ACTO XII
IMPENETRABLE CORAZÓN
Sentía el frío acero en sus entrañas, sentía el alivio que te otorga la muerte cuando la tienes tan cerca, sentía felicidad por haber luchado por su propio objetivo hasta el final, sentía orgullo por lo que el mercenario había sido capaz de hacer. Lo único que no sentía era dolor, nunca lo sintió. Había cometido un error debido al inevitable cansancio después de tres horas de duelo y lo había pagado. El mercenario había hecho lo que tenía que hacer acabando con todo de una vez.
Le tenía frente a ella, muy cerca. Casi no podía respirar
por la presión que le ejercía la espada, casi tan fuerte como la presión que
ejercía su mirada. No extrajo el arma de su pecho, ni siquiera soltó la
empuñadura, una vez más buscaban la eternidad. Comenzó a notar cómo la sangre
salía de su boca, su sabor parecía diferente al habitual. El mercenario la
observaba como jamás lo había hecho, sorprendido y asustado, sentimientos que
no era habitual ver reflejados en su rostro. Suponía que superar aquella prueba
no había sido fácil ni siquiera para un hombre como él.
Si supiese la paz que dominaba su mente no se preocuparía
por aquella imagen. No tendría que volver a vivir encerrada en aquella torre,
ni pensando en el dolor del mundo, en su misión y su responsabilidad ante el
reino y sus gentes. Su muerte podía significar la caída de la defensa absoluta,
del mandato de su padre y, por lo tanto, de la injusticia que invadía cada
ciudad. Su muerte podía significar un punto y a parte. No solo la daba alas a
ella. Aunque ni siquiera ella sabía qué pasaría cuando su corazón dejase de
palpitar.
Su corazón...atravesado por aquella espada, aquella amante
de la espada que ella misma había empuñado y ya había soltado. Eso le había
dicho el mercenario en el carromato, aquellas espadas se amaban y no hacían más
que besarse cada vez que se encontraban. Esa noche ambas espadas habían tenido
sexo, y había sido la del mercenario la que se había impuesto en la cama, la
que había penetrado aquel corazón que durante veinte años se mantuvo apagado y
cansado, sin haber palpitado jamás por amor. Hasta que llegó aquel indecente
sin más pretensiones que secuestrarla. Había sido tan absurdamente maravilloso
que daría lo que fuera por volver a pasar aquellas penurias y volver a sentir
esa sensación por primera vez.
Pero, a pesar del tiempo que había pasado y de que estaba
perdiendo la vida a cada segundo que pasaba, su corazón palpitaba con la misma
intensidad que aquellos días en los que entrenaba con él en el bosque, con la
misma intensidad que aquella noche en la cueva, que en aquellos extraños sueños
o en aquella cómoda celda en la que pasaron seis meses. No era una metáfora. Su
corazón seguía palpitando, impulsando la sangre hacia el exterior que salía por
la herida causada por el mercenario, manchando aquella importante espada.
Sentía la sangre, fría como el hielo, deslizarse por su
pecho. La sentía gotear desde la barbilla hasta el suelo. ¿Qué pensaría su
padre si viese esa imagen? Pum, pum,
pum, pum. Cada vez salía más sangre de su pecho, cada vez el corazón
palpitaba con más fuerza. Pum, pum,
pum, pum. El sonido retumbaba en sus oídos, un sonido que parecía no
querer apagarse nunca. Cada vez lo hacía más rápido. Pum-pum, pum-pum, pum-pum. Estaba muy cerca de detenerse para
siempre.
El mercenario no dejaba de mirarla. Tenía la boca
entreabierta y los ojos vidriosos. El corazón, por su parte, no dejaba de
palpitar y de extraer sangre. Pasaron minutos y ahí seguía ella, de pie, con la
espada clavada en el pecho y la sangre saliendo a borbotones. ¿Acaso al extraer
la espada ella moriría súbitamente? ¿Esperaba a que dijese unas últimas
palabras de despedida? Intentó hablar, pero cuando lo hizo lo único que salió
de su boca fue más sangre.
Finalmente bajó la cabeza y miró lo que pasaba. Miró al
suelo, miró la espada y se miró el pecho: el lugar en el que estaba la herida.
La sangre era más espesa de lo normal y...No, eso no podía ser sangre. Era un
fluido verde, muy frío, con un sabor extraño a algún tipo de metal. Parecido al
de la sangre, pero más fuerte. No estaba sangrando, ni siquiera estaba
muriéndose. Entonces lo recordó todo. Todo cobró sentido en un instante.
El mercenario, al fin, soltó la empuñadura y retrocedió
asombrado y temeroso, esperanzado y confuso. Allí dejó su espada clavada en la
princesa, que seguía sin intención de desplomarse. Ella tuvo claro lo que tenía
que hacer. Acercó ambas manos a la empuñadura de la espada y la extrajo con
delicadeza de su pecho. El mercenario negó con la cabeza lentamente sin dejar
de mirar la herida. Tras sacarla, colocó el arma frente a ella para poder ver,
gracias al reflejo del acero, su propio pecho. Ahí estaba la herida abierta,
una obertura por la que podía verse el corazón palpitante. Era un corazón
diferente a los que había visto en los libros de ciencias, un corazón verde con
una forma extraña del que salía esa espesa sustancia verde que no podía ser
sangre.
La sustancia parecía solidificarse poco a poco
reconstruyendo la perforación del corazón, que no era orgánico a pesar de que
latía. Parecía un cristal dilatándose con el calor y volviendo a su tamaño al
enfriarse. Pronto dejó de salir ese fluido de su interior, que empezó a
solidificarse también en torno la herida, formando una costra de algo parecido
al vidrio. Volvía a sentirse con fuerzas, de hecho no las había perdido en
ningún momento. Seguía sin sentir dolor, y ante todo se sintió más segura que
en toda su vida. Decenas de imágenes se cruzaron por su cabeza, decenas de
recuerdos a los que nunca le había encontrado su significado. Hacía poco tiempo
lo había sentido, pero no lo sabía a ciencia cierta. Ahora, en cambio, podía
afirmarlo. Era inmortal.
Apartó la mirada del reflejo de la espada y se acercó al
mercenario que, por primera vez en toda su vida, no supo qué decir. Ella en
cambio lo tenía claro.
-El duelo debe continuar, lo siento.
Alzó la espada ante el desarmado mercenario. Que ella fuese
inmortal cambiaba las condiciones del juego, pero no las normas. Habían hecho
un pacto, lucharían hasta el final, hasta que uno de los dos pereciese. Si ella
no era lo suficientemente buena para derrotarle, entonces ese duelo sería
eterno, tal y como siempre quisieron.
Ante la espada alzada el mercenario no hizo nada. No se
esforzó en defenderse, pues lo que había visto había cambiado aquel duelo,
había salido de toda lógica e incluso de lo que el mercenario llamaba realidad.
Si ella le mataba habría cumplido su objetivo y, siendo ella inmortal, podría
cumplir muchos más sin temor a fracasar. Por ello debía hacerlo. Debía seguir
hasta el final, seguir luchando hasta que no pudiese más. Bajó la espada
velozmente y con determinación, el mercenario era el siguiente. Al caer sobre
su contrincante, la espada se detuvo. Debía continuar, pero no así.
Su rival estaba desarmado y shockeado, y ella tenía su arma.
No era justo, así que decidió lanzarla contra el suelo, a los pies del hombre
que en el anterior duelo le había dado también una oportunidad.
-Estamos en paz. Ahora luchemos justamente. Ésta es la
definitiva.
Por un momento el mercenario parecía volver a ser el mismo.
Sonrió, se agachó, recuperó su arma y se colocó en posición defensiva. Lo había
entendido, había entendido que podía hacer lo que el corazón le pedía sin dejar
de luchar por cumplir su objetivo, pues ese duelo estaba ya decidido. Su
duración no era tan clara como lo era su resultado, pero era el momento de
acabar con todo de una vez por todas.
