martes, 9 de noviembre de 2021

Tormento eterno

 


 Me paso todo el día leyendo, todo el día escribiendo. Anoto datos en un libro en el que las páginas llenas de tinta donde no hay hueco para ninguna anotación más contrastan con las páginas en blanco todavía por rellenar.
Una fórmula tras otra danzan por el lienzo de sabiduría que es ese libro. Muevo mi pluma a la velocidad de los rayos que caen sobre mi antigua mansión victoriana. Paso los ojos de un libro a otro y me levanto raudo tirando mi alta silla al suelo.
Salgo del estudio para bajar a mi laboratorio, donde llevo a cabo las fórmulas con todo tipo de artilugios, sustancias y seres vivos de cuya existencia no queréis saber.
¿Qué pretendo conseguir? Os preguntaréis. ¿Qué pret…? Sí, ¿qué pretendo? No lo sé. Me detengo en seco, repasando todas las fórmulas que hay en mi cabeza sin conseguir entender ninguna. Mi respiración se agita y mi corazón bien podría ser uno más de mis artículos para los experimentos, pues está a punto de salírseme por la boca.
No consigo recordar.

En un arrebato de ira tiro todo contra el suelo, esparciendo cristales, ácidos y gases tóxicos por la sala que no tardan en asfixiarme
Salgo disparado del laboratorio con la mano sobre mi pecho, respirando como puedo y escupiendo sangre. Me acurruco en un rincón oscuro y comienzo a sollozar como un crío.
Lo he perdido todo. No solo los recuerdos. Todo. No, todo no. Algo pasa fugazmente por mi mente: un rostro y un lugar.
Me levanto y voy por mi túnica, me pongo mis botas de cuero, los guantes del mismo material y me coloco mi alto sombrero de copa para salir al exterior.
Camino sobre la tierra húmeda que recibe el incesante golpe de la lluvia. Me empapo antes de llegar a mi carruaje, pero no me importa. Pongo rumbo a la ciudad con los truenos como una maquiavélica orquesta que me acompaña durante todo el viaje. Un viaje a los límites de lo desconocido. Un viaje que lamentaré haber iniciado para toda la eternidad.

Durante todo el recorrido ignoro los posibles peligros que me pueden asaltar en los caminos rodeados de bosques y abrazados por una oscuridad inquietante. Solo tengo en mente un rostro, un lugar. Sé dónde tengo que ir, no por qué ni qué me encontraré. Pero mi mente me dirige allí.
El peligro me asalta de la forma que menos esperaba y la más improbable a pesar de la climatología; un rayo asesta un latigazo contra mi carruaje, destrozándolo y dejándome aturdido sobre un charco de barro. ¿Cuántas son las probabilidades de que algo así suceda?
No sé cuánto tiempo pasa, pero acabo levantándome como puedo de tan humillante situación sin reparar en el estado de mi ropa. Como un acto reflejo, recupero mi sombrero y sacudo mi capa, pero continúo mi camino andando.

No consigo caminar en línea recta, veo borroso, escucho un pitido y me duele la cabeza, pero continúo. El sonido del pitido y de los truenos es acompañado por el de un vertrícalo aullando. Al aullido del primer vertrícalo se le unen varios más. Y la oscuridad es rasgada por el brillo de diamantes de color amarillo con una perla negra en su interior enfocada en mí. Decenas de ojos me observan.
Ya no se escuchan aullidos, solo gruñidos. Así que corro. Corro sabiendo que es imposible escapar de esos seres bípedos peludos de colores tan variados como el rojo, el marrón o el azul oscuro.  Son bípedos, pero utilizan sus brazos para impulsarse al correr, adquiriendo velocidades tan elevadas como las de otros animales de cuatro patas. En sus ojos amarillos anida el mal, pues siempre que ponen su mirada en ti sabes que lo único que están pensando es en devorarte o, simplemente, en descuartizarte, para dejar tu cadáver a los carroñeros.
No siempre tienen hambre, ni sed de sangre, a veces solo ganas de matar.
En las ciudades están bien protegidos para que no entren y mi mansión tiene suficiente trampas por las que ni osan acercarse. Pero no estoy en la ciudad ni tampoco en mi mansión. Me hallo solo, en un camino de tierra, en medio de la nada; o lo que es peor, en medio de la oscuridad, en plena tormenta.
Huyo.

