¿Por qué coleccionamos? ¿Qué
nos impulsa a adquirir objetos para amontonarlos? He visto a gente coleccionar
libros. En cualquier momento pueden acceder a la información que contienen;
coleccionan su sabiduría, y la sabiduría es poder. Y si esos libros te hacen
disfrutar estás almacenando una fuente de felicidad. Tiene sentido. Pero no
siempre es así.
Los hay que coleccionan minerales. ¿Por qué? Comprendo que te atraiga su
belleza, pero estamos hablando de coleccionar, de querer tener todos los
minerales existentes posibles. ¿Les da a ellos sensación de poseer las
maravillas de la tierra?
¿Y los que coleccionan plantas o insectos? Formas de vida marchitas, apagadas,
solo para tenerlas al alcance de tu mano. Qué forma más perversa de sentirse
vivo. ¿Y para qué quieres tener trescientos tipos de insectos almacenados? Es
de locos.
Cierta gente viaja por el
mundo y colecciona monedas. ¡Gastadlas, maldita sea! Mi infancia no fue fácil,
el dinero siempre escaseaba, es un artículo necesario para adquirir bienes, no para
contemplarlo. ¿Te enorgullece coleccionar los rostros grabados de gobernantes
que sometían a su pueblo con sus leyes y sus riquezas?
¿Y qué me decís de los que almacenan precisamente eso, riquezas? Riquezas
capaces de obrar milagros ayudando a personas sin recursos. Capaces de inferir
vida de nuevo a regiones consumidas por la pobreza.
¿Qué demente es capaz de recibir satisfacción observando el brillo deslumbrante
de ese oro acumulado que para nada sirve si no lo gastas?
Los coleccionistas son, sin lugar
a dudas, dementes cuyo vacío interior les impulsa a poseer como si eso fuese
sinónimo de poder. Pretenden dar sentido a una vida insulsa, sin objetivos, sin
metas. Una vida en la que deciden gastar sus energías poseyendo, aunque solo
posean la ilusión del poder. Solo disfrutan de la contemplación si va unida a
la posesión. No se conforman con contemplar la belleza de aquello que yace
libre, necesitan desplegar sus cadenas para conectarse a aquello que tanto
anhelan, pues no tienen más vínculos que ese. O tal vez tengan demasiados y no
puedan asimilar un mundo en el que ellos no tengan el control.
Yo la tengo a ella. La tengo a ella y dinero suficiente para vivir ambos
tranquilos. Sin excentricidades, sin lujos, solo con lo suficiente para vivir.
Compramos lo que necesitamos, no solo para sobrevivir, también para disfrutar.
Compramos libros, hologramas dramáticos con historias apasionantes. Pero no
pretendemos poseer todos.
Con el dinero que adquirimos en nuestros trabajos también ayudamos a otros como
podemos, pues ganamos más de lo que necesitamos.
A veces alquilamos un terratransporte para viajar a regiones lo suficientemente
lejanas para ir a pie, pero relativamente cerca en un vehículo. Observamos a
las gentes de diferentes ciudades, con sus particularidades, aunque no tan
diferentes a nosotros en rasgos o costumbres.
En otras ocasiones decidimos emprender cortos viajes naturales por los montes
que rodean nuestro pequeño y humilde pueblo. Observamos a las aves: las
pequeñas gotilelas, los imponentes y tranquilos zándralos, los revoltosos y
coloridos petireses.
Mantenemos la prudencia mientras contemplamos fascinados a los khuls combatiendo
con su dura cornamenta, a los jendreles, que se defienden con sus enormes
brazos. No los cazamos, no los poseemos, no los destrozamos para hacerlos
nuestros. Solo los admiramos y, a nuestra manera, los amamos.
De la misma forma que no necesito poseer a Rhila para amarla. En cierto modo
nos tenemos el uno al otro, pero sin atarnos con frías y dolorosas cadenas. Porque
eso es amar. Eres feliz mirando todos los días eso que amas, pero sabes que no
es tuyo, ni tampoco necesitas un gran número de especímenes similares para
tener la felicidad.
Porque sí, soy feliz, muy feliz.
Era feliz. Hasta que la
perdí.
