La marcha se detuvo. Después
de días caminando, clavándose piedras y ortigas en la planta de los pies
desnudos, sintiendo insectos que la atacaban sin piedad para alimentarse de su
sangre y el sol clavado en su nuca hasta bien entrada la tarde, agradeció
detenerse. La daba igual que ya hubiesen llegado a su destino, por fin
terminaba esta caminata que hacía sin necesidad. Ella nunca quiso partir, no
debía haber partido, aun así partieron. Tuvo que soportar insultos, burlas y
humillaciones, pero en ningún momento la tocaron. No la golpearon ni metieron
sus corpulentas y ennegrecidas manos en partes que no debieran, no por respeto
sino por miedo. Sentía el cuello ardiendo, la soga que llevaba en él le
apretaba cada día más. Nunca habían alterado al caballo al que iba atada, si
galopaba con demasiada rapidez se vería arrastrada por el bosque hasta la
muerte.
Escuchó a los hombres
desmontar pisando con firmeza la tierra. Escuchó el gratificante sonido de
monedas tintineando en un saco, sonido que a ella no la traían buenos recuerdos.
Escuchó a dos hombres hablar, solo uno de ellos conocidos. Escucho murmullos y
cuchicheos. Escuchó muchas cosas, pero entre todas ellas pudo percibir el
sonido de una voz que arrastraba unas palabras que la hicieron sentir dichosa y
más desafortunada al mismo tiempo. “Ninguna flor de ningún bosque supera su
belleza” No supo quién lo dijo, había mucha gente, ni siquiera supo cómo entre
tantas voces pudo oír la suya. Después escuchó unas risas junto a esa voz “ya
sabes que algunas flores no han sido hechas para tocarlas, chaval” Tampoco supo
decir si ese comentario lo había hecho otro de los desconocidos de aquel lugar
o uno de sus acompañantes que había escuchado la frase como ella. Solo sabía
que jamás podría hablar con esa persona, ni verla, ni tocarla. El viaje
continuaría con normalidad al día siguiente y, llegado el día, su viaje
terminaría, para siempre.
La desataron del caballo,
pero mantuvieron su soga al cuello. Uno de los hombres que viajaba con ella
tiró de la cuerda para arrastrarla con él provocando que cayese al suelo. Pudo
escuchar unos pasos que se acercaban, sentir a alguien que se aproximaba y a
otro que le detenía. Se levantó como pudo dejando que la guiaran entre los
curiosos que suponía no la quitaban ojo, hasta llegar un lugar que parecía
oscuro. Olía mal pero hacía fresco y se agradecía. Pisó algo blando y
desagradable haciendo que ese mal olor le siguiese a donde fuese. La tiraron
sobre un montón de paja en la que se limpió la planta de los pies. Los cascos
del caballo que hacía de carcelero para ella se detuvieron junto a su lecho. Su
relincho no era el único que se oía allí, así que seguramente se encontrase en
los establos de aquel pueblo.
Pasó horas allí tirada,
sola, llorando, intentando pensar por qué, intentando olvidar cómo. Estaba
cansada por el duro viaje, pero no podía dormir. La noche había entrado y
empezaba a hacer un poco de frío. Tenía un mendrugo de pan que no había tocado y
un vaso de agua que apenas había probado. Con un poco de suerte perdería las
fuerzas antes de llegar a su destino. Pero allí estaba, tirada, despierta,
viva, a unas horas de reiniciar el viaje…pero no estaba tan sola como pensaba.
No oyó nada, pero percibió algo, algo muy similar a lo que sintió al llegar al
pueblo. Había alguien frente a ella. No sabía quién era, pero no lo necesitaba
saber para sentir miedo. Se hechó hacía atrás arrastrándose entre la paja y
apoyándose contra la madera. “No te asustes” dijo el desconocido. “No te haré
daño”. Ella no dijo nada. “Me gustaría saber qué has hecho para estar aquí”
Tampoco respondió. “Me gustaría oír tu voz, si es como tu rostro, debe ser preciosa”.
