ACTO XI
Jamás había detestado tanto la libertad. Medio año
encerrado con ella sin haberse desvinculado de su antigua promesa había sido
suficiente para desear mantenerse como preso durante años. Sabía que para que
la guerra avanzase hacía un lado u otro, esa robusta puerta de roble debía
abrirse algún día. Tras ella les esperaba su destino: a él la muerte y a la
princesa aquella torre.
Eso supondría un fracaso definitivo en su vida, pero
para la princesa significaba el cumplimiento de su objetivo a favor del reino.
Detestaba pensar que moriría por amor, era más gratificante pensar que lo haría
en calidad de mercenario, contratado por el caballero enamorado, en pos de su
objetivo común con la princesa, siguiendo sus ideales y no dejándose llevar por
aquel engañoso sentimiento que ya una vez le había jugado una mala pasada.
Un día la princesa le contó los planes de aquel
príncipe con aires de grandeza, desde ese día no hizo más que provocarle para
que cometiese la estupidez que tenía pensada lo antes posible, esperando que la
puerta se abriese por otro motivo. Lo que no esperaba era que lo hiciese en
medio de aquel asedio que la ciudad volcánica estaba sufriendo y contra el que
ya poco podía hacerse. Si se quedaba mucho tiempo allí no tardaría en morir,
pues la ciudad impenetrable estaba a punto de vencer. Eso le tranquilizaba por
el destino de la princesa y el desencadenamiento satisfactorio de sus nuevos
planes hacia la protección del reino, pero en lo que respectaba a él...el rey
le ejecutaría lenta y dolorosamente. Tal vez de forma vulgar, delante de todo
el pueblo, humillado y obligando a mirar incluso a quien no quisiese hacerlo.
Algo que no se podía permitir, por lo menos no antes de cumplir aquel objetivo
tan importante para ambos.
Tenían que aprovechar el caos de la batalla para
huir y enfrentarse a su destino. No querían hacerlo, pero debían hacerlo,
tenían que hacerlo y lo harían. Habían dado su palabra y era la única forma de
vivir en paz, sabiendo que habían hecho lo correcto y que controlaban su propia
vida, sin sentimientos ni personas que se interpusiesen entre ellos. Pocos lo
entenderían, nadie que se enamorase sería capaz de hacer algo cómo lo que
habían planeado, pero desde que la conoció percibió un potencial interesante
oculto en aquella princesa que la hacía diferente al resto de mujeres que había
conocido, incluso diferente a la única mujer a la que había amado en el pasado.
Todos los hombres suelen decirlo de la mujer de la
que se enamoran, pero desde que la conoció en aquella torre y la escuchó, supo
que esa mujer era realmente interesante. Solo hubo que abrir su mente más allá
de aquellas cuatro paredes. Era francamente especial.
Solo uno sobreviviría a aquel amor, solo uno
conseguiría cumplir su objetivo, ambos conseguirían la única y verdadera
libertad. Si él lo conseguía, el rey no se conformaría con ejecutarle; si lo
hacía la princesa, en algún lugar una mujer de pelo rojo estaría riéndose
esperándolo para recibirlo entre las llamas. Volvería a acabar con ella.
Miró la cabeza de aquel que se creía rey sobre la
que descansaban unos ojos abiertos con serena normalidad, una mirada perdida.
Parecía ver algo más allá que él no podía ver. Lo mismo que el ser humano se
niega a ver, la claridad que la muerte otorga a las cosas. No tenía prisa para
experimentarla, todavía en vida tenía muchas cosas claras. Por eso su único
objetivo era tan simple como el de vivir. Era tan fácil y tan sumamente
complicado a veces...seguramente por eso le gustaba tanto hacerlo, seguir hacia
delante a pesar de las dificultades.
La gente suele someterse a la vida para después
dejarse arrastrar por la muerte descansando eternamente, sin darse cuenta de
que la muerte ejerce la misma presión que la vida. Era una prueba de
resistencia que él se había propuesto ganar. Jamás había deseado su propia
muerte, jamás había antepuesto la vida de los demás a la suya, jamás vivió
sometido a creencias colectivas y gobiernos mandatarios. Ni siquiera al dinero,
por mucho que algunos lo pensasen. El dinero era solo una herramienta que no
necesitaba, podía comer y dormir en los bosques, vivir ajeno a la civilización.
Si actuaba por dinero era porque con él manipulaba a los demás.
Llevaba puesta la armadura del príncipe sin cabeza,
la princesa se había puesto la de uno de los guardias asesinados tras la sala
del trono. El mercenario también aprovechó para coger un yelmo de un cadáver. Había
recuperado de aquel arcón su preciada espada, la espada que le había acompañado
durante la mayoría de sus contratos, una espada que era parte de su vida, una
prolongación de sí mismo de la que le costaba apartarse.
Era la única de la que se podía fiar, precisamente
porque la controlaba desde el puño hasta el filo. Hacía lo que le pedía y jamás
le fallaba. Todas las vidas que se había llevado por delante y los contratos
que había cumplido había sido gracias a ese obediente acero que le había
regalado su mentor. El acero de la libertad, una libertad que le era entregada
a él y a quienes perdían la vida. Un acero que debía mantenerse firme incluso
frente a ella, un acero que no se detendría ante la carne de nadie, que no
sabía lo que era el amor, que cumpliría su cometido mientras él fuese capaz de
hacerlo.
La princesa había cogido la espada de su amigo, la
misma espada que se había bañado con la sangre del hombre que les liberó
intentando condenarles, la misma con la que tanto había compartido, la misma
que se quedó sin dueño. Ese acero y el suyo eran hermanos, amantes. Se habían
besado en más de una ocasión y esperaban volver a hacerlo. Tras aquellos fríos
besos llegaría la penetración, la máxima expresión de su amor. Una penetración
que sabían resultaría dolorosa y que esperaban con el ansia de un joven
esperando desflorar a su primer amor. Un trago que había que pasar y que sabían
no se volvería a repetir. Una unión definitiva que acabaría con ellos y les
otorgaría la vida, una conclusión a su historia de amor que solo podía acabar
de una forma.
Preparados para escabullirse combatiendo lo justo,
salieron del castillo. Las tropas de la ciudad volcánica se habían reagrupado
frente al hogar de su rey asesinado, intentando repeler de forma desesperada el
ataque. El polvo que se había levantado, el olor a heces, sudor y sangre; los
alaridos de dolor y miedo, los llantos de jóvenes que no estaban preparados
para el combate y de avezados en él antes de recibir la muerte, el sonido del
acero impactando con más acero, carne y huesos; los impactos de las rocas de
las catapultas más próximas al castillo, las órdenes desesperadas de los
generales supervivientes, las amputaciones, las súplicas, las oraciones, el
fervor, la locura...en definitiva, la guerra. Eso fue lo que se encontraron,
eso fue a lo que tuvieron que hacer frente nada más ser libres, eso era lo que
querían haber evitado.
Para su sorpresa, la princesa se metió en la batalla
sin esforzarse en evitarla. No gritó llevada por la adrenalina, no arremetió
sin pensar, no luchó a la desesperada. Se acercó al combate blandiendo su
espada y simplemente atacó. Se enfrentó contra todos, sin importarle de que
bando eran. Parecía no tener miedo, pero no por ello mostraba imprudencia.
Luchaba sabiendo lo que hacía, teniendo en cuenta lo poco que había aprendido
con él, atacando sin vacilar, con constancia, con frialdad a pesar de la
situación.
El
mercenario no daba crédito a lo que veía, sabía que esa mujer era única y que
durante años la habían infravalorado, pero no podía haber progresado de esa
manera sin entrenamiento. No era lógico, no era real, pero lo estaba viendo.
Por un momento pareció verse a si mismo, controlando sus movimientos, su
inclinación, su cuerpo, aprovechando las debilidades del enemigo, su orden
interno contra el caos exterior, su seguridad. Esa era ella. Como le dijo al
contratista, no se trataba de una princesa, ni de una guerrera, ni siquiera de
una mujer...de la misma forma que no tenía nombre. No era ni siquiera un
dragón, los dragones también murieron. Ella sobrepasaba límites que jamás
hubiese imaginado, era única
No tardó en verse inmerso en la batalla él también.
Los enemigos avanzaban hacia él, a los que, blandiendo su adorada espada,
atravesó como parte de una rutina. Se movía con una rapidez inusual para
alguien que llevaba una armadura tan molesta. También confiaba en sus
movimientos, para algo se había entrenado toda su vida y había vivido de su
habilidad con aquella arma. Tanto soldados de un bando como de otro estaban
agotados, luchar con ellos era jugar con niños al pilla-pilla, divertido, sin
duda, pero absurdamente sencillo. Combatir no era el mayor problema para él en
una batalla como esa, lo más delicado era observar. Brazos y piernas esparcidas
por el suelo, cabezas con expresiones inhumanas, personas ahogándose con su
propia sangre. Soldados arrastrándose por el suelo intentando meterse de nuevo
las tripas, con trozos de lengua rebozados en la arena, cuencas llenas solo de
sangre y ojos perforados. Cabezas aplastadas, sesos desparramados, hachas
hendidas en cráneos destrozados...¿aguantaría ese espectáculo la princesa?
