La oscuridad invade el
bosque, de ella brota agua. No he dicho que sea lluvia, no he dicho que sean
lágrimas. Avanza con rapidez y decisión, sus pasos retumban con gran sonoridad
anunciando su llegada, un estruendo nacido de la luz. Unos lo llaman tormenta,
otros creen que es la verdad en mentiras envuelta. El llanto de una mujer
resuena en sus corazones, aúlla de dolor creando una peligrosa tempestad. Los
árboles son solo espectadores que sufrirán en su corteza el mismo dolor que los
hombres. Otra luz proyecta el camino, una luz a punto de desvanecerse, menos
imponente que la primera, pero más falsa y ardiente.
Finalmente la luz encuentra
lo que siempre ha poseído, la oscuridad más absoluta. Una oscuridad pétrea que
no se oculta entre mentiras, dando forma a la verdad más cruel. Aferrada en
ella se encuentra un hombre sentado en un trono, un trono que no significa
nada, forjado por mentiras y engaños. Un trono en el que el hombre se mantiene
a la espera de enfrentarse a su destino. Algunos dicen que espera pagar lo que
debe, otros cobrar lo que se merece. No le importa el oro, el oro brilla
demasiado y la luz le ha sentado en ese trono. Sus monedas son gotas de sangre,
su espada era de luz y su coraza es ahora la verdad.
La luz inundó la sala
principal acompañada de otro estruendo. El aullido que acompañaba la noche pudo
atravesar con fuerza el muro de oscuridad consiguiendo revolver al hombre en su
trono, mientras las gotas caían con delicadeza al suelo empolvado. No eran de
sangre si no de agua, gotas de agua que no sabían a nada y gotas de agua
demasiado saladas, cuyo sabor el falso rey ya no conocía, pero que habían
conseguido abrir una brecha en el olvido.
La falsa luz se apagó cuando
estuvo frente al trono y su dueño. La oscuridad tomaba forma, varias formas,
formas que al igual que el odio se prolongaban sin sentido. Solo una portaba la
primera luz, en su espada, su armadura, su mirada y su corazón. Pronunció unas
palabras agitado, el rey se mantenía callado. Él sabía la verdad, pero acabar
con la mentira no haría más que transformar el odio en miedo, el miedo acabaría
convirtiéndose en ira y más adelante en odio otra vez. La serpiente que enrosca con su brillante y
pegajosa cola el mundo reviviría mordiendo su cola de nuevo, como lleva años
haciendo.
El sonido del odio
prolongado, el mismo sonido que el portador de la verdad blandió una vez
manteniendo a la serpiente viva y con sus colmillos aferrados al final de su
cola, se escuchó en la sala multiplicado por diez. Pero los otros nueve solo
eran réplicas del odio que portaba la luz, réplicas que no podían hacer mucho
contra la oscuridad que se hallaba frente a ellos. La verdad atravesó luz y
oscuridad, atravesó el odio convirtiéndolo en miedo y atravesó el amor
convirtiéndolo en pena. El rey recibió lo que quería, auténticas gotas saladas,
pero no de agua, gotas que sabían a óxido, gotas más densas que el agua o las
lágrimas. Abundantes gotas que cubrieron la sala, extraídas por un odio
diferente al de esas nueve figuras, un odio más profundo y real, pues ellos seguían
siendo réplicas. Nueve sombras sin valor ninguno se desvanecieron y sobre
ellas, frente a frente, todavía quedaban dos. La verdad que fue mentira, la
mentira que no fue nada, la oscuridad que fue luz y la luz que ahora solo era
una sombra. Dos odios que antaño fueron amor ahora enfrentados. El amor fue
carne y como la carne, fue débil, perecedero, blando, mientras que el odio es
acero, férreo, duradero, estruendoso, peligroso, capaz de rasgar la carne,
capaz de rasgar el amor más puro. De ese odio todavía brotaban chispas.
La vejez nos aporta
sabiduría, ilumina la verdad; la juventud nos da fuerzas y utopías…fue el odio
más joven el que atravesó al más viejo. La
carne quedó perforada, pues al igual que en el amor, solo era cuestión de
tiempo que se abriese una brecha en ella. La coraza en cambio no solo perduró,
sino que se extendió. La oscuridad comenzó a alargar sus garras hacía el joven
rubio que a pesar de todo no dejaba caer su espada. El falso rey sonreía, ni
sangre ni lágrimas caían, solo la verdad se acercaba y la oscuridad se extendía.
El caballero rubio se hacía más grande, pero no por vencer al mal o vengar a su
amada, ni tampoco por convertirse en un héroe o una leyenda, la oscuridad le
agrandaba. Su brillante espada, su pelo rubio y sus ojos azules se tornaban
negros, su poder aumentaba, pero la verdad todavía no había sido desvelada. Su
enemigo, el infame asesino rey de un castillo abandonado, lejos de perecer, se
agrandaba junto a su verdugo. Las paredes retumbaron, el techo se desmoronó y
los cimientos mismos de la tierra se agitaron. Dos entes gigantescos y oscuros
se alzaban en la tormentosa y lluviosa noche, dos entes en los que todos ahora
estaban pendientes, daba igual que fueran seres celestiales, terrenales o
sumidos en las profundidades, todos los observaban, inquietos, aterrorizados,
todos menos la serpiente que aburrida esperaba el momento de volver a clavar
sus colmillos en la piel cicatrizada de su cola, una piel que nunca mudaba.