Entonces se dio cuenta. Era su voz, la voz que oyó entre la gente, era aquella
misma presencia que sintió junto a ella cuando cayó al suelo. Era él. Miro al
frente, donde sentía la voz, muy cerca de ella, y abrió la boca. Al hacerlo
mostró lo que había en ella…nada más que dientes. No supo decir si el chico se
sorprendió, pues mantuvo la calma y hasta mantenía un tono de voz alegre. “Entonces
yo tampoco hablaré” fue lo último que le escuchó decir. También le hubiese
gustado decirle que sus ojos estaban tan vacíos como su boca, tan vacíos como lo
estaba su corazón. Pero sin mediar palabras fue algo de lo que él también se
dio cuenta. Su mirada perdida delataba su ceguera. Estaba un poco nerviosa y
respiraba con dificultad. Sentir su mano cerca de ella no ayudó a disminuir el
ritmo de su respiración. La mano del chico rodeó su muñeca y la apoyó contra su
propio pecho para que sintiese su corazón. Los golpes eran tranquilos, pero muy
intensos. Nunca había sentido un corazón tan vivo como aquel, ni siquiera el
suyo. Con cada golpe que daba parecía bombear su propia sangre y no la del
muchacho. Ya se sentía más tranquila y, sobre todo, más viva. Sin darse cuenta
sonrió.
No tenía forma de saber si él
también estaba sonriendo, por eso el desconocido le desplazó la mano del
corazón a su boca, que, efectivamente estaba torcida. Ella misma decidió
pasarla por sus labios, no eran suaves, pero le gustó pasar sus finos dedos por
ellos. La sonrisa de ambos muchachos se hizo más amplia. Pero la de la muchacha
se borró cuando el caballo que tanto odiaba relinchó y coceó contra la pared.
Sin darse cuenta apartó la mano de la cara de aquel misterioso hombre, asustada,
manteniéndose apoyada con fuerza contra la vieja pared de madera, otra vez. Él
parecía haberse levantado y alejado un poco. Después se volvió a acercar y la
cogió suavemente de un brazo para levantarla con delicadeza.
Una vez levantados mantuvo
su brazo agarrado y lo extendió hacía la crin del caballo para que lo
acariciase. Pasó su mano por el lomo de ese caballo que ya no odiaba tanto.
Había sido atada a él, obligada a ser arrastrada por sus pasos, pero él también
había sido atado a ella, obligado a no galopar y a caminar hacia donde iba ella,
ambos recorrían un camino que no habían elegido. Pero él los liberaría, aunque
fuese por una noche. Dejó de sentir la soga sobre el cuello para sentir como
la figura del chico se elevaba, cogiéndola después por los antebrazos e impulsándola
para que montase tras él.
Ella pasó sus brazos por el
pecho del hombre agarrándose con fuerza. Él, con un simple y delicado
movimiento, hizo avanzar al caballo. Antes de salir del establo el chico cogió
algo con lo que la envolvió para ocultarla. Desde que habían comenzado el viaje
ese caballo galopó por primera vez, desde que habían comenzado el viaje ella lo montó
también por primera vez. De nuevo, no sabía a donde iban, pero esta vez no le
importaba, es más, deseaba llegar al lugar que fuese. Se habían alejado lo suficiente
del pueblo. Al reducir el ritmo del caballo podía oír los típicos sonidos del
bosque, sentir la corteza de los árboles si estiraba los brazos, pero sobre
todo sentir su corazón, que bombeaba su sangre con la viveza de siempre.
El caballo se detuvo, el
muchacho se bajó y ella, ayudado por él, también. Sintió la hierba bajo sus
pies, la brisa recorriéndole su piel. Sintió el iluminado cielo sobre ella y,
ahora sin tocarle, sentía su corazón, le sentía a él. Se acercó para cogerla de
la muñeca de nuevo y acercar su mano a la hierba, por primera vez agradecía su
tacto. Le acariciaba la mano y parte del brazo, le hacía cosquillas, las mismas
cosquillas que hace rato sentía en el estómago. Después le acercó un insecto al
dedo, era pequeño y se movía con rapidez por su mano hasta llegar al brazo.
Cuando llegó al hombro siguió por su espalda hasta que se fue. Ya no temía ni
odiaba a los insectos, él parecía amarlos y hasta entenderlos. Se tumbaron
juntos sobre la hierba que inundaba ese lugar. Posiblemente hacía más frío que
en los establos, pero ya no lo sentía. Le hubiese gustado contemplar las
estrellas que descansaban en el cielo, sobre ellos, junto a la luna. Ella no
podía presenciar ese magnífico espectáculo nocturno, él no quería, solo quería
contemplarla a ella. Pasaron horas así, en silencio, con el único sonido de los
grillos como compañía.
