ACTO III
INCONTROLABLES LLAMAS
El estruendo del bosque era atronador a pesar de ser
tan solo cuatro caballos los que golpeaban el suelo. La rapidez a la que
viajaban era a la que debían haber viajado desde el principio, pero era
agotador hasta para los jinetes. Todo lo que podía haber salido mal
salió mal. Tuvieron que desviar su rumbo y forzar a los caballos hasta
el límite, no era fácil ser más rápido que las noticias.
A pesar de la velocidad del viaje se permitió desviar la
mirada más de una vez hacia el condestable, que miraba al frente muy serio,
agazapado sobre su montura.
Sabía que debía hacer ese viaje solo con el príncipe, ir
hacia el monasterio fronterizo directamente. Sabía que en la guarida de esa
ladrona no encontrarían el cofre. El destino la puso frente a ellos por un
motivo diferente. Tal vez sin motivo. Posiblemente la única razón fue la que
dio el condestable, recibir la paliza
que la vida le debía. Los golpes no fueron lo peor que pudo recibir, ni mucho
menos. Presenciar esa amputación, escuchar los gritos de ese crío, oler la
sangre que salía de la herida. Fue excesivo. Un ladrón debe pagar, pero no de
esa manera.
El condestable lo hizo sin pensar, dejándose llevar tan solo
por la ira y el rencor, por la infección de sus propias heridas, sin pensar en
su misión. Todo se había jodido ¡Todo! Y más que podía joderse. Por eso debían
ser rápidos, el reino temblaba desde hacía días, sí, pero ahora su gente
empezaría a sentir el temblor. Si su compañero de viaje no hubiese abierto la
boca de esa manera... Ahora ya todos en esa ciudad sabían que el rey había sido
envenenado y se estaba muriendo. La noticia no tardaría en llegar al resto de
ciudades dispuesta a propagar confusión y miedo. El caos.
De vez en cuando miraba a la ladrona tambaleándose sobre el
caballo. Tenía toda la imagen de una damisela en apuros...a veces deseaba que
lo fuese. Pero sabía que cuando despertara nada bueno ocurriría. Con ella
estaban en peligro, pero sin ella estaban directamente sentenciados. Cuánto
hubiese deseado que fuese una chica inocente que se conformase con permanecer
encerrada en una taberna trabajando para su padre. El hecho de que no fuese una
princesa desvalida encerrada en una torre como las que tienen en otros reinos
había propiciado esa situación. Luchando por proteger al reino parecía haberlo
condenado. Y, curiosamente, muy al fondo de su ser, no sentía miedo, ni se
reprochaba nada. ¿Por qué entonces no podía dormir por las noches?
Era imposible que nadie llevase la noticia antes que ellos.
Pero, ¿qué harían cuando llegasen a la ciudad más conflictiva, el último pueblo
que se arrodilló? Ni ellos mismos lo sabían. Podían intentar mantener la calma
y usar el decreto como medida de contención, pero ¿sería suficiente? Dioses, su
misión se estaba complicando.
El tiempo que perdieron cuando al príncipe le dio otro
ataque al ver el brazo del niño cercenado no le tranquilizaba. Esperaba que
durante el viaje no le diese otro. En ese momento estaba adormilado, si no se
dormía del todo era por el ritmo del viaje.
Llegaron a un manantial en el que el guardián decidió
detenerse, a pesar de la negativa del condestable. Los caballos necesitaban
beber.
-¡Nunca llegaremos, la ciudad está a dos días más de viaje!
-Nunca llegaremos si los caballos mueren de agotamiento.
¡Tardamos más en discutir que en descansar!
El condestable cedió.
Esa noche a penas durmieron. Tres horas y media se
permitieron descansar. Y la ladrona no despertaba, en otro momento tal vez le
hubiese preocupado.
Al día siguiente tuvieron la suerte de encontrar un río en
el que pudieron reponer a los caballos, junto al que un hombre se refrescaba. Antes incluso de que bajasen del caballo
el hombre les miró con desconfianza. No saludó ni siquiera con un sencillo
gesto, dejó de beber agua repentinamente y se dirigió con paso lento al
caballo. Parecía querer fingir una tranquilidad que no mantenía. El guardián
miró al condestable, después miraron a los guardias que les acompañaban. Las
noticias iban por delante, pero se habían retrasado demasiado. El hombre se
montó al caballo y se fue trotando del lugar.
-¡Esperad! Gritó el condestable.
El hombre no hizo caso.
-¡Os digo que esperéis!
-El hombre aceleró.
-¡Si no os detenéis os arrestaremos! ¡Somos hombres del rey!
-El hombre se detuvo. Giró la cabeza, les miró, agarró con
fuerza las riendas y huyó cabalgando a gran velocidad.
-¡Una vez más vuestra boca no ayuda!-Protestó el guardián
dirigiendo su caballo tras el fugitivo.
El condestable y los demás no hicieron comentarios y fueron
tras el guardián. Lo que les faltaba en ese momento era una persecución.
Era un mensajero. Habían reaccionado rápido ante una
situación delicada que se estaba ocultando. Era lógico que reaccionasen con
cautela y decidiesen informar cuanto antes a las ciudades aliadas. La capital estaba
en crisis y se la estaban ocultando a sus habitantes. Eso restaba confianza y
reforzaba la posibilidad de una rebelión. La primera crisis después de tantos
años y tenía que suceder mientras él era guardián. Un nuevo golpe de la vida,
tal y como diría el condestable.
Sus caballos eran más rápidos que los del mensajero, pero
estaba más cansados, tuvieron que forzarlos demasiado, más de lo que le hubiese
gustado. El caballo en el que viajaban el guardia alto y la ladrona se
desplomó, el cuerpo de la ladrona salió disparado y el del guardia quedó
aplastado.
-¡Mierda!-El guardián no podía parar, no podía dejar escapar
al mensajero. Miró el cuerpo de la ladrona sin dejar de avanzar. Ya no era
útil, ya no era útil, ya no era útil. Solo un estorbo, una herramienta usada
aunque todavía afilada, dispuesta a ponerse en su contra. En cambio ese
mensajero tenía la caja de los truenos en su poder. Si las noticias llegaban
antes que ellos...tal vez el resultado fuese el mismo, pero si llegaban con
tiempo cabía la posibilidad de controlar la situación.
El condestable también se percató de la pérdida de la
ladrona.
-¡No la dejéis ahí, volved a cogerla!
-¡Ni hablar! ¡Tú solo no le cogerás!-El caballo del
condestable era el más robusto, pero al que más habían forzado.
Sin decir nada, el otro guardia giró para volver sobre sus
pasos. Pero lo primero que hizo no fue dirigirse hacia la ladrona, sino hacía
su compañero malherido.
