jueves, 6 de junio de 2013

Juego de Hermanas



Encendió su cigarrillo como todas las noches a esa hora. Una hora en la que siempre estaba frente algún cadáver. Siempre encendía un cigarrillo cuando estaba frente a uno, en realidad daba igual la hora del día. Cada vez que contemplaba un cuerpo sin vida pensaba en lo que ellos ya no tenían y en lo que él todavía disfrutaba. Las personas para él eran como uno de esos cigarrillos, cuando alguien decidía sacarlos de la cajetilla no era para mimarlos ni cuidarlos, era para usarlos, para consumirlos. Se colocaban en la boca delicadamente, después la llama del mechero se acercaba a ellos, la misma llama que aviva nuestros corazones, la misma llama que nos hace sentir vivos, la misma llama que nos acaba consumiendo convirtiéndonos en una colilla inservible. Pero esa llama no aparece por que sí, alguien la enciende, alguien dispuesto a consumirnos y a auto-complacerse. Ese alguien también es consumido. Consumido por el veneno del cigarrillo, por nuestro veneno, pues hasta la persona más humilde guarda un poco en su interior.
Allí estaba él con sus dos cigarrillos consumiéndose, uno en su boca otro frente a él, ambos rodeados de cadáveres. Todos tenían varios disparos en su cuerpo y uno todavía se arrastraba gimiendo de dolor. Pero sus leves gemidos no eran nada en comparación con los sollozos y las súplicas del hombre que se encontraba frente a él. Pedía piedad, pedía explicaciones, llegó a pedir perdón, aunque no pareciese que hubiese motivo para hacerlo. Lo que más pedía era vivir, pero él no podía darle nada de eso.

Se acercó a él lentamente, disfrutando del cigarrillo hasta la última calada, lo mismo que iba a hacer con él. Tiró un cigarrillo al suelo, al otro lo levantó cogiéndolo por los hombros y comenzó a dar las primeras caladas…golpeándolo. Le golpeó hasta perder la cuenta de las veces que su puño impactó contra su cara. Una cara que ya estaba hinchada y por la que sus lágrimas se unían a su sangre. Los puños del fumador también estaban hinchados y ensangrentados. No era un hombre corpulento, pero tenía lo que necesitaba para dar la peor paliza a aquel hombre y para aguantar el dolor de cada golpe. Los puñetazos precedieron a las patadas, en cada hueso, en cada músculo, nada parecía poder detenerlo. Hizo impactar su cabeza contra la pared y contra el suelo. Tenía la gabardina ensangrentada, se dio cuenta cuando sacó el cuchillo que guardaba en ella. Ya no había golpes, pero los gritos fueron más escalofriantes. Llevó el cuchillo a sus muñecas a sus tobillos, lo llevó a sus hombros, a sus rodillas, a su pecho y a su cara. No tocó ningún punto vital, esperó el tiempo suficiente, el tiempo que su cuerpo aguantase. Cuando su cuerpo mutilado ya no aguantaba más, el hombre de la gabardina decidió acabar con ese cigarrillo. Ya no había nada más en él que se pudiese aprovechar, aunque había disfrutado más que con el primero. Para ello solo tuvo que sacar su pistola, hubiese podido disparar a otras partes de su cuerpo antes de hacerlo en su cabeza, pero ya no sentiría el dolor y no quería desperdiciar más balas, la noche sería larga.


Salió de aquel almacén abandonado que ahora solo tenía ratas y cadáveres de personas que en vida no habían sido más que eso, ratas que habían infectado el mundo. Estaba acostumbrado al olor a muerte, no al de la carne podrida sino al de la muerte fresca y carente de sentido. Cada día veía cadáveres, cada día sus ojos contemplaban gente mutilada, gente estrangulada, golpeada, apuñalada, disparada… cada mañana, cada tarde, cada noche lo mismo. Estaba ya tan acostumbrado…no recordaba si algún día le había afectado, desde luego ahora no. De hecho no solo no le afectaba, estaba disfrutando con ello. Cada golpe que asestaba, cada puñalada le hacía sentir vivo, le tranquilizaba. Había llegado el momento de ir a por su siguiente ración, de sacar el siguiente cigarrillo, de fumárselo lentamente y disfrutarlo hasta la última calada. Aparcó el coche donde pudo, era tarde y en las oscuras calles no había más que coches aparcados, todo el mundo estaba en sus hogares, con sus seres queridos a punto de terminar el día y a unas horas de empezar uno nuevo. Para él ya no había días nuevos, para él los días no terminaban ni empezaban, para él ya había terminado todo y paradójicamente empezaba algo nuevo. Ahora él era el encargado de que el día de los demás finalizase…para siempre.