Desde luego que lo aguantaría, y no solo eso, ella
formaba parte del espectáculo. La representación era grotesca, pero ella era
una actriz más que se esforzaba en ofrecer lo que se esperaba de cualquiera que
participara en ella. Muchos de los cadáveres que llenaron el escenario fueron
cosa suya. Llevaba un rato buscándola con la mirada sin perder de vista a los
numerosos enemigos a los que tenía que hacer frente. Consiguió ver su melena
sobresaliendo del yelmo mientras clavaba su nueva espada en el estómago de un
soldado de la ciudad impenetrable. No gesticulaba, no se reía, no lloraba, ni
gritaba. Solo luchaba. Impertérrita movía su espada con movimientos poco
elegantes, pero tremendamente certeros. Por un momento pareció ver cómo un
enemigo la atravesaba con su espada, pero cuando volvió la mirada estaba en
perfectas condiciones dando más estoques. Por suerte había sido solo cosa de su
imaginación.
No supo durante cuánto tiempo se prolongó la
batalla. Minutos, horas...el tiempo en la batalla se difuminaba. Para algunos
un segundo podía ser el momento más eterno de sus vidas, para otros una hora
era cosa de minutos, pero el tiempo seguía avanzando para todos y, tarde o
temprano, la balanza de una batalla se inclina. Cuando esa batalla afecta al
resultado definitivo de una guerra demasiado larga, el movimiento de la balanza
es primordial para todos los que organizaron esa batalla, que esperan
expectantes el resultado, como si el mundo se congelase, como si se tratase del
instante en el que la lengua humedece un dedo antes de deslizarse en el papel
para pasar a la siguiente página de un libro.
Para los que
participaron en ella supone mucho más. Se incline hacia un lado o hacia otro
comprobarán que han perdido el tiempo. Algunos más que eso. Y, ¿para qué? Por
el reino, por el equilibrio, por la justicia, por el honor, por la gloria, por
la verdad, por la paz. No podía menos que reírse. No había sido por nada de
eso, solo había sido por dos viejos hermanos, por una riña familiar, por un
estúpido e insano orgullo. En definitiva, por nada. Una pérdida de tiempo que
solo arrastró dolor y sufrimiento vano y que incluso los que lo sufrían
intentaban justificar.
-¡Retirada!-Oyó decir.
-¡Rindámonos! ¡El rey ha muerto!-Gritaron
desesperados- ¡El rey ha muerto!-Repitieron.
-¡Ahora, destrozadles!-Más gritos provenientes de
bestias humanas.
-¡Victoria!-Solo un imbécil gritaría esa palabra
tras lo sucedido.
A pesar de que huían, los soldados de la ciudad
volcánica seguían siendo masacrados por los soldados de la ciudad impenetrable
que gritaban de júbilo sin dejar de correr hacia el castillo. La batalla había
finalizado, la guerra había acabado, pero ¿la paz había llegado? ¿Quién ganó?,
¿el rey?, ¿su ciudad?, ¿sus hombres?, ¿el reino? La repuesta era demasiado
sencilla. Nadie. El rey no había ganado nada, puesto que nada había hecho. La
ciudad solo se había mantenido bajo su defensa absoluta y los hombres que
habían luchado por ella solo habían perdido la vida, a amigos, algún miembro o
la razón. No hacía falta recordar lo que el reino había perdido y lo poco que
había ganado tras esa guerra. Victoria, decían. Había engañado a aquel
caballero, le dijo que él siempre ganaba el juego, una verdad con trampa. Jamás
le siguió el juego a la vida, creó el suyo propio, un juego que nunca podía
perder. Solo cuando le siguió el juego, hacía unos meses, había perdido. Porque
la vida no está hecha para ganar, hagas lo que hagas no existe la victoria,
solo el sentimiento de victoria. Algún día el rey vencedor descubriría que
sigue siendo el miserable de siempre, un perdedor que no ha conseguido nada y
que poco tardaría en perderlo todo.
Se había enamorado y había perdido. La derrota se escribió
en su vida cuando se dejó llevar. Podían acostarse, pasar la noche más
frenética de sus vidas, hacer el amor hasta que les cogieran.
“Hacer el amor...jamás pensé que dejaría de follar
para hacer el amor después de tanto tiempo”.
Fuese como
fuese, acostarse sería seguirle el juego a la vida y una vez más perder. Por
eso debían luchar, seguir con las reglas de su propio juego en el que incluso
el que perdía ganaba. Pero para jugar había que salir de aquel otro juego
macabro. Se zafó de los enemigos que avanzaban como caballos con anteojeras
hacia su ansiada y falsa victoria.
Esperó poder ver a la princesa entre esa marabunta
de locos y cadáveres. No la veía, no aparecía. Una vez más lo recordó, solo se
podía perder y ella...ella apareció entre la multitud, corriendo, camuflada,
sin que nadie reparase en su armadura. Tardó un poco pero encontró a su
mercenario a un extremo de la ancha calle principal, cerca de las casas de los
laterales más cercanas al castillo. Sin tener que decirse nada corrieron hacia
la misma dirección, metiéndose por callejones en los que no quedaban soldados
combatiendo. Corrieron hacia su libertad, hacia su inventada victoria, hacia su
destino, hacia su encuentro, su último duelo.
Llegaron de nuevo al muro volcánico de la ciudad.
Esperaron escondidos a que los restos del ejército invasor atravesara las
puertas de la ciudad para asentarse con los demás en el volcán. Suponía lo que
harían con los cadáveres del rey y del príncipe, no tardarían poco en
prepararlo todo. Después de bastante tiempo a la espera, princesa y mercenario
salieron con sumo cuidado de la ciudad por un camino que el mercenario conocía.
Los túneles secretos. Cuando llegaron al exterior se mantuvieron junto al muro.
No había que alejarse demasiado para cumplir su objetivo, al fin y al cabo no
pretendían huir. Cuando acabasen con eso cada uno seguiría su camino...solo uno
seguiría su camino, para ser más exactos.
Había llovido poco, suficiente para que la hierba
estuviese húmeda. La pisaron con firmeza mientras, con los yelmos ya quitados,
se miraban fijamente. No pronunciaron palabras. Durante esos más de seis meses
habían hablado todo lo que debían, se habían susurrado hermosuras y realidades
atroces, se habían querido solo con palabras, habían recordado y habían soñado.
Era el momento de actuar. No esperaron a nada especial, simplemente se pusieron
a ello, si esperaban un poco más podían verles. El mercenario mantenía el
frenesí del combate combinado con su tranquilidad habitual. Poco a poco
aumentaba su ansia por comenzar lo que hacía tanto había empezado el día que
firmó aquel contrato. Desenvainaron de nuevo sus espadas demacradas. Los
amantes mostraban todavía las secuelas de la batalla, pero nada les impediría
volver a la acción de una forma muy diferente. Ambas espadas estaban preparadas
para besarse.
El mercenario solo sonrió, tal vez esa fuese su
última sonrisa, posiblemente la última vez que ella viese aquella boca torcida
de esa manera tan amable y confiada. Sonrisa que le fue devuelta por parte de
la princesa. No era como la del príncipe, era una sonrisa muy parecida a la del
mercenario, era la sonrisa del mercenario. Una sonrisa cómplice, una sonrisa
tan única como su relación. Una sonrisa a la que le siguió un beso de su amante
de acero y que él le devolvió. El duelo había empezado.
Las espadas se cruzaron con decisión, sin
detenimiento, sin nerviosismo, sin temblores, con convencimiento de atravesar
la carne, de vencer.
La princesa se movía sin miedo, como en la batalla,
observando y calculando sus movimientos, sin temor a ser alcanzada,
arremetiendo con un convencimiento férreo de que podía vencer. De hecho, podía
vencer. El mercenario se defendió, atacó, esquivó...la princesa no le daba un
respiro, había dominado el vals a la perfección solo con la mente, sin más
sesiones de baile para practicar. Tan, tantan, tan, tantan... Era increíble.
Los besos eran cada vez más largos e intensos, se trataba del baile más fogoso
que habían protagonizado esas espadas, que parecían realizar movimientos sincronizados
para un público exigente. Esta vez no hubo errores, la princesa no se precipitó
y no resbaló en la hierba mojada. El mercenario esta vez también estaba allí,
pero no para socorrerla, al más mínimo error acabaría con ella. No hubo manera.
Se movieron en línea junto al muro con rapidez y
agilidad, hacia detrás y hacia delante, atacando y defendiendo, intercambiando
golpes suaves y vibrantes, poniéndose mutuamente entre las cuerdas.
Concentrados en no perder el ritmo, en no hacer un mal movimiento, en
aprovechar un hueco, en atravesar a su rival, en acabar con su amor, en cumplir
con su misión, en terminar el duelo. Aunque el mercenario, igual que encerrado
en aquella habitación, hubiese mantenido aquel duelo eternamente. Era perfecto,
no quería detenerse jamás, quería pasarse la vida luchando con ella, contra
ella. No necesitaba más.
Ya llevaban media hora de combate y el cansancio
empezaba a ser latente en ambos contendientes. El indeseado final se acercaba.
La perfección no es eterna, uno de los dos no tardaría en cometer un error.
Sucedió. Oyeron gritos, risas, mucho alboroto procedente del muro volcánico.