Una noche, en una de
nuestras excursiones, observábamos las estrellas sobre un campo de flores
Nistra de un color púrpura que conjugaba con los tonos del cielo nocturno. Era
su flor favorita. Y en ese campo, observando la inmensidad de la galaxia,
éramos felices. ¿Quién necesitaba más?
Su cabeza se apoyaba sobre mi pecho, yo le acariciaba una de sus manos
sintiendo su suave piel bajo las yemas de mis dedos. ¿Cómo podía esperar más de
la vida? Lo tenía todo y todo perdí esa noche.
Su cabeza sobre mi pecho empezó a temblar, su mano me soltó y su boca escupió
un coágulo de sangre sobre las flores. Rojo sobre púrpura, ambos bajo el azul
oscuro que nos coronaba.
Para mí, todo negro.
Me miró una última vez, con
los ojos muy abiertos, comprendiendo tan poco como yo sobre lo que estaba
sucediendo, y su luz se apagó para siempre.
Volví a cogerle la mano, que tardó poco en enfriarse. Volví a acariciarla como
hacía unos instantes y le coloqué de nuevo la cabeza sobre mi pecho. Ahora el
que temblaba era yo: de ira, de miedo, de frustración. Todo había acabado para
mí. Sin ella no era nada.
Después de dos horas allí
tendido, junto a su cuerpo tan frío y muerto como las estrellas que
contemplamos, sin ya apenas más lágrimas que derramar, arranqué la Nistra con
su sangre. Ella regó su planta favorita con su esencia, una planta que me
acompañaría por siempre. Y en ese momento lo decidí. Decidí que si el universo me arrebataba de
esta manera a Rhila, a pesar de que ambos no le habíamos arrebatado nada al
universo jamás, yo también le arrebataría algo al universo para Rhila.
Nuestra casa se convirtió en el templo de Rhila. Construí un sarcófago adornado
con Nistras y allí coloqué su cadáver. Arranqué todas las Nistras de aquel
campo y las coloqué por toda la casa. Pero todavía quedaban muchos huecos para
más flores. Así que cogí todos nuestros ahorros y vendí el territransporte para
comprar un viaje en una nave interestelar de clase E. Antes de partir compré un hololibro sobre las
flores de la galaxia, decidido a viajar a todos los planetas en los que crecían
Nistras.
Y eso hice.
Pasaba periodos trabajando
de lo que fuese para comprarme el siguiente viaje e iba acumulando montones de
Nistras. Me convertí en un coleccionista compulsivo dispuesto a arrancar de su
lugar unas flores, para conservarlas en recipientes de bioconservación y
llevarlas algún día de vuelta con mi amada Rhila.
Cada vez que veía una Nistra me sentía cerca de Rhila, cada vez que olía una
sentía su aroma, cada vez que la tocaba sentía el roce de su mano. Entendí a
los coleccionistas y su obsesión. Entendí el vínculo que el coleccionista crea
con la pieza que colecciona, comprendí que daba igual el motivo si eso llenaba
algún vacío.
Al igual que no importaba que para llenar tu vacío estuvieses arrancando la
vida o la libertad a otros seres, pues el universo mismo hacía eso con cada uno
de nosotros sin miramientos. Puede que mi forma de ver el mundo sea limitada,
pero para mí solo importaba ella, y ahora lo único que tengo que me une a ella
son las Nistras. Las Nistras son mi mundo, mi vida; son ella. Es mi último
regalo a alguien que lo merecía todo. Y espero que cada Nistra que robe para
colocar en su templo sirva para que sea feliz en la otra vida, para que sienta
mi amor como yo sigo sintiendo el suyo. Para que nuestra conexión sea eterna.
Volví a nuestro hogar, a su
templo, muchos años después. Años de viajes, trabajos, vivencias vacías, noches
en soledad, días oscuros y tristeza infinita. Pero esos años habían merecido la
pena. Cada Nistra me había dado un diminuto rayo de luz que me dio fuerza para
continuar y poder llegar a este día, el día que vuelvo a casa.
Sentí un golpe en el pecho al entrar en su templo. Un golpe que me insufló
energía como hacía una vida que no sentía. Era como si pudiese sentir de nuevo.
Me sentía feliz, pleno.
Coloqué todas las Nistras y varias luces visínticas, que nunca se apagarían.