La persecución continuó con ellos dos solos. El mensajero no
dejaba de mirar hacia atrás, en su cara se reflejaba claramente el miedo que
sentía. Solo estaba haciendo su trabajo en favor al reino...tal y como hacían
ellos. Se amputaban manos, se apalizaban a mujeres, se silenciaban a
hombres...todo era por el reino, todo era justicia. Justicia que se contradecía,
una justicia entendida de formas diferentes por los hombres, una justicia que
en el fondo no existía. La justicia del hombre es tan compleja que acaba
destruyendo a unos y favoreciendo a otros, hasta que descompone una región, un
país, un mundo entero.
La justicia era matar a ese mensajero. No era justo para él,
desde luego, pero era justo para las personas que morirían si se desataba una
guerra. La justicia es que él fuese guardián, pero había leyes que la justicia
había dictado y que no le dejaban ejercer como tal. La justicia decía que él
había traicionado a su rey por golpearle aquella mañana, pero solo trataba de
proteger al príncipe, ser justo. La justicia solo es la expresión del egoísmo,
adaptada por cada cual para la meta que quiere lograr de la manera que la
quiere lograr. La justicia no existía...no. De hecho la justicia era lo que
dañaba realmente a los hombres libres que algún día poblaron el mundo. Solo
había una justicia, la de la propia vida, ella ejerce su control de forma sabia,
conociendo los porqué. Nada es más justo que ella. Empezó a sentirse extraño
sobre el caballo.
Se lo habían arrebatado todo a ella. Su mundo era, era...Algo le espabiló, algo
por lo que había rezado que no apareciese. Las convulsiones eran más violentas
que nunca. El caballo se puso nervioso mientras el muchacho no dejaba de
moverse de un lado a otro. En cualquier momento se caería de la montura.
Asió las riendas con fuerza y tomó el control como pudo.
Pudo hacerlo, y de hecho le benefició más de lo que hubiese pensado, pues
debido al susto el caballo incrementó la velocidad, adelantando al del
condestable. Él se echó hacía el príncipe para presionarle contra la crin del
equino y evitar que acabase cayendo al suelo.
-Aguanta por favor, aguanta.-Era un susurro dirigido a
príncipe y caballo.
El mensajero se desvió del camino metiéndose entre los
árboles en un intento fallido de despistarles. Pasaron varios minutos tras el
mensajero. Los tres caballos perdían velocidad, ellos tenían dos oportunidades,
él solo una. Pero no hizo falta esperar a que algún caballo muriese de
cansancio, solo hubo que esperar al árbol. El sonido que produjo el animal al
estrellarse contra la corteza de uno de los muchos árboles fue repentino y
desagradable. Su jinete también acabó con la cara sobre el tronco, cayendo al
suelo junto a su compañero de cuatro patas. Lo habían conseguido.
Tenía una herida abierta en la frente y otra en la mejilla
derecha, nada excesivamente grave, solo parecía un poco mareado. Cuando abrió
los ojos lo primero que vio tuvo que ser el acero del condestable sobre su
garganta; lo primero que vieron ellos fue nuevamente el miedo.
-Te pagarán bien, espero.-No sonó a burla tanto como se
podría esperar.
-No...no me dais miedo. Solo estoy haciendo mi trabajo...estoy
sirviendo al reino, lo mismo que debíais estar haciendo. ¡Corruptos!
La espada del condestable se hundió levemente en la carne.
-No permito que un cobarde ignorante me acuse de
corrupto.-Apretó los dientes mientras introducía la espada.
El mensajero se cagó sobre la hierba. A ninguno le
sorprendió más que al propio mensajero.
-¡Vale! Vale...vosotros no sois corruptos, solo servís como
yo...pero, pero...pero el rey y sus consejeros lo son. Pretenden ocultar una
crisis como esta solo para...para mantener el poder.
-Reitero lo de ignorante...-Si no introdujo más la espada
fue porque le mataría.
-Dadnos la carta.-Ordenó el guardián.
-No puedo, señor. Las cartas que me encomiendan son...
-¡Que nos la des!-Gritó el condestable.
-Sí, sí...la tengo aquí.
Cuando se echó la mano a uno de sus bolsos, el condestable
agarró con más firmeza la espada y el guardián colocó una de sus manos sobre la
empuñadura de la suya. Finalmente sacó un pergamino que el condestable abrió y
leyó.
Cuatro hombres, un joven y una
mujer con un decreto real, han parado hoy en nuestra ciudad. Aplicaron la
antigua justicia del rey amputándole la mano a un pequeño ladrón y gritaron que
el rey había sido envenenado encontrándose en el momento que escribimos esta
carta moribundo y descontrolado, atado a una cama. Dos de los hombres parecían
nobles de alto rango por sus ropas y su forma de hablar y caminar. Algunos
pudieron ver el sello real en el pergamino. Parece que viajan con el propósito
de asegurar las ciudades y, posiblemente las fronteras, aunque eran pocos
hombres para tal propósito. No descartamos la movilización en pequeños grupos
de más hombres para el control del reino.
Si alguien a querido matar a
nuestro rey debemos unir nuestras fuerzas con ellos, pero si nos quieren ocultar
tal suceso puede que sea porque los urdidores mueven los hilos de la corona.
Hemos mandado más mensajeros a las ciudades más cercanas. Esperamos que hagáis
lo propio con las ciudades situadas más al norte. Debemos reunir a los
representantes de gobierno de todas las ciudades para tomar una decisión.
Fdo: (Ininteligible)
El guardián alzó la cabeza y miró a su compañero
-Se acabó. Soltad vuestra espada.
-¡¿Qué?! ¿Qué pone? Deberíamos por lo menos arrestarle.
-No. Hay más mensajeros, como era de suponer. Han percibido
la gravedad del asunto.
-Entonces...
-Cuando lleguemos ya estarán prevenidos. Pero en la carta
instan al diálogo. Podemos todavía mantener la calma.
-¿Dialogar? ¿Sabes a que ciudad nos dirigimos, verdad? El
último reducto de opositores en los tiempos de su bisabuelo.
Señaló al príncipe que había dejado de convulsionar antes de
que la persecución hubiese terminado. El guardián lo había bajado del caballo y
colocado sobre la hierba, durmiendo plácidamente.
-Hace mucho de eso. No alzarán las armas, saben que tendrán
en contra al resto si quieren dialogar. Les contaremos la verdad, nos
escucharán y entenderán. Seguro que nos apoyan.
-¡Dame esa carta que te ha convencido tanto!-No le dio
tiempo a que se la diese, antes se la arrebató de un tirón.
En el tiempo que el condestable leía él miraba al mensajero,
hundido en su mierda. Se parecía al relato que narró aquella noche el
condestable. Un hombre inocente sobre su propia mierda a punto de morir para
prevenir un mal mayor. No era tan diferente al condestable. Él también había
utilizado el cuerpo de una mujer para su beneficio, aunque obtuvo un placer
diferente y tampoco se sintió un dios creador o destructor, solo un dios
protector. Lo que siempre había soñado. Él no le había amputado la mano a un
niño, pero habría dejado morirse a esa ladrona en aquel bosque, inconsciente y
pasto de animales y hombres más animales que los propios animales.