Llamó a la puerta. Una mujer no muy alta, regordeta y un poco mayor la abrió un tanto asustada. Tenía motivos para estarlo. El hombre de la gabardina la apartó de un empujón sin ni siquiera mirarla a la cara. Un hombre se levantó del sofá apartando la bandeja de comida a un lado sin apagar la tele que había tras él. El inquilino miró al joven y después a la pantalla del televisor, estaban dando una serie que solía ver. La imagen que se podía ver en ella era la de un hombre asesinado rodeado de policías. El inesperado invitado miró la imagen fijamente, pensativo. Sacó un cigarrillo y lo encendió mientras lo ponía en la boca. La mujer le gritaba, él se dio la vuelta y la golpeó tan fuerte que la tumbó. El hombre le gritó, saltó el sofá como un loco y se abalanzó contra el intruso agarrándole por la espalda para que se detuviese. El hombre de la gabardina manchada de sangre se dejó caer hacia atrás, tras caer le dio un codazo a su captor y se liberó de él. Ambos no tardaron en levantarse del suelo y, mientras uno iba a por un bate de su habitación, el otro sacaba su pistola, con la que apuntaba a la mujer que había golpeado, con un gesto le pidió que soltara el bate cuando el joven regreso. El chico, que parecía hijo de la mujer golpeada que sollozaba en el suelo, lo soltó intentando tranquilizar al loco que había entrado en su casa. Sin dejar de apuntar a la mujer, se acercó a él atándole con los cables del televisor a un mueble cercano. La imagen de la policía había desaparecido de la pantalla, de su cabeza

Tras atarlo guardó la pistola, se acercó a la madre, se agachó, la miró y la acarició. Esa mujer no había hecho nada, solo desvivirse por criar a su hijo, un buen muchacho que la quería y la ayudaba en todo lo que podía. Siempre…menos esa noche. Esa noche nadie podría hacer nada por ellos, nadie podría pararle. Nunca nadie le había podido parar, le daba igual estar siempre rodeado de muerte y desgracias, él nunca se detenía, parecía no tener suficiente y a veces olvidaba porque lo hacía. Su cuerpo se lo pedía, su mente también, simplemente se sentía muy bien y esa noche se sentía tan bien como siempre o incluso mejor. Cada golpe asestado dañaba más al chico que a la propia madre. Sus gritos se sumaban a los de ella, él los ignoraba. El cigarrillo parecía consumirse más rápido con cada puñetazo y patada. Después de la paliza ayudó a la mujer a levantarse del suelo para colocarla frente a su hijo, atado, frustrado, avergonzado y dolido. La madre lloraba mientras su pequeño, de más de veinte años, solo era capaz de balbucear “mamá, mamá…” balbuceos que se convirtieron en un grito pronunciado la misma palabra cuando el cuchillo de su gabardina se dejaba ver para deslizarse con suavidad por la papada de la mujer. Un pequeño movimiento que ahogó unos gritos y potenció otros.

Tras tirar el cadáver de la mujer al suelo, tiró el tercer cigarrillo de la noche junto al sofá y se inclinó hacía su cuarto cigarrillo, que parecía ya una simple colilla. Le desató, pero él no hizo ningún esfuerzo por escapar o golpear al hombre. Parecía no querer vivir sin su madre y aceptaba su cruel destino, un destino que, tal vez, no merecía. Volvieron los golpes, los cortes y los gritos de dolor. Lo tiró contra la tele, lo pisoteó en el suelo y lo golpeó con el bate que había intentado usar contra él. Cuando ya estaba lleno de sangre y moratones lo arrastró hasta la cocina. Abrió el horno y metió su cabeza en ella. Parecía no darse cuenta de lo que le estaba haciendo y si lo hacía no parecía importarle.

La llama siempre nos consume, pero antes de que aparezca empezamos a sentir un agradable calor, una cálida sensación en nuestro interior que si no sabemos controlar nos abrasa. Si no tenemos cuidado y dejamos que cualquiera acerque esa llama, podemos correr un riesgo aún mayor que el de ser consumidos poco a poco como un cigarrillo. Puede que antes de que nos demos cuente nos estemos abrasando y, aunque podamos pararlo antes de que acabe con nosotros, ya no volveremos a ser los mismos, una marca horrible e imborrable no nos dejará olvidar. Pero esa noche no tenía intención de apagarlo en el momento adecuado para dejar simplemente su cara desfigurada. Llegó hasta el final, hasta que los alaridos se detuvieron y el cuerpo dejó de agitarse. Hasta que el olor a carne quemada era ya insoportable.