Tenían público. Los hombres de la ciudad impenetrable les observaban desde lo
alto, cada vez más se arremolinaban en lo alto del volcán y muchos salieron por
la puerta principal para rodearles y animarles. Les parecía tremendamente
gracioso ver a un hombre combatir con una mujer y a una mujer moverse de esa
manera. La princesa se alteró más de lo que hubiese deseado, suponía que tenía
tantas ganas de acabar con ese duelo como de acabar con ellos, un ejército que
solo los dioses sabrían de dónde había salido compuesto por guerreros que
apoyaban a su padre.
Suponía que para ella tener ese público era como
para un interprete tener a un familiar entre los espectadores. No podía
fallarles, no podía darles ese gusto. Atacó con más ímpetu, sin pensar tanto en
los puntos débiles como en las ganas de vencer. Era tal el alboroto que se
formó que llegó a mirar de reojo a quién la observaba, como si esperase
reconocer a alguien, a su padre tal vez. En ese momento, la princesa
mínimamente distraída, se tambaleó; la espada del mercenario se puso encima de
la suya, dominando aquel extraño encamamiento, preparada para penetrar
culminando el acto sexual entre ambas con sangre. El mercenario la miró a los
ojos, que volvieron al combate cuando ya poco se podía hacer. Se trataba de tan
solo un movimiento, impulsar la espada a la derecha atravesando horizontalmente
su abdomen, sus pechos o incluso su garganta, tenía donde elegir y ella no
tenía forma de defenderse en esa posición.
La concedió una oportunidad que él solo daba como
parte de la diversión, prolongando un espectáculo en el que solo él podía
lucirse. Aunque, por mucho que le costase reconocerlo, si esta vez concedía la
oportunidad a su víctima no era para su goce y disfrute o para el del molesto
público, sino por ella. En vez de dirigir aquella prolongación afilada de acero
hacia su cuerpo, aproximó su pierna propinándole una patada en el abdomen que
la tiró al suelo. La patada y la caída fueron recibidas con carcajadas. Su
hermana de acero ya no tenía dueña, los preliminares habían terminado, era el
momento de concluir con aquella relación. Acercó su espada al pecho de la
princesa tirada e indefensa. La imagen le sacudió.
No era exactamente así como lo recordaba, pero ahí
estaba ella, no de pié sino tirada en el suelo con un pelo de un rojo que ya
casi había olvidado. Le miraba esperando su respuesta. “¿Puedes decir tú lo
mismo?” Morir habiendo cumplido su objetivo, sobrevivir en un mundo enmierdado
utilizando a la mierda y jugando con ella sin dejarse enmierdar. Lo tenía
claro, había conseguido lo que se propuso hasta ese momento, podía decir lo
mismo. La respuesta era tan clara como la de aquella vez, solo tenía que
dársela, una respuesta de acero y sangre. Pero esta vez su rival no formuló
aquella pregunta que recordaba, solo esperó. ¿Tenía que esperar él una pregunta
para ofrecer la respuesta? ¿Acaso no tenía claro lo que debía hacer? Otra
imagen del pasado le sacudió.
Ésta ni siquiera era real, pero la recordaba más
cercana que la anterior. Volvía a sonreír, una sonrisa diferente a la de su
recuerdo, pero una sonrisa que no debía estar ahí. “Una vez más fracasas y,
llegado el momento, cuando estemos frente a frente en el duelo que nos espera
al final de nuestro camino, no cumplirás tu palabra, volverás a creer en el
amor y éste esta vez te apuñalará directamente a ti. Morirás y, lo que es peor,
fracasarás. Mancharás su recuerdo”. Eso le había dicho, eso estaba sucediendo.
Comenzó a sudar deseando terminar con todo, deseando dejar que su brazo
descendiese con contundencia, cumplir su objetivo, acabar con su último duelo,
matar a la princesa.
Habían
jugado con él, ahora era él el que jugaba, no podía dejarse dominar por el
amor. No podía dejarse dominar, no podía dejarse dominar, no podía, no podía,
no podía....no, no podía matarla, no podía acabar con eso de esa manera. ¿Y si
estaba equivocado? ¿Y si la vida le había engañado confundiéndole sobre su idea
de amor para que matase a la única persona que era capaz de amar? ¿Y si matando
a la princesa estaba cayendo en el juego de la vida? ¿Y si la burla solo se
completaba si bajaba el brazo? Solo existe el sentimiento de victoria, no la
victoria. No hay nada más triste y lamentablemente habitual que creer haber
vencido cuando se ha sido derrotado. ¿Y si no era ese el camino que debía
seguir? ¿Y si cumpliendo aquel objetivo estaba siendo derrotado? ¿Y si el único
objetivo no es el de vivir? ¿Y si es más importante amar sin importar lo que
haya sucedido en el pasado? ¿Y si la princesa jamás trató de matarle y solo
estaba dejando su destino en sus manos? ¿Y si...y si, y si y si? Se iba a
volver loco. ¿Y si no la mataba?
El tiempo que dura una batalla era variable para
cada combatiente, sí, pero el instante que dura la mirada de dos personas que
se aman y parecen leerse la mente resulta reconfortantemente eterno para los
dos. Y así pasó ese instante indeciso, como una eternidad de la que no quería
salir jamás. La princesa tragó saliva sin quitarle la mirada. El mercenario no
parecía tener intención de moverse hasta que la princesa hiciese algo. Y lo
hizo. Rodó lateralmente hacia su espada, la cogió se levantó y la dirigió hacia
el mercenario que la bloqueó a duras penas. La princesa había respondido a sus
dudas, había cometido un error. Se esperaba de él otra cosa.
No le importaron las risas, solo le pesaba la mirada
de la princesa mientras seguían combatiendo, una mirada que desprendía
seguridad ante lo que estaban haciendo y decepción ante lo que había hecho el
mercenario. Ese día para muchos había supuesto la dolorosa destrucción de
veinte años de su vida, más para él. Todo por lo que había luchado y en lo que
había creído se había desvanecido por culpa de nuevo de aquel sentimiento. En
ese momento más que nunca deseó que el duelo jamás terminase, si lo hacía
tendría que plantarle cara a la derrota. Si moría incapaz de matar, moriría de
la forma más humillante; si mataba tras haber dudado, viviría con una doble
culpa, sabiendo que ese día había fallado al haber dudado y al haberla matado
después. ¿Qué era lo correcto? Después de tanto tiempo no lo sabía. Ese tiempo
que pasó en la habitación con ella había otorgado seguridad por lo que hacían a
la princesa y más dudas de las que pensaba al mercenario.
Por una vez la vida le concedió un deseo, pues el
duelo no terminaría, tal y como él quería. No en ese momento, no en aquel
lugar. Entre el enésimo beso de ambas espadas, una tercera se interpuso
cortando aquella locura. Su portador era un hombre corpulento, con varias
arrugas en la cara, el pelo corto y canoso y el semblante serio.
-Se acabó el espectáculo.-Tras esas palabras que
solo algunos alcanzaron a oír, se oyeron quejidos a la par que bramidos
animando a un tercer combatiente que no combatiría.
-No te metas.-Le avisó el mercenario.
-¿O qué?-No era una provocación, parecía querer
saber qué respondería.
-Este duelo solo ha de llevarse una vida.
-Este duelo no se llevará ninguna vida, os queremos
a ambos.-Los tres se miraron con tensión-.¡Arrestadles!
El mercenario no opuso resistencia, la princesa,
tras mirarle, decidió seguir manteniendo aquella asombrosa calma y tampoco lo
hizo.
-Lo siento.-Fue lo único que el mercenario pudo
decir mientras les ataban. No recibió respuesta, ni siquiera una mirada o una
sonrisa cómplice.
El anciano caballero reprendió a sus hombres por
animar aquel duelo cuando tenían órdenes de llevar de vuelta sana y salva a la
princesa y de entregar la vida del mercenario al rey. Mientras se organizaban
mantuvieron a los presos atados a las columnas de la sala del trono volcánico.
La puerta tras el trono estaba abierta, tras ella todavía se podía ver
cadáveres tirados en el suelo, cadáveres de guardias que habían estado allí por
algún motivo. Al contemplar aquella sala en la que se encontraban y aquel trono
que les dominaba sobre una tarima no pudo evitar más sacudidas por parte de sus
siempre tormentosos recuerdos. Vio de nuevo a su amigo tendido en el suelo, a
zanahorio siendo degollado y a la espada del príncipe atravesando la garganta
del contratista. Ese día había sentido la derrota, pero no se parecía en nada a
la derrota que experimentaba en ese momento. Ese día perdió a tres amigos y un
compañero, hacía unos instantes se había perdido a si mismo, la había perdido a
ella, había perdido el sentido de su vida. Había perdido la claridad de la que
hacía no mucho presumía. Tal vez el príncipe tuviese parte de razón, viviendo
durante tantos años como mercenario había alimentado su ego, al fin y al cabo
le afectaba más lo que le perjudicase a él que lo sucedido con los que fueron
sus amigos, le dolía más no saber vivir que ver morir a sus leales amistades.
Pero si había fracasado no había sido por él, sino por ella. No...si había
fracasado fue porque tenía miedo de no saber vivir sin ella, así que no lo
había hecho por la princesa, sino por él. Hacía muchos años que no estaba tan
confuso. Creía haber aprendido.