Oigo sus aullidos y rugidos tras de mi mientras corro sin pensar más que en esa cara, en ese lugar. No sollozo, no grito, no maldigo, no suplico, solo corro. Corro más y más, como nunca pensé que un ser humano podría correr. Mis piernas van a estallar, mis pulmones van a reventar y mi corazón a explotar. A cada nuevo paso que doy en esta carrera infernal siento que me estoy precipitando a un acantilado mientras una andanada de alfileres se clavan por todas partes en mi organismo.
¿Y todo para qué? Los vertrícalos me alcanzan, siendo ese el momento en el que conozco de verdad el dolor, pues hincan sus dientes en mi cuello y mis extremidades, me desgarran el pecho y la tripa y me arrancan un brazo.
Mi charco de sangre es más abundante y denso que los charcos de barro que me rodean. Y pronto ese barro se mezcla con mi sangre, fusionados en un color que se asemejaba al del pelaje de uno de los vertrícalos.

Los animales enviados desde las entrañas del infierno por el mismísimo Berthuluk, según cuenta las leyendas antiguas, me abandonan a mi suerte. Aun respiro, anegado en lodo, sangre y dolor. Un dolor que no cesa, indescriptible. Me desgañité gritando mientras me destrozaban y ahora apenas me quedan voz ni fuerzas. Lo juro, no me quedan fuerzas y aun así puedo levantarme, no sin cierta dificultad.
Llevo mi mano izquierda al hombro donde debería encajarse mi brazo desaparecido, intentando aplacar un dolor que se me clava en las entrañas. Continuo mi camino moribundo, dejando un rastro de sangre visible en la tierra, dejando una pista a cualquiera –humano o no- que quisiese una presa fácil.
Pero continuo con esas dos imágenes, acompañadas ahora con un dolor que sé que nunca desaparecerá.

El camino se hace eterno bajo la pesada lluvia y con este dolor que nadie normal tendría capacidad de aguantar. Debería estar muerto, o al menos sin poder moverme, desangrándome poco a poco. Pero aquí me hallo, acercándome paso a paso a una ciudad que no sé cómo recibirá a un moribundo que rechace todo tipo de cuidado médico con tal de llegar al lugar que le dará respuestas.

—¡Eh, amigo! ¿Tienes problemas? —grita un hombre a mis espaldas.
Pero yo no me giro.
—¿¡Eres sordo o qué!? —exclama otra voz.
El sonido de un disparo se cuela entre el estruendo de los truenos y me detengo. Al hacerlo noto más el cansancio de las últimas horas caminando mutilado y perdiendo sangre.
—Pero bueno, ¿quién te ha hecho eso? —Un tercer hombre se acercó junto a un cuarto. Me estaban rodeando.
—No… quiero problemas. No llevo… nada de valor encima.
—¿Cómo que no? ¿Qué me dices de ese sombrero de copa, esos guantes y esas botas de cuero? —El cuarto hombre enumeraba los artículos mientras los señalaba­—.  Por no hablar de esa túnica. Quítatelo todo, vamos.
—No­. — No sé por qué me negué aun sabiendo que no tenía sentido—. Podéis quitarme la ropa, pero no el poco orgullo que me queda.
—Ja, ja, ja. El manco se ha puesto gallito. Pues nada, lo haremos por las malas.
Los cuatro se acercaron con puñales y trabucos encañonándome. No me preguntéis de dónde saqué las fuerzas, pero algo ardió en mí, algo doloroso, pero que me impulsó a golpear a uno de ellos con el único brazo que me quedaba. El de su lado me apuñaló un costado, uno de los de atrás me dio un golpe con la culata del trabuco en la nuca y el otro me encañonó tocando mi espalda.
Cuando el primero sacó el puñal de mi costado me enderecé como pude y asesté un codazo al que me había golpeado con la culata, momento en el que el apretó el gatillo. El disparo me tumbó con un tremendo agujero en la espalda que no veía pero sentía tan dolorosamente como las dentelladas y desgarros de los vertrícalos.