Salió de la casa con las miradas de los vecinos puesta en él. No importaba, solo importaba continuar con su tarea. Arrancó el coche sin pensar en lo que había hecho, pensando solo en lo que haría ahora, dónde iría, quien sería el siguiente. Por la carretera no circulaban muchos coches, lo que facilitaría llegar a la hora prevista. Lo tenía todo muy calculado, le gustaba tener siempre todo bien atado, nunca dejaba un cabo suelto y siempre llegaba hasta el final. Indiferente por lo que veía, pero involucrado al máximo. Nunca se le había escapado nada, todo le había salido como había planeado y deseado, todo menos una cosa. Pero esa noche no había cabida a errores, nada saldría mal, no podía hacerlo. Nunca se perdonó ese error, pero hoy lo enmendaría.

Había un parque, en él mendigos y yonkis, pero ninguno le importaba ahora, aunque en realidad no le habían importado nunca. Solo le importaba el único hombre aparentemente sano entre ellos, un hombre con chándal y capucha que corría junto a su perro. Peculiar hora para salir a correr. Por las mañana dormía demasiado, y estaba ocupado con otras cosas por la tarde. La noche era perfecta para correr y pensar junto a su amigo más fiel. Mientras desaceleraba y mantenía la vista clavada en el deportista y su mascota, soltó las manos del volante y encendió su quinto cigarrillo, preparado para ir a por el sexto. Tras volver a colocar las manos en el volante lo primero que hizo fue acelerar y después girarlo bruscamente. El coche se subió a la acera, los mendigos se sobresaltaron y gritaron improperios seguidos por un aullido. Algunos vecinos se asomaron por la ventana cuando el deportista gritó angustiado. Su amigo de cuatro patas tenía el pelaje cubierto de sangre y la mirada triste como nunca. Miraba a su dueño y al coche sin entender que había pasado. Su amo nunca le había golpeado ni gritado, pero ahora solo oía sus gritos y veía como golpeaba la masa de acero que le había aplastado.

Un hombre con gabardina, sangre en las manos, y una pistola y un cuchillo entre ellas, salió del coche. El pobre animal observó los golpes sin poder hacer nada. Contemplaba a su dueño sufrir sin poder levantarse a ayudarle. Hubiese mordido a aquel demente, le hubiese destrozado la cara con sus garras y colmillos, pero no podía ladrar, ni siquiera gruñir. Estaba muy débil y su cuerpo lo único que hacía era temblar. El hombre que le había atropellado acercó a su dueño, todavía vivo, lleno de golpes y cortes. Había guardado el cuchillo y tirado el cigarrillo a la cara del perro que no reaccionó, ni hubiese podido hacerlo. Su dueño tenía su misma mirada triste, el cuerpo también cubierto de sangre y las mismas ganas de destrozar al hombre que había atropellado a su perro. Pero no podía hacer nada, solo esperar a reencontrarse con el animal en algún lugar después de que el auténtico animal que había entre ellos acabase con sus vidas.

El disparo que acabó con uno de ellos resonó en la calle provocando que los vecinos se metiesen en sus casas y los mendigos saliesen corriendo del parque. El asesino tiró a su víctima contra el capó ensangrentado de su coche mientras éste lloraba por el dolor y la muerte de su perro. Su cuerpo cercenado se resbalaba del capó, pero antes de que cayese al suelo el segundo disparó sonó acabando con los llantos. Cuando el cuerpo llegó al suelo solo era una masa de carne sanguinolenta.

El motor de coche volvió a ponerse en marcha. Un motor que rugía con fuerza, tan rabioso como su conductor, consumiendo gasolina que en cualquier momento podía arder, echando humo que no hacía más que intoxicar y cubierto de sangre…exactamente igual que su dueño. El coche se incorporó a la carretera, en esta ocasión al contrario que el hombre que lo conducía, un hombre dispuesto a seguir su propio camino, lejos de lo que era correcto. ¿Acaso había caminos correctos? Él solo quería conducir siguiendo sus planes, siempre conducía por los lugares más peligrosos. Si miraba por el retrovisor siempre veía cadáveres, si miraba hacia delante siempre veía personas huyendo, pero era la primera vez que si miraba al frente veía la carretera despejada. Hasta que un coche se cruzó con él, iba por el carril contrario y las luces le deslumbraron. Cuántas veces le habían deslumbrado las luces frente a un cadáver. Una luz que dejaba registrado el crimen, una luz que le recordaba lo qué había sido en el pasado, lo que había visto. Muerte, solo muerte. Estaba siempre rodeado de cadáveres, solo había muerte…muerte y un deber que cumplir. Seguía sin saber porque hacía lo que hacía, pero alguien tenía que hacerlo. Siempre se preguntó que habría después de la muerte, que pasaría con todas esas personas que ahora solo eran cadáveres, siempre quiso averiguarlo y las envidiaba por haberlo descubierto. No se sentía mal por ellas, él solo se centraba en su trabajo, pero ¿Era correcto su trabajo?