Tras el primer asalto, la primera penetración y un pequeño
descanso, volvieron los besos y las caricias, volvió aquella desenfrenada
escena de amor entre espadas que podía durar todo lo que quedaba de noche. La
noche más fogosa de sus vidas. Y así fue, el intenso duelo se prolongó mientras
la luna se retiraba, cansada, dejando al sol contemplar aquel magnífico
espectáculo que no se volvería a repetir. Jamás.
El convencimiento de la victoria real, no por exceso de
confianza sino por auténtico convencimiento, determina el resultado. Solo tiene
suerte quien cree en la suerte, porque sabe que todo, dentro de unos límites,
es posible. Y si sabes que es posible, sin engañarte a ti mismo ni determinando
límites que sabes son imposibles de sobrepasar, entonces triunfarás. Eso había
aprendido al princesa en aquel puente. Cuando aquellas heridas no le dolieron, cuando
se dio cuenta de que las coincidencias no existían, cuando llegó a creer que no
estaba ya muerta porque no podía morir; solo en ese momento dejó de tener
miedo.
Luchó recordando lo que le habían enseñado sabiendo que
podía vencer, con una seguridad en sus movimientos lógica en alguien que era
inmortal. Por eso mostró esa determinación en el campo de batalla, por eso no
le afectó ver los cuerpos cercenados o los cráneos aplastados. Muchas veces, el
asco y la pena que sentimos ante desgracias humanas como la guerra o las
enfermedades, se confunde con el miedo que sentimos al pensar que nosotros
podemos padecerlas. Al saber la princesa que eso jamás lo sufriría, todo se
hizo mucho más llevadero. Luchó y triunfó solo porque sabía que era imposible
fracasar.
En aquella batalla la habían penetrado con la espada, pero
estaba demasiado concentrada como para darse cuenta en ese momento, siguió
luchando mientras se curaba, sabía que era inmortal, pero no era plenamente
consciente, no era algo real. Hacía unos instantes había comprobado que era tan
real como lo que sentía por aquel hombre que le había enseñado todo lo que
había aprendido fuera de esa torre. Cuando le atravesó el corazón pensó que ese
podría ser su punto débil, que moriría al ser penetrado, pero su corazón era
impenetrable en todos los sentidos. La herida tardó un poco más en curarse por
completo, pero lo había hecho, y fue en ese momento cuando lo comprendió
definitivamente. Vencería.
Las prisas y el exceso de confianza nos pueden llevar tanto
a la derrota como a la victoria, siempre depende de las inseguridades de la
persona. A una persona como la princesa ese exceso de confianza le iba muy
bien, pero luchaba contra el mercenario, que aprovechó cualquier hueco para
atacar. Diez veces más fue alcanzada la princesa, no todas habían sido heridas
mortales, pero si más de cuatro. Seguía luchando bien, pero sin poner cuidado.
A veces se dejaba alcanzar más por complacer al mercenario que por descuido,
pronto llegaría su hora.
Al mercenario le sucedió justamente lo contrario. Toda su
vida se propuso vivir, nunca había pensado en la derrota o en la muerte, jamás
dudó y siempre siguió hacia delante, ganando en su propio juego. Gracias a la
inmortalidad de la princesa pudo continuar hacia delante, siguiendo su camino,
su lucha, sin miedo a acabar con la vida de aquella gran mujer. Ante un muro
puedes golpearte con la cabeza todas las veces que quieras, que tu cabeza será
lo primero en quedar destrozada. Sabía que no podía matarla, que la victoria
era tan lejana como sus días de mendigo. En la vida está bien que quieras
seguir luchando, pero siempre si eres consciente de que no hay posibilidades de
ganar, pues el dolor será menor.
¿Y para qué luchar? Podría decir alguien. Por el orgullo de
luchar incluso cuando sabes que vas a perder. Que un hombre se tire por un
barranco creyendo que puede volar es estúpido, que lo haga porque detesta no
poder volar y prefiere morir sintiendo que puede hacerlo, aun sabiendo que no
lo logrará, es muy diferente. El primero es un loco sin remedio, el segundo un
loco con coherencia. Ella había sentido eso. Tenía alas para volar, o lo que es
lo mismo, piernas para caminar. Pero estaba encerrada en su alta y cómoda
jaula, si alguien no le abriese la puerta jamás podría desplegar las alas. No
obstante intentó escapar. No tenía rumbo, ni un plan, pero saltó de aquella
ventana entre sábanas. Fracasó, en el fondo sabía que lo haría ¿y qué? Hacer
algo la hizo sentirse mejor. Quedarse esperando a que alguien la rescatase era
lo verdaderamente estúpido y desesperante.
Finalmente jamás llegó nadie a rescatarla, pero la
secuestraron. Sabía que no podía escapar, pero siempre supo que algún día
saldría de esa torre, había algo en ella que se lo decía, un convencimiento
férreo. Las cosas llegan, para bien o para mal. Cuando llegan tienes que saber
que van a ponerte a prueba y que podrían no ser como esperabas, tienes que
conocer tus límites y saber hasta dónde puedes llegar. Puede que descubras
límites en ti mismo que jamás imaginaste. Puede que descubras que no tienes
aguante y que la realidad es capaz de devorarte como un gigante devoraría una
montaña o puedes descubrir que puedes llegar más lejos de lo que esperabas.
Ella vislumbró un potencial ilimitado, lo que la abrió el camino de la
victoria.
Hígado, estómago, rodilla, hombro, un pulmón...solo fueron
algunos de los sitios que el mercenario perforó sin resultado. Tenía lo que
quería, a cada herida su orgullo se reponía. Moriría en paz, era lo justo, pero
ya no podían seguir así. Habían pasado otras tres horas más combatiendo, el sol
se alzaba cada vez a más velocidad y sus carceleros no tardarían en comprobar
que habían escapado. No podían tardar mucho más, aunque tampoco eran capaces de
alargar ese emotivo espectáculo más tiempo aunque hubiesen querido. La princesa
estaba cansada, pero su umbral del cansancio había aumentado solo al conocer su
inmortalidad. El del mercenario había disminuido al descubrirlo.
El amor que sentían y el miedo que tenían a acabar con ese
duelo les había dado fuerzas suficientes para luchar durante esas seis horas
sin descanso, algo más explicable en el caso de la princesa por su condición
sobrehumana. En cambio, para el mercenario ya estaba siendo demasiado. Cometió
varios fallos que le costaron algunas heridas menores, errores que precedían a
un gran error. Se apoyó con la espalda en un árbol sin soltar la espada, estaba
exhausto. Si no moría atravesado por la espada de su amigo moriría de
cansancio. Volvió al combate cuando la princesa arremetió de nuevo contra él,
sin intención alguna de darle un respiro. No se había alejado lo suficiente del
árbol que había utilizado como descanso, cuando tuvo que retroceder una
distancia considerable para no ser alcanzado por un ataque que fue incapaz de
bloquear. Le había dado un calambre en el brazo derecho que le impidió mover la
espada.
Al retroceder se golpeó la cabeza contra el árbol quedándose
aturdido. Había sido un error suyo, nada que ver con la ventaja de la princesa.
Estaba hecho un trapo. Alzó la mirada, todavía sin poder mover el brazo,
escudriñando la vista para ver mejor lo que se le avecinaba y dando un pequeño
gemido de rabia. La princesa no le veía el sentido a alargar eso. Tenía que
matarle de una vez, acabar con su secuestrador, con su mentor, su rescatador,
su enemigo...su amor. Pero no le atravesaría el corazón, quería hacer una
última cosa antes de verle morir. Colocó la espada en dirección al mercenario
jadeante, le miró, le guiñó un ojo y le sonrió. Él hizo lo mismo. No se rendía,
por supuesto, simplemente dejó de darse cabezazos contra el muro, la cabeza ya
le sangraba demasiado. Tanto, que casi no podía ver el muro.