El condestable y él buscaban lo mismo y sospechaban el uno
del otro. En ese momento comprendió que el condestable no podía ser el
envenenador. Lo sabía. Miró al príncipe, después otra vez al condestable y
después al mensajero.
-Si no es ahora será pronto. El golpe siempre llega.
El condestable le miró por encima del pergamino.
-¿Qué dices?
-Si no nos movemos puede que se levanten en armas y el rey
muera en su cama. Y si lo hacemos en una sola dirección puede que suceda
cualquiera de esas cosas.
-¿Insinúas que debemos separarnos?
-Todavía no. Juntos debemos reunirnos con el máximo
mandatario de la próxima ciudad. Una vez hablemos con él uno de nosotros se
dirigirá a la reunión que con casi total seguridad celebrarán en el lugar más
cercano de todas las ciudades, y el otro viajará al monasterio fronterizo. No
podemos perder más tiempo.
-¿Y la guarida de la ladrona?
-Ese golpe pudo haberla matado. No estamos seguros. Y, en
realidad no creo que ella tenga el cofre.
-¿Todavía os fiáis de ella? ¿Acaso no recordáis lo que
consiguió aquella noche? Ella sabe dónde está el cofre.
-Y yo sé donde está el sol, pero no he encontrado la forma
de hacerme con él.
-No podemos asumir riesgos, ya lo hemos hablado. El camino a
la guarida, según nos señaló la propia ladrona, no es tan largo como el que
lleva al monasterio. Es mejor intentar ganar tiempo.
-¿Y si no hay nada?
-Lo habremos perdido, pero no habremos arriesgado.
El guardián afirmó mirando de nuevo al mensajero.
-¿Qué hacemos con él?
El condestable se agacho agarrándolo por un hombro.
-¿Vas a contar algo de lo que ha pasado aquí?
-No, ser.-Aseguró con voz temblorosa.-Sé que en el fondo
sois buena gente.
-Eso está bien, hombre. No sois tan ignorante como llegué a
pensar. De hecho sois muy inteligente.-Le acarició la nuca.
El mensajero sonrió con el labio tembloroso, casi no le dio
tiempo a mostrar una sonrisa más sincera cuando su cara impactó de nuevo contra
el mismo tronco con el que se había estrellado. Y otra vez, y otra, y
otra...aunque sobreviviese a los golpes jamás podría volver a sonreír.
-Yo también lo soy, y por eso no puedo dejaros con vida.
Un golpe más, un único grito más antes de que la cara
impactase por quinta vez y dejase de respirar. Las heridas ahora sí eran
graves, de hecho habían sido letales.
El guardián se encontró consigo mismo impasible, sereno,
callado, observando. Debía haberlo detenido al segundo golpe, pero por fin el
condestable había hecho algo inteligente: un asesinato que, más o menos,
parecía un accidente. Podía decir en alto que lo sentía por el mensajero, pero
en el fondo se sentía aliviado. El golpe llegó más pronto de lo esperado para
él. Más bien, cuando todos lo esperaban.
-Pongamos rumbo entonces.
-Vamos.
Enrollaron el pergamino antes de meterlo en uno de los
bolsos del cadáver. Las aguas volverían a su cauce.
No redujeron en exceso el ritmo, aunque en realidad el viaje
estaba siendo más calmado ahora que tenían las cosas más claras. Al príncipe no
le volvió a dar ningún ataque en la jornada que les ocupó, por suerte para
ellos, pues desde que salieron de palacio sufría de ataques cada vez con más
frecuencia e intensidad sin un motivo aparente. Los planes que tenía para él no
pudieron llevarse acabo, aunque todavía quedaba mucho viaje por delante. Tal
vez fuese mejor idea dejarlo en la siguiente ciudad, aunque siendo el príncipe
podía usarse como moneda de cambio, poniendo en peligro su vida si las cosas se
torcían. Mejor no separarse de su alteza.
Por la noche se mantuvieron en silencio junto a la hoguera,
comiendo con tranquilidad lo que todavía llevaban encima. Por suerte para ellos
los guardias llevaban también en sus caballos provisiones. En caso de que la
ladrona y el guardia alto hubiesen muerto serían más que de sobra para el otro
guardia. Para ellos dos también había suficiente comida.
-Siento la metedura de pata.-Interrumpió el condestable sus
pensamientos con esas palabras que le pillaron por sorpresa.
-¿Cuál de ellas?-No pudo evitar mostrarse incisivo.
-¿Cuál va a ser? La de anunciar a los cuatro vientos que el
rey ha sido envenenado...fue una estupidez.
-A no ser que pretendáis que cunda el pánico en el
reino.-Sabía que no era así, algo en su interior se lo decía.
-Una lástima que sigáis sin fiaros de mi...guardián.
-¿Y lo decís vos? Os recuerdo que vuestra misión es
vigilarme.
-No confío en la ladrona. Lo que hizo aquella vez...siempre
pensé que fue cosa vuestra, que estabais enamorado de ella incluso, y que no
pudisteis soportar lo que sucedió. Pero hoy he visto lo que habéis hecho por
mantener el equilibrio del reino, dejar a esa mujer tirada cuando estábamos
persiguiendo a ese hombre.-Apartó la mirada con cierta vergüenza-.Reconozco que
me cuesta decirlo, pero creo que he estado equivocado durante mucho tiempo.
-Yo también con vos. No he querido decirlo en voz alta, pero
creo que nada tenéis que ver con el envenenamiento del rey. No obstante...sigo
desconfiando de su tío.
-No todos los tíos de los príncipes y reyes son usurpadores
en los reinos ¿sabéis?-Se hecho a reír con una delicadeza impropia en él-.Puede
que no se parezca a su hermano y nuestro antiguo rey en muchas cosas, pero
sigue queriendo lo mejor para este reino.
-Siendo él quien se siente sobre el trono.
-Sentándose en él quien lo merezca.-Reafirmó con tono serio.
-¿Quién le envenenó, entonces?
Ambos miraron al príncipe, que comenzaba a balancearse
mirando al fuego. Decidieron callarse.
El príncipe estaba ya dormido en su tienda. Pensaron que lo
mejor era montar solo una para que durmiera uno de ellos con el príncipe
mientras el otro vigilaba.
-Siempre soy yo el que cuenta historias sobre mis
experiencias como soldado, pero vos nunca contáis nada. Sé que si llegasteis a
guardián fue por la amistad que os unía al rey y por el error que cometieron
otros, pero...
-No hay mucho que saber.
-¡Venga ya! Solo en este viaje...¡No! ¡Antes de salir de
viaje un hombre más fuerte que tú os ha dado una paliza! Eso ya es algo.