No había tiempo para seguir pensando, había llegado a una cancha de baloncesto en la que un hombre jugaba con un niño. Curioso, compartía horario con la anterior víctima, aunque no le sorprendía. Llevaban el mismo ritmo de vida insano que intentaban disminuir con un poco de deporte a horas intempestivas. Lo peor es que este era un irresponsable que arrastraba a su hijo con él a jugar, a seguir sus pasos, a imitar su mala vida. Una mala vida que estaba a unos minutos de terminar.

Antes de bajar del coche encendió un nuevo cigarrillo. Cada uno de ellos le sentaba mejor que el anterior y este ya era uno de los últimos de la noche. Se acercó a la cancha con una tranquilidad inquietante, como si se dirigiese solo a tirar unas canastas. Se detuvo tras los desafortunados. El balón dio un bote, dos botes, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce botes, después fue lanzado, pero no entró. Rebotó y cayó junto al incansable asesino. Fue entonces cuando el niño y su padre lo vieron. Doce votes había dado, doce personas morirían esa noche, era curioso, los cálculos le salían hasta cuando no dependían de él. Entonces pensó en jugar con la suerte. Si debía de parar eso en ese momento, si había llegado demasiado lejos, la vida querría que parase, la daría una oportunidad de que decidiese por él, de que le sacase de su error. Cogió la pelota…doce votes ¿Había sido casualidad? Si fallaba, si no metía, se daría cuenta de que sí, porque todo quedaría en ocho asesinatos, detendría esa locura. Iba a jugar con la vida y con la muerte ¿Querrían ellas que siguiese jugando? La respuesta llegó cuando la pelota entró. La matanza continuaría ¿Por qué la vida quería? Posiblemente, pero no había jugado limpiamente, sabía que no fallaría, entraba dentro de sus cálculos. De joven había sido un gran jugador de baloncesto, el mejor de su equipo y ahora era el mejor en su trabajo, nunca dejaba uno a medias y esa noche no sería distinta. Jugaba sobre seguro.

El hombre, impresionado, volvió a pasarle la pelota para que volviese a tirar, pero cuando la tuvo entre las manos no la tiró a la canasta si no a la cabeza del niño, tumbándole violentamente. Su padre abrió los ojos como platos, perplejo, furioso y asustado. Corrió hacia el niño para protegerle, pero la pistola volvió a asomarse una vez más esa noche, deteniendo al hombre cerca de su hijo. Iba a tener las manos ocupadas y tenía que asegurarse de que su próxima víctima no le molestaba, así que apretó el gatillo apuntando a una de sus piernas. Tras hacerlo se acercó al niño todavía consciente, guardó la pistola y le rodeó su pequeño cuello. La imagen fue terrible hasta para él, pero no podía parar de apretar, furioso con el niño que no había hecho nada, con su padre que no podía hacer nada y con él mismo que en realidad no quería hacer nada de eso, pero que tenía que hacerlo. Aun cuando el chiquillo ya no respiraba siguió apretando. El padre gritaba y él ya estaba harto de oír gritar esa noche, le gustaba, pero al mismo tiempo lo despreciaba, él nunca había gritado.

Se acercó al padre que se arrastraba llorando desesperado hacia el cadáver de su hijo. Parecía haberse vuelto loco, tan loco como estaba su asesino.  Le pisó la pierna herida, le metió el cigarrillo en ella y le cortó la otra. Por último le acercó hasta un bordillo cercano que le hizo morder pisándole después la cabeza.

Ya eran diez, diez asesinatos de los doce que había planeado. Había matado a amigos, hijos, dueños y padres. Cuatro en un almacén, dos en una casa, otros dos en un parque y dos últimos en esa cancha. Ahora solo le quedaban otros dos. Dos asesinos, dos monstruos, dos personas cuyo tormento terminaría esa noche. Uno moriría en su casa, otro en un cementerio, pero un último cálculo le salió mal. En la casa leyó una nota que le llevó a un puente. Encendió otro cigarro, en la cajetilla ya solo quedaba uno, fuera de ella todavía quedaban dos. Cruzó el puente a pie, observando a la persona que se encontraba en el borde mirando al infinito, temblando y llorando.

La vida nos lleva al límite, a veces parece jugar con nosotros, nos da y nos quita sin importarle lo que sentimos. Tal vez nos tenga algo preparado, pero nadie está preparado para la muerte. La tememos, y todos, digamos lo que digamos, pensemos lo que pensemos, tememos a la muerte, lloramos cuando la muerte pasa cerca de nosotros o se lleva cruelmente a algún familiar o amigo. La vida a veces nos obliga a amar aunque no queramos, nos obliga a hacer cosas que no nos gustan para poder seguir disfrutando de ella. ¿Por qué nos empecinamos en disfrutar de la vida y en huir de la muerte? ¿Acaso tienen alguna de las dos sentido? ¿Tiene sentido vivir? ¿Y dar la vida? ¿Amar? ¿Acaso tiene sentido morir, asesinar u odiar? Siempre se lo había preguntado, cada vez que veía un cadáver, cada vez que se fumaba un cigarrillo. Se preguntaba qué sentían esas personas al morir, qué se sentía al matar. Para descubrir esas y otras muchas respuestas que tememos descubrir, a veces necesitamos un empujón, dar un salto que no siempre nos atrevemos a dar, un empujón que a veces nos da la vida y otras nos da la gente que nos rodea. Ese empujón lo dio él, lo dio la muerte personificada bajo su gabardina esa noche. Continuó caminando mientras lo daba, el chico no lo esperaba. Tal vez se hubiese tirado por si mismo, pero no podía permitirlo, tenía que acabar el trabajo que había empezado, solo tuvo que estirar el brazo y tocar su espalda. Oyó su grito alejarse, el último grito que oiría esa noche, aunque todavía le quedaba una víctima.