El restallido de la carne volvió a sonar en ese bosque esa
madrugada. La espada de la princesa penetró su abdomen intentando no herirle
mortalmente, tendría que morir desangrado. Ella no tardó en extraerle la
espada, resbalando después por la corteza del árbol el mercenario, hasta quedar
sentado sobre la base del tronco por el que quedó un rastro de sangre. La
princesa le miró desde arriba, el mercenario la miró alzando costosamente la
cabeza.
-Igualados...-La sangre resbaló lentamente desde la boca
hasta su barbilla.
-No. Has ganado uno, yo dos.-Le recordó la princesa riendo.
-No...este duelo ha sido uno solo...un... duelo que
simplemente ha parecido.... eterno. Me refería a...-Le sobrevino una tos que
intentó contener-. Tres...y tres.
-¿Seis?-Preguntó la princesa entre la burla y la curiosidad.
-Imbécil...tres y...tres. Igualados. Tres caballeros...yo y
tres...tú.-Jamás había visto su sonrisa entre sangre.
-Aquí no veo a ningún caballero.-Comenzó a mirar a todos
lados de forma exagerada. Había aprendido mucho de su forma de tomarse las
cosas.
-Tienes...razón. Jamás has conocido a un...auténtico
caballero. Ni tampoco a un...unicornio. Pues ninguno...existen. Pero
yo...realicé atrocidades...peores que los caballeros...de tu padre. Has
podido...vengarte.
-Esto no ha sido por venganza.
-Por...orgullo. Dicen que el orgullo es...malo.
-¿Malo? Vaya definición. Además, El orgullo nos ha traído
hasta aquí.
-¿Solo el... orgullo?-Arqueó una ceja temblorosa.
-La desesperación, la confianza, el miedo...-Enumeraba
esperando a que él completase la enumeración.
-El...amor.-No dejaba de mirarla.
-El amor. Aunque suena raro de tu boca.
-Me has...arruinado la...vida, miserable... princesa.-Ni en
las puertas de la muerte dejaba de lado el humor y su ironía.
-Debiste saber a quién secuestrabas antes de aventurarte.
-A una...persona...única. No es fácil encontrar a
una...mujer con la... sangre...verde.
La princesa no pudo evitar reír. La risa se cortó
repentinamente cuando reparó en la continua mirada del mercenario. Ambos se
mantuvieron con el semblante inusualmente serio. La princesa por fin se agachó
y se acercó a él sin dejar de mirarle. Había algo que hacer antes de que
muriese.
-Me voy a... morir y... nunca hemos...foll...
-¡Has estropeado el momento!-Protestó sin poder ocultar una
sonrisa.
-Pero...todavía puedo alcanzar el sueño como...lo hice en la
cueva. Contigo a mí...lado.
No hizo falta que dijera más, se apoyó en el árbol junto a
él, le rodeó con los brazos y apoyó la cabeza en su hombro derecho. Sería la
última vez que sintieran esa paz.
Una vez más el tiempo se difuminó. Puede parecer que es lo
que siempre se dice y que es una metáfora sin sentido, pero realmente perdieron
la noción del tiempo. El mercenario, de hecho, aguantó más de lo normal con esa
herida mientras perdía sangre. Lo que fuese necesario por mantenerse junto a
ella, y ella lo agradecía. Tras ese difuso tiempo que no supieron calcular,
ella apartó la cabeza de su hombro. Se miraron una vez más. El tiempo pasaba
sin ser conscientes de nada. El corazón de la princesa no mostraba secuelas de
la herida, estaba tan palpitante como siempre que le miraba a los ojos. Tenía
una mirada tan profunda incluso muriéndose....
Sin dejar de mirarse se acercaron lentamente. Cuando sus
labios ensangrentados estaban lo suficientemente cerca, ella cerró los ojos.
Jamás se había besado y, muy seguramente, no lo volvería hacer. Si seguía viviendo
no sería para eso. Pero besarle a él antes de que muriese era lo que más
deseaba en ese momento.
Sentía algo extraño en su interior. Escuchó un sonido que ya
había escuchado antes, aunque de una forma un tanto diferente. Sentía ya su
aliento cuando lo siguiente que sintió fue un golpe en la nariz también
reconstruida. Volvió a sangrarla como cuando le dio el codazo, pero esta vez
había sido un cabezazo. El mercenario había cerrado los ojos, pero no para
besarla. Se había desplomado antes de que sus labios pudiesen tocarse, había
llegado el fin sin poder haber sido parte de uno solo por un efímero instante.
Se quedó sentada con la cabeza del mercenario entre sus brazos, con toda la
entereza que pudo. No fue mucha. Era inmortal, pero no de acero. Lloró, lloró
como nunca lo había hecho. No por la intensidad del llanto, pues de rabia en la
torre había llorado mucho más escandalosamente. Fue un llanto controlado,
sereno, pero tremendamente doloroso.
Ese hombre le había penetrado el corazón dos veces, una con
acero y otra...otra no sabía si con palabras, con actos o con una simple
mirada. Pero su corazón, tanto literal como metafóricamente impenetrable, se
mostró vulnerable ante ese hombre que jamás se borraría de sus recuerdos. Un
hombre que yacía junto a ella en aquel bosque en el que prometieron terminar
con un duelo entre los dos al llegar a su destino. Un duelo a muerte con el fin
de cumplir un objetivo. Lo había cumplido, estaba muerto. Su historia terminó
dónde empezó.
Aunque en realidad su historia no empezó allí. Allí no fue
dónde se conocieron. Del mismo modo que la historia no había terminado. Ni
mucho menos.
Varios minutos más tarde pudo oír pasos acelerados y muchos
gritos que pronunciaban lo que siempre había odiado ser. No se movió. Se quedó junto
a él esperando que llegasen, dejando que su historia continuase. Debía
reponerse antes de seguir con su misión. ¿Qué misión? La de dar esperanza al
pueblo, la de hacer algo por cambiar las cosas. Varios hombres con armadura no
tardaron en rodearla. La separaron del mercenario mientras gritaban
desesperados llamando a un sanador, si moría sufrirían la ira de su padre. Él
quería torturarlo y matarlo, si llegaba muerto al castillo serían ellos los que
tendrían que morir para complacer sus deseos de venganza.
Dos guerreros a los que ni siquiera prestó atención, la
ayudaron a levantarse. Se quedó observando al mercenario, que lo metieron en
uno de los carromatos intentando reanimarle. Le habían quitado la armadura y
colocado ungüentos que llevaron para tratar las heridas de la batalla sobre el
corte que le había provocado la princesa en el abdomen. Ya nada podían hacer,
estaba tan muerto como tantos lo estaban desde que le conociese. Tan muerto
como las criadas, como el resto de caballeros de la Guardia Real. Tan muerto
como los granjeros, tan muerto como los otros mercenarios, tan muerto como su
primo, el príncipe; tan muerto como su prima y su tío. Tan muerto como tantos
inocentes y culpables en aquel reino, tan muerto como el propio reino.
El anciano caballero la miró sin mostrar expresión alguna.
Había sido gracias a él que había podido cumplir su doloroso objetivo. La rodeó
con una manta y la ayudo a meterse en el carromato en el que había viajado. La
ataron de nuevo y la reprendieron por escaparse. La hubiesen elogiado por matar
al mercenario si no supusiese un castigo para ellos. Desde donde estaba podía
ver al mercenario tumbado en el otro carromato que se situaba más adelante. No
dejaban de presionarle el pecho intentando reanimarle, algo tan inútil como
tratarle la herida. Por un momento deseó que volviese a respirar para poder
darle aquel beso de despedida justo antes de volverle a matar. Pero, tal y como
decía el mercenario, era el juego de la vida, y a la vida le parecía más
divertido que no pudiesen besarse.