Se sentía derrotado, humillado, decepcionado, el ser
más rastrero del reino... lo cual era bien difícil. La batalla había terminado,
la balanza se había inclinado y el reino equilibrado. Por no haber ejecutado su
promesa, la princesa volvería a vivir encerrada sin haber podido cumplir su
objetivo de matarle o morir en sus manos, habiendo formado él parte de la
victoria de aquel rey. Hubiese golpeado la columna si hubiese podido, hubiese
hecho descender la espada si hubiese retrocedido. Había sido el necio del
pasado.
Una gran parte del ejército se quedaría en la ciudad
volcánica. No creía que, contando el rey con la protección absoluta de la otra
ciudad, tuviesen intención de volver a nombrar aquella la capital del reino.
Pero tenían que reabastecerla y repararla. Ahora el reino les pertenecía por
completo a ellos, debían encargarse de que se cerrasen las heridas poco a poco.
Algo que, por otra parte, al rey no le importaba lo más mínimo. La otra parte
retornaría a la ciudad impenetrable con la princesa, devolviendo a su defensa
absoluta la seguridad de antaño, aunque seguía sin tener claro qué papel
cumplía la princesa en todo aquello.
Les metieron en un carromato que el falso,
verdadero, mayor o menor rey (ya no lo tenía claro) tenía en su castillo para transportar mercancías. No era muy grande, estaba sucio y, desde luego, no era cómodo. El
viaje sería largo, eterno también. Una eternidad que, esta vez, no sería tan
agradable.
Se mantuvo en silencio mientras contemplaba los
restos de la batalla en la llanura. Había sido un asedio agresivo y
contundente, breve e intenso. Horrible. Los cadáveres habían sido apartados de
las calles de la ciudad y la entrada principal, pero por la llanura se
disponían guerreros y caballos muertos, espadas sucias y rotas, escudos
astillados, flechas clavadas en tierra y carne, ríos de sangre, bilis y heces;
extremidades irreconocibles, rocas, fuego...Olía muy mal, a carne quemada, olía
a excrementos, a orina, a vómito, olía a miedo y muerte. Una hilera de
cadáveres discurría hasta un cúmulo de cuerpos muertos, como formando un dibujo
sin sentido, un río de sangre que desembocaba en un lago de muerte. Tras el
lago de muertos esparcidos por la explanada no había nada. Mientras subían por
el empinado terreno el mercenario asomó la cabeza para ver desde lejos el
volcán y el puente parcialmente destruido en lo alto, recordando aquella noche
en la que se infiltraron.
Podía haberse retirado sin más de la taberna.
Dirigirse a la montaña para recuperar su equipo, saludar al viejo explorador y
alejarse del reino para seguir con su vida de mercenario. Si mataba a la
princesa lo haría por defensa propia, su objetivo de mantenerse vivo y no
dejarse embaucar por el amor se mantendría intacto, pero le dio una pista sobre
donde podría encontrarle solo porque quería darle la oportunidad de cumplir su
propio objetivo, de pasar por encima de él, de liberarle de su carga. Con ello
contradecía su propósito, el objetivo en si mismo que se había autoimpuesto
hacía ya muchos años. “A ningún sitió al que no me lleve mi corazón, que apunta
a lo más alto, en lo más profundo, aguardando para cumplir una última misión”.
Lo dijo sin haberlo pensado previamente, jamás hubiese pensado que tenía un
poeta en su interior. Las memeces que el contratista había escrito en aquel
diario se le habían pegado. Esperaba que con esa pista la princesa se diese
cuenta de dónde podía encontrarle y, preguntando por el lugar más alto del reino,
pudiese ubicarle. Haciendo eso ponía en riesgo a sus amigos, pues había
pronunciado esa frase delante de demasiada gente.
La subida a la montaña fue más rápida y sencilla que
nunca. No podía sacársela de la cabeza. Cuando hablaba con el resto tampoco era
capaz de centrarse en la conversación, al final decidió decirles la verdad, a
quién esperaba. De esa forma el explorador podría informarle más claramente
sobre los intrusos que se acercasen y no atacaría a la primera de cambio.
Recordó esas eternas noches en las que pasó afilando la espada, la misma que
tuvo que dejar abandonada en aquella cueva para poder infiltrarse y que
acabaría con la vida de aquella mujer. A medida que pasaban los días empezó a
pensar en que jamás llegaría, en que, tras vivir aquella horrible experiencia
en la granja y ver la miseria de aquel lugar, querría volver a su torre. Se
puso de plazo un año, demasiado para él. Si jamás aparecía partiría para
continuar con su trabajo, su vida. Haría como si eso jamás hubiese sucedido.
Pero llegó, no ella, pero llegó. Llegó el momento de
actuar. El contratista de nuevo le buscaba, de nuevo le contrataba y de nuevo
le daba una excusa para vivir. El anterior contrato había sido, en un inicio,
como los demás, el segundo contrato fue un contrato especial que sirvió al
mercenario de aproximación a la princesa. Gracias a la información de aquel
caballero y del viejo explorador sabía dónde debían buscarla. Después de
secuestrarla de manos de un rey debía liberarla de manos de otro rey. La ironía
ya no le sorprendía. Fue un alivio saber que de no haber sido secuestrada por
el príncipe fanfarrón hubiese ido a buscarle con el contratista.
Dos enamorados fueron a por su bella amada, toda una
historia de caballería que sorprendentemente tenía menos sentido que cualquiera
de las novelas y cuentos que había leído en el pasado. ¿Qué era lo que buscaban
en la princesa? Fuese lo que fuese a ellos dos no les importaba. Caballero y
mercenario estaba dispuestos a consumir su amor de formas muy diferentes. De hecho,
ninguno de los dos llegaría a besarla o poseerla. Uno quería protegerla, el
otro matarla. El plan era casi perfecto y contaban con hombres perfectamente
preparados para un trabajo como ese.
Por la misma llanura que habían pasado hacía unos
instantes en carromato pasó él con zanahorio y el viejo explorador corriendo.
Fueron muchas horas avanzando sin parar hasta que se aproximaron al volcán. Lo
hicieron con sumo cuidado, evitando, según se acercaban, moverse con brusquedad
para no despertar el interés de los centinelas. Al alzar la mirada observaron
que los dos puntos que avanzaban por el puente de piedra iban más retrasados,
por ello podían permitirse avanzar con más cuidado y arrastrándose entre los
matojos. Por suerte contaban con información sobre los túneles ocultos en la
piedra y desprotegidos debido a su abandono. No era fácil encontrarlos si no se
sabía donde estaban. Cuando abrieron la puerta haciendo uso de sus artilugios y
su destreza, pasaron entre vigas de madera derruidas y los restos que el paso
del tiempo habían marcado aquel lugar que parecía a punto de derrumbarse.
Muchas habían sido las veces que se había infiltrado
para completar un contrato, pero nunca lo habían hecho todos juntos y en una
ciudad como aquella. Se sentía vivo burlando a la muerte, pasando en silencio
junto a ella para, de forma sincronizada a sus compañeros, matar a los guardias
con su espada por la espalda. Había que calcular bien cada movimiento, avanzar
pensando y en silencio, sorprender al enemigo sin dejarle ningún tiempo de
reacción. Se movieron por las callejuelas como si jugasen al escondite,
desplazándose entre la oscuridad, evitando la mirada de los guaridas de los
tejados y acercándose al inmenso castillo pegado al otro lado de la roca.
Entrar tampoco fue complicado, pues conocían también la entrada desde un
callejón a las mazmorras.
Entre la humedad y la mugre podía oler la fragancia
de la princesa con la que durante tanto tiempo había disfrutado . No olía a
perfume ni olía a sudor: era un aroma fuerte, pero agradable; dulce y amargo.
Un aroma que deseabas fuera tangible para poder acariciarlo, acercarlo más a ti
y sentirlo en tu cuerpo; un aroma que le recordaba lo afortunado que era en la
vida y que entre mierda también pueden destacar olores agradables, un olor que
se metía en la cabeza formando su figura delicada e imponente. Una figura que
cada vez tenía más cerca, de la misma forma que más cerca se sentía de ese
olor, de esa persona, de completar su contrato, de alcanzar su objetivo, de
cumplir su palabra, de hacer realidad lo que juntos habían planeado en aquel
bosque.
Tenía las llaves a unos pasos, colgadas en el cinto
del carcelero. Tenía su rostro a tan solo una mirada de distancia. No parecía
triste, ni asustada; no parecía ni siquiera enfadada. Era la princesa que había
visto en su interior el día que la conoció, no se había equivocado. Su
auténtico “yo” disfrutaba de una libertad que el cuerpo que hacía de recipiente
no podía, mientras en su cara se reflejaba su corazón, un corazón cautivador e
impenetrable. Recordaba el frío metal de las llaves que traspasaba sus guantes
rotos, la sangre saliendo del cuello del carcelero y la sonrisa de la asombrada
princesa. El viejo explorador se había ido a cumplir otra misión mientras ellos
completaban la misión más importante.
