miércoles, 12 de junio de 2013

Ecos de un Susurro


Árboles, montañas, flores y animales pasaban a gran velocidad junto a él, sus delgadas y cortas piernas se movían todo lo rápido que podían, su mirada se mantenía al frente, su respiración era más intensa a cada paso, no era el miedo lo que le hacía correr, algo le empujaba a huir, a desconfiar de esas criaturas. Sabía que había personas importantes esperándole más allá, debía correr, se lo susurraba al oído “corre, corre, corre ¡Corre!” No podía dejar de hacerlo, se sentía cansado, pero no paraba, no podía hacerlo, no quería, no le dejaban. Al principio tuvo cuidado, pero ahora pisaba las flores que se cruzaban en su camino, no respondía a la llamada de los pequeños animales del bosque que antaño amaba, solo quería llegar al final de esa carrera.

Tras él, sus pasos eran delicados, pero rápidos y ágiles, aun así el chico corría más que ellos, más que esas bestias de piel rocosa, esas bestias gigantes y enanas. Seres con alas en la espalda, seres sonrientes y babosos, seres con muchos brazos y con ninguno, seres con musgo en lugar de pelo, seres con lenguas llenas de vida, libres de abandonar esa boca. Muchos seres que corrían tras él, desnudos, pero sin sexo, ninguno hablaba, todos gruñían, gruñidos cariñosos, apenados, asustados, trasmitían serenidad y no asustaban, pero el corría. Corría y corría y no había quien le pudiese detener, nada le podía parar, no podía dejar de correr. La carrera estaba siendo larga y muy intensa, tenía que llegar antes que ellos, no podía dejar que le cogieran, no sabía lo que le harían. En realidad estaba a gusto allí, pero no podía quedarse, no debía, lo sabía, así que un buen día, sin motivo aparente, huyó.

Comenzó caminando, varias veces retornó a su lado, hasta que un día comenzó a correr sin parar. Llevaba meses corriendo, meses que parecían años. Vio a sus padres al final del camino y los vio a su lado, al final del camino reían, pero a su lado lloraban. Se abrazaban a los árboles como si así pudiesen detener a su hijo. Alargaban los brazos para tocarle, gritaban a las criaturas, querían alejarlas de su pequeño, o eso pensó. Por un momento le pareció que les animaba a ellos y cuanto más lejos estaba de sus garras y más cerca de su meta, más lloraban.

Pasó junto a una cascada enorme de un agua cristalina que al caer producía un melodioso sonido que le tentaba a detenerse, pero él seguía corriendo. “Corre, corre, corre, corre ¡Corre, corre! ¡Huye!” La voz le estaba enfadando, pero tenía que hacerla caso, si no lo hacía sería esa voz la que le castigase y no las bestias, así que tenía que correr sin pensárselo. Hubo momentos en los que no podía evitar sonreír cuanto más se alejaba, se sentía vivo corriendo sin parar, se sentía único alejándose de ellas, se llegó a sentir poderoso. Pero cada vez era más frecuente que se sintiese tan apenado como los gemidos de las bestias, sentía un vació en su interior tan grande como algunos de los monstruos que le seguían. Lloró, lloró sin parar de correr, gritó mientras esprintaba. “Corre, corre ¡Corre! ¡Vamos! Estás cerca, muy cerca, cerca de mí, cerca de ella, lejos de ellos. Puedes llorar, puedes gritar, pero no puedes parar, no puedes retroceder”. Podía, pero no debía, no ahora o le cogerían y acabarían con su vida. “En realidad debes y no puedes, así que ¡Corre! ¡Más rápido! ¡Corre!”

Las lágrimas huían del destino del muchacho viajando hacia las bestias que las recibían con profundos gemidos que le estremecieron, encogiéndole su ya diminuto corazón. Quería irse con sus lágrimas, quería viajar con ellas y dejarse abrazar por sus bestias, pero estaba tan cerca… y estaba esa voz, esa voz que no sabía de donde venía, esa voz que odiaba pero que le ayudaría “¡Corre!” Al recibir las lágrimas muchas de las bestias se detuvieron a recogerlas con sus manos, otros cayeron al suelo derrotados al ser tocados por ellas y los más diminutos seres se metían en su interior para viajar por el bosque que el chico abandonaba.