La vida le había concedido la inmortalidad, y tampoco sabía
si eso era un regalo o una maldición. Un favor o una burla. Pero prefería no
quejarse en exceso, ya se había quejado demasiado durante su estancia en la
torre. Se acomodó todo lo que pudo en el carromato y esperó a que reanudasen la
marcha hacia la ciudad impenetrable, pronto habría cosas que hacer. Cerró los
ojos esperando dormirse, pero hubo unas palabras que no la dejaron siquiera
intentar coger el sueño. Un grito que lo cambió todo, otra vez.
-¡Respira! ¡Está vivo!-No podía ser-¡Vivo!
-¡Diablos! ¿¡Has podido reanimarlo!?
-Dejó de salir sangre y la herida no parece haberse
infectado, el corazón late con normalidad y la respiración se mantiene estable.
Eso si que tenía que ser una broma. Estaba muerto, tan
muerto como...La vida le había dado una tregua, le había concedido su deseo.
Pero ¿acaso nunca iba a terminarse esa historia? ¿No podrían jamás cumplir su
objetivo? Primero ella y luego...
Lo intentó, pero no pudo estar junto a él. No la dejaron
moverse del carromato y aunque gritase no le oiría, pues dormía profundamente.
Lo poco que quedaba de viaje lo pasó intentando encontrarle un sentido a eso,
algo que parecía ya imposible. Nada tenía sentido ya.
Cruzaron la llanura con la imponente ciudad esperándoles, el
último lugar que deseaba ver. Su cautiverio, el castigo del mercenario, la
victoria...el rey tenía todo lo que deseaba, la vida había sido especialmente
indulgente con aquel miserable hombre.
Atravesaron la entrada principal recibidos por cuatro
soldados que saludaron formalmente. Pareció zambullirse en el agua cuando entró
en la ciudad, la misma sensación que tuvo cuando salió montada en aquel caballo
como un saco de patatas, envuelta en una manta ensangrentada. Nadie les
esperaba con aplausos y vítores más allá de la defensa. Al ver llegar al
ejercito la gente salió de sus casas, se levantó del suelo e incluso los
borrachos parecieron recuperar la compostura. El silencio era roto solo por el
sonido de las armaduras y de los cascos de los caballos golpeando la tierra. No
tardaron en llegar a la parte alta de la ciudad, adoquinada y perfumada. Su
carromato era el más observado de todos, algunos la señalaban, otros la
saludaban e incluso algún descarado la lanzaba besos.
El rey salió escoltado por cuatro hombres de su castillo.
¿De dónde habían salido tantos guerreros y caballeros? Los destellos verdes de
su morada deslumbraban a los hombres que componían aquel ejército expectante
por unas palabras de su majestad. La princesa no sabía como su padre se iba a
dirigir a ella.
-¡Bien hallados seáis! Mi glorioso ejército vuelve
victorioso de la batalla. Mis agradecimientos os llegarán a base de protección,
dinero, propiedades, mujeres y todo lo que me pidáis. Pero antes de obsequiaros
a todos vosotros quiero recibir mis obsequios por vuestra parte.-Su semblante
forzosamente amable desapareció-.Y no quiero que falte ni uno solo.
El caballero canoso se adelanto, colocándose al pie de la
escalera que se dirigía hacia la entrada del castillo.
-Majestad. Todos y cada uno de vuestros obsequios han
llegado a la ciudad. Esperamos que su estado sea de vuestro agrado.
-Bien...Eso espero.-El rey bajó las escaleras con su
escolta, se colocó en lo alto de la meseta que componía la parte alta de la
ciudad y se dirigió al pueblo sin preguntar siquiera por su hija. Era un
obsequio más-.Gentes de mi deslumbrante y perfecta ciudad, sepáis que hemos
ganado la guerra, que nada ya hay que temer y que hoy los dioses nos iluminan
con regalos celestiales.-Para ser un hombre tan débil su voz parecía retumbar
por todos los rincones de la ciudad.
El anciano caballero arrastró los cadáveres carcomidos por
los insectos durante el viaje hacia el rey. Su padre fue el único que no arrugó
la nariz ni mostró asco hacia esa imagen. Todo lo contrario, río ampliamente.
Antes de dirigirse de nuevo hacia el pueblo se acercó al
cadáver de su hermano. Se agachó dirigiéndose hacia su rostro embotado y le
miró a los ojos todavía abiertos.
-Te dije que los dioses estaban de mi parte hermano. Ese
trono me pertenecía más que por derecho. Me pertenecía por mi condición divina.
No debiste enfadar a tu dios.-Le dio un beso en una mejilla-.Te perdono. Los
dioses deben demostrar su poder castigando, tu rebeldía fue necesaria para
demostrar mi poder, servirás de ejemplo. Eres mi otra mitad, la mitad débil,
ahora solo queda la fuerza. Gracias hermano, mi victoria afianza mi
supremacía...Gracias.
Se levantó, le pisó la cabeza con sorprendente delicadeza y
se volvió a dirigir al pueblo.
-¡Gentes de mi impenetrable ciudad! Aquí tenéis la muestra
de mi poder. ¡Nadie puede retarme! Durante años os he ofrecido protección,
ahora yo os ofrezco su cadáver. Cada mañana y cada noche tendréis que acercaros
a mi castillo, en la entrada colgaré su cuerpo. Os inclinaréis ante él,
rezaréis por su alma y recordaréis que vuestro dios hizo esto. Ese cadáver era
la parte mortal de vuestro rey, ahora solo queda un dios sobre el trono.
¡Inclinaos ante él!
La locura le había estrangulado con más fuerza que el
príncipe a su padre. Nadie le retó, nadie dudó en inclinarse. Todos: pobres,
ricos, soldados, clérigos, borrachos, retrasados, mujeres, niños y ancianos.
Todos se inclinaron ante un loco que decía ser un dios. Ante un loco que ni
siquiera era un auténtico rey.
Sin dejar de pisar la cabeza del cadáver de su hermano
solicitó el siguiente obsequio que los otros dioses le daban para recibir su
divinidad. Llevaron al príncipe.
-Le acogí como un hijo, le ofrecí la protección que solo os
ofrezco a vosotros, pero era el hijo de mi parte mortal. Tampoco merecía vivir
en este paraíso. Quiero que su cadáver cuelgue sobre el patio de armas. Que los
nuevos caballeros de mi Guardia Real recuerden cada día que el sucesor de mi
parte mortal también fue un gran guerrero y que incluso a él le derroté.
¡Siguiente obsequio!
Arrastraron a la hermana del príncipe, la auténtica heredera
al trono.
-Una falsa princesa que no pudo proteger al reino como haría
una auténtica princesa que desciende de un dios. Una falsa princesa que tendrá
sus aposentos y que contará con los servicios de su tío. Seguirá haciendo todo
lo que una falsa princesa puede hacer. Una falsa princesa puede fracasar, igual
que luchar y follar con quien quiera. Démosle ese último placer. Cualquier
miembro de la corte podrá pasarse por sus aposentos y follársela-.Fue la única
frase que recibieron con elogios.
Lo siguiente que recibió su padre fue al mercenario, que ya
había despertado, aunque se movía con cierta torpeza.
-¡Oh! Aquí está. ¡Recibid al hombre que hizo esto posible!