No olvidaría jamás esa sensación que creía no haber
experimentado nunca desde ese día, esa sensación de fracaso que vista con
perspectiva no había sido más que un triunfo. Por fortuna a veces también
sucedía a la inversa: no siempre que nos creemos perdedores hemos perdido. Pero
en ese momento el golpe que recibió su orgullo y su ilusión fue mayor que el
que recibió en elestómago, cuando más guardias de los que esperaba entraron
alertados a las mazmorras buscando movimiento de intrusos. El príncipe fue más
listo de lo que se había imaginado y se había anticipado a su movimiento.
Sintió verse apresado, pero más sintió ver como cogían también a zanahorio, que
no tenía nada que ver con aquel contrato. Fue todo tan frustrante...y lo peor
ni siquiera había llegado.
Jamás olvidaría a la princesa con la cara apoyada en
los barrotes, sacando los brazos entre las rejas intentando tocarle,
pronunciando un nombre que jamás le había desvelado. Jamás olvidaría esos
segundos en los que les ataron y les arrastraron hasta la sala del trono. Jamás
olvidaría las palabras del príncipe “Al rubito lleváoslo a las mazmorras. ¡Ah!
Y metedle en la misma celda que a la princesa. Al del pelo anaranjado...
matadle, me da igual”.
Lo que sintió mientras observaba como degollaban a
zanahorio y cómo atravesaban por la garganta a aquel memo del que al fin y al
cabo te podías fiar. Preferiría olvidarlo. Aunque todo eso no era nada
comparado con la rabia que sintió cuando vio a su amigo muerto en el suelo.
Miró al príncipe mientras se lo llevaban con la princesa, en ese momento se
juró a si mismo que volvería a matar sin que un contrato se lo pidiese.
Ese día de derrota había ganado. Ganó medio año
encerrado con la princesa, ganó la mejor compañía en la mejor época de su vida,
ganó una extraña libertad que hacía décadas no experimentaba. Ganaron sus
oídos, su visión, su tacto, su corazón, ganó su felicidad. Pero perdió la
clarividencia de antaño, perdió su objetivo y más adelante perdería su orgullo
y la aprobación de la princesa. Quién sabe si hubiese perdido también la vida
de no haber intervenido el anciano caballero.
Se alejaba también la montaña en la que tantos
buenos ratos había pasado. Siempre se había considerado por encima de cualquier
hombre, de cualquier ley, de cualquier sociedad, de cualquier sentimiento; pero
solo en ese oscura cueva, que dudaba fuese natural y que estaba en situada en
el lugar más alto del reino, podía sentirse auténticamente por encima de
absolutamente todo. En ese momento la observaba desde abajo con las manos
atadas y mientras otros arrastraban de él, definitivamente el hombre en el que
su mentor le había convertido había desaparecido.
El resto de viaje se lo pasó contemplando a la
silenciosa princesa, pensando en qué podría decirle aún sabiendo que lo mejor
era no decir nada. Sabía qué le estaba pasando por la cabeza, sabía que estaba
pensando de él y sabía como esperaba pasarse los veinte años siguientes.
Lamentaba que lo hiciese sin haber cumplido algo impuesto por ella misma. El
rey le ejecutaría sin que ella pudiese hacer nada, encerrada de nuevo en esa
torre hasta que el rey muriese asfixiado por su victoria. Lo lamentaba por
ella, aunque sabía que era lo que quería para evitar más sufrimiento
innecesario.
Durmió en el carromato, comió en el carromato,
observó en el carromato y pensó en el carromato. Pasó muchas horas en ese
carromato que no se movía precisamente deprisa. Después de varios días de lento
viaje llegaron a aquella apestosa ciudad en la que había conocido al contratista.
Por el tamaño y su pobreza más bien parecía un pueblo, y por la gente que
caminaba por ella parecía más bien un pueblo fantasma. Estaba acostumbrado a
ver cosas terribles, y un lugar como ese no resultaba mucho más desagradable
que otras cosas que sus ojos habían visto. ¿Qué pasaría con esos desafortunados
ahora que la guerra había terminado? ¿Tomaría el rey medidas?, ¿les esperaba la
salvación?, ¿la aceptarían? A él poco le importaba ya, pues a no ser que se le
ocurriese algo pronto para salir de esa no viviría para verlo.
Había escapado de situaciones peores, pero ya no
tenía ánimo de escapar, no tenía ánimo de afrontar una vida que había jugado
con él sin que pudiese hacer nada por evitarlo. Se sentía más débil de lo que
jamás se había sentido, se sentía traicionado por sí mismo y realmente dolorido
por el silencio de la princesa. Sus pasos le habían conducido hacía allí a
pesar de que había caminado en libertad. Enfrentarse a la vida jugando a otro
juego sin reglas empezaba a resultar cansado, pues nadie escapaba del auténtico
juego. Lo más fácil era afrontar su destino y la sentencia del rey. Quería
pensar que no se rendía, sino que pagaba una deuda. Él había roto su compromiso
cuando decidió dejar con vida a la princesa, la había derrotado dejando que
siguiese el reino sobre unos hombros incapaces de sostener cualquier peso, o
así es como lo vería ella. Por haber hecho algo así debía responder, por ello
no lo consideraba la sentencia del rey sino de su hija, que por fin podría
verle morir. Por fin podría ver vengada a su criada, por fin podía ver muertos
a todos los hombres que de alguna forma sirvieron a su padre directamente como
caballeros de la Guardia Real. Una venganza que ella no ejecutaría, pero por la
que contribuiría. Sería lo único que la consolaría.
Observó con detenimiento la taberna sin puerta
mientras movían el carromato entre un montón de gente asombrada por el ejército
que pisaba sus embarradas calles. En esa taberna había empezado. Esa taberna
había sido la elegida por el caballero para refugiarse tras la huída de la
ciudad impenetrable, en esa taberna estaba refrescándose con una de sus
cervezas agrias tras uno de esos trabajos. En esa taberna en la que algunos le
conocían como el mercenario más letal y escurridizo. Aunque “algunos” no era
una cantidad tan inexacta como escasa, pues el lugar estaba abarrotado de
gente.
Recordó la gracia que le hizo escuchar la palabra
“princesa”. Había secuestrado a muchos tipos de personas, pero a ninguna
princesa. Planearon juntos los
movimientos que el mercenario debía realizar en el interior de la ciudad, la
función que debía representar con unos niños a los que el caballero había
pagado antes de irse para que atacasen a un mercader de la red desconocido que
entrase en la ciudad. Habían urdido muy bien el engaño del mercader, la verdad
es que el contratista lo dispuso todo a la perfección. Había oído muchas
historias sobre la ciudad impenetrable, pero jamás pensó en infiltrarse en
ella, parecía algo imposible. Suponía que no tenía ese nombre porque al rey
simplemente le gustase.
“Una princesa. Es tan absurdo que me gusta”.
Recordó haber pensado. Las princesas en apuros eran
cosas de los cuentos y en los cuentos siempre daban bastante grima, resultaban
más falsas que una moneda cuadrada. Lo peor de esa misión no iba a ser
infiltrarse en la ciudad y sacar de ella a la princesa, sino aguantarla en el
viaje de vuelta. No se imaginaba que iba a estar enormemente equivocado, al fin
y al cabo los cuentos siempre distorsionan la realidad para que los niños
aprendan sin sufrir. Él había aprendido a base de conocer la realidad y lidiar
con ella todos los días cuando ya era un niño, por ello los cuentos le parecían
innecesarios, aunque reconocía haber leído más de uno.
Desde luego, aunque esa historia había empezado como
un extraño cuento en el que el protagonista era un bribón de dudosa moral
dispuesto a salvar a una pobre princesa encerrada, no iba a terminar como uno.
En la vida real el amor no triunfa como en los cuentos, en la vida real no
existen los finales felices. De hecho en la vida no existen los finales, todo
forma parte de una gran historia que nunca termina. Lo único que terminaría
sería su historia, su anodina vida, tan anodina como el mundo. En esa historia
las perdices que cerraban algunos cuentos sobrevolarían su cabeza burlándose
por haber intentado volar como ellas y el estúpido beso que sellaba otros
muchos se lo daría una fría espada en la nuca. Demasiado bonito había sido todo
aquello hasta ese momento para ser real.
Se alejaban de la taberna, ese sucio lugar que
supuso el inicio de aquel cuento y en el que también había transcurrido el
nudo. Con solo echar un vistazo a aquella taberna se podía entender de un golpe
porque la vida no es como en los cuentos, no hacía falta pensar demasiado.
Ahora esa taberna aparecía como uno de los escenarios de su final, alejándose
para siempre, siendo testigo del desenlace, sin nada que ofrecer a los
personajes que pasaban por ella más que recuerdos tan gratificantes como
dolorosos y metáforas ya inútiles. Al perder de vista la taberna lo asimiló, ya
solo quedaba esperar para ver como se cerraba su historia. ¿Continuaría en
aquel lugar que llamaban infierno junto a una mujer de pelo llameante? ¿Se
creería también vencedora aquella mujer al verle morir humillado por el amor de
nuevo? ¿Podía la vida agriarse más con la muerte? ¿Estaba preparado para
descubrirlo?
