero las paredes fueron arrancadas brutalmente. Por la pared derruida entraba el sol naciente del este. Por fin pudo ver. Vio al hombre frente a él, vio a los dueños de las voces, vio las cadenas, vio platos abundantes de comida y cubos llenos de agua fresca frente a él. Volvía a ver, pero pronto desearía estar ciego.

El hombre que le miraba con el semblante serio era él mismo. Era la imagen que se mantenía en su recuerdo, ahora nítida. Era el hombre que siempre soñó ser y el mismo que había olvidado. Ese hombre que ya poco tenía que ver con él extendió el brazo para mostrarle la comida y el agua, extendió el brazo para que viese a las personas que había en la sala a pocos metros de él, para que viese las cadenas, las mismas que permanecían en su recuerdo.

“Solo tenías que moverte, moverte un poco para tocar la comida y sentir el agua. Solo tenías que hablar para ser escuchado, pedir ayuda, lo tenías todo al alcance de tu mano. Pero decidiste resguardarte en tus recuerdos, y al mismo tiempo en el olvido. Te resguardaste en tu miedo… Te centraste en las cadenas sin mirar a tu alrededor, en la oscuridad. Y esto es lo que has conseguido…tu libertad. Disfruta de ella”.

El edificio empezó a temblar. Las paredes comenzaron a derrumbarse, el suelo a resquebrajarse y el techo a desplomarse. De nuevo, apenas podía ver. Esta vez había luz suficiente para hacerlo, pero el polvo cubría la sala, además de los pulmones. La arenilla se metía en los ojos, que le escocían más que nunca. El estruendo de las rocas al impactar contra el quebradizo suelo no conseguía ahogar los gritos de angustia de aquellas voces ahora con cuerpos, con rostros. Rostros que él conocía bien. Era ella, era ella con los pequeños. La mujer que había amado, la mujer con la que juró formar una nueva familia como la que le cuidaba cuando era un niño. Juró ser feliz, juró hacer feliz. Para hacerlo necesitó las cadenas. Recordó de nuevo las cadenas brillantes y sólidas. Sus padres llevaron las mismas cadenas, cuidaron de ellas y murieron con ellas. Las cadenas no apresaban, las cadenas protegían. Solo con ellas podían crearse los vínculos entre personas. No siempre eran cómodas ni agradables de llevar, pero si aguantabas con ellas hasta el final, la marca que dejaban en las muñecas no era nada en comparación con la marca que dejaban en el corazón de las personas por las que te las pusiste. Las cadenas no apresaban, las cadenas liberaban.

Pero a veces el peso de las cadenas nos vence, nos convertimos en presos, pero no de las personas que amamos, sino de nosotros mismos. Presos de nuestra debilidad, de nuestro egoísmo, de nuestra propia oscuridad. Todos podemos ser libres, solo tenemos que saber observar, no solo mirar; escuchar, no solo oír; hablar y no solo pensar; y ante todo, tenemos que saber amar en la prisión más lúgubre y oscura.

Pero ya era tarde para él. La prisión se derrumbaba ante esas voces que decidió ignorar. La prisión que él mismo había construido piedra a piedra, aplastaba sin que pudiese hacer nada para evitarlo a la familia que con tanto esfuerzo había formado. Había roto sus cadenas, su juramento, sus corazones. Él era lo único que quedaba en pie. Observaba las ruinas, los cadáveres. Observaba las rocas y los brazos y piernas que sobresalían de ellas. Observaba la arena y también la sangre. Pero ya era tarde para observar. Se dio la vuelta para contemplar el nuevo amanecer, el camino que le esperaba tras la liberación de sus cadenas. Pudo ver el sol, el cielo…pudo ver el desierto. Era libre, libre de caminar entre la arena. Sin agua, sin comida, sin rumbo, sin su mujer, sin sus hijos…sin cadenas. Libre… y solo.

2 comentarios:

  1. Que duro, pero tan duro como la vida misma.

    Que bonito es disfrutar de las cosas más simples que tenemos, porque luego lo recordaremos y el tiempo no espera por nadie ni por nada.

    Gracias por estos momentos tan intensos que nos dejan tus relatos.

    Por cierto he sentido frío y todo jeje

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    1. Esa es la clave, disfrutar de las cosas pequeñas, tener paciencia con la gente que realmente nos quiere y no ser tan injustos con ellos como a veces lo somos. Siempre buscamos más, algo mejor y siempre mirando al futuro, cuando lo verdaderamente importante está a nuestro alrededor, en nuestro día a día.
      Me alegro de que disfrutes con ellos, Diana!

      Pero eso es porque ha refrescado jaja

      Un saludo! ;)

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