Me roban todo lo que dijeron, pero también el libro de fórmulas que llevaba conmigo. Jamás podré enseñárselo a la persona que veo en mi mente. Intento seguir recordando las fórmulas que pasaban por mi cabeza, pero se empiezan a difuminar como el mundo a mi alrededor. He sido destrozado por dentro y por fuera; humillado, despojado de todo tipo de humanidad. Soy un trozo de carne tirado en un camino embarrado. Gimoteo golpeado por el dolor, la tristeza y el miedo. No quiero seguir, no puedo. Este sufrimiento ha de acabar en algún momento. Lo pido por favor, lo suplico. Pero no termina. Nunca.
No me muero, no me desmayo, sigo consciente y me levanto. Sin brazo, destrozado por colmillos, con una cuchillada en un costado y un agujero en mi espalda, pero también con esa imagen, ese impulso que me hace avanzar a pesar de estar más muerto que vivo.

Al fin, tras otras tantas horas caminando llego a la ciudad. Todavía es de noche, aunque ya debería estar amaneciendo. Tal vez haya perdido la noción del tiempo y de la realidad. Sigue lloviendo y tronando, lo que confiere a mi llegada cierto misterio. Aparto a la gente que trata de ayudarme alarmada por mi estado. Pretenden detenerme, informarse sobre el motivo de mis heridas, bloquearme el paso, pero algo vuelve a arder en mí, esta vez con más fervor. Contemplo una claridad cegadora que lo envuelve todo, como si un relámpago permaneciese estático de una forma completamente incomprensible y siento que el dolor, la rabia, el miedo y la ira explotan, literalmente. Oigo un estruendo mayor que el de cualquier trueno y veo a decenas de personas salir disparadas, muertas. Las he matado.

La culpa me azota, pero no puedo detenerme. Las autoridades vienen sobre sus monturas equinas a por mí mientras yo comienzo a correr usando como impulso mis dos brazos ¿Mis dos brazos? Mi brazo derecho ha vuelto a salir y no me había dado ni cuenta, pero es más grande, musculoso y peludo que antes. También el izquierdo. Comprendo entonces que mi forma se asemeja a la de un vertrícalo. Lanzo por los aires con mi brazo a todo el que se cruza en mi camino, mato a dentelladas a un caballo tirando a su jinete, al que aplasto con una de mis piernas… o patas. Y continúo rugiendo, salpicando sangre de mis garras y colmillos al moverme.
Soy consciente de que esto no es natural, pues un mordisco o desgarro de los vertrícalos no provoca ningún tipo de mutación. No hay un solo caso registrado en el mundo conocido. Tampoco estoy seguro de haberme convertido en un vertrícalo, bien podría ser una bestia del imaginario berthulukiense. ¿Soy un demonio? ¿Estoy maldito? ¿Era eso lo que intentaba curar con mis fórmulas?

He llegado al lugar. Se trata de la entrada de una casa normal y corriente. Quiero entrar, pero no quiero hacer daño a esa persona que me puede ayudar. Nadie sale a mi encuentro y entonces miro a la luna llena que corona el tormentoso cielo y aúllo como ninguno de mis vertrícalos atacantes hizo. Intento con ello liberarme de mi pesar por haber matado a esos inocentes y por la bestia en la que me he convertido, y entonces desfallezco y caigo al suelo empapado, desnudo y lleno de sangre. Siento que mi cuerpo es el de siempre, mi piel ya no está envuelta en tan grueso pelaje y siento el mismo frío y dolor físico que sentía antes de la conversión.
Tirito desamparado y me acurruco sin ser capaz de reducir el frío, el miedo o el dolor constante. La única diferencia es que mi brazo derecho sigue estando ahí, a pesar de no ser ya aquella bestia. Pero también sigue ahí la herida del costado y el agujero en mi espalda. ¿Qué está pasando? ¿Quién soy?

Cuando comienzo a cerrar los ojos pensando en mi merecido descanso eterno, en el fin de la agonía, escucho el chirrido de una puerta abrirse y se acerca alguien. Solo veo unas botas que se acercan a mí. Alguien me agarra y me introduce al interior del edificio que hacía escasos segundos contemplaba convertido en monstruo.
No me duermo, soy consciente de todo, pero no puedo hablar. Me están curando, tratando mis heridas con delicadeza, pero sin poder evitar que cada una de ellas arda haciéndome gritar con más fuerza de que la que usé para aullar. Pero sigo sin poder hablar.