Los bosques le trasladaron a aquellos días en los
que la princesa también permanecía muda debido a su inconsciencia, colándose en
sus sueños para devolverle a él la vida. Eso más que un cuento parecía haber
formado parte de una novela de fantasía. Pero no era más que eso, fantasía, tan
fantástico como era el escudo de la ciudad. Ahí había algún astuto truco de por
medio. Pero, fantasía o no, es lo que había visto, más bien lo que había
sentido, y eso no se lo quitaría nadie. Observó de nuevo a la impertérrita
princesa hasta que no soportó más su silencio.
-Te preguntaría si recuerdas esto, pero teniendo en
cuenta que os pasasteis esta parte del trayecto inconsciente sería estúpido por
mi parte.-sonrió
No hubo respuesta, ni mirada, ni una leve sonrisa
incontenible.
Llegaron al lugar al que nunca hubiesen querido
llegar, el lugar en el que la historia se complicó más de lo que a ambos les
hubiese gustado y en el que algo cambió en ellos. La granja. Ahí seguían el
granero y la casa, derruidos, ennegrecidos y rodeados de cadáveres putrefactos.
Algunos ya no conservaban carne, otros todavía eran envueltos por una manta de
piel podrida y carcomida. Entre los restos del granero vio un pequeño esqueleto
tan negro como la madera, en el exterior había más. Podía reconocer todavía a
la niña, que conservaba aquella grotesca postura, con las piernas abiertas y el
rostro compuesto de terror. Ni la muerte parecía darle un respiro a aquella
muchacha que conservaba la carne putrefacta, profanada ahora por insectos y
otros animales menos salvajes que el hombre que la había violado una vez
muerta, cuyo cadáver también se encontraba cubierto de piel, desnudo y sin
miembro viril. Junto a él había un corpulento esqueleto con muy poca carne, él
lo había eliminado. En el corral había otro cadáver que apenas podía ver y en
el lado de la casa otros dos, uno de ellos estaba en el interior. Si hubiese
tardado un poco más, su cuerpo también adornaría aquel cuadro del pasado que
todavía conseguía golpear con dureza a la princesa. Solo había que mirarla a la
cara.
No hizo falta que derramase lágrimas para poder
vérselas, no hizo falta verla llorar, ni gritar. Vio su sufrimiento con solo
mirarla, y es que con solo mirarla el mercenario podía verla un corazón que en
ese momento parecía más impenetrable que nunca.
-Lo siento.-Él había contribuido a la barbarie que
aplastó aquel sencillo hogar de granjeros.
No hubo respuesta. Tampoco la esperaba, ni siquiera
la quería. Lo que sucedió allí pasaba diariamente en algún rincón del mundo,
cuanto antes se aprendiese mejor. Pero no por ello podía lamentar que la
princesa lo contemplase y sufriese, nadie merecía algo así.
Esa parte del bosque no la recordaba, al fin y al
cabo fue esa vez él quien pasó parte del viaje también inconsciente debido a la
fiebre causada por la intensa lluvia en su torso desnudo. Y, entonces, tras
árboles y árboles que para su mente serían igual de nuevos aún habiéndose
mantenido despierto en aquella ocasión, llegaron al lugar que más esperaba ver.
La cueva. Era un lugar con muchos recuerdos, todos buenos. Igual que había
percibido el dolor de la princesa, pudo en ese instante percibir la paz que saboreaba.
Era un lugar importante para ellos.
Esa cueva no solo les protegió del frío, la lluvia y
aquellos caballeros que les perseguían. Aquella cueva les protegió de ellos
mismos, les recibió para reposar sus mentes conmocionadas con aquel extraño
suceso en el río. Más extraño que el hecho de que la princesa siguiese viva
tras ser arrastrada fue el de que se soltase por no ver sufrir al mercenario.
En ese momento no se imaginaba qué podía pasar por su cabeza para hacer tal
cosa por alguien a quien odiaba. Pero en aquel lugar ya había abierto parte de
su mente oprimida en aquella torre, había comprendido parte de la función del
mercenario y la oportunidad que tenía para ser libre. Pero todavía no
comprendía todo, por eso se creyó prescindible, por eso se creyó culpable del
dolor de otras personas, por eso quiso dejar de ser una carga liberándose de la
que ella llevaba. Pero no pudo. Incompresiblemente había encontrado esa cueva,
como si fuese la cueva quien hubiese ido a la orilla del río a buscarla.
Una vez dentro, en la húmeda oscuridad de aquel
lugar, sus caminos se iluminaron, su espacio se cerró, su historia se convirtió
en una. Había compartido con ella su pasado, algo que no se contaba ya ni a sí
mismo aunque no podía evitar que estuviese presente en sus acciones día tras
día. No sabría recordar por qué lo hizo, pero vio la necesidad de contarle esa
historia. No tanto por él como por ella, para que comprendiese porqué no creía
en el amor. Sí, ese había sido el inicio de la conversación, el amor, el pesado
e insistente amor. Siempre él lo empezaba todo, siempre él lo desequilibraba
todo dispuesto a desordenar un mundo que los humanos se esfuerzan en ordenar.
Con esa historia le explicó porqué anteponía sus objetivos al amor y, a pesar
de eso, aquella noche no pudo evitar sentir cómo esa profunda grandeza interior
que había percibido en su primer encuentro, le bañaba a él también. Había
encontrado un pájaro joven y herido al que estaba curando y enseñando a volar,
cualquiera se encariñaba de un pájaro en esas circunstancias. ¿Cómo podía
evitar enamorarse de una mujer como aquella? El problema llegó cuando el pájaro
estaba preparado para echar a volar y el no abrió las manos para permitirle que
lo hiciese.
Al ver la cueva sintió de nuevo su piel desnuda, su
cuerpo tembloroso, aquella unión que se mantendría hasta la muerte producida
por uno de los dos. Fue un abrazo cálido en aquella helada tiniebla que no
precedió a nada más que a un plácido sueño. Recordó la visión de aquellos
pequeños y perfectos pechos que jamás tocaría y sus afiladas palabras que tal
vez jamás volviese a escuchar, por eso no pudo mantener más aquel silencio que
ya había intentado romper con anterioridad sin éxito.
-Más de seis meses encerrados en una habitación y la
única vez que te he visto las tetas ha sido en esta cueva.-Si no respondía no
era por que le hubiese molestado aquel comentario, lo sabía-.Ese día
demostraste que eras más que una princesa.
-Y tú más que un mercenario, pero ¿de qué nos
sirvió?-Por fin hablaba. Él, que siempre prefería hacer callar a la gente con
sus mofas y agudos comentarios no pensó que las palabras de alguien en silencio
durante mucho tiempo podrían reconfortarle.
-Tú comprendiste cosas importantes, yo recordé cosas
que había olvidado muchos años atrás. Sin esas “cosas” no hubiésemos salido
vivos de aquella granja, te lo aseguro.
-Cosas que nos impulsaron...¿no es así?
-Cosas con las que pudimos burlar a la muerte
incluso a sus puertas, cosas que demostraron lo que somos dejando atrás los
nombres y las denominaciones.
-¿Y de qué nos sirvió ese impulso? ¿A dónde nos
llevó?
-A seis maravillosos meses. ¿Tan poca cosa te
parezco que no te conformas con eso?
-Seis maravillosos meses que debían preceder a
nuestro último encuentro. Al cumplimiento de nuestra misión, pero tú...¿si no
pudiste matarme tú cómo querías que lo hiciera yo?
-Lo hubieras hecho.
-Esa era la promesa, no había otra forma de
continuar. No conseguiríamos vivir libres si no conseguíamos seguir nuestro
propio camino, lo aprendí de ti.-Protestó atacando al mercenario y
defendiéndose a sí misma por lo que hubiese hecho en contraposición a lo que
hizo el mercenario.
-Tal vez soy un mal mentor. El mío jamás me falló,
es más, pereció por mi culpa.-El mercenario agachó la cabeza recordando sus
enseñanzas, sus movimientos y aquel rostro que tanta sabiduría denotaba.
-Yo tuve un mentor que me secuestró y me salvó, que
me entrenó y me enseñó y que bailó conmigo bajo la lluvia. Un mentor que me dio
calor por la noche, que me respetó y que me resucitó. Un mentor que cumplió su
palabra y que se enfrentó a mí. Un mentor que debió bajar su brazo y
atravesarme con su espada, pero después de todo, sería injusto llamarle mal
mentor. Incluso llamarle simplemente mentor no me parecería de justicia.-El
mercenario levantó la cabeza mirando fijamente a su más que discípula.
La princesa pareció recordar quién era en realidad
el mercenario cuando su rostro se desencajó al rememorar a aquel hombre que
todo le había enseñado y el error que había cometido con ella en ese duelo. Era
testaruda, pero desde que salió de esa torre desarrolló una empatía que jamás
se molestó en mostrar en aquella prisión. Dejo atrás el “yo” para conocer el
mundo exterior y comprender que había otras formas de verlo. Había tenido que
aprender ciertas normas que el resto de personas aprenden desde niños. Y lo
había hecho rápido. Era encantadora, detestaba ver sufrir a la gente y menos
ser el causante de su sufrimiento, por eso se apiadó de él en aquella
conversación y en lo que quedaba de viaje.