El guardián forzó una sonrisa. El condestable seguía sin
caerle demasiado bien, pero prefería tenerle de aliado que de enemigo.
-Haré la primera guardia. Ve a dormir con el príncipe.
El condestable obedeció no sin antes rechistar un poco por
no poder escuchar esa historia antes de dormir. A veces era peor que un crío.
Un crío capaz de cercenarle la mano a otro crío o de destrozarle la cabeza a un
hombre contra un tronco.
Al día siguiente, tras dormir lo justo, retomaron su viaje a
la misma velocidad que habían llevado los días anteriores. Los caballos estaban
descansados y se notaba.
El paisaje no parecía cambiar demasiado según iban
avanzando, la sucesión de bosques en ese basto reino era de sobra conocida por
todos, pero siguiendo el camino era difícil perderse. No iban justo por el
camino principal, a la velocidad a la que viajaban eran peligroso para los
demás viajeros, cada vez más numerosos al acercarse a la conocida como última
ciudad de la resistencia, pero lo seguían de cerca.
Y llegaron. Una ciudad como cualquier otra, no tenía nada en
especial. Ajetreo matinal, gente riendo y maldiciendo, niños correteando,
animales molestando... En la plaza había una estatua que el rey había permitido
construir en la que se podía ver al general más importante que tuvieron en la
ciudad luchando contra el guardián de un tatarabuelo del rey. Era evidente que
batallas hubo en el reino, a pesar de no ser azotado por grandes guerras. Y al
fin y al cabo hacía años que no había grandes problemas...hasta ese momento.
El condestable miró con desprecio la famosa estatua y, lo
que es peor, a los habitantes del lugar. Algunos les señalaban, otros
simplemente les miraban y otros les evitaban. Sabían a lo que iban, sabían
quienes eran, no eran imbéciles.
Pasaron a buen ritmo entre ellos y se dirigieron al castillo
situado al final de la corriente aunque bonita ciudad. Habían decidido no
restaurar algunas marcas de las batallas del pasado, cicatrices que guardaban
con orgullo incluso los más satisfechos con el monarca actual. Eran muestras de
la fiera resistencia de un pueblo contra toda una nación, marcas del pasado que
refuerzan la estabilidad y recuerdan a las nuevas generaciones lo que sucedió
tiempo atrás, antes de que existiese tal estabilidad en el reino. Algunos ven
esas marcas como señales de obstinación, errores del pasado que jamás debían
volver a cometer. Unas marcas que nadie querría volver a sufrir, lo que haría
más fácil evitar una guerra.
Al mostrar el decreto a los guardias de la entrada ambos se
miraron reflejando cierta tensión. Hicieron llamar a un hombre que les
acompañó, no sin antes desarmarles por completo. El castillo no destacaba por
sus dimensiones. Era frío y triste, demasiado anclado en el pasado. Llegaron a
una sala austera con varias mesas de madera situadas bajo un estrado en el que
había una gran silla de madera.
La gente de las mesas, que tenía papeles y plumas sobre
ellas e incluso jarras de cerveza que algunos se servían de un barril cercano,
se callaron cuando les vieron entrar.
El hombre que les había acompañado, alto delgado y con un
gran bigote castaño, les anunció. Por una puerta casi oculta tras la silla de
madera apareció un hombre de rostro serio, también con un gran bigote, aunque
este moreno, una cinta verde alrededor de la cabeza y un medallón con una
inscripción en la frente.
Se sentó y les miró fijamente.
-No tenéis pinta de ser simples mensajeros.-Su voz atronó la
sala.
-No lo somos, señor. Aunque podría considerarnos como
tales.-Reconoció el guardián.
-Sé quienes sois, aunque no nos conozcamos en persona. A
vuestro compañero, en cambio, le conozco.
Por la cara que ponía el condestable, no parecían viejos
amigos.
-Entonces no hará falta decir que, junto a mí, el guardián
de nuestro rey, se encuentra el condestable. Un hombre...
-Ya os han anunciado, no hace falta que os repitáis. ¿Quién
es el crío?
-Vuestro príncipe, mi señor.
El hombre sentado sobre la silla de madera le miró
dubitativo.
-¿Qué hace aquí?
-Es posible que os lleguen mensajeros en algún momento. Si
no os han llegado ya, pero nos vemos en la obligación de adelantarnos e
informaros sobre el envenenamiento de su padre, el rey.-Agarró al príncipe por
los hombros con fuerza para evitar que sufriera un ataque, aunque casi seguro
no surtiría efecto.
-¿El rey envenenado?-Dejó de fruncir el ceño para mostrarse
sorprendido, solo habían enviado un mensajero a esa ciudad, el que habían
interceptado ellos. Mejor así.-¿Quién a hecho tal cosa?
-Se esta investigando, mi señor. Pero no queríamos que lo
supierais por terceros. No se trata de una maniobra silenciosa para cambiar la
corona y las leyes que amparan a esta y otras ciudades. Al contrario,
necesitamos vuestro apoyo. Ya sabréis que la capital os recompensará como es
debido, sobreviva el rey o no. Por eso nos hemos traído al príncipe, debemos
asegurar un heredero legal.
-¿Quién gobierna ahora, entonces?
-El tío de nuestro rey se está encargando de todo. Nos ha
enviado para mantener las relaciones diplomáticas importantes. Sabemos que
muchos fugitivos están organizados en grupos resistentes que hace años no
actúan y que podrían ver en esto una oportunidad. También es posible que
algunas ciudades decidan tomar la iniciativa para mejorar su estatus y hacerse
con el control, no os lo negaremos, es una situación delicada.
Estaba siendo un vil mentiroso a la par que lo más sincero
posible. El condestable le miró de reojo con desconfianza. Si mentía tan bien,
¿qué le impedía mentir sobre el asunto del envenenamiento? Seguro que era lo
que le estaba pasando por la cabeza
-¿Acaso no considera
vuestro condestable, esta como la ciudad más problemática y la que, con mayor
probabilidad, decida tomar la iniciativa para hacerse con el control?
-¡Oh no! Sabemos que no sois tan estúpidos, solo que...
-¿Estúpidos? ¿Nos consideraríais estúpidos por aprovechar un
punto débil del que fue nuestro enemigo, el hombre que nos sometió?
-¡Ese hombre se ganó el derecho de gobernar! Sus antepasados
consiguieron dominar el reino sin grandes guerras ni enfrentamientos.-Para
sorpresa de todos no fue el condestable el que se dejó llevar por la ofensa,
sino él mismo.
-Bien que batalló para asegurar el reino, no salió a sus
antepasados, parece ser.
-Le obligasteis. ¿Quién decide enfrentarse a un rey que
mantiene el equilibrio de un reino sin luchas y con justicia?
-El que tiene oportunidad de hacerlo, claro.
-¿Esos fueron vuestros motivos? ¿Por qué teníais la
capacidad suficiente para hacerlo? Entonces sí que sois estúpidos.