Corría, corría y corría, lloraba, lloraba y lloraba,  también gemía, un gemido parecido al de aquellas bestias que le perseguían,  se lamentaba, se disculpaba, suplicaba, respiraba…cada vez más fuerte, cada vez más entrecortadamente, pero nada le paraba. Comenzó a herirse la cara con las ramas que le propinaban fuertes latigazos como castigo a su huida. Tras varios golpes con ellas se alejó de los árboles que comenzaron a moverse para unirse a las bestias que le perseguían. Extendieron sus ramas mientras extraían sus raíces, pero él fue lo suficientemente hábil para saltar y esquivarlas. Las rocas también comenzaron a moverse tendiéndole trampas. Tropezó varías veces, se hizo daño, mucho daño, pero no paró. “Corre, corre, corre, corre. Más, más, más, más, corre, vamos, vamos, vamos”  No paraba, corría, saltaba, se agachaba, rodaba, esquivaba y lloraba, sobretodo lloraba.

El suelo comenzó a temblar sin poder detenerle. La inmensa montaña comenzaba a moverse, rugía furiosa mientras se unía a la persecución, sus pasos eran lentos, pero enormes, capaz de recorrer el mundo dando solo unos pocos. Pero jamás pudo alcanzar al niño que corría sin pausa, sin miedo, pero con pena, con rabia y con dolor. Con esa voz continua, molesta, susurrante, perniciosa. “Corre, muchacho, corre, ya todos van detrás de ti, has desmoronado su mundo, así que corre… ¡Vamos!” Ahora el chico confiaba en la voz así que…Corrió, corrió, corrió, sin pensar, sin titubear, sin temer, sin amar, sin llorar. Solo corrió, corrió como siempre, como nunca. Ya no necesitaba a la voz, pero ahí seguía “Corre, corre, corre, corre, corre, ya lo tienes, ya me tienes. Corre, corre, ven a mí, corre a salvarte, corre a la vida, a la única opción corre hacía donde ya todos están, hacia donde todos corren, hacía donde todos mueren”. Y así corrió, corrió con todas esas bestias a sus espaldas, bestias que gritaban, que corrían, volaban y reptaban, bestias que lloraban. Bestias que montaban caballos sin sillín, perros sin collar, felinos sin cascabel, aves sin jaulas, animales que aullaban al viento sin reducir su ritmo, llamando al muchacho que en el pasado les cuidó, que les alimentó y durmió junto a ellos.

Pero el muchacho no oía, no escuchaba, no a ellos, solo a la voz que no se cansaba de hablar, de gritar, siempre las mismas palabras, siempre las mismas órdenes. Siempre lo mismo, una y otra vez, una palabra que se repetía constantemente…  ”¡Corre!” Y eso hacía, corría, corría, corría, corría esperando la meta, esperando el final, la salvación. Corría sobre un vacío que no le importaba, corría sobre la nada, corría bajo un cielo que se alejaba, no paraba. Entonces, la hierba volvió, se extendió como si fuese una alfombra pasándole de largo conectándose con una gran cantidad de brea que se extendía hacia él desde el otro extremo del infinito, brea que pisó, una brea fría que no le gustó pero a la que enseguida se adaptó. En ese momento lo vio, algo que jamás pensó que vería y que a la voz parecía molestar, aunque no paraba de reír y de gritar. Vio a un niño de su misma edad que corría. Corría, corría, corría, corría y no paraba, como él. Como él, pero con miedo y, a pesar del miedo, esperanza, sin esa voz, corriendo en dirección contraria a la suya. Él mismo se decía “¡Corre, corre!”, nadie más que él lo pedía y lo hacía con la misma intensidad, a la misma velocidad. Y no lloraba, a pesar del miedo reía, reía sin parar, una risa que le llegó a parecer absurda, ignorante.

Al cruzarse, ambos niños se miraron sin parar de correr, los ojos del otro niño brillaban con gran fulgor, mientras los suyos se apagaban, eso le permitía ver mejor que al otro muchacho cuya luz era demasiado intensa como para ver el camino que tenía frente a él. Se le pasó por la cabeza detenerse, avisarle de lo que iba a encontrarse, del peligro que se iba a cruzar, de las bestias que le iban a matar, pero solo corrió. “¡Eso es! Corre, corre, corre, corre, olvida al inconsciente muchacho y solo corre ¡Ven!” No se detuvo, no obstante giró la cabeza para comprobar como el otro muchacho sí se había detenido mientras, sin parar de mirarle, le gritaba, advirtiéndole de algo. En ese momento se sintió mal por no haberse parado para hacer lo mismo, un sentimiento de culpabilidad que le azotó tan despiadadamente como una de las ramas de ese bosque que dejó atrás, cuando vio como las bestias alcanzaron al otro chico…no hubo abrazos, no hubo risas, ni besos, no hubo juegos, ni caricias…no hubo amor. Solo hubo golpes que al principio parecía no notar. Le mordieron, le arañaron, le azotaron, le zarandearon, le estrangularon, le aplastaron, le atravesaron el pecho con una rama y le decapitaron. El jinete pasó sobre su cabeza rodante sobre la hierba y todos lloraron. Había parado de correr y había muerto.