Contemplo el rostro de la mujer que me ha salvado e intenta aliviar mi dolor. Es el mismo que aparecía en mi cabeza, ella es la que me librará de la maldición.
Además de tratar mis heridas me alimenta, me cuenta historias de la ciudad, me lee y, bueno, me oculta a las autoridades. Es preciosa, inteligente y valiente por hacer lo que hace. Vive sola y trabaja como sanadora en un hospital de la ciudad, de ahí su conocimiento sobre todo tipo de tratamientos, hierbas y brebajes. ¿Pero cómo sabía yo que tenía que venir aquí?

Mi dolor persiste, pero se ha reducido. Tengo pesadillas con la gente a la que asesiné y con la monstruosidad en la que me convertí, pero poco a poco puedo convivir con ello. Ella me ayuda. Es como si entre tanta locura y sinsentido mi mente se hubiese aferrado a una mota de luz, a la esperanza y la cordura que ella representa. Tal vez la conocí en el pasado y mi mente ha rescatado el recuerdo. Pero sigue sin tener sentido. Nada lo tiene.
Tengo que ser capaz de pronunciar alguna palabra la próxima vez que la vea. Necesito darle las gracias por lo que ha hecho, valorar su esfuerzo y contarle la verdad. Tal vez tenga conocimientos sobre trasmutaciones y regeneraciones de extremidades. Además, me gustaría que intercambiáramos conocimientos y charlar con ella por el puro placer de charlar.

Entonces oigo la puerta. Me aclaro la garganta y, a pesar del dolor, hago un esfuerzo y me levanto de la cama para recibirla.
—¡Hola, mi amor! He llegado dos días antes de lo previsto porque… ¿Tú quién diablos eres?
El nudo vuelve a mi garganta y me bloqueo. Santhia, como se llama la mujer, tiene que estar a punto de llegar y podrá explicarle quién soy, pero su presencia me hace añicos el corazón. Santhia es una mujer desposada, o al menos convive con un hombre que a todas luces es su pareja.
Levanto las manos en su dirección al ver que saca un revólver de la chaqueta y me encañona con él. ¿Por qué estaba tan dispuesto a hablar y de nuevo no puedo articular palabra alguna?
—¿Qué haces en mi casa? ¿Qué has hecho con mi mujer y por qué estás semidesnudo? —El amante de Santhia giró el tambor del revólver— ¿La has hecho algo? O peor, ¿te la estás tirando? Es eso, ¿verdad? Te la follabas mientras yo estaba en la expedición. Contesta, joder. ¡CONTESTA!
Siento el disparo casi antes de escucharlo. La bala me atraviesa el pecho. Al instante oigo el grito de una mujer. No de una mujer, de Santhia, que atraviesa la puerta tras volver del trabajo alarmada, zarandeando a su pareja y corriendo después hacia mí.
—Tranquilo, Desc, te he curado heridas peores. —Me llamaba Desc como abreviación de “desconocido”, pues no le había podido decir mi nombre.
—Así que le conoces. No es un ladrón ni algo peor, es tu amante. —Esta vez encañonó a Santhia con su pistola.
—¿Qué demonios dices, Arthren? —Santhia se giró y vio a ese tal Arthren apuntándole a ella—. No, mejor dicho, ¿qué coño estás haciendo?
—Te lo di todo, Santhia. ¡TODO! —Arthren comenzó a temblar sin poder apuntar bien a la que se suponía que era su amada.
—Estás montando un puto espectáculo por nada, Arthren. Baja el arma. —Por el contrario, a Santhia no le temblaba la voz.
—Dime si te lo has follado en mi ausencia, Santhia. ¡Dímelo! —comenzó a llorar.
—No. Pero después de esto juro que tampoco volveré a hacerlo contigo, puto desquiciado. —No sé si eran las palabras más acertadas para dirigir a alguien furioso que te apunta con una pistola, pero Santhia era una mujer con redaños.
—¡Puta desagradecida! —No disparó, pues le faltaba valor para ello, pero si le golpeó en la cara con la culata tirándola al suelo—. ¡Te lo mereces, por zorra!
Entonces me levanté. El agujero de bala seguía ahí, las heridas todavía sin curar del todo permanecían en mi cuerpo, pero sentí de nuevo ese fuego infernal en mi interior y mi ira estalló. Esta vez no causé una explosión, tal vez por no ser mi primera transformación, pero desde luego esta vez mi víctima no me iba a perseguir en mis pesadillas.
Me lancé contra Arthren mientras gritaba y disparaba inútilmente entre gritos y lamentos. Le destrocé sin miramientos. Cada parte de su cuerpo fue desgarrada o devorada por mí. Ese cabrón había hecho daño a lo más bonito que había conocido en la vida, a la persona que mejor me había tratado sin conocerme y sin necesidad, a lo que en ese momento más quería. Merecía pudrirse en las entrañas del infierno.