El condestable miró al guardián sorprendido. Apretó los
dientes para reprochar en silencio, pero el guardián decidió no hacerle caso a
pesar de que sabía que le estaba mandando señas.
-Estúpido es venir a mi castillo a insultarme.
-¿Vais a encarcelarnos?-Preguntó desafiante.
-Sé lo que pretendéis y no voy a caer. Todos sabemos qué
pasará si os arrestamos al poco de que todos conozcan la noticia del
envenenamiento. Aunque, permitidme por lo menos deciros que como conservadores
de relaciones diplomáticas sois nefastos.
Al día siguiente comenzaron a llegar informaciones de otras
ciudades. Todo el reino conocía ya la noticia. En efecto, se iba a celebrar una
reunión en la ciudad más central del reino para deliberar sobre cómo debían
abordar el problema. Tal y como habían decidido, uno de ellos acudiría a la
reunión mientras otro esperaría la llegada de la ladrona y los guardias que la
acompañarían.
El guardián hubiese preferido ir directamente al monasterio
fronterizo, pero tampoco le hacía mucha gracia tener que esperar a ladrona e ir
juntos a su guarida para cerciorarse de que no tenía el cofre con las bayas.
También tenía que asegurarse de que el
príncipe se mantuviese a su lado el mayor tiempo posible, y si había que ser
diplomático desde luego prefería ir él mismo a la reunión. Había prometido al condestable
no volverse a dejar llevar por la ira por muy mal que hablasen de su rey.
Finalmente así fue. Partió junto al príncipe y al
representante de gobierno de la última ciudad de la resistencia a la asamblea
que se celebraría en una ciudad situada más al sudeste, es decir, que se
alejaban bastante de la dirección del monasterio y se acercaban
considerablemente a la guarida de la ladrona situada más al este del reino. El
condestable sería el que esperaría a la ladrona y partiría junto a ella.
Esperaba que el tiempo que perdiese en la reunión fuese el
equivalente al que perdieran ellos en la guarida de la ladrona para así poder
alcanzarles e ir juntos al monasterio fronterizo.
Partieron al día siguiente con una comitiva numerosa. No
cruzó palabra alguna con ningún soldado, ni siquiera con el príncipe. Fue un
viaje más incomodo que los que tenía con el condestable, pero sabía lo que
tenía que hacer. Se alojaron en campamentos que levantaban en espacios amplios
del bosque, para proseguir su viaje al día siguiente.
A él le dejaban dormir junto al príncipe en una de las
tiendas. El príncipe no hablaba mucho, pero a veces se le quedaba mirando con
unos ojos extraños.
-Debería hacer algo.-Pronunció el joven en la oscuridad de
la tienda.
-Vos no debéis hacer nada, para eso estoy yo aquí. Solo
debéis manteneros lejos de palacio y cualquier desconocido, y observar.
-Veo el fuego. El fin.
-¿Cómo?-No poder ver el rostro de quien decía tales cosas,
aunque fuese el príncipe, le inquietaba.
-Deberías enseñarme a blandir una espada. Sé que dentro de
poco lo necesitaré.
-¿Por qué lo dices?-Cada vez entendía menos al muchacho.
-Se acercan...lo siento. El reino impenetrable, ella...he
visto su nueva prisión, su compañero de celda, sus alas. Pronto se desplegarán,
cuando ambas cadenas se entrelacen. Y eso solo será el principio. He visto las
bayas, el fuego junto a ellas...fuego sobre más fuego. Llamas de otro color. He
visto mi muerte, la de mi padre...y la tuya. He visto tu muerte. Te he visto
muerto. Te veo muerto. No...ya no te veo, ya no te veo. No quiero dormir. No
quiero hacerlo para siempre...Sé por qué estoy aquí realmente. Y tengo miedo.
No le dieron convulsiones, no deliraba, no hablaba en
sueños. Estiró el brazo. Le acarició una mejilla, húmeda. No le veía, pero
sentía el miedo. Y ahora se había dado cuenta él también. Ese muchacho no
estaba simplemente traumatizado por lo que vio aquella mañana en el jardín. Ese
muchacho veía algo más, algo muy enquistado en su interior que no podía extraer
ni descifrar. Necesitaría su ayuda para liberarse de ese peso. Y la tendría.
Pero necesitaba tiempo.
Dos días después de llegar al punto de reunión y de
organizar a los soldados, cada representante de las ciudades principales se
presentaron en el edificio acordado, en una estancia austera con una mesa de
piedra en el centro y banderas de sus respectivas regiones en cada rincón de la
sala, tras el asiento que ocupaba cada uno de ellos. La reunión había
comenzado.
Cada uno de los representantes llevaban uno de los obsequios
que el rey les había otorgado con un título. El gobernante de la última ciudad
de la resistencia mantenía el medallón en la frente con la palabra que ahora sí
alcanzaba a leer, “voluntad”. El rey también le había obsequiado a él con algo
más personal como guardián.
Todas las ciudades parecían estar de acuerdo en sitiar la
capital y no dejar que nadie saliera hasta atrapar al asesino. Cada ciudad
enviaría a dos agentes especiales para investigar y sus mejores doctores para
tratar al rey. También utilizarían efectivos para rastrear a cualquier persona que
hubiese salido de la ciudad en los días anteriores al sitio. Si se quería
mantener la estabilidad había que tomar medidas rigurosas. Evidentemente, el
actual mandatario, tío del rey y principal sospechoso no se tomaría bien todo
esto, por lo que primaba que los documentos que declaraban al príncipe como
heredero legal se firmasen rápido.
La sorpresa llegó cuando uno de los representantes sugirió
que el sitio tuviese como objetivo no evitar que el asesino escapase, sino
desgastar al tío del rey. Según aseguraba, con el rey a punto de morir y su
joven hijo como heredero el reino no tenía asegurada la prosperidad de antaño
ni aunque se cogiese al asesino. Era la oportunidad de cambiar las tornas sin
necesidad de batallar. Un desgastamiento interno de la corona había acabado con
el reinado del linaje de “los pacíficos”. Un nuevo mandatario más preparado que
el príncipe y sin tanto riesgo a la traición debía coger el mando. ¿Sin tanto
riesgo a la traición? Si un rey como el actual había sufrido una traición,
difícil sería encontrar fidelidad máxima ante cualquier mandatario.
Tras esas palabras la reunión se agitó. Sorprendentemente,
muchos apoyaron la idea. Pero ¿quién mandaría? El guardián debería haber
intervenido, pero prefería esperar y observar. Enseguida la piedra que formaba
la mesa se resquebrajó en dos, los que defendían esa postura y los que la
tachaban de locura. Y cuando los bandos parecían claros decidió que era el
momento de hablar.
-¿Vais a traicionar a un rey que se ha desvivido por
vosotros y que os ha tratado como hermanos?-Preguntó con cierta molestia en
medio de la agitación de los allí presentes.