Después de unas horas que
parecieron minutos sintiendo su mano sobre la suya, decidió levantarse y
caminar, caminar hasta donde la llevasen sus pasos por primera vez. Ella le
apretó la mano con fuerza, y antes de levantarse giró la cabeza para mirarlo…mirarlo
sin verle. Le sonrió como hizo en los establos, supuso que él le devolvió la
sonrisa también esta vez. Le soltó la mano lentamente y se levantó. Estaba desorientada,
pero no le importó. Comenzó a mover las piernas hacia donde ella quería. No
veía hacía donde se dirigía, pero cuando lo había sabido nunca quería haber
llegado al final. Esta vez, llegase a donde llegase, sería feliz, ella lo había
elegido. Seguía sintiendo el tacto de la hierba en la planta de sus pies. Un
paso, otro, otro y otro. Pisaba la hierba con cuidado, pero decidida a
continuar. Se alejaba y se acercaba, se movía con libertad. Hasta que dio un
último paso tras el que no sintió nada bajo la pierna con la que había
avanzado. El corazón le dio un vuelco, sintió el vació bajo ella, sintió sus
brazos sobre ella, sintió su corazón, otra vez. La había rodeado la cintura
echándola hacía atrás, evitando que cayera colina abajo. Se dio cuenta que
caminar con libertad no siempre nos asegura un camino fácil y un desenlace
deseado. Pero él estaba junto a ella, podían hacer ese camino, juntos. Se mantuvieron
al borde del precipicio varios minutos. Él seguía rodeando su cintura, con la
cabeza sobre su hombro. Ella miraba al infinito deseando que ese momento jamás
terminase. Alzó su mano para tocar su nuca y acariciarle.
Volvieron a caminar, no supo
hacia dónde. Después de una larga caminata junto al caballo se detuvieron.
Escuchó el acero sobre el cuero y unos pasos, que parecían los de su salvador,
alejándose. Pudo oír como se cortaba lo que parecía un tallo y como el joven se
acercaba a ella de nuevo colocando una flor sobre sus manos. La olió, la palpó
y la soltó. Conocía esa flor, ya la había sentido antes, aunque nunca la había
tenido junto a ella. Esa flor era sagrada, poseía una bendición y una
maldición. Quien cortaba esa flor quedaba marcado por la maldición, a quien se
la entregaba quedaría bendecido. Ella derramó una lágrima al recibirla de
nuevo. Esta vez no la soltó. Ahora lo comprendía, al inicio sintió rabia, había
sido una broma del destino. Una broma de mal gusto que dio sentido a su vida.
Acarició la cara del muchacho que le había hecho ese importante regalo. Él
sabía mucho sobre el bosque y estaba segura de que sabía todo sobre esa flor,
aun así la había arrancado y se la había regalado. Sonrió entre lágrimas y le
abrazó. Se colocó la flor bajo el largo vestido blanco que llevaba puesto y se
secó las lágrimas. Ya sabía porque había empezado esto, lo que no sabía es como
terminaría. Volvieron a sentarse sobre el caballo y la volvió a ocultar. Se
temió lo peor.
Volvió a sentir el frio del establo
y la paja bajo su cuerpo, pero esta vez él se tumbó junto a ella, frente a
ella. Le apartó el pelo de la cara y las lágrimas que todavía se deslizaban por
ella. Sus ojos estaban vacíos, pero esas lágrimas demostraban que su alma no lo
estaba. La abrazó, ella se acurrucó junto a él. Ya no tenía frio, no tenía
dudas, pero sí miedo. Ese era su destino, y hasta él lo había comprendido. A la
mañana siguiente debía seguir el viaje con sus guardianes. No había camino que
recorrer que no fuese ese, todos llevaban a un precipicio, solo ese tenía
sentido, solo en ese había esperanza. Se durmieron abrazados, dándose calor y
fuerzas, sabiendo que sería la última vez que se sintiesen.
El sol parecía entrar con
fuerza en sus improvisados aposentos equinos. Sentía los rayos de sol
abrazándola, la paja acariciando su cara y la lengua del caballo lamiéndola la
mejilla. Lo sentía todo menos a él. Alargó el brazo para tocarlo, pero junto a
ella solo encontró la flor que le había regalado. La presionó contra su pecho
mientras comenzaba a llorar otra vez. A pesar de la pena, el miedo y las dudas,
tenía más fuerza que nunca para reanudar el viaje, para llegar a su destino.