En mi violenta descarga de furia sentí que alguien trataba de apartarme de mi presa, así que la aparte con rabia desmedida para acabar mi faena. Y cuando terminé vi lo que había hecho. Santhia yacía inerte con un agujero en el estómago y las tripas asomando. El cuello, para más inri, estaba roto, la cabeza tenía un golpe y los ojos estaban en blanco. Yo mismo, con mis propias garras, había matado a Santhia sin poderle si quiera agradecerle todo, sin poder hablar con ella. La había asesinado por defenderla de su agresor, había destrozado a lo único bonito que me había dado la vida.
Volví a mi forma humana sin ser consciente y abracé su cadáver pensando que tenía que enterrarla. Pero, ¿cómo iba a hacer tal cosa sin que me vieran? Mientras pensaba cómo llevar acabo el entierro aparecieron los vecinos alarmados por los gritos y los ruidos, por lo que me vi obligado a escapar convirtiéndome de nuevo en vertrícalo, o lo que fuese eso. Aparté a los vecinos curiosos hiriendo a alguno al hacerlo y me lancé hacia la noche, lejos de la ciudad, lejos de la mujer que tanto me había dado y a la que la vida le había arrebatado.

En lo más profundo de esa noche despejada y silenciosa, apartado de los caminos y más expuesto a las amenazas, me dejé caer en la hierba y volví a mi forma humana. El dolor de las heridas curadas volvían con la misma intensidad, el de la nueva herida era todavía más insoportable y el dolor de mi corazón, si es que quedaba uno ahí dentro, era inhumano. Cerré los ojos deseando con fuerza desaparecer para siempre del mundo, que la tierra me tragase o que el destino me diese muerte, pero nada de esto llegó.
En cambio sí lo hizo un desconocido envuelto en túnicas oscuras y con el rostro oculto por una capucha. Se acercaba en un carromato sencillo y cubierto por una lona. Avanzó lo suficiente para poder ver el interior desde la parte de atrás, que estaba repleto de recipientes, plantas, artilugios desconocidos, medallones y algún que otro libro.
El carromato giró y se detuvo lentamente a mi lado.
—Un alma en pena aulló a las ausentes estrellas varios ciclos en el pasado. —El hombre encapuchado tenía la voz rasposa y grave y hablaba sin dirigir la cabeza a su interlocutor—.  Hoy esa alma en pena no aúlla, pero se lamenta en soledad, como nunca, sin exteriorizar su pena, dejándola para sí, pues algo en su interior se ha quebrado tras quebrar él la hebra de una vida que había reconstruido la suya, ya ajada por el paso del tiempo y la vida aislada que llevaba.
No pronuncié palabra alguna, ni si quiera me levanté mientras miraba a aquel encapuchado que tanta quietud transmitía. Era una figura lúgubre, pero no me inspiraba miedo. Tampoco paz, pues algo maligno la rodeaba, no sabría decir qué era. Por alguna razón sentía una especie de vínculo hacia ese ser.
—Un extraño emerge de las sombras para darle lo que ansía. Pero, oh, qué ansía este lastimero individuo, pues ni él lo sabe. Tal vez sí sea conocedor de lo que sus entrañas le piden, pero no se crea capaz de alcanzar tal objetivo, pues resulta osado desafiar a la tan respetable y necesaria Muerte.