-No hemos sido nosotros los que le hemos
traicionado.-Respondió uno de los representantes-.En todo caso eso se lo
debemos al envenenador. Nosotros solo miramos por la supervivencia del reino.
Si nos mantenemos fieles a las leyes actuales los que acabaremos perdiendo
somos nosotros. Algunos de los reinos vecinos están en crisis, no podemos
permitirnos flaquear nosotros también, debemos coger las riendas cuanto antes.
-Debéis coger las riendas, sí. Pero solo uno puede dirigir a
todos los caballeros que decidan cabalgar en pos de esta locura. ¿Quién será?
Hubo un silencio. Todos se miraron. Había dado con la
pregunta clave que abría una nueva brecha en la mesa. Estaba ganando tiempo
para el reino, pero perdiendo tiempo para su rey.
Comenzaron los insultos, los reproches, los gritos, las
maldiciones, los juramentos, las amenazas...las miradas desfilaron como
cuchillos que acabaron clavándose convertidas en palabras. No se llegó a un
acuerdo. De momento comenzarían a movilizarse hacia la ciudad para sitiarla y
apoyar al rey, aunque había posibilidades de que a mitad de camino organizaran
alguna otra reunión improvisada para determinar si se dejaba morir al rey,
acabando con su tío e instaurando un nuevo gobierno encabezado por alguno de
ellos. El consenso no sería sencillo. Y no lo fue.
Cayó la noche. Habían comenzado el viaje bien temprano,
aunque debido a la cantidad de soldados que llevaban no habían recorrido una
gran distancia. El fuego de las fogatas
se había apagado, la brisa mecía la tela de las tiendas y el silencio se
convertía en el único gobernante con derecho a imponer su orden. Pero hasta el
silencio fue traicionado. Su gobierno duró poco, pues el sonido producido por
uno de los tantos que viajaban con ellos lo destronó. Y después nuevos
gobernantes comenzaron su mandato: la muerte y el miedo.
Su mirada de terror le hizo sentir vivo. Era lo que se
merecía, lo que se habían buscado. Era un pequeño movimiento que desencadenaría
un cambio, un poco más de sangre que brotaba sin aparente sentido y que
conformaba ese río que purificaba la tierra que pisaban. Sangre sin derechos de
gobierno que brotaba por un cuello con demasiada carne hasta derramarse sobre
unas botas enormes bañadas en oro con una inscripción: “firmeza”. No mostró
tanta firmeza cuando tuvo que enfrentarse a la muerte, cuando tuvo que mirarle
a los ojos a él, vestigio del origen y la cura, del veneno para la plaga que se
vertía una última vez por propia voluntad, necesitando para la próxima un
impulso que pronto encontraría.
Y un nuevo grito azotó el campamento que despertó al
guardián. No estaban siendo atacados ni asaltados, que es lo primero que se le
pasó por la cabeza, se trataban de asesinatos aislados. Las conspiraciones para
gobernar habían comenzado. Tiempo, valioso tiempo que sabía ganaría sembrando
la semilla de la discordia. Todos salieron de sus tiendas alterados, buscando
el origen de los gritos, los cadáveres de sus representantes, cada uno de un
bando. Uno de ellos era el representante que estaba totalmente de acuerdo con
el derrocamiento del actual gobierno, el gobernante de la última ciudad
rebelde, el hombre que le había acompañado, ahora con la medalla de la frente
metida en un ojo. Sus antepasados tuvieron la voluntad suficiente para
enfrentarse a todo un reino y él la tuvo para retomar ese enfrentamiento
ostentando el trono que según él les hubiese correspondido por la fuerza y,
precisamente, la voluntad que demostraron. Pero la voluntad le había dejado
literalmente ciego, o más bien tuerto. Aunque en realidad no importaba, su
voluntad le llevó a la tumba.
El otro cadáver era, precisamente, de uno de los gobernantes
que defendían que el rey enfermo debía ser protegido y encontrado su
envenenador. Sus pies ya no pisaban con firmeza, sino que colgaban de la mesa
en la que su cuerpo estaba tumbado. El dorado de sus botas perdían esplendor
manchadas de rojo, pero ganaban en fiereza, le otorgaban un aura especial que
ya no poseía su mirada. Mostró su firmeza en la reunión, pero con las palabras
no aplastas a los traidores y te proteges de los demás conspiradores, desde
luego. El tajo en el cuello del gobernante con el emblema de “firmeza” era
mucho más profesional y limpio, mientras que el hacha en el cráneo del tuerto
con voluntad denotaba una brutalidad de la que, por desgracia, incluso en el
reino más pacífico, te acababas acostumbrando.
Y todavía quedaba descubrir lo más hilarante, el único
gobernante ausente era otro de los partidarios en aplastar al monarca actual y
todo su linaje ahora que se encontraban débiles. En apariencia él había
realizado uno de los asesinatos, si no había perpetrado ambos; una decisión
inteligente por su parte si no hubiese escapado, pues todo apuntaría a él sin
crear una desconfianza firme entre el resto de los representantes. Pero, al
apartar el medallón con la inscripción de “voluntad” del ojo convertido en una
masa sanguinolenta y viscosa descubrieron en su cuenca una nota mal doblada,
casi arrugada. Esa nota llamaba en armas al resto de hombres que le apoyaban.
Según contaba el asesino en la carta, había acabado con uno de los gobernantes
que apoyaban su idea, el gobernante de la última ciudad rebelde, porque sabía
que daría problemas a la hora de negociar quién sería el más indicado para
retomar el gobierno. Prometía, por su parte, no cometer un acto así de nuevo si
se unían a él el resto. Estúpido, muy estúpido escribir una carta así. Como si
eso asegurase que todo fuese a ir sobre ruedas si decidían seguir a alguien que
era capaz de asesinar por el poder del reino y como si el resto de gobernantes
les fuesen a dejar ir tan fácilmente. Sorprendentemente había más estúpidos
entre el resto de gobernantes y ninguna nota en el otro cadáver. Lo cual
parecía indicar que el asesino del gobernante que había jurado proteger al rey
era otra persona, o bien un partidario de la abolición o de la restauración,
consiguiendo sembrar la desconfianza necesaria para comenzar un conflicto
justificado. Fuese como fuese ambos asesinatos daban alas a los dos bandos.
Cada gobernante aumento la vigilancia de su pellejo y el de
los demás, nadie se fiaba de nadie. El único que no contaba con vigilancia era
él, que tenía que encargarse de vigilar al príncipe. Al día siguiente
comenzaron las primeras deserciones de ambos bandos. Puesto que el asesino
había escapado con algunos de sus hombres, era de suponer que en los
alrededores había vigías para evitar a los posibles enemigos y conducir a los
aliados, aunque era peligroso fiarse incluso de los que en la reunión le habían
apoyado, pues podía ser una trampa. Era una situación complicada para cualquier
bando. En uno de los campamentos, ese mismo día, hubo un duelo entre dos
gobernantes que acabó con la muerte de uno de los que defendían a la monarquía
y la huída de su rival, que fue aniquilado a flechazos. Cayendo la noche hubo
una pelea entre varios soldados que acabó con una veintena de muertes y la
deserción de otro de los gobernantes. Veintitrés ciudades, veintitrés
gobernantes y ya solo quedaban diez que mantenían la cordura y continuaban su
viaje todo lo diplomáticamente que podían.