En cambio el seguía corriendo, estaba a salvo porque corría, corría, corría, corría, corría, la voz se lo decía “corre, corre, corre, corre, corre más, corre más, más, más, más, no pares, vamos, vamos, vamos, estás cerca, no pares o morirás. Corre, corre para vivir, corre sin parar, corre y no mires atrás, corre seguro del lugar que ocuparás, corre sin dudar, corre para vivir, corre para morir, corre para vivir muerto ¡Corre!” Y corrió, miró al frente y corrió, corrió hasta que no pudo hacer otra cosa que parar.

Ahí estaban, las bestias de las que el otro muchacho huía, bestias que le perseguían y que a él le cortaban el  paso, bestias humanas que le miraban, no todas, pues algunos le ignoraban. Vestían con harapos, con trajes, vestían abrigados, vestían con escasez, algunos ni vestían. Ellos si mostraban su sexo, miembros de los que no podían desprenderse, afilados como algunas de las armas que portaban. Espadas, mazas, trabucos, cañones, granadas, lanzallamas, machetes, sables, pistolas. Ellos también tenían lengua, una lengua atada, esclava de su boca y con veneno en la punta. La saliva le pasó por la garganta abrasadora como ese veneno, espesa como esa brea que les rodeaba. Intentó darse la vuelta, pero ya era tarde…le atravesaron con cada arma afilada, con cada una de ellas, hasta las que no eran de acero, compuestas de carne y debilidad, atadas a su cuerpo. Le golpearon, le escupieron, le insultaron, le dispararon, le abrasaron y, finalmente, también le decapitaron. Un hombre sobre una moto pasó sobre su cabeza hundida en la brea mientras todos reían.

La voz susurraba a la cabeza sin dueño que había huido del cuerpo que ya no corría, inerte sobre la suciedad, bajo una nube negra y junto a bestias de diferentes mundos que se miraban con odio a través del muro invisible que ellos no podían traspasar ni destruir, un muro que solo los niños tenían la habilidad de saltar para recibir la más dolorosa muerte. “Da igual donde corráis, quien os anime a hacerlo, hacia donde os dirijáis, vuestro destino es este. Ambos seguís vivos, no en estos mundos, pues aquí no hay lugar para los niños. Vuestra huida, vuestra carrera, solo representa vuestro destino, el modo en el que moriréis, atados a una sociedad sin escrúpulos, poblada de humanos sometidos a su propia existencia, que no os da muchas más posibilidades que la de vivir amando el dinero. Una sociedad sin esperanza, sin sueños, con la realidad tangible frente a vosotros, con un mundo de sueños que habéis dejado atrás y en el que tampoco estáis a salvo, pues cuando os quedáis en él, la cruel y oscura realidad os estrangula, os decapita. Buscáis el amor de ensueño en el que todos creíamos, la perfección que anhelamos, pero sigue siendo un mundo ficticio, precioso en apariencia, pero un mundo que, como todos, si permanecéis demasiado en él acaba con vuestras miserables vidas. Vidas que aun habiendo llegado a la meta no sabéis dirigir, cuerpos adultos que permaneciendo inmóviles no dejan de correr, no quieren dejar de hacerlo.

A ti te ha matado el trabajo, tu familia, tus vicios, tu sociedad, a él su irresponsabilidad, su soledad, su pobreza, su libertad. A ambos os ha matado vuestro mundo, vuestra huida, vuestra meta. Pero seguís vivos, niños maltratados y decapitados, niños olvidados cuyos cadáveres yacen enterrados en vuestro interior, niños que si despertaran de su forzado descanso se horrorizarían y enloquecerían con la visión de su nueva realidad. Niños que resucitarán cuando vosotros muráis. Ahí estaré yo, susurrándoos de nuevo, pidiendo que lo hagáis, una voz que no pertenece a nadie, que os pertenece a todos, una voz que no todos escuchan, una voz nacida de ambos mundos y que solo pertenece a uno, una voz que os  pedirá que lo hagáis de nuevo, que corráis, que nos os detengáis. Porque ese es vuestro destino, correr. El tuyo también, tú no me oyes, pero me lees y sabes que has corrido tanto como ellos y si me estás leyendo desde ese cómodo asiento quiere decir que la dirección que escogiste fue la de ese muchacho al que estoy susurrando, que fueron las bestias humanas quienes te decapitaron, quiere decir que tu cabeza de infante yace sobre la brea, pero no temas querido lector, ya no hace falta que corras, solo tienes que esperar, ella llegará y cuando aparezca, entonces, de nuevo… ¡Correrás!

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