Tiró el cigarrillo por el mismo sitio donde había tirado al joven. Volvió a su coche y lo primero que hizo fue mirar el retrovisor. Las mismas muertes de siempre, pero no el mismo hombre. Tenía la barba descuidada y el pelo despeinado. Su  mirada era gélida, más penetrante de lo normal. Su mente parecía perturbada, pero estaba más despejada que nunca, tenía claro lo que debía hacer. Se puso en marcha, pensando. Pensando en todos los cadáveres, todas las víctimas, pero no solo de esa noche, sino de toda su vida, cadáveres que había observado, en los que había pensado, que había tocado, pero por los que nunca había sentido nada. Recordaba el día que empezó esa vida, la primera vez que vio un cadáver…

Llegó al cementerio, el lugar de las respuestas. Todas las personas que había allí tenían las respuestas que él llevaba años buscando. Lloramos por ellos, pero muy seguramente ellos sean los únicos que se estén riendo en algún lugar…eso esperaba. Abrió la verja mientras miraba el cielo. Parecía que quería empezar a amanecer, a punto estaba de comenzar un nuevo día y lo empezaba en un lugar donde ya no existían más días para nadie, solo respuestas. Un lugar donde ya ni siquiera se podía empezar una nueva vida, solo terminar con ella. Caminó lentamente entre las lápidas, encendiendo su último cigarrillo y pensando en ella, solo en ella. Hasta que la vio. No a ella, ella ahora existía solo en su mente y sus actos. Solo vio su nombre en la fría y grisácea lápida. Se arrodilló ante ella, la acarició y la besó. Allí, a su lado, estaba la duodécima y última víctima.




Su vida era perfecta antes ya de conocerla, después no  hizo más que mejorar, le dio sentido a todo. Y todo empezó cuando comenzó a trabajar en la comisaría. Desde pequeño había querido ese trabajo, le apasionaban las historias policiacas, cuando creció no hacía más que leer novelas negras, ver series de detectives. Era su sueño y tenía talento. Era muy observador, frio y calculador. ¿Por qué le gustaba tanto su trabajo? ¿Por qué disfrutaba tanto siendo detective y resolviendo casos? Siempre se auto-engañó, siempre pensaba en la justicia, en atrapar a los malvados criminales que asesinaban a sangre fría, pero la verdad, nunca le afectaron las víctimas que contemplaba cada día. Había estado ya en muchas escenas de diferentes crímenes y nunca sintió asco o lastima, ni siquiera odio, solo entusiasmo. Entusiasmo por investigar, por buscar pistas, por pensar, por encadenar sucesos, por encontrar culpables, perseguirlos y capturarlos. Era solo por auto-complacerse. Había fumado mucho durante mucho tiempo y al final se había envenenado. No sentía pena por los muertos, pero sí se preguntaba donde irían. Tampoco juzgaba a los asesinos, ni los catalogaba, ni los odiaba. Quería comprenderlos, entender porque mataban, pero nunca se molestó en intentarlo, al final siempre los atrapaba y se aseguraba de que los juzgaran y los encerraran. La muerte jugaba con las víctimas y la vida con los verdugos. Gente demente, gente normal con un pasado difícil…ninguno había elegido eso. Muy seguramente la única forma de entenderles, de dar respuestas a esas preguntas era matando como hacían ellos…y muriendo.