Pasó un día más, un día más en el que se podría haber
esperado que el príncipe temblase como un conejo, pero nada de eso. Parecía
asumir que todos acabarían matándose entre ellos, parecía no asustarle tanto la
idea del desorden en cada campamento que montaban y los asesinatos entre la
gente que les rodeaba como las consecuencias de todo esto. Una noche el
guardián lo encontró de pie contemplando una fogata cuyo fuego, por la
incompetencia del soldado encargado en encenderla, se había extendido hasta una
tienda cercana.
-Lo veo. Somos nosotros y son ellos. Sois vosotros. Nuestro
reino. Se extiende...
Varios hombres echaron un cubo de agua para apagarlo.
-Y siempre estará ahí.-volvió la mirada a la fogata
encendida que había provocado ese pequeñísimo incendio en la tienda.
¿Estaba loco? ¿Qué le esperaba al reino con él sentado en el
trono? ¿Se sentaría algún día en el trono?
Un nuevo cadáver esa noche y una nueva huída.
A la tarde siguiente ya solo quedaban cinco gobernantes.
Tres que defendían a la monarquía y dos que habían manifestado su intención de
sitiar la ciudad para aplastarla. Ese día habían pasado por alguna ciudad, descubriendo
que sus habitantes ya habían sido llamados a las armas por ambos bandos. Todo
se estaba movilizando demasiado rápido y había que posicionarse. Cuatro de los
gobernantes se acercaron a su tienda esa misma tarde. Ya no tenía sentido
seguir movilizándose hacía la capital con tan pocos efectivos y la posibilidad
de entrar en una guerra.
-Disponéis de unos minutos para atendernos, supongo.-Espetó
uno de los cuatro gobernantes, el de la hombrera con la inscripción de
“fiereza”.
-Por supuesto, siempre hay tiempo para los fieles al
rey.-Miró al único que no lo era-.Incluso para los que no lo son y están
dispuestos a hablar.
-Barajé como una buena idea asegurar el reino sin riesgos,
no empezar una maldita guerra entre todas las ciudades.-El hombre con el colgante
de “perspicacia” se mostraba visiblemente molesto con el comentario del
guardián, pero también con los últimos acontecimientos.
-No hay tiempo para discusiones, necesitamos saber si
contamos con vuestro apoyo o volveréis a la capital para informar al tío del
rey.-Había hablado el de los guantaletes en los que se podía leer “fidelidad”.
-Cuando habláis de mi apoyo os referís a mi espada, puedo
suponer.-El mismo gobernante afirmó con la cabeza.
El guardián hizo una pausa y miró al príncipe.
-He de atender algunos asuntos lejos de aquí. Creía que mi
presencia aquí iba a ser de más utilidad para evitar un conflicto, siento que
no haya sido así.
-Pero ahora sí es de utilidad para acabar con el
conflicto.-Aseguró el último gobernante que quedaba por hablar. A ese no le
veía ningún emblema en la ropa o la cara que destacase como el del resto. Puede
que lo tuviese guardado o fuese imperceptible a simple vista, qué importaba.
-¿Cuál es vuestro plan?
-Atacar la ciudad de cada gobernante que ha desertado. Que
se queden sin refuerzos. Y si podemos pillar a alguno en su hogar mucho
mejor.-El del emblema de “fiereza” hizo honor a su título.
De nuevo el guardián decidió pensar bien lo que debía
responder.
-Me proporcionaréis un contingente y viajaré a la ciudad más
cercana del lugar al que me dirijo, después cederé el mando a otro hombre, el
condestable. Posiblemente le conozcáis.
-Si no fracasáis.-Señaló el perspicaz del colgante.
-Recemos para que no suceda tal cosa. De mí depende algo más
que el derrocamiento de uno de los gobernantes.
-Bien. Y esperamos que vuestro amigo el condestable sea
también efectivo en combate.
-Por mucho que pueda molestarme, os aseguro que puede llegar
a ser incluso más fiero que cualquiera de los que estamos aquí. Sin querer
quitaros honores.-Dijo en tono de broma al gobernante de la hombrera-.Os
ayudará contra más ciudades y desertores. Supongo que también contaréis con el
apoyo de otros gobernantes que han huido persiguiendo a los traidores.
-Contemos con ello.-Suspiró el gobernador perspicaz.
Era perfecto. Solo perdería tiempo invadiendo una pequeña
ciudad que, con suerte, a penas contaría con resistencia y los recursos
militares suficientes. Después pondría rumbo al lugar señalado por la ladrona
con la esperanza de que todavía se encontrasen allí con ella. El condestable no
podría resistirse a la idea de combatir en nombre de su rey, lo que le dejaría
el camino despejado para viajar solo con el príncipe y posiblemente uno de los
guardias del condestable al monasterio fronterizo, conseguir las bayas y volver
a la capital sin incordios que le molestasen. Evitaría el conflicto durante el
viaje y recorrería las distancias lo más rápido posible. Sabía que su rey
aguantaría vivo el tiempo que hiciese falta, se curaría gracias a las bayas y recuperaría
el control y la confianza del pueblo, restaurando el equilibrio y acabando con
la crisis que les había azotado. Lo juraba como guardián de su rey y protector
de ese reino.
Los hombres sobre los caballos se situaban tras él,
preparados para seguir sus órdenes. Eran soldados del gobernante con la
inscripción de “fidelidad”, creía que era lo más propio y veía improbable que
el rey concediese títulos con ironía. Ese gobernante le inspiraba confianza,
así que tomó la decisión de pedirle recomendación sobre sus mejores y más
fieles hombres para que se encargaran de la protección del príncipe mientras
asaltaban la ciudad. Ya podía no meter la pata y no estar ofreciendo en bandeja
al príncipe a los hombres de ese gobernante. Al fin y al cabo no se le ocurría
una idea mejor para poner a salvo a su alteza durante la invasión.
Antes de partir intercambió miradas con el quinto gobernante
y único que no se había presentado en su tienda. Era uno de los que se había
ofrecido para sitiar la ciudad con el fin de acabar con el actual mandatario y
no de defender al rey, y en cambio era ese gobernador quien no se fiaba de él,
según le habían dicho los otros cuatro. Salió del campamento con sus jinetes
rumbo al este. Cerca de donde se encontraba la guarida de la ladrona llegarían
a una ciudad gobernada por uno de los traidores, ese era su objetivo.