No solo había vuelto a hablar, sino que volvieron
poco a poco al tono de sus antiguas conversaciones. Recorrer de nuevo aquel
camino a la inversa había sido en parte perjudicial por recordar ciertos
acontecimientos que sacudían la cabeza con una brutalidad capaz de poner a
prueba la mente más estable. Pero también les había resultado muy beneficioso,
sobre todo a ella, que había recordado lo que había sentido y todo lo que el
mercenario había hecho por ella. Había fracasado porque la quería como jamás creía
que volvería a querer a nadie y porque sabía que jamás podría volver a ser el
de antes aunque siguiese con sus contratos y su vida de mercenario. Fue en
parte egoísmo, pero también lo hizo por ella. Cuando lanzas a un pájaro al aire
no lo haces con la intención de que alguien le pueda dar caza, quieres que
vuele hacía donde quiera, sin miedo, disfrutando del cielo, de la brisa, del
sol. Iluminando los días con sus canciones, con un sonido capaz de alegrar la
mañana al ser más desdichado. Ella merecía vivir y el mundo merecía a alguien
como ella, capaz de aportar algo de luz entre tanta oscuridad.
Podía haberse dejado matar por ella, dejando que
cumpliese su objetivo, volando libre y sin tener que matarla. Pero sabía que
eso podía suponer que su luz se apagase. Cuando el fuego de dos antorchas se
une arde con más intensidad, pero con un solo cubo de agua puede apagarse. Eso
era el amor: egoísmo y altruismo. La princesa también lo había comprendido,
siempre tan inteligente y perspicaz. Por ello disfrutaron de lo que les quedaba
de viaje charlando. La cueva les había unido de nuevo, aunque no por mucho
tiempo.
El carromato se detuvo en el bosque, tras pasar el río por un puente de piedra que había aguantado a aquella riada de hacía seis meses. Ese lugar podía ser el mismo en el que princesa y mercenario entrenaban, hablaban y dormían. Podía ser el lugar en el que el mercenario leía el diario del contratista. Le hubiese gustado que su última lectura antes de morir fuese ese diario. Ponía memeces que desde su estancia en la ciudad volcánica comprendía mejor y que le ayudarían a conocer a aquel caballero que murió por permitir que el pájaro volase. Si lo que estaban viviendo fuese un cuento, aquel hombre hubiese sido el protagonista, pero en vez de contratar a un mercenario la hubiese salvado él mismo, y en vez de morir intentando rescatarla lo hubiese conseguido dándola un largo beso que sellaría una bonita historia. Reconocía que eso le aburría incluso a él, que estaba sufriendo la versión divertida de aquel cruento cuento.
“Bonito juego de palabras”.-Muchos cuentos contaban
historias reales endulzadas en exceso, se les quito la parte más fuerte, la “r”
de la palabra. Podría ser casualidad, pero con la etimología nunca se sabía.
Se hicieron varias hogueras, una de ellas junto al
carromato en el que se encontraban atados. Estaban juntos, pero situados a la
suficiente distancia como para no poder entrar en contacto entre ellos, solo
podían conformarse con hablar y observar el paisaje. En aquella hoguera había
sentados varios hombres, pero quien se encargaba de que todo funcionase
correctamente era el hombre canoso que les había detenido en medio del duelo.
Tras un largo rato comiendo algo de las provisiones sin compartir historias o
chistes con sus compañeros, se acercó a la mazmorra rodante con dos platos de
comida.
-Tomad, me consta que os dan de comer las sobras o
mendrugos de pan, el rey os querrá en forma antes de mataros.-Se dirigió
educadamente al mercenario, al fin y al cabo a la princesa la cuidaban bien a
pesar de mantenerla atada.
-Gracias, siempre supe que erais el caballero más
sensato de la corte, una pena que decidieseis llevarme la contraria cuando os
unisteis de nuevo al impenetrable rey.
-No tenía muchas más opciones. Fui en busca de mi
alteza tras el que resultó ser el príncipe del reino sin saber que iba en la
dirección equivocada. Cuando llegué a la ciudad impenetrable no me pusieron
impedimento alguno, pues no tenían constancia de mi traición.-Evidentemente, el
tono de la conversación había bajado considerablemente-.Decidí informar sobre
el nuevo secuestro de la princesa para no llegar con las manos vacías, pero
cambié un poco el final.
-¿Un poco?-El mercenario sonrío, le gustaba ese
hombre. Era la combinación perfecta entre honor e ingenio, el resultado que se
obtendría al unirle a él y al contratista
-Simplemente aseguré que mientras yo me enfrentaba a
vos, él se llevo a la princesa, y que tras percatarme de que se la llevaba a
otro lugar saliéndose de lo planeado supe que no la iba a volver a ver,
decidiendo por ello ir a informarle.
-¿Y que dijisteis sobre mí? Si afirmasteis que me
matasteis ahora tenéis un pequeño problema.
-Fui más precavido, dije que el cansancio nos hizo
abandonar el combate y que no dudé en ir primero a la ciudad para informar de
lo ocurrido. Imaginaos la cara que puso cuando supo que su sobrino se había ido
con su hija.
-Por eso sabía hacia donde tenía que ir para
recuperarla. Pero ¿de dónde saco tal ejército?
-Ni yo lo sé. Se que parte viene de las alianzas que
se ganó en el sur, pero no le apoyaban tantos. Es tan extraño como la
existencia del escudo invisible.
-Todo en este mundo tiene una explicación.
-Si hubierais visto el estado en el que os
encontrabais cuando os encontramos en la granja y lo pronto que os
recuperasteis comprenderíais que no todo tiene una explicación.
-La tiene, aunque sea algo inusual, incluso fundamentado
en algo sin sentido o fantástico.
-Me destrozó. Casi juraría que me...-La princesa no
pudo terminar la frase. No parecía afectada, solo pensativa, como si intentase
recordar algo muy borroso en su mente.
-El único que murió en ese instante fue él a falta
de un buen par de quijotes.-El mercenario se esforzó en mantener la lógica de
la conversación.
-Matasteis a todos mis compañeros. No sé como lo
hicisteis, pero no eran niños con espada, precisamente.
-Bueno, alguno de esos si que había. ¡Ahora que lo
pienso!-Fingió pensar en algo mientras se anticipaba a la broma sonriendo
socarronamente-. Hemos matado a cinco de los siete caballeros. A dos los maté
yo, concretamente al caballero de los destellos y a aquel corpulento de pelo
castaño.
-Se llamaba...
-No me interesa el nombre.-Interrumpió con un gesto
de su mano y negando con la cabeza para quitar importancia al asunto.
-Yo maté a esos hijos de puta necrófilos del
desorejado y al pelirrojo ¿Y?-La princesa se temía que acabaría el comentario
con alguna broma molesta para algunos de los allí presentes.
-Pues que, teniendo en cuenta que yo maté al
caballero de la coleta que resultó ser el príncipe del reino, vamos tres a dos.
Falta que tu mates a otro para cerrar el círculo. El contratista no pudo ser porque
lo mataron en la ciudad volcánica así que...-Miró al anciano sin contener ya su
sonrisa-¿Por casualidad tú no serás un necrófilo? Parece que nuestra princesa
los prefiere de ese perfil.
-Muy gracioso.-El caballero fingió gesto de enfado,
le había hecho cierta gracia, pero al mismo tiempo no le gustaba que se
bromeara con aquello.
-¿No harás eso por tu princesa? Tampoco creas que
tienes mucho futuro en la ciudad impenetrable.
-Muy cierto, y por ello voy a hacer algo por la
princesa mucho más útil para ambos.
-Mientras no sea liberarme no veo como...
-Eso mismo, alteza. Cuando todos duerman.
La princesa y el mercenario se miraron
desconcertados sin poder evitar sonreír ampliamente. Esta vez no habría
errores.
La noche cayó sobre ellos como el final de su
historia. Había llegado el momento, el auténtico momento, el auténtico duelo,
el auténtico final. El caballero canoso se aseguró de que todos los soldados de
los alrededores dormían antes de acercarse al carromato. Sin mediar palabra
alguna desató a ambos presos, hizo un gesto de aprobación con la cabeza al
mercenario y le guiñó un ojo a la princesa como un tío le guiña un ojo a su
sobrina cuando no es un rey loco que quiere la victoria por encima de todo.
Se movieron ágil, veloz y sigilosamente entre
árboles, arbustos, rocas y soldados. Se alejaron lo bastante del campamento
improvisado para cerrar su historia en un escenario sin distracciones, con
ellos como únicos actores de una escena esencial para la obra que captaría la
atención del público si lo hubiese. Resultaba curioso que en el ensayo hubiesen
tenido un molesto público distrayéndoles y en la actuación definitiva se
encontrasen solos.
Una vez se hubieron detenido se quedaron uno frente
al otro a un palmo de distancia. Se miraron saboreándose con la mirada,
deseando tocarse con algo más que espadas. Ambos sonrieron como la otra vez,
pero en esta ocasión convencidos de que todo saldría bien, de que cumplirían la
misión en el mismo lugar en el que se la autoasignaron por primera vez, en aquel
bosque. Alzaron su mano lentamente y se la dieron pactando la promesa y
deseándose suerte al mismo tiempo. Ambos merecían vencer, ambos deberían
perder.