El veneno del tabaco que había fumado le había llevado hasta ahí. Durante años se sentía insuperable en su trabajo, se sentía relajado saliéndole todo tal y como había calculado. Sus habilidades de investigación le granjearon buena fama y muchas mujeres. De una de ellas se enamoró, pero su trabajo le absorbía y lo dejaron, no sin antes tener una hija. Era lo único que amaba más que su trabajo, su tabaco y su gabardina. Pero fumó más cigarrillos de los que debía. Cada caso que resolvía era una cajetilla que se fumaba, cada pista que encontraba una calada. Hasta que su veneno le consumió a él. Le consumió a él, pero la mataron a ella. Fue su único error, un error que le costaría caro.
Su hija se enamoró de quien no debía. El novio de su hija también, pues cuando amigos y familiares fueron metidos en chirona por culpa del padre de su novia, tuvo que hacerlo si quería mantenerse en el grupo, si quería mantener a su amigos y a su familia con él, si quería mantenerse con vida. Y ¿Qué hizo el hombre del que se enamoró? Participó en la barbarie. La violaron, la golpearon, la acuchillaron, la quemaron, la torturaron, la mataron…se vengaron. Cada uno de ellos pagaría, por una vez sabría lo que sentían las personas a las que perseguía, todas tenían un motivo para matar, él ahora también tenía uno. Seguramente su trabajo no era el correcto, seguramente no debería perseguir y encarcelar a los criminales, seguramente debería entenderlos y ayudarlos. Si lo hubiese intentado, su hija ahora seguiría viva.

Cinco grandes amigos que eran como una gran familia, que habían perdido a muchos de sus familiares entre rejas por su culpa. Cinco amigos que decidieron hacerle sufrir como él les había hecho sufrir a ellos. Vivían en familias conflictivas, ellos no lo habían elegido y tenían que sobrevivir, si les quitaban lo que era suyo, lo único que tenían y por lo que su vida merecía la pena, tenían que vengarse. Y lo habían hecho. Pero a él también se lo habían quitado y también tuvo que hacerlo. Ahí estaba, una cadena de odio y venganza que solo generaba muerte y dolor, una cadena que les consumía a todos y que él no comenzó, pero que tampoco se preocupó por detener. No se contentó con matarles a ellos cinco, también mató a sus amigos, a su madre, a su perro, a su hijo… tenían que sufrir lo que él sufrió, perder a su ser más querido como él había perdido al suyo, además, acabando con ellos se aseguraba de detener la cadena. Un hijo que ha visto morir a su padre, una madre que ha visto morir a su hijo, solo acumularían odio que acabaría destrozando el mundo, estaban mejor muertos.  El hombre que había amado a su hija tuvo que matarla para cumplir con su deber entre sus amigos y familiares, no era culpable de nada, la vida le obligó a hacerlo y la muerte se lo llevó. Muy posiblemente fuese el único que comprendiese lo que había que hacer y por eso decidió suicidarse, solo necesitó un empujón.

Él también lo entendía, o creía entenderlo, y por eso estaba allí, frente a la tumba de su hija, a punto de ejecutar a la última víctima de la noche, quien había creado a su hija el camino a la tumba, quien había matado a los que ejecutaron el traslado a esa tumba y quien había fortalecido esa cadena de odio infinito.  Debía de cerrar el círculo, o por lo menos intentarlo. Ya había consumido su último cigarrillo…el penúltimo en realidad. Lo posó junto a la lápida al mismo tiempo que metía su mano en la gabardina para sacar de ella la pistola que en esa noche había usado más que en toda su vida. Era el momento de usarla una última vez, de finalizar el trabajo, de convertirse en el último cigarrillo. El sol asomaba tímidamente, la pistola se alzaba también con lentitud hacia su sien. Una lágrima quería aparecer, pero le parecía injusto no haber llorado nunca por ninguna de las victimas anteriores y llorar por él mismo. Tuvo que contenerse, pero no tembló, no vaciló. Se quedó mirando el nombre de su hija mientras sentía el frío cañón del arma en la sien. Estaba a un movimiento de dedo de conseguir respuestas, de reencontrarse con su hija, de acabar el trabajo. Dio las gracias y pidió perdón en un susurro, pero lo último que hizo fue suplicar porque la respuesta que obtuviese fuese la deseada. Una última vez se apretó ese gatillo, una última vez se derramó sangre, una última vez en aquella noche que ya había terminado con el duodécimo cigarrillo consumido…Su vida había terminado, pero la cadena de odio, de una u otra forma, se seguiría alimentando de lo sucedido en aquella noche.