Antes de ser guardián había lidiado con situaciones
difíciles, matado a gente y mantenido el orden a la fuerza, pero jamás se había
visto en una igual, el asalto de una ciudad con inocentes para presionar a su gobernante y dejarlo sin refuerzo alguno
con el que contar para una posible reconquista.
No se sentía bien, pero tampoco se encontraba incomodo en
esa situación. Era extraño saber lo que estaba a punto de hacer y lo bien que
le hacía sentir su posición frente a hombres que ni siquiera eran suyos a punto
de entrar en combate para proteger el reino, ejerciendo su función de guardián.
¿En qué lugar le dejaba eso? ¿Acaso importaba?
Haría su trabajo, aplicaría su justicia y evitaría la caída de un linaje
que había obrado siempre justamente. Unos civiles pagarían la insensatez de un
traidor. Una historia ya muy antigua que puede encontrarse en muchos relatos. Y
así sería siempre, la gente que nada tiene que ver con los conflictos acabará
pagando con su sangre. Y a él, esta vez, le tocaba derramar esa sangre.
Guardián. Una palabra cargada de fuerza, un cargo cargado de
responsabilidad. Un título inspirador de confianza, un nombre que daba
seguridad. Llevado por un hombre que participaría en una matanza. ¿Guardián de
qué? De un rey, esa es la primera respuesta que saltaba a su cabeza. De todo un
linaje, si se pensaba con detenimiento. De todo un reino si se era justo. ¿Qué
pensarían los que les veían llegar cabalgando sus caballos, gritando por la
euforia, comandados por ese guardián, ese protector, ese escudo que arremetía
con bravura contra sus puertas? ¿No eran ellos parte de ese reino? ¿Fieles a
ese linaje? ¿Humildes servidores de su rey? Lo eran. Habían sido justos respondiendo
con su trabajo y sus escasos impuestos a la bondad de su rey, y justo era
protegerlos de cualquier mal. Pero ¿quién les defendería de su defensor? ¿Qué
hacer cuando la justicia utiliza su balanza como soporte para nuestras cabezas?
¿Qué hacer cuando esa mujer ciega ha de mirar a dos sitios a la vez? Que ha de
decidir qué lugar le interesa más mirar, pues si intenta abarcar con su frágil
cuello todas las perspectivas acabará rompiéndoselo, y si eso sucediera moriría
sin poder mirar ya a ningún sitio.
Y ahí se colocó la enorme mujer con una venda en los ojos,
dando la espalda al portón de la ciudad, mirando a los jinetes que estaban a
punto de irrumpir en ella, mirando al guardián. La vio, por un momento vio a
través de los vendajes, por un solo instante le vio los ojos. No estaba ciega,
alguien le había puesto una venda, pero no estaba ciega. Y en ese momento le
miraba solo a él, como si en él pudiese hallarse la respuesta de la justicia,
la que todos buscaban para sí. Posiblemente eso es lo que todos viesen, a una
dama que les miraba diciéndoles “tú tienes la verdad, la única justicia que
debe impartirse”. Por desgracia algunos decidían violar a la bella, aunque dura
dama, cuando se ponía en sus caminos.
Y aunque la mirase con sinceridad, buscando lo que quería
decirle con sus ocultos ojos, no podía aguantarle la mirada. Era el guardián,
el guardián de todo y el guardián de nada más que de su propio interés. Y
entonces la justicia dejó de mirarle, pero sin apartar los ojos de él, ni
siquiera la cabeza. Fue extraño, pero ya no sentía que le mirase a él. En
cambio ahora la mirada le tranquilizaba más. La justicia sonrió y se esfumó.
Cuando volvió en sí mismo vio lo cerca que estaban de irrumpir ya.
No siguieron ningún procedimiento, como bárbaros penetraron
sin nadie que se les opusiese. Solo los gritos, los llantos y el miedo, pero no
eran opositores suficientes para que se detuviesen. El guardián sintió algo que
le quemaba el pecho, posiblemente lo que cualquiera de sus jinetes sentía al
entrar en batalla. No...no era la exaltación propia de un acto como ese, era
algo más. Sintió un deleite impropio que se combinó con el horror que
contemplaba. La justicia se había ido antes de comenzar, cierto. Pero él seguía
ahí, y ahí seguiría hasta el final. Hasta el final de todo.
Sin bajarse del caballo perforó pechos de hombres que no lo
sacaron en un intento de alardear ante un peligro real, atravesó gargantas de
mujeres que se desgañitaban al ver morir a sus hijos, arrolló a niños que
corrían buscando a sus madres, decapitó a personas que muy posiblemente no
habían hecho nada más que trabajar para mantener su estómago lleno y su cabeza
sobre los hombros. Se enfrentó a otros soldados que, en un intento de proteger
la ciudad en ausencia de su gobernante, murieron aplastados por los caballos
que ellos mismos mataban, o destrozados por las espadas a las que decidían
hacer frente. No duró mucho, no para ellos. Posiblemente supusiese una
eternidad para quienes seguían tendidos en el suelo, desmembrados y gimiendo de
dolor.
Lo siguiente que tuvieron que hacer fue quemar el castillo.
Sí que era atractivo el fuego. Se extendía con tanta facilidad...Se extendía
sin remedio y sin malas intenciones, simplemente actuaba según su propia
naturaleza. E igual que nos puede calentar las noches de intemperie más frías y
nos ayuda a cocinar alimentos que de otra forma nuestro estómago no digeriría,
puede arrasar con lo que más queremos, hacernos un daño atroz e incluso
matarnos de la forma más horripilante. ¿Es injusto el fuego? No, solo es fuego.
El príncipe lo sabía y por eso lo contemplaba. Disfrutaría con ese espectáculo
que se contemplaría muy seguramente varias millas más allá de la ciudad.
Mirándolo tal vez buscaba la respuesta, la justicia de la que todos nos
adueñamos, pero que nadie encontramos. Tal vez solo esperaba a las cenizas para
buscar lo que había más allá de esa justicia. Tal vez solo por que le atraían
las luces y los colores que desprende. Tal vez porque el mundo que conocían se
había cimentado con fuego y se desmoronaría fruto del mismo fuego. Un fuego que
nadie, jamás, podrá apagar y al que todos deberán hacer frente, acostumbrándose
a su envoltura y aceptando el dolor que esa noche nadie pudo evitar.
Era solo fuego, nada más. Y esa noche, un fuego que debía ser
placido para ellos, resultó tortuoso. Por eso, para poder conciliar el sueño,
apagar los gritos y borrar la sangre tuvo que repetirse una y otra vez la misma
frase. Solo era fuego, nada más que fuego, fuego, fuego...fuego.
La primera imagen pertenece al usuario de deviantart artastrophe http://artastrophe.deviantart.com/art/Hierophant-352762334
La segunda imagen pertenece al usuario de deviantart JakeMurray http://andreiaugrai.deviantart.com/art/Save-the-Villagers-342317653