¡El hombre que secuestrando a mi hija abrió la guerra! ¡El hombre que
desestabilizó el reino poniéndoos en peligro a todos! Un hombre que viviendo al
margen de todo decidió robarme lo que era mío y que puso en bandeja de plata mi
parte divina a mi parte mortal. Gracias a eso por fin ambas partes se
enfrentaron. Pero él ya ha jugado su papel en esta ascenso a los cielos, no hay
lugar aquí para alguien que ha intentado convertir el paraíso en infierno. Será
castigado y torturado por poner a prueba mi poder, le haré descender yo mismo a
los infiernos mientras siga con vida. Y después, ante todos vosotros, le
llevaré a juicio con mis hermanos los dioses. Ellos decidirán qué harán con su
alma cuando yo le eliminé. Y lo haré mañana, en la plaza del pueblo,
permitiendo que veáis de primera mano cómo un dios castiga pronunciando solo
unas palabras.-Con un movimiento de la mano hizo que se lo llevasen.
Si el rey no le golpeó allí mismo fue porque un puñetazo no
le hubiese movido del sitio y un bofetón hubiese sido como si una mujer de
tantas a las que habría enfadado aquel hombre le hubiese golpeado. Y él era un
dios, se recrearía torturándole y ejecutándole al día siguiente. Y si el
mercenario no sacó a pasear sus afiladas palabras fue porque estaba demasiado
preocupado buscando el momento de reunirse con ella. No podía jugársela a que
le matasen antes de tiempo ahora que la vida les había dado una oportunidad de
despedirse como deseaban
Había llegado el momento de dar la cara ante su padre y ante
el pueblo.
-Y ahora, queridos amigos, el obsequio que más me agrada
presentaros. El único obsequio de los que han pasado ante vuestros ojos con
sangre divina. Os presento a mi hija, la auténtica princesa del reino, mi
heredera, vuestra protectora. Inclinaos ante ella.
La desataron y la ayudaron a acercarse a su padre. Si
intentaba algo no tardarían en impedirlo uno de tantos hombres que se
encontraban junto a su padre, por eso no mostraba temor alguno.
-Luz de mi vida, venid y dadme un beso. No quiero pensar lo
mal que lo habéis pasado. Recé todas las noches por vos y porque vuestra
inocencia se mantuviese intacta.-No lo dudaba-.Tenéis vuestros cómodos
aposentos preparados para vuestra estancia-.Su sonrisa era vomitiva.
Intentó evitarlo, pero la forzó a darle un beso en la
mejilla. Después él le dio otro que fue acompañado con unas palabras camufladas
en susurros.
-Bienvenida a casa, hija. Tu jueguecito ha terminado.-En
esos meses su padre se había vuelto más despreciable si cabía.
El rey de nuevo se alzó ante su, hasta ese momento
repudiado, pueblo.
-Gentes de mi ciudad, hemos pasado página, he vencido, he
ascendido, me he transformado. A partir de mañana a las doce del mediodía, tras
la ejecución del último mortal que me ha retado, comienza una nueva era.
La torre estaba como siempre, pero ella ya no estaba sola,
tenía sus recuerdos. Todo eso que había vivido ahora le trasmitía una
tranquilidad que nunca había experimentado en su prisión. El príncipe se lo
había comentado cuando viajaban hacia la ciudad volcánica. Cada herradura era
uno de los que había entrado en mi vida. Golpeaban de forma ordenada, volviendo
de nuevo al origen, al mercenario y a su padre. Volviendo donde todo había
empezado, con todo a su alrededor desmoronado y esperando a que lo último que
le quedaba fuese exterminado. Todo acabaría destruido, todo menos ella, pues
era inmortal. Cuando a las doce del mediodía del día siguiente llegase la nueva
era, ella sería la diosa que haría realmente justicia. Nadie podría impedir que
acabase con su padre, nadie podría evitar que pusiese orden. Una nueva era
llegaría, sí, pero dirigida por ella. El reino tendría la paz que se merecía,
ella se encargaría de todo. Por eso ya no sufría, sabía que no había cadenas
que la detuviesen, ni encierros que la enloquecerían. Porque cuando no pueden
apresar nuestra mente no pueden apresarnos a nosotros. Y su mente ahora miraba
al futuro, al cielo. Los dioses la habían dado una oportunidad para ajusticiar
al juez que se creía dios.
Recibió con educación a las criadas que la lavaron sin que
se opusiese. Criadas a las que ni detestaba ni amaba, criadas a las que no
vería morir. Criadas que no tardarían en ser libres. También recibió a los
nuevos caballeros de la Guardia Real uno a uno. Todos eran perros deshonrosos,
pero no la importaba. Mostraban todo el respeto que unos animales adiestrados
pueden mostrar. Vio como la miraban algunos, si tuviesen oportunidad la
montarían incluso a sabiendas de que su
padre les mataría. Parecían peores que los que la habían custodiado en el
pasado. También recibirían su justicia.
Ya tenía un objetivo más trascendente que el de la venganza
y menos desesperante que el de quedarse en su torre para mantener el
equilibrio. Por fin podría moverse para salvar al pueblo. Cuando lo hiciese,
cuando se asegurase de mantener la estabilidad en el reino y lo convirtiese en
un lugar próspero, podría viajar a otros reinos, conocer otras culturas,
ofrecer su inmortalidad como protección y salvación a quien lo necesitase.
Su inmortalidad...parecía algo tan normal en ese momento. No
solo no podía morir, tampoco podía sentir dolor, al menos dolor físico. Los
azotes que su padre ordenaba que la diesen de pequeña sus caballeros, la caída
de la torre que solo consiguió que un guardia se dislocase el hombro al
cogerla, el bofetón del desorejado, la caída del caballo, las magulladuras al
entrenar, las heridas en las palmas de las manos al agarrar las espadas que la
salvaron de caer... aunque, claro, incluso cayendo desde tanta altura hubiese
sobrevivido. El golpe contra el dique en el río tampoco lo sintió. Cuando
despertó debía estar muerta, lo sabía, era la única explicación. Tampoco se
constipó en la época de lluvias, ni sufrió la fiebre del mercenario. En la
granja también había muerto, era la segunda vez que debía haber muerto. Aquel
caballero la había golpeado hasta destrozarla la cara que se reconstruyó
mientras estaba inconsciente.
Parecía que las primeras veces que murió sí perdió el
conocimiento manteniéndose en el umbral de la muerte. La tercera vez fue en la
batalla, alguien la había atravesado sin poder detenerla. Según su organismo se
acostumbraba era capaz de mantenerse consciente, ya ni siquiera caía al suelo.
También recordaba haber sangrado como las personas normales cuando le dieron aquella
paliza o cuando se rajó las manos. Suponía que solo cuando la atravesaban el
corazón salía aquel fluido verde. ¿Qué era aquel fluido? ¿Por qué era inmortal?
¿Lo pondría en aquel libro? Algún día, cuando viajase por los reinos, buscaría
respuestas.
A las nueve de la noche la puerta de su prisión se
abrió, no para recibir a una criada o a
un caballero, sino para recibir a su padre. El rey. Entró escoltado por varios
de sus hombres con una estúpida y repugnante sonrisa, inclinó la cabeza en un
intentó cortés y absurdo de acercarse a su hija y se sentó al pie de la cama.
-Por favor, hija mía, sentaos a mi lado.-La princesa se
mantuvo de pie sin mirar a su padre-.Tan testaruda como siempre...mira, solo
vengo a decirte que no sé qué has vivido, que has sufrido, qué has visto o
escuchado, pero que todo vuelve a la normalidad. Estás aquí conmigo, a salvo, y
aquí seguirás hasta el fin de mis días. Después, lo que hagas con el reino ya
es cosa tuya. Yo ya he vencido, cariño. Me tenías tan preocupado.