Al igual que la leche
alimenta a un recién nacido para que crezca fuerte, la mujer de leche había
alimentado a estos dos engendros gigantescos y oscuros. Una mujer de tez
pálida, pelo níveo, vista aniridia, pupilas blanquecinas y corazón gélido que
al igual que la nieve podía conseguir que la piel ardiese. Observaba en medio
de la oscuridad, con las telas blancas de su largo vestido agitándose por el
viento y el poder que emanaba del derruido castillo. La lluvia no la mojaba,
los truenos no la asustaban y mucho menos sus retoños, a los que parecía no amar,
pero si necesitar. Esperaba como si ya supiese el resultado. La lucha era
confusa, no había espadas, ni puños, ni siquiera magia, solo una masa oscura
que se revolvía. Al final la nube recuperó las dos formas gigantescas. Una
atravesaba, con lo que parecía un brazo, el pecho de la otra. El mismo pecho
perforado de hace solo un instante por el mismo odio que empuñaba el otro
gigante. El resultado fue similar. La sombra gigantesca que una vez resguardó a
un rey se desvaneció y sus restos chocaron de lleno contra el segundo gigante
oscuro, que esta vez empequeñecía. La verdad había tomado una nueva forma, el
hombre rubio ahora era moreno, sus ojos azules eran oscuros y su espada se
había oxidado. El odio se había asentado y la serpiente el mordisco había ejecutado.
El poder de las sombras que emanaba de la carne del segundo guerrero
reconstruía las almenas y torres pulverizadas por la batalla, todas excepto una
que se mantenía como un recuerdo de las batallas que se habían librado siglos
atrás en ese lugar.
El hombre alzó su nueva
mirada, una mirada que solo veía verdad y oscuridad incluso donde había luz.
Pero el hombre solo veía a la mujer por la que había luchado, a la que había
amado y por la que seguía sintiendo algo…algo que no era amor. Las puertas del
castillo que él mismo abrió estaban ahora cerradas, pero la mujer las había
traspasado como un fantasma que se encontraba frente a él. La misma sonrisa que
hubiese gustado ver en su amada es la que hubiese gustado sentir en su rostro.
La blanca mujer se
desvaneció igual que el amor que sentía por ella. Tal vez fuese solo un sueño,
tal vez una pesadilla, un fantasma o el espejo de su alma, pero lo que si era
real era la verdad. Pudo verlo con sus nuevos ojos, pudo ver desde el castillo
como su amada ya no era un ente, como volvía a la vida y regresaba a la ciudad
donde la conoció, como acariciaba a un hombre, como lo sonreía, lo abrazaba y
lo besaba, como se metía en su cama. Parecía una imagen del pasado, su pasado.
Por unos instantes pensó que era el presente, pero entonces comprendió que se
trataba del futuro. Los oscuros ojos le habían mostrado la verdad que inflaría
la mentira, una mirada que miraba al infinito, que observaba como la serpiente
mordía su cola. Las gotas de sangre que vertía no pertenecían al reptil sino al
mundo y sus habitantes. El castillo olvidado tenía un nuevo rey que no
olvidaría con facilidad lo ocurrido. Un rey que había cobrado y pagado y
esperaba hacerlo de nuevo, como lo hizo su antecesor.
“Me amaste” se escuchó decir
en el vacío donde tal vez se encontrase ahora el antiguo rey. “Te usé”
pronunció una voz fría, “nos salvaste, te sacrificaste, te condenaste”. “Fuiste
mío, de la luz; fuiste parte de él, de la oscuridad. Tú, valeroso guerrero, la
contuviste durante cien años sin poder salir de ese castillo, solo pudiste
salir cuando el poder empezó a desvanecerse, y cuando lo hizo y pudiste abandonar
tu prisión, clamabas venganza y sangre por lo que te hice, lo que llevó a mi
nuevo amado a viajar al castillo dispuesto a luchar contra ti y vengarme. El nuevo
amado, el nuevo guerrero, el nuevo recipiente, el nuevo rey que cumplirá tu
misma misión durante un nuevo siglo, manteniendo a la serpiente en su lugar,
realizando los mismos actos de venganza que tú has cometido cuando sea libre, cuando todo esté a punto de
descontrolarse, sembrando el odio en mi siguiente conquista, sellando en él a
la incansable oscuridad, partiendo a donde tu hayas partido. No sé dónde has
ido, pero has cumplido ¿Con el bien? No lo sé, pero si con la luz, con nuestro
reinado”
La luz proyecta sombras,
sombras proyectadas de materia que se mueve por el mundo. Estos tres elementos
componen lo que conocemos como realidad, una realidad cuyo desenlace siempre es
la oscuridad y en la que solo existe la lucha, una lucha sin sentido que nadie
entiende ni quiere entender. Una lucha que nos mueve, no sabemos muy bien a
donde. Una lucha infinita en la que no existe maldad o bondad, solo poder,
interés y una cruda realidad, en la que tal vez no exista nada, solo nosotros.
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