En ese momento mi interés por ese extraño aumentó. ¿Estaba diciendo lo que estaba entendiendo?
—Sí, Fausto. —Esta vez sí giró su cabeza para mirarme, aunque seguía sin verle el rostro—.  Es justamente lo que tus oídos están escuchando.
—¿Puedes leerme la mente? —No sé siquiera por qué me sorprendía después de todo lo que me estaba sucediendo.
—Y tú puedes escucharme en ella. —Parece que ni siquiera movía los labios para pronunciar sus palabras. ¿Qué clase de individuo es este?
—Entonces, ¿estás dispuesto a traer de vuelta al alma que enviaste a los recónditos caminos que llevan hacia la desconocida existencia que hay tras la cosecha de la Vieja Dama?
—¿Qué he de hacer, viajero? —Me levanté del suelo solo para inclinarme al instante y suplicar a aquel desconocido que me ofrecía lo imposible. Su aura emanaba maldad, pero también poder. Así que confié.
—Bien, joven Fausto. Levántate y sitúate sobre la marca.
—¿Qué marca? —Según lo pregunté el hombre formó un gran círculo en la hierba con un extraño símbolo en su interior. Había quemado el manto verde del suelo con un simple movimiento de dedo.
—Ahora, escucha con atención, siervo de Berthuluk. En otras circunstancias elegirías tu destino, pero me temo que ya decidiste en otro ciclo, en otra dimensión.
—¿Cómo? Yo solo quiero traer de vuelta a Santhia.
—Lo sé ignorante y sufridor Fausto. La dama que trató tus heridas con diligencia y eso que los mortales llamáis cariño, palabra que arde en mi garganta si la pronuncio. Para lograr tal gesta has de desafiar a la implacable Dama Imperecedera y solo yo, el emisario de Berthuluk, puede hacer tal cosa. Berthuluk no es una leyenda como algunos creen, él consiguió colar en este plano dimensional criaturas como los vertrícalos, cuyo único objetivo es la destrucción que tanto ansía mi señor.
»Y mi señor es dueño de todo lo que tanto horror causa a los mortales: del caos, del sinsentido, de la desesperanza, de la muerte. De hecho, es el amante de la Dama Impertérrita. Si Berthuluk se lo pide puede traer a quien quiera de vuelta entre los vivos, aunque eso suponga dar al mundo la esperanza y vida que tanto repugnan a Berthuluk. Por lo tanto, Berthuluk no le pediría tal cosa a la Dama si eso no le otorgase un triunfo.
»Y su triunfo es traer dolor al mundo. Por mi parte, mi trabajo es buscar almas destrozadas y desorientadas que cosechar para el señor. Una cosa por otra. Tu alma, Fausto, por la de Santhia.
Sí, acepto. Renuncio a mi alma por la de Santhia. —El autodenominado Emisario se río profundamente.
—Ya te he dicho, pobre Fausto, que ya tomaste una decisión. Ya aceptaste. Ya pasaste por este doloroso ritual. Pero has de pasar otra vez por él.
—¿Cuál es el motivo?
—Porque eso forma parte del trato. Ingiere la poción que te voy a dar, lee el extracto que te voy a facilitar y sufre como llevas haciendo ya durante mucho tiempo.

Otra vez la risa.