Se levantó para acercarse a su hija, ella lo sintió y se
giró. Le miró con una serenidad que asustaba. La última vez que habían estado
allí la había retado a sucidarse fingiendo que no le importaba, después ella le
clavó un cuchillo. Su padre no tardó en recordar la escena en voz alta y
enseñarle la cicatriz en el hombro. Entonces también comprendió porqué había
dejado que se suicidase, él sabía que era inmortal. Se arriesgó a que ella lo
descubriese porque en el fondo sabía que si la retaba y mostraba indiferencia
se enfurecería y no lo haría. Al fin y al cabo era una chiquilla que temía a la
muerte y hacía eso solo para enfrentarse a su padre.
-¿Qué más cosas sabes?-Su tono de voz era monótono, suave,
frío.
-¿Más cosas sobre qué, hija mía?-El rey no quería parecer
intranquilo.
Ella no quería que su padre supiese que conocía la verdad
sobre su inmortalidad, pues podría tomar medias más radicales. La única medida
que tomaría un cobarde. Huir.
-Sabes que soy importante para tu ciudad. Por eso querías
recuperarme, por eso te consideras un dios. Tu ciudad es impenetrable por algo.
Tal vez la respuesta sobre ese asunto se conectaba con la
respuesta que buscaba sobre su inmortalidad, de hecho no había otra opción.
Tanto la ciudad como su corazón eran impenetrables por el mismo motivo.
-Que tontería. Sabes que eres importante para mí. Mira el
peligro que has pasado por no estar bien protegida. Solo quiero lo mejor para
ti. Y no me considero un dios, cariño. Soy un dios. Recuérdalo.
-Los dioses no temen nada.-Ni un atisbo de ira o provocación
en su voz.
-Y como no temo nada mis enemigos han sido derrotados.-Al
rey cada vez le costaba más sonreír.
-Siempre temiste que conociese la verdad. Dependes de mí
para ejercer tu poder de dios.-Al rey le cambió la cara. Borró la sonrisa
despacio y se acercó a su hija.
-Es innegable que no eres la misma de antes, por eso es
inútil que me dirija a ti como lo hacía antaño. Si no fuese por mí tú no
estarías aquí, mi poder te mantiene con vida y tu poder mantiene este escudo.
¿Qué vas a hacer? ¿Suicidarte? No tienes valor, ya lo demostraste. Además, me
han informado de lo que han encontrado por el camino. Has visto a gente morir,
has visto cómo han sufrido por la guerra y cómo sufrirán si yo no estoy. Has
matado a tus enemigos y luchado por el reino, si intentas algo todo se
desmoronará y lo que hemos conseguido habrá sido para nada. Ya no eres una
cría, demuestra que lo de “malcriada” no hace honor a tu nombre. Por una vez
piensa y actúa con dos dedos de frente. No estamos en un cuento.
-Ni en una leyenda de dioses. Tarde o temprano morirás como
todos los mortales.
-No sin antes llevarme a todos los que me retaron por
delante. Y después llegará tu momento, se paciente querida.
-Cuando lo hagas todos hablarán ya sin miedo. Hablarán sobre
el falso rey que los gobernó y el falso dios que los castigó.
-Todos me consideran su rey y su dios, siento defraudarte.
-Yo sé la verdad. Antes de morir tendrás que cortarme la
lengua para que no manche tu nombre.-Lo decía sabiendo que su lengua se
reconstruiría y que su padre lo sabía, por lo que intentaba no mostrarse
frustrado durante la conversación. Mejor, debía seguir creyendo que su hija
ignoraba su inmortalidad-. Tú no eras el heredero legítimo ni tienes realmente
ese poder del que presumes.
-Yo no, pero alguien me concedió la oportunidad de
conseguirlo. Han visto maravillas nunca vistas: una ciudad impenetrable, un rey
invicto y poderoso...da igual las infamias que propagues sobre mí, no se
sostendrán.-Hablaban lo suficientemente bajo para que la escolta no escuchase,
a la princesa tampoco la interesaba poner en ese momento a su padre contra las
cuerdas.
-Ya veremos.-Se mantuvieron la mirada durante varios
segundos
-Ahora descansa. Va a ser una noche dura, apenas podremos
descansar y mañana será un día importante. Mataremos a ese hombre que tanto
daño ha hecho al reino y al que, por lo que me han contado, también odias. Por
el camino lo intentaste matar. En el fondo se nota que eres hija mía.
Tras mostrar esa asquerosa sonrisa de nuevo, abandonó la
habitación.
Ya entendía porqué decía que esa noche no podrían descansar.
Los gritos de dolor recorrían todo el castillo, era insoportable. No quería
pensar lo que le estaban haciendo, qué tipo de herramientas estaban utilizando
para torturarlo. Su padre estaría observando, incluso se tomaría la molestia de
destrozarle él mismo alguna parte de su cuerpo. Todo el odio que sentía hacia
su hermano, sus sobrinos y todos los que le habían traicionado estaba
sufriéndolo el mercenario en sus carnes. Pero seguro que se aseguraba de que al
día siguiente estuviese reconocible para su ejecución pública. Podría haberse
colocado la almohada sobre la cabeza para no escuchar, pero decidió qué era lo
que debía hacer. Escuchar, aguantar, acumular más odio contra su padre para devolvérselo
todo algún día. Ella tenía el poder, no él. No sabía el error que estaba
cometiendo. Los gritos cada vez era más atroces, no dudaba que se oirían más
allá de las paredes del castillo. El castigo de un falso dios atronaba a la
pobre gente de esa ciudad impenetrable, todos le temían tras lo que habían
visto y escuchado. Seguían sin respetarle, pero seguro que nadie se atrevía ya
a mostrar su desaprobación en público. Había instaurado un reinado de terror
más tóxico que durante el periodo de conflicto.
Cuando cerró los ojos, los gritos no se apagaron. Deseaba
dormir, empezar un nuevo día, comenzar una nueva era, empezar a vivir, a
conocer y a descubrir el mundo. Pero otra parte de su ser no quería que llegase
el día en el que viese morir al mercenario a manos de su padre. Sabía que no
había oportunidad de despedirse de él como deseaba antes de que dejase de
respirar. La oportunidad que la vida les había dado había sido en vano. Podía
escapar de cualquier forma de la torre, ir hacia dónde estaban torturándole,
matar a los que estaban con él y despedirse como deseaba, pues ya nada podría
detenerla. Pero su padre comprendería que conocía su inmortalidad y escaparía,
la historia continuaría sin cerrarse y la nueva era jamás llegaría. Debía
luchar contra sus deseos tal y como había hecho durante tantos años el
mercenario. No dejarse llevar por el individualismo y actuar en pos del
bienestar del pueblo.
Y así se durmió, pensando en el bienestar, en el equilibrio,
en la tranquilidad, la felicidad y la paz que algún día llegarían de su mano a
cada rincón. Una paz que estaría cerca de alcanzar tras ese último sueño en
aquella torre.
Intensos rayos de sol la acariciaron acompañados de un
sonido que marcaba, no el principio del fin, sino el final de aquel principio.
Campanadas que comenzaron a resonar en su cabeza. Al abrir los ojos recordó que
volvía a estar allí, en aquella torre, presa de aquel desquiciante cautiverio;
la primera campanada sonó: ¡Tolón! Inmersa en aquella destructora protección;
que precedió a la segunda: ¡Tolón! Tratada de nuevo como una calamitosa
mercancía; que dejó lugar a la tercera: ¡Tolón! Tan cerca y tan lejos de aquel
honorable mercenario; tras la que llegó la cuarta: ¡Tolón! Manteniendo en su
interior una calcinada esperanza; ahí estaba la quinta ¡Tolón! Sin poder borrar
esos ardientes recuerdos; la sexta parecía ser la última ¡Tolón! A aquel
misterioso contratista; la séptima sonó con más fuerza ¡Tolón! A aquel que
decía ser un glorioso guerrero; y ahí estaba la octava: ¡Tolón! Al que no era
más que un deshonroso caballero; y una novena ¡Tolón! Sin poder evitar dejarse
llevar por el protervo amor; la décima señalaba el final cercano ¡Tolón! Sin
haber cerrado definitivamente aquel eterno duelo; con la undécima parecía que
ese sonido nunca iba a acabar: ¡Tolón! Sabiendo que jamás se detendría su
impenetrable corazón; La duodécima sonó...la última: ¡Tolón!