Con esa luz, el color de las Nistras inundaba el templo, bañándolo en un
precioso color púrpura.
La belleza de aquel lugar y aquel momento me hicieron flotar, me hicieron
sentir con una intensidad que jamás pensé que podía experimentarse. Y entonces,
de golpe, sentí un vacío.
Ya estaba, mi misión había
terminado. El coleccionista de Nistras había concluido su labor. ¿Y ahora qué?
De nuevo mi vida había dejado de tener sentido y ella seguía sin estar conmigo.
Había llegado el momento. Saqué la primera Nistra, la que estaba adornada con
su sangre seca; la Nistra más bella que ha existido jamás.
Abrí el sarcófago, me introduje en él, besé su calavera y me tumbé junto a sus
huesos, colocando su cráneo sobre mi pecho, acariciando su mano huesuda y
depositando la Nistra entre los dos.
Después, saqué de uno de mis bolsillos un electro-cuchillo, pero sin
encenderlo, pues solo necesitaba su filo de metal, no sus propiedades
eléctricas. Lo coloqué sobre mi brazo, que descansaba junto a la Nistra y, sin
dejar de mirar el rostro de Rhila me corté lentamente las venas. Mi sangre se
derramó sobre la sangre seca de Rhila en la Nistra.
Miré al techo de nuestro hogar, nuestro templo de Nistras. Escuché un sonido
extraño que no reconocí, pero que no me importaba lo más mínimo.
Dejé de ver el techo para contemplar el cielo estrellado, dejé de sentir una
calavera para sentir su pelo, dejé de acariciar unos huesos para tocar su piel
y no dejé en ningún momento de oler a Nistra, a ella.
Habíamos creado nuestro propio rincón en la galaxia, en el universo, en los
límites entre la vida y la muerte. Habíamos viajado más lejos que nunca sin
movernos del lugar de siempre. Habíamos forjado un vínculo eterno más allá de
los límites de la razón y lo explicable.
Y justo antes de cerrar los ojos para siempre pensé en los coleccionistas.
Curioso. Pensé en la belleza que se esconde detrás de cualquier objeto, por
cotidiano que sea, por extraño que parezca. La belleza se la otorgamos
nosotros, se la otorgan nuestros sentimientos, nuestros recuerdos, nuestras
experiencias. El universo nos arrebata cosas, pero también nos lo da todo. Nos
da la posibilidad de encontrar la belleza en cualquier rincón de la misma forma
que experimentamos el dolor en cualquier momento. El universo no nos hace a
nosotros, solo nos otorga y nosotros le damos a él. Le damos sentido,
significado, sueños, ilusiones y esperanzas. Le damos importancia. Le damos vida.
Él nos da a cosas, nos da a animales, a personas. Somos nosotros los que
decidimos amar a esas cosas, animales o personas; los que creamos vínculos,
historias, microversos que le nutren.
Con mi último hálito de vida comprendo que el universo colecciona esos
microversos, nos colecciona a nosotros. No para poseernos, sino para
contemplarnos, admirarnos y darnos un lugar. Y da igual cuántos universos
existan y lo cambiantes que sean las leyes de la creación de esos otros
universos, da igual que haya un sentido mayor e incomprensible para nosotros o
un supuesto plan o fin último. En realidad lo único que importa son los
microversos. Y mi microverso no muere hoy, perdurará en el tiempo, porque
nuestras conexiones, nuestras emociones, lo que une nuestras vidas son más que
huesos y flores. Son mucho más.
Y yazco ya muerto, pero todavía vivo, reflexionando, en ninguna parte y en todas a la vez. Siendo consciente de que mi historia puede llegar a muchos: a ti, a ti, o a ti. Puede que la escuchéis, puede la contempléis si viajáis al templo. O puede que la leáis. Sabed todos pues, que cada uno de vosotros: vuestras aparentes insignificancias, vuestros gustos más insulsos, vuestros amores más corrientes, no son tal cosa. Sabed que habéis creado vuestro propio microverso y que con él alimentáis al universo entero con lo único que importa, vengáis del universo que vengáis: historias, ilusiones y la fuerza más imparable y eterna que existe, el amor. Gracias a todos por vuestra aportación. Ojalá el universo os dé tanto como le dais vosotros a él.
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