Los hombres la fueron a buscar entre gritos. La reprendieron por quitarse la
soga y la volvieron a atar al caballo que ahora admiraba y respetaba. Sintió de
nuevo mucha gente observándola y murmullando, pero ya no escucho más monedas,
ya no escuchó su voz ni sus pasos. No le volvió a sentir cerca.
Con cada paso que daba sobre
la hierba recordaba esa noche, lo que sintió y lo que no pudo ver. Pensó en lo que
la hubiese gustado decir, en lo que él hubiese dicho. Tocó disimuladamente la
flor que, por suerte, los hombres que la arrastraban hacia su inevitable destino,
no vieron. Esa flor la había llevado hasta ahí y ahora la protegería, no sabía
cómo, pero lo haría. Pasaron muchos más días caminando, comiendo lo que podían.
No volvieron a descansar en un pueblo, pues no había más pueblos. Todo lo que
quedaba de viaje eran frondosos bosques. Su olor, sus sonidos, su tacto, todo
le recordaba a él. No volvió a llorar ni a suplicar, no volvió a odiar al
caballo, ni si quiera a esos hombres, mercenarios y supersticiosos sacerdotes
que solo cumplían una misión. Ahora ella solo quería llegar a su destino,
enfrentarse a él.
Varios días después comenzó
a oír los cascos de un caballo impactando contra el suelo con rapidez hacía su
dirección. Sobre él iba un hombre que llevaba un mensaje. Un chico había
enfermado en el pueblo en el que se habían alojado. Un extraño brote se había extendió
por su cuerpo y parte de su piel era escamosa y negra. En el pueblo pedían la
ayuda de uno de los sacerdotes para curarle como agradecimiento por haberles
alojado en sus casas. Pero uno de los mercenarios dejó claro que su
agradecimiento no era necesario ya que ellos habían sido pagados. Uno de los
sacerdotes se prestó, pero solo cuando volvieran de lugar al que se dirigían.
El mensajero no dijo nada, solo se fue con las noticias. Le hubiese gustado
haber pedido al sacerdote que le siguiese, pero aunque hubiese podido la
habrían ignorado. Estaba segura de que el chico que había enfermado era él. La
maldición había tomado forma. Pero esta vez no lloró. Ese era su destino, el de
ambos Ya habían pagado el precio de su amor, el precio de esa flor. Ahora solo
quedaba esperar a ver lo que le aguardaba el destino.
Continuaron varios días
caminando. Estaba extasiada, pero no mucho más que los hombres que lo
acompañaban. Los había corpulentos y jóvenes y otros más ancianos y débiles, nunca
los había visto, pero llevaba mucho tiempo viajando con ellos para saber como
eran sin usar sus ojos. Todos habían demostrado su resistencia con tantos días
de viaje a sus espaldas. Llegaron a una montaña que subieron sin mucha
dificultad gracias una escalinata escarbada en la cálida roca. Los caballos
subían con torpeza y ella, con una mano siempre sobre la piedra para no caerse,
temía que el suyo sí que cayese arrastrándola al vacío que tanto temía. Subía,
peldaño a peldaño, paso a paso, estaba cada vez más cerca del desenlace. Pero
su camino no se precipitaba hacia abajo sino que ascendía, costosamente, pero
ascendía. Cada vez quedaba menos. Le costaba respirar, pero pensar en él la
daba fuerzas, la flor la daba fuerzas. Tenía que llegar al final, tenía que
conseguirlo.
Un peldaño, y otro, y otro
más. Numerosos peldaños que pisaba con firmeza, peldaños que palpaba con su
mano para asegurar su subida. Peldaños y más peldaños que la recibían como a
una reina. Peldaños que eran testigos de sus últimos pasos. Muchos peldaños que
desaparecieron por fin. Estaba en lo alto de una enorme montaña. Podía sentir su
grandeza. Había llegado al final de su camino. No era libre, pero allí tampoco
se sentía presa. La soltaron del caballo e incluso la quitaron la soga…justo
antes de quitarle el vestido. La flor cayó junto a las telas blancas. Oyó
gritos de asombro y bufidos, también alguna risa socarrona. Ella también gimió
disgustada cuando la vio caer al suelo. “¡La profecía era cierta!” escuchó que
decía uno de los sacerdotes. “Su castigo fue justo” dijo otro. “Perdónala,
madre. Y perdónanos a nosotros” añadió el que se había prestado a ayudar al
volver. “La replantaremos con nuestro poder mientras vosotros la colocáis sobre
el altar” ordenó el último sacerdote dirigiéndose a los tres mercenarios.