Tras las campanadas solo quedó el eco de su sonido...el
final había llegado.
Dos caballeros fueron a buscarla a sus aposentos tras haber
sido atendida y arreglada por las criadas. Salió con un delicado vestido de
seda blanca que ondeaba sobre las alfombras verdes de los pasillos junto a su
largo pelo castaño. La saludaron con exagerada educación y falsa admiración, la
adularon y se inclinaron sin poder acercarse a ella. Fue peor cuando salió del
castillo. La gente, que se agolpaba para recibirla, abrió un pasillo por el que
pasaría observada por todos hasta que llegase a la plaza donde esperaba su
padre. En otros tiempos hubiesen susurrado “puta”, “malcriada” y cosas por el
estilo. Incluso algún estúpido lo habría gritado. Pero todo eso había
cambiado, no se insultaba a la hija de un dios.
El camino parecía interminable. Mantuvo la cabeza alta sin
mostrar un atisbo de debilidad, sin miedo por lo que iba a contemplar, sin
dudas por lo que, tras la ejecución, iba a hacer. Era inmortal, era inmortal,
era inmortal, inmortal, inmortal, inmortal...no la podrían hacer daño, nada
podría salir mal. La caminata fue tortuosamente silenciosa a pesar de la gran
cantidad de gente que se encontraba allí. Todos parecían tener miedo a hablar y
escoger mal sus palabras, pocos entendían lo que realmente estaba pasando, ni
siquiera ella lo entendía tan bien como le gustaría.
Por fin llegó a la plaza. Lo primero que vio fue la horca
sobre la que se arremolinaba la gente, nadie había todavía sobre el patíbulo de
madera. La hicieron caminar varios pasos hasta quedar situada frente a la
plataforma de ejecución. Los dos caballeros se mantuvieron a su lado. Pudo ver
a su padre a unos pasos de ella sonriendo con malicia. Comenzó a ponerse
nerviosa cuando le oyó hablar.
-Ayer os dije que hoy a partir de las doce comenzaría una
nueva era-ya era casi la una-. Los restos de la guerra todavía se mantienen tras esta defensa absoluta,
el mercenario que ofreció a mi hija como un trozo de carne al enemigo será
ejecutado aquí y ahora. Tras su ejecución seremos libres. ¡Seremos invencibles!
Recordad, gentes de mi glorioso reino, nadie que me contradiga sale impune.
¡Que pase el sentenciado!
El estómago se le hizo un nudo.
De entre la marabunta de gente salieron dos caballeros
acompañando a un hombre que arrastraba los pies. Iba con el torso desnudo lleno
de heridas no muy profundas, pero sin tratar. Llevaba unos pantalones rotos y manchados con sangre seca, el pelo le caía sobre los ojos sombríos y las manos con
varios dedos amputados las llevaba atadas. Nadie comentó su aspecto, ni
siquiera murmuraban, solo observaban expectantes. El rey tampoco se dirigió a
él, solo esperaba con esa despreciable sonrisa. Los caballeros le acercaron a
la horca y le hicieron subir las escaleras. No la había visto al pasar.
Comenzó a subir los escalones lentamente: primero uno, luego
otro, luego el siguiente. Eran pocos, pero su lento ascenso hizo parecer que estaba
ante la escalera que llevaba a lo alto de su torre. Un ascenso pausado y
solemne que precedía a un cambio de era. Por fin llegó al cadalso. Los
caballeros continuaron guiándole por el tablado hasta situarle junto al
verdugo. Bajaron situándose en la parte delantera del patíbulo, donde no había
escaleras. Dos guardias se colocaron frente a las escaleras laterales.
El mercenario estaba situado frente a parte de la ciudad,
dándole la espalda a otra gran parte. Mantenía la cabeza agachada, mirando la
madera que dentro de poco dejaría de pisar. Nunca le había visto así.
El verdugo le colocó
bruscamente la soga sobre el cuello, solo en ese momento alzó la mirada. No la
buscó, ni miró al cielo, a la gente o al vacío; La miró directamente a ella sin
necesidad de buscarla. Fue extraño, pero el nudo del estómago se desató al
tiempo que el corazón le daba un vuelco.
La última vez que se mirarían, y esa vez nada podía
evitar que fuese la última. Durante meses habían esquivado a la muerte, jugado con la vida,
manipulado una historia que debió cerrarse de forma repentina y trágica en
aquel río, una historia que cada vez se parecía más a una novela. Pero todas
las novelas tienen su fin y el de esa ya había llegado. No era un final feliz
como el de los cuentos ni amargo como el de las novelas trágicas. Tampoco era
un final heroico como el de las novelas de caballerías o ridículo como el de
las comedías. Se trataba de un final agridulce como solo sucede en la vida
real. Un final sin florituras, ya habían tenido demasiadas; sin besos, jamás
pudieron tener uno; y sin palabras conciliadoras, pues no había nada de
conciliador. Lo único que la tranquilizaba es que una vez superado aquel duro
trago ella comenzaría a actuar, pero esa era otra historia.
Sonrió. Sonrió por última vez. Muchas veces durante esa
historia que habían vivido había pensado que sonreía por última vez. Pero esa
vez lo sabía, sabía que jamás volvería nadie a verle torcer la boca de esa manera. Resultaba tan
tranquilizador verle sonreír incluso con la soga rodeándole el cuello. Tras la sonrisa, y mientras
el verdugo se acercaba a la palanca, él le guiñó un ojo. Los que lo vieron
parecían desconcertados. Ella se mantuvo con la cabeza alzada, devolviéndole la
sonrisa, fingiendo tranquilidad e imitando el guiño.
Llegó el momento. La mano enguantada en cuero del verdugo
agarró con firmeza la palanca de madera y tiró de ella con fuerza. La trampilla
se abrió de un golpe, la cuerda se tensó, el cuello crujió y su respiración se
cortó. Una única campanada sonó. El crujido fue suave y con él no le llegó la muerte. La soga empezó a ejercer
presión, la cara se le empezó a poner morada y las piernas empezaron a agitarse
con violencia, como si el mercenario bailase una grotesca danza, nada que ver
con el delicado vals que la había enseñado.
La soga apretaba, el mercenario gemía, sus piernas se
movían, el pueblo comenzaba a gritar, el rey se reía, los niños lloraban, y
ella...ella solo esperaba. Un último sonido acalló todos los sonidos
anteriores, un crujido que dejó a todos en silencio. No había sido su cuello lo
que había crujido dos veces, sino la soga, que acabó rompiéndose tirando al mercenario
hacia la trampilla, bajo el cadalso. Esta vez la respiración de todo la ciudad
se cortó, incluso la del rey parecía haberlo hecho. El instante que le siguió
fue extraño, difícil de narrar con tan solo palabras. No hubo que pensar, ni
fue complicado de llevar a cabo, simplemente ocurrió. Princesa y mercenario volvieron a
mirarse, ambos echaron a correr. El mercenario salió de debajo del cadalso
robándole las espadas a los dos caballeros sin darles tiempo de reacción y matándoles
con una velocidad impresionante. La princesa hizo exactamente lo mismo con los
caballeros que la custodiaban, les robó las espadas y les mató con asombrosa
facilidad. Después ambos soltaron las espadas y continuaron corriendo,
dirigiéndose el uno hacia el otro.