Tras soltarse las manos, sin sudores ni temblores, se
giraron. Dieron cinco pasos, cada uno hacia una dirección, y se volvieron a
girar. La misma mano que alzaron para tocarse la alzaron para empuñar sus
respectivas armas que recuperaron también gracias al caballero canoso. El
sonido de ambos aceros deslizándose por la vaina fue el primer acorde de aquel canto
de despedida. La luna resplandecía otorgando más hermosura a la canción que
estaba a punto de comenzar, delicada y bella en cada acorde, pero terrible y
dolorosa en su significado. Se miraron trasmitiéndose mutuamente una
tranquilidad imperturbable. Lo mejor de fracasar es, sin duda, poder corregir
el error actuando con más seguridad, con el convencimiento de que no volverás a
cometer ese mismo error.
Comenzaron a caminar haciendo círculos mientras se
observaban detenidamente y se aproximaban a cada paso. Cuando estaban lo
suficientemente cerca el primero en atacar fue el mercenario, bloqueado
fácilmente por la princesa. La canción había comenzado. Acero chocando
meticulosamente con dos almas seguras y libres flotando en el aire sin
proferir sonido alguno. Estaba concentrados en el combate, en no fallar, en
terminar aquel duelo satisfactoriamente. Una canción triste y preciosa que se
completaba con un baile delicado, preciso y complejo. Un vals. Tan, tantan,
tan, tantan... No dañaron al tranquilo bosque, pues las espadas ni siquiera
rozaron las cortezas de los árboles y con sus pasos no arrancaron nada de
hierba. Solo podían destruirse ellos mismos, ese era el pacto.
El mercenario comprobó la resistencia de la princesa
una vez más. No se detenía, bloqueaba con soltura y atacaba con decisión sin
cometer imprudencias. Nadie había observándola que la distrajese, todo en ella
era concentración y convencimiento. Pero el mercenario tampoco se quedaba
atrás, tenía la mente despejada y no tenía complicado bloquear cada uno de sus
ataques. Parecían auténticamente ser pareja en un baile que no puede terminar
jamás, condenados a danzar sin pausa...no, condenados no, bendecidos a moverse
juntos siguiendo la música de sus espadas. Dos amantes que se besaban fogosamente
sin ganas de llegar al acto que terminaría con esa unión que les convertía en
uno solo. Pero tras horas de besos y caricias todas las parejas acaban
sucumbiendo, ninguna puede resistir a la penetración, nada era eterno.
Horas de besos y caricias, ese es el tiempo que pasó
mientras la luna se mantenía impasible, no sabían si como espectadora o
formando parte de aquel espectáculo ofrecido solo para la naturaleza. Estaban
ya sudando, pero aguantaban combatiendo sin ninguna gana de concluir, sin querer
ganar ni perder. Se habían acariciado con el filo de sus espadas en más de una
ocasión, pero nada que les detuviese, había algo antinatural que les animaba a
seguir, que no les dejaba descansar, que les hacía incombustibles.
El mercenario había participado en un sinnúmero de
duelos, en múltiples combates multitudinarios, en varias batallas diferentes,
pero nada parecido a lo que estaba viviendo en aquel duelo. Nunca ninguno había
sido tan intenso ni complicado, tan doloroso y tranquilizador, con ninguno
había sufrido y disfrutado tanto, en ninguno había sudado como en ese, ninguno
había sido tan duradero, ninguno le había hecho sentirse realmente vivo.
Realmente libre. Cada estoque podía ser el último, cada estoque podía
significar el final de aquella misión, el cierre de esa historia. No había sido
un contrato cualquiera, eso no hacía falta explicarlo. Había sido la misión de
su vida. Una misión que, le gustase o no, iba a terminar con su victoria.
No quería recordar, pero lo hizo. Tras su rostro
dulce, duro, sereno, juguetón y decidido vio un semblante serio, un ceño
fruncido, unos labios apretados y su ancha nariz arrugada. Tras su piel pálida
vio un moreno inusual y tras su pelo castaño vio el rojo del fuego. Ese, hasta
ahora, había sido el duelo más intenso que había protagonizado, y tan solo
había durado media hora. En aquel duelo sí habían tenido un público dispuesto a
abalanzarse a él si la actuación no concluía como querían. Aquella vez también
dudó, pero se formuló la pregunta y él respondió. Nunca hasta ese momento había
amado a nadie como a aquella mujer, nunca había sentido la rabia que sintió en
aquel momento, nunca se había sentido tan impotente ni tan estúpido, nunca
había estado tan desubicado ni había visto al mismo tiempo las cosas tan claras
como en ese instante.
Aquel duelo fue diferente. Luchó con más impaciencia
y con deseos de destrozarla, de vengarse. Luchó contra una mujer que tenía
tanta experiencia en combate como él y que deseaba matarle también como parte
de una misión. Aún con todo, media hora era lo que había durado aquel combate,
ni más ni menos. Ese duelo inició una nueva etapa de su vida, una nueva forma
de vivir para él. Tras ese duelo el mercenario modificó el juego que su mentor,
la cazarrecompensas y él habían creado para convertirlo en su juego, pues no
podía volver a caer en las garras del amor, del engaño, de la traición.
Y así pasaron muchos años hasta su llegada, hasta
ese último contrato, hasta ese duelo que cierra otra etapa de su vida. En
ambas, aún habiendo creado su juego, el amor le había nublado los sentidos. O
eso pensaba, en realidad solo en una ocasión se los había nublado, despertando
a tiempo para vivir matándola a ella y al fruto que había sembrado en su
interior, atravesándola el cuello que tanto admiraba, respondiendo a una
pregunta que nunca debió de haberle hecho, cumpliendo su objetivo. En esta
segunda ocasión aquella mujer no le había engañado ni traicionado, en todo caso
él había hecho tales cosas. Su juego continuaba intacto mientras aquella mujer
le abría los sentidos. Había sido completamente diferente a la pasada
experiencia, por eso ese duelo era tan distinto, era tan intenso, tan
importante. Tres horas llevaban, algo inhumano e inusual. Tan inusual como la
historia que estaban viviendo. tres horas tras las que se acercaba el fin.
Estaban muy igualados. Por algún motivo la princesa
combatía con una destreza impropia de alguien que no había entrenado lo
suficiente. Había somatizado las enseñanzas de su mentor y pulido con solo su
mente. Algo había abierto las puertas de su dominio mental, algo la había hecho
imparable. Un gran guerrero no se mide por su destreza a la hora de realizar
sus movimiento tanto como por su habilidad de controlar los pensamientos, pero
ni el mejor guerrero habría conseguido avanzar tanto tras un sencillo
entrenamiento de tan solo varios días. ¿Qué secretos guardaba esa mujer? Daba igual. Por muy especial que fuese, por mucho que hubiese pulido su destreza en el
combate usando solo la mente, el mercenario seguía teniendo más experiencia y
aguante. La lógica parecía no existir ya, pero la realidad era una cosa muy
diferente. Y la realidad era esa, el mercenario tenía cierta ventaja.
El rojo de su pelo se esfumó, su rostro serio se
desintegró, su moreno se consumió. Volvía a estar frente a ella, frente a la
mujer de pelo largo, suave y castaño; la del rostro dulce, duro, sereno,
juguetón y decidido; la de la sonrisa conciliadora y provocadora a la vez.
Frente a la mujer de no gran tamaño y pechos pequeños; la que no era ni
princesa, ni guerrera, ni dragón; a la que no odiaba ni le había traicionado o
engañado. Frente a la mujer que había amado por encima de todo y a la que no
iba a fallar. A la que iba a matar por algo muy diferente.
Bloqueó acertadamente un ataque del mercenario, pero
no retrocedió lo suficiente tras hacerlo para asestar ella otro golpe, sus
piernas parecían cansadas. La tenía a muy poca distancia mientras mantenía su espada sobre la suya. Cuando la
princesa intentó contrarrestar su ataque comprobó que no tenía margen de
movimiento, lo que el mercenario aprovechó para dirigir su codo hacía ella, que impactó contra su
cara rompiéndole la ancha nariz, de la que no tardó en salir sangre. Con la
nariz rota la princesa, producto del impacto, se echó hacia atrás bajando
inconscientemente su espada. Había quedado a pecho descubierto frente a su
rival.
Podía haber dudado, otra vez. Podía haber fallado,
una vez más. Podía haberla dejado vivir, tal y como deseaba. Pero quería
hacerla feliz, quería liberarla, quería cumplir su pacto, su misión, su
objetivo. Se acercó dando grandes zancadas mientras la princesa intentaba
reaccionar alzando de nuevo la espada. Tarde. El mercenario ofreció su
respuesta sin necesidad de que hubiese pregunta, ofreció su espada sin necesidad
de que se lo suplicase. Tres horas amándose habían sido suficientes. Tres horas
de besos, caricias, susurros e incluso pequeños mordiscos eran las que habían
necesitado para concluir, para llegar a la tan deseada penetración. La canción
había sido tan larga como bella y terminó con un acorde terrible, con un sonido
de acero como el que le dio inicio, pero pasando esta vez no entre cuero, sino entre piel,
músculo, hueso y vísceras. Un último acorde acompañado de una suave voz que hizo de corista por un instante,
proyectada por uno de los que habían participado en aquel vals. Un pequeño
gemido que marcaba el fin. El mercenario esta vez lo hizo, traspasó con su
espada su pecho sin titubear, la atravesó con su afilada hermana hasta penetrar
su impenetrable corazón.
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