Sintió como la cogían del brazo sin ningún cuidado, tirando de ella y apretando
con fuerza. La cogieron por las piernas con facilidad y la colocaron sobre el
altar, tumbada boca arriba. Ni siquiera se resistió, solo esperó que fuese
rápido y pudiese reunirse con él.
Los sacerdotes dijeron haber
terminado su labor. Era el momento de comenzar la siguiente. Los cuatro sacerdotes
rodearon el altar, sentía uno a cada lado. Dos de los mercenarios se alejaron,
seguramente colocándose al borde del precipicio vigilando la escalinata. El
tercero desenvainó una espada. Incluso con su ceguera le pareció percibir
ciertos destellos verdes que según decían, irradiaba la hoja. Esa espada no era
del mercenario, la habían portado los sacerdotes, a menudo discutían por ella.
Con ella debía realizarse el sacrificio.
“Nosotros vimos, gracias al
poder con el que nos iluminaste, la blasfemia en el futuro. Nos adelantamos a
los acontecimientos y le cortamos la lengua a esta muchacha, que sería
bendecida por la flor sagrada, antes de que pudiese pronunciar un deseo
completando el pecado que cometió. Esperemos que la maldición de la persona que
le regalase tu tesoro, sea quien sea, acabe con su vida. Nosotros te entregamos
la de esta joven como muestra de nuestra voluntad, nuestra fe y nuestro
arrepentimiento. Madre, cuida de ella en tu regazo”. Tras pronunciar estas
palabras acompañadas con versos en otra lengua que pronunciaban los otros
sacerdotes, el mercenario levantó la espada. Pudo sentir su filo impoluto cerca
de su pecho. Cerró los ojos a pesar de que veía lo mismo que con ellos
abiertos. Pensó en el joven cuyo corazón jamás volvería sentir y que sin
saberlo le había arrastrado hasta allí. La maldición y la bendición, ambas les
habían llevado a la tumba, ambas les unirían eternamente en algún lugar más
allá de esta vida. La reluciente espada se precipitó con decisión, los cánticos
se elevaron, el miedo desapareció, la espada se clavó.
La punta de acero atravesó
la carne…siete veces, por siete puntas de acero diferente. La espada había
atravesado a la mujer, pero al hacerlo, la hoja resplandeció y desapareció. Su
pecho estaba intacto. No sabía que sucedía, hasta que le sintió de nuevo…aquellos
pasos, aquellos brazos, aquel corazón. Él había vuelto. Toco su piel, pero notó
escamas, la maldición corría por su cuerpo. Había sacado fuerzas de la nada y
había recorrido el camino con una rapidez asombrosa y sin caballo. No se había
detenido y sabía a donde tenía que ir. La maldición le conectaba a la flor, le
conectaba a ella. Sabía exactamente donde tenía que ir, que tenía que hacer. Se
estaba muriendo, pero eso no le debilitaba, utilizó al máximo las fuerzas que le
quedaban para llegar a ella, la maldición había servido como potenciador. Y
ahora estaba allí, junto a su cuerpo desnudo en ese altar bañado por el sol…bañado
por su sangre. Un filo de acero usado y antiguo había atravesado su cuerpo
escamoso, pero esta hoja no desapareció al hacerlo. Ella solo pudo chillar
mientras contemplaba como el cuerpo de su salvador caía sobre el altar al mismo
tiempo que el mercenario que había junto a él extraía el acero de su cuerpo.
Tenía la flecha clavada en un hombro, no en el cuello como los demás. La mujer,
sin vista y sin lengua, pero con rabia y rapidez, agarró la flecha extrayéndola
de su hombro. Cuando el mercenario quiso elevar su espada para clavarla en el
cuerpo de la mujer que debía estar muerta, ésta le clavó con firmeza la punta
de la flecha en el cuello, como debía haber pasado cuando su rescatador la
disparó.