El rey palideció, la gente se sobrecogió y la guardia se
movió. Los gritos de su padre se impusieron ante los gritos de asombro.
-¡Matadle! ¡No dejéis que se acerque a ella!
¡¡¡¡¡Matadleeeee!!!!
La princesa y mercenario continuaron corriendo para
encontrarse, para hacer lo que siempre habían deseado, para concluir esa
historia como se merecía.
-¡¡Arqueroooooos!!
Estaban a punto de abrazarse cuando varias flechas se
clavaron sobre la espalda del mercenario provocando que se derrumbase. Antes de
que cayese al suelo la princesa pudo cogerle. Lo levantó con firmeza, se
miraron y el mercenario sonrió, demostrando a la princesa que se había
equivocado, no había sido aquella su última sonrisa. Esa sonrisa era tan eterna como su duelo, que nunca finalizó
definitivamente; como su amor, que se mantendría encendido aún con ellos
muertos.
-¡No dejéis que...!
Tras la sonrisa se besaron.
-¡¡¡¡¡Nooooo!!!!!
Fue un beso intenso, largo, suave, dulce. Ella nunca se
había besado con nadie y ese beso había sido lo que más había buscado desde
que sabía que tenía que matarle. Había cumplido su objetivo y había podido
besarle. La vida le había dado esa oportunidad.
Tenía los ojos cerrados, no oía los gritos de su desesperado
padre, ni de los guardias que se acercaban a ellos, ni del pueblo asombrado. Solo existía ese beso, solo existía él. Cuando creía que nadie podría
arrebatarle ese beso, cuando creía que era un sueño del que jamás despertaría,
escuchó un sonido. Un sonido que había oído ya más de una vez y que ahora sonaba con
una intensidad bestial. Parecían millones de pequeños cristales que recorrían
su organismo. Sintió un cosquilleo por todo el cuerpo que la hizo sentir
dichosa, era casi tan placentero como sentir los labios de aquel mercenario
junto a los suyos. Entonces abrió los ojos y lo vio.
Vio a su padre arrodillado en el suelo con las manos sobre
la cara, una sombra que se cernía sobre ellos y una luz que salía de su
interior. Un espeso y frío líquido verde era expulsado de su pecho sin heridas,
cubriéndoles poco a poco el cuerpo tanto a ella como al mercenario. Sin poder
despegarse de sus labios miró al cielo, se había resquebrajado.
La ciudad parecía temblar, y no era una metáfora por lo que
sentía ella tras el beso. La ciudad estaba temblando. El sonido de un cristal
resquebrajándose poco a poco retumbaba sobre ellos mientras el sonido de millones
de cristalitos solidificándose retumbaba solo en sus oídos. Mientras el espeso
fluido verde ascendía hacia la caras unidas de la princesa y el mercenario, una
cúpula verde que apareció en torno a la ciudad llena de fisuras se rompía en
mil pedazos. Fue un estallido ensordecedor que provocó el temor de todos los
allí presentes. Con la onda expansiva millones de pequeños cristales verdes como los que recorrían su organismo antes de convertirse en esa sustancia espesa, cubrieron con violencia la ciudad entera. Todos los ciudadanos fueron
destrozados por aquellos cristales, todos los caballeros y hasta su rey, que se
mantenía arrodillado con los ojos abiertos como platos, cubierto de sangre y
cristal.
El verde se fundió con el rojo, la gente se desplomó sin
tiempo siquiera para sufrir, la torre que había sido su prisión durante veinte
años y durante esos últimos días se derrumbó tal y como lo hizo su padre sobre
un charco de sangre. La ciudad enmudeció. Ellos no recibieron aquel castigo,
pues el espeso líquido les cubrió por completo mientras se miraban fundidos en
aquel beso. Después se solidificó por completo creando una capa cristalina
sobre ellos. Dos estatuas de jade reinaban aquel espectáculo dantesco en
aquella ciudad que dejó de ser impenetrable en el momento en el que se besaron.
Solo un beso podía romper aquel encantamiento, solo un beso podía hacer que la
princesa desapareciese del mundo, un beso que debía ser sincero y
correspondido, un beso que acabaría con todo.
Resultaba irónico. Tanto la princesa y el mercenario
detestaban los cuentos que terminaban con un beso y así era como su historia
había terminado. Pues la inmortalidad de la princesa se conectó con el
mercenario, que sin ser inmortal podía mantener un mayor aguante hacia la
muerte, escapándose de ella si tenía la suficiente suerte. Así sucedió. Ambos
escaparon innumerables veces de la muerte, pudiendo despedirse del mundo solamente con aquel beso, un
beso que les convertió en definitivamente inmortales.
Dos estatuas de jade que se conservarían como una sola,
unidas por aquel eterno beso que se mantendría durante eones en la plaza de
aquella ciudad como prueba de ese amor. Una estatua que nadie podría destruir.
Una estatua que representa una historia de amor que se cierra como un cuento y que nadie en ese y otros
reinos olvidaría jamás. Una estatua de jade que una mujer observaba entre las
ruinas de la torre destruida. Una mujer con un vestido verde y un corazón en la
mano.
-Humanos desgraciados. Les das la inmortalidad y la
desaprovechan por amor. Pequeña...has tenido lo que yo jamás pude. Inmortalidad
y amor, conseguiste sobreponerte a la maldición.-La mujer caminaba descalza
entre los cristales y la sangre-. Yo solo quería sentir el amor, un sentimiento
patéticamente humano que siempre he querido experimentar para comprender por qué os hace tan estúpidos. Solo engañando a tu padre
pude estar cerca de conseguirlo. Ahora que mi corazón entregado a tu padre y
situado en tu interior se ha detenido, puedo ponerme el tuyo. La parte humana
te permitió amar a pesar de llevar mi corazón. Yo lo sabía, igual que sabía que si
le entregaba el reino a tu padre poco tardaría en perderlo, solo tenía que
vigilarte para que no te enamoraras y rompieras la maldición con un beso, pero fracasó. Creyó
que una diosa le bendijo, pero solo soy un demonio que le maldije.
Atravesó su pecho con la mano y se introdujo el corazón
palpitante de la princesa que durante veinte años había custodiado esa mujer.
Al hacerlo cerró los ojos y sonrió de placer.
-Ahora soy mortal, pero podré saber lo que es amar. Además,
con mi poder no necesito la inmortalidad, nadie puede derrotarme-Se acercó a la
estatua de jade y la acarició-.Entrañable historia princesita, pero has
condenado a tu pueblo. Pues no solo vine por un corazón. Para amar necesito un
lugar en el que hacerlo. Con lo fácil que resulta manipular y engañar a los
humanos no tardaremos en hacernos con todos los reinos. Este es el primero que reconquistamos sin necesidad de
luchar. Es previsible que los humanos acabéis sucumbiendo a emociones como el
amor. Nuestro dominio volverá a ser absoluto, recuperaremos lo que es nuestro
y nadie nos lo volverá a arrebatar.
La mujer alzó el vuelo situándose sobre ese mar de jade y
sangre, alzó los brazos y gritó eufórica.
-¡Dominio absoluto! ¡La reconquista ha comenzado!
Desapareció de la misma forma que llegó, dejando para el recuerdo
las ruinas de la ciudad impenetrable, las sombras de una época mejor a pesar de
las penurias. Una escena que precedería a otras historias más dolorosas que
desembocarían en una época en apariencia olvidada. Una historia que se mantendría
en el recuerdo a pesar de parecer ajena a todo aquello que se avecinaba. La
historia de una princesa y un mercenario que jamás morirían ni volverían a
vivir. Una historia de amor que jamás se perdería y que en el futuro serviría
para recordar que hay un poder indestructible, una fuerza irrefrenable e
impenetrable que jamás debemos olvidar. La única arma que el ser humano debe
empuñar y con la única que puede vencer. El amor.