Tras el disparo esperó encontrarse un túnel oscuro con una luz al final. Eso fue lo que encontró, pero no de la manera que esperaba. El túnel estaba cubierto de agua estancada, musgo en las paredes, telarañas y animales muertos flotando junto a él, el olor era insoportable. Lo único que parecía vivo allí eran un montón de ratas que correteaban junto a él. Después de caminar por aquel túnel insalubre durante varios minutos sintió que era una de esas ratas yendo hacia el final, hacia las respuestas. Finalmente salió de lo que parecía un túnel de alcantarilla hasta un jardín descuidado, apagado, frío. En él había un enorme lago sucio, repugnante, junto a él una persona encapuchada con una túnica blanca y descuidada. Estaba acuclillada, embelesada, observando el agua turbia. El detective, que parecía haber recuperado su forma humana, su gabardina todavía ensangrentada, su barba sin recortar y su pelo despeinado, pero no su tabaco, se acercó hacía la extraña figura. Le habló y hasta le tocó, pero no le hizo caso. Al mirar al agua se dio cuenta de que en ella no podía verse reflejado, pero no por la suciedad, sino porque lo que se veía eran ciudades, personas caminando, conflictos, historias…se veía el mundo. El detective se inclinó lentamente hacia el lago, girando la cabeza, esperando ver la cara del extraño observador, pero otro encapuchado le interrumpió. Salía de un edificio del que ni había reparado. Un edificio que combinaba elementos medievales y contemporáneos, un edificio casi en ruinas, lúgubre y sucio, como todo allí. Este encapuchado vestía de negro y, al contrario que al de blanco, podía verle parte del rostro ensombrecido. Su piel parecía curtida, tenía una barba castaña y sin recortar y un cigarrillo en la boca. Al contrario que su homónimo, éste parecía con ganas de hablar. 
-Por fin has llegado, supongo que ansioso por obtener respuestas.-El encapuchado se acercó al invitado esperando las primeras preguntas.
-¿Quién eres?- Al hacer la pregunta, el detective dio un paso hacia atrás, desconfiando del amenazante hombre, que se limitó a reír a carcajadas.
-Es tarde para huir. Tu viniste hacía mí, aunque en realidad fue ella quien te empujo hacía aquí.-Señaló al otro encapuchado sin apartar la mirada de su visitante.
-¿Quién es ella?- Formuló la pregunta mirándola de reojo.
-En serio, esperaba preguntas más originales por tu parte. También esperaba que tuvieras más intuición. Lo último que hiciste fue volarte los sesos ¿Dónde te crees que estás? Ni más ni menos que en… ¿Cómo lo llamáis vosotros? ¿ Más Allá? ¿Jardín del Edén? Es igual, sea cual sea su nombre, me temo que no lo esperabas así. He de pedirte disculpas, mi hermana no ha estado muy lúcida durante unos…milenios. Y yo, la verdad, nunca me he molestado mucho en adecentar el lugar, no hasta que sea mío. 
-¿Qué tipo de broma es esta? ¿Dónde están todos? ¿Quiénes sois vosotros dos?- Giraba la cabeza hacia todas partes, buscando una salida, buscando una respuesta.
-Querías respuestas, aquí las tienes. Estabas convencido de que las respuestas iban a ser agradables, pero tranquilo no eres el único. Tienes la verdad a un palmo de ti, puedes escucharla y aceptarla o puedes ignorarla e indignarte. Si te soy sincero, hagas lo que hagas el resultado va a ser el mismo, porque el resultado lo decido yo, ni ella, ni tú, ni nadie nada más que yo ¿Quieres escuchar lo que tengo que decirte o simplemente conocer tu lugar aquí?
-Escucharé lo que me digas- dijo con decisión-, solo espero que sea cierto.
-La mentira es tan humana…Aunque ciertamente no sois tan diferentes a nosotros. ¿Quiénes somos nosotros? Yo soy tú.- Se quitó la capucha. En efecto, el rostro que se dejó ver era el suyo, con su barba, su pelo, su mirada, su cigarrillo. –Y ¿Quién eres tú? Tú eres un juguete, un juguete roto que ha jugado a ser yo. Ella, ya te puedes imaginar quien es. Tengo una hermana un poco rarita, lo reconozco, siempre ensimismada mirando esa asquerosa agua, vuestro asqueroso mundo. Teníamos un lugar que cuidar, un lugar en el que vivir y gobernar. Pero ella solo quería jugar, jugar en el agua con vosotros, no le gustaba este sitio. Se ha pasado milenios jugando con vosotros, juguetes que buscáis un significado a lo que hace mi hermanita, pero no es más que un juego en el que todos participamos. Aunque en realidad vosotros sois juguetes que os creéis jugadores y yo solo me limito a contemplar cómo evoluciona el juego.