El cuerpo inerte del mercenario
cayó hacia atrás mientras ella se inclinaba hacía la única persona que había
amado. Sabía que quien poseía la flor que él había cortado podía pedir un
deseo, pero ella no podía hablar, no podía pedir que se salvase, solo podía
llorar junto a su cuerpo húmedo por la sangre y sus lágrimas. Le abrazaba desconsoladamente,
se imaginaba que estaba en aquella alta colina con él, se imaginaba sobre la
paja de los establos. Se imaginaba con él en la eternidad. Pero la maldición se
lo llevaba, la enfermedad lo arrastraba, pero también la herida de la espada, una
herida que había sido parte de la maldición. El joven malherido se preparaba
para pronunciar sus últimas palabras, pero prefirió quedarse callado, como ella
estaba obligada a hacer. Él la enmudeció al regalarle esa flor, así que era su
deber permanecer en silencio.
Ella se percató de algo. Se
levantó con rapidez, se inclinó y comenzó a buscar algo en el suelo. Recorrió
la cima agachada, palpando la hierba hasta que encontró lo que buscaba, la
única flor de ese lugar. Sin pensarlo dos veces, la agarró por el talló y la
arrancó. El joven intentó detenerla arrastrándose con la poca fuerza que le
quedaba, alzando su brazo para que no lo hiciese. Pero ya era tarde, la mujer
había arrancado la flor replantada con la magia de los sacerdotes y la había
colocado entre sus débiles y ensangrentadas manos. Ahora él podía salvar su
vida pidiendo el deseo, él sí podía pronunciar las palabras. Prefería que la
maldición la llevase a ella, él merecía vivir, en el pueblo le necesitaban,
ella no era nadie, no tenía a nadie, solo a él. Su camino terminaba allí, junto
a él. Él pronuncio las palabras en un susurro. Palabras que, aunque conservase
la lengua, la hubiesen enmudecido. “Haz…que recup…ere lo que ha…perdido” Esas
fueran las únicas palabras que el muchacho pronunció desde que la conoció, las
últimas que pronunciaría. El único pétalo de la flor desapareció como
desapareció la hoja al atravesar el pecho de la joven.
Ella sintió algo en su boca
y después…después pudo verle, por primera y única vez. Vio su rostro sonriente,
su barba, su pelo moreno y despeinado, sus manos, su herida…Sus ojos habían
vuelto a la vida, los de aquel hombre que amaba la perdían. “¡Te quiero, te
quiero, te quiero!” Exclamó con rapidez ella, entusiasmada por poder hablar de
nuevo y asustada por perderle sin que lo oyese de su boca “Te doy las gracias
por todo y te pido perdón por lo que te he hecho” Él se limitó a sonreír y a
extender su brazo para acariciarla una última vez. Quiso responderla, pero no
hubo tiempo. Su mano cayó dando una última caricia a su piel, su cabeza ladeó y
sus ojos se cerraron, pero su sonrisa se mantuvo. Ella lloró una última vez.
Después arrastró a aquel hombre cuyo nombre desconocía, pero que tanto amaba,
hacia el altar. Lo desvistió y se tumbó junto a él, ambos desnudos y manchados
con su sangre. Sus ojos también se cerraron.
Al contrario que los de su amado, estos volvieron a abrirse. Al hacerlo esta vez sí pudo contemplar la montaña, el inmenso bosque que les rodeaba y el cielo cubierto de estrellas. Pudo verlo todo menos a él. Estaba sola en el altar, pero sentía su corazón palpitar tan fuerte como siempre, tan tranquilo. Lo sentía en su interior. Sentía que sus propios brazos eran los suyos, sentía que su nueva lengua le pertenecía a él, sentía que los pasos que daba los dirigía él. Sentía que lo que veía lo hacía con sus ojos. No oyó nada, pero escuchó su voz. “Yo te protegeré de la maldición”. Antes de morir había pedido que ella recuperase lo que había perdido. Antes de comenzar el camino que era su vida había perdido la vista. En la mitad del camino había perdido la lengua. Al final lo había perdido a él. Tres pérdidas, tres elementos fundamentales en su vida que ahora volvía a poseer. Podía hablar, podía ver y podía sentir, sentirle a él. Se acercó al caballo con el que había hecho ese viaje, ambos eran ahora libres. Antes de subirse a él y emprender su nuevo camino, recogió el tallo sin pétalo del suelo. Esa flor les había unido y les había separado. Esa flor la había hecho perderlo todo y recuperarlo. Esa flor la había condenado y la había salvado. Gracias a esa flor su vida tenía sentido ahora, una vida entera con él en su interior. Al pensarlo, una sonrisa apareció en su rostro, una sonrisa amplia y sincera, una sonrisa que conocía bien. Su sonrisa.
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