Ingerí la poción que me dio tal como me ordenó, pronuncié las palabras del texto que me mostró y, seguidamente, él pronunció otras en un idioma incomprensible para mí. El círculo se iluminó y comenzó a arder, mis heridas se abrieron hasta reventar y un dolor que jamás en la vida había sentido me sacudió. Era como si el fuego del exterior se extendiera también por mi interior, como si cada órgano reventase, como si la mente se quebrase y la realidad se distorsionase no para hacer desaparecer el dolor, sino para generar más. Para superar el umbral de lo posible.
Era el infierno en vida. Llegué a dudar de si esto merecía la pena por traer de vuelta a aquella mujer cuyo nombre comienzo a olvidar.
—Intentarás traerla de vuelta tú mismo, Fausto. Lo harás bien de hecho. Eres un hombre inteligente y con lo que has aprendido hoy, con el simple hecho de saber que es posible, desafiaras a la Dama del Infinito, a su amante, el que es mi señor, y a mí, su emisario. Pero llevas intentándolo ya 234 años Fausto, olvidando en cada ocasión tu maldición, tu dolor infinito, la tormenta que nunca termina para ti. El tormento eterno al que has sido sometido. Olvidando que la única forma, al final, es hacer trampa, es hacer este trato, es alimentar la paradoja.
Ella ya no está viva, claro, partió de nuevo hace 196 años. Pero le diste años extra, una vida feliz junto a un hombre que la amó y el recuerdo borroso de un suceso protagonizado por una persona que olvidó para siempre.
—No puede ser. Por favor, acaba con ese tormento. Ahora lo recuerdo todo, cada año, cada repetición, cada herida, cada punzada en el corazón. Mátame, por favor. ¡MÁTAME! —grité con el dolor más extremo azuzando mi voz, con la agonía continua vistiendo mi alma desesperada que sabía que estaba condenada al sufrimiento infinito por un alma que ya no estaba y para la que nunca llegué a existir.
Grité más fuerte que el aullido una jauría de vertrícalos furiosos y hambrientos mientras toda la lucidez desaparecía de golpe y mis recuerdos se borraban junto al nombre de aquel rostro y aquel lugar, lo único que se me quedó clavado en mi triturada mente.

¿Lo único? No. Cuando desperté en el escritorio de mi mansión recordaba que había sufrido y sufriría lo indecible. No sabía el qué, pero sí que tenía que ver con una mujer a la que conocería y debería resucitar. ¿Era posible resucitar a una persona? Sí, lo es. Por algún motivo lo sé y tengo la capacidad de conseguirlo. Soy Fausto, un genio. He visto brebajes y conozco fórmulas que he sentido en libros viejos conectados a un gran poder. Necesito resucitar a esa mujer, no tanto por ella sino por mí. Esto no es por amor, ni siquiera por supervivencia, no. Tengo un momento fugaz de angustioso recuerdo. Esto es solo una huida: del dolor, de la voz del Emisario, del favor de la Dama Segadora, de las garras de aquel que es su amante, Berthuluk. He de lograrlo.

Me paso todo el día leyendo, todo el día escribiendo. Anoto datos en un libro en el que las páginas llenas de tinta donde no hay hueco para ninguna anotación más contrastan con las páginas en blanco todavía por rellenar.
Una fórmula tras otra danzan por el lienzo de sabiduría que es ese libro. Muevo mi pluma a la velocidad de los rayos que caen sobre mi antigua mansión victoriana. Paso los ojos de un libro a otro y me levanto raudo tirando mi alta silla al suelo.
Salgo del estudio para bajar a mi laboratorio, donde llevo a cabo las fórmulas con todo tipo de artilugios, sustancias y seres vivos de cuya existencia no queréis saber.
¿Qué pretendo conseguir? Os preguntaréis. ¿Qué pret…? Sí, ¿qué pretendo? No lo sé. Me detengo en seco, repasando todas las fórmulas que hay en mi cabeza sin conseguir entender ninguna. Mi respiración se agita y mi corazón bien podría ser uno más de mis artículos para los experimentos, pues está a punto de salírseme por la boca.
No consigo recordar.

En un arrebato de ira tiro todo contra el suelo, esparciendo cristales, ácidos y gases tóxicos por la sala que no tardan en asfixiarme
Salgo disparado del laboratorio con la mano sobre mi pecho, respirando como puedo y escupiendo sangre. Me acurruco en un rincón oscuro y comienzo a sollozar como un crío.
Lo he perdido todo. No solo los recuerdos. Todo. No, todo no. Algo pasa fugazmente por mi mente: un rostro y un lugar.
Me levanto y voy por mi túnica, me pongo mis botas de cuero, los guantes del mismo material y me coloco mi alto sombrero de copa para salir al exterior.
Camino sobre la tierra húmeda que recibe el incesante golpe de la lluvia. Me empapo antes de llegar a mi carruaje, pero no me importa. Pongo rumbo a la ciudad con los truenos como una maquiavélica orquesta que me acompaña durante todo el viaje. Un viaje a los límites de lo desconocido. Un viaje que lamentaré haber iniciado durante toda la eternidad.



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