'Llevamos milenios jugando, pero un día, como todos los juegos, terminará. Mi hermana nunca se cansa, pero el juego la consume tanto como a vosotros. Vosotros siempre queriendo disfrutar de mi hermana, huyendo de mí. Lo que no sabíais era que mi hermana es la única que disfruta con vosotros y que, cuando se cansa, os desecha y yo os recojo, os doy una oportunidad. Si no fuese por mí estaríais todos muertos de asco en esas alcantarillas, suplicando piedad y pidiendo una explicación. Yo os doy la oportunidad de conocer, de entender, os ofrezco un lugar mejor. A pesar del constante desprecio que recibo por parte de mi hermana y de sus juguetes, os cuido y espero el momento en el que el juego termine, para todos. E intuyo que el juego no está lejos de terminar, solo tienes que quitarle la capucha a mi hermana y comprobarlo.
El detective se acercó lentamente. Se inclinó para mirarla a la cara, pero ella ni se inmutó. Agarró la capucha y, cuidadosamente, se la quitó. Tras hacerlo pudo ver su calavera con algo de carne putrefacta colgando, insectos recorriendo su cabeza y saliendo de las cuencas de sus ojos. Como siempre, el detective no reaccionó ante la horrible visión.
-El juego consume a mí hermana, vosotros la habéis consumido. Sois cigarrillos que llegáis aquí convertidos en colillas y que la habéis envenado a ella. Aunque, para lo frágil que es, mi hermanita ha aguantado mucho.- La Muerte miraba con cierta lástima a su hermana a través de los ojos de la colilla que tenía frente a él. Pero pronto apartó la mirada y volvió a mirarle a él.- Es curioso, me teníais en muy mala estima allí abajo, todas mis representaciones son terroríficas y la única que da miedo de verdad es ella. Mírala ahí parada, ignorándonos, despreciándonos…Me repugna, pero la quiero. Es mi hermana y todos sabemos que sin vida no hay muerte- la copia del detective suspiró y volvió a ponerse su negra capucha-.Pónsela a ella también y sígueme al interior.

El detective, asesino, juguete roto,  la Muerte, o lo que fuese, le hizo caso en todo. El interior era tan lúgubre como el jardín. Parecía un castillo fantasma, una base militar abandonada…era un lugar oscuro y desolado. Había muchas puertas de madera a los lados, pero todas viejas y astilladas. Al final del pasillo había una doble escalera y bajo ella una puerta de acero por la que entraron. La oscura y helada sala se iluminó repentinamente con imágenes que, sorprendentemente, le sobrecogieron.

-Este es el juego en su máximo esplendor.

La Muerte alzó los brazos para mostrar las imágenes que les rodeaban, imágenes que no parecían proyectadas sino ser parte de la realidad, allí, tan reales como ellos. Imágenes estáticas e imágenes en movimiento. Imágenes desagradables, crueles, algunas armoniosas, pero en su mayoría horribles. Se veían millones de persona de diferentes épocas, todas luchando. Se veían estocadas, disparos, explosiones. Se veían muchas guerras, luchas a gran escala y luchas individuales. También se veía a gente amando, abrazándose, besándose. Pero las luchas se metían en medio, la gente que amaba moría, la gente que mataba amaba y la gente que perdía se vengaba, se unía a la lucha, también mataba y moría. Con cada muerte la cadena era más grande, ese era el juego. Sucesos encadenados que desencadenaban en nuevos sucesos bestiales de amor y odio que daban forma al juego que divertía a la Vida. Cuando la gente moría había cumplido su papel, la Vida ya había jugado suficientemente con ellos y era la hora de desecharlos, sacarlos del lago hasta las alcantarillas.

Caminaron durante buen rato por el tablero de juego. Tanto dolor, tanto sacrificio para complacer a la Vida… para nada. Pero todavía había esperanza, la Muerte les ayudaría. Cuando llegasen al final de la sala encontraría su última respuesta. En principio encontró otra puerta. La Muerte se colocó delante de ella mirando al detective, al juguete que ese día se había roto. El rostro que se dejaba ver ya no era el suyo sino el de una mujer con una sádica sonrisa bajo la capucha. Antes de comenzar a hablar tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó.

-Tras esta puerta están todos los juguetes usados, los juguetes rotos. Juguetes que deben comprender el juego y que ya no valen para nada más. Tú ahora eres uno de ellos, entra y cumple con lo único que te queda por hacer.
Al abrir la puerta se esperó encontrar muchas cosas que le rondaban la cabeza, pero ante todo se esperaba una: la respuesta que tanto ansiaba, la respuesta que esperaba convertida en felicidad. Pero no encontró nada más que una absoluta oscuridad en la que, extrañamente, se podía ver a la perfección un montón de personas. La sala parecía infinita, sin formas ni colores, solo negro. Y sobre ese negro, ejércitos de personas. Ejércitos inmensos organizados en ordenadas filas que se miraban los unos a los otros.
-¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi hija?- Lo que veía no le gustaba, pero tampoco lo entendía.
-No hace falta que la busques, yo te llevaré junto a ella- dijo con tono cordial-, relájate o será más doloroso.

Caminaron entre innumerables y extensas filas de personas que no apartaban la mirada de la persona que había frente a ellos, que no movían un músculo, pero que respiraban, estaban ahí, vivas, inmóviles. Había niños y ancianos, había gente vestida y desnuda, gente con extremidades cercenadas y cosas peores e indescriptibles. La Muerte se detuvo pronunciando las palabras más dolorosas mientras señalaba algo espantoso. “Esa es”. El detective tembló al verla, estaba allí desnuda, sin brazos, sin piernas, sin pelo, con el cuerpo quemado y el rostro desfigurado, pero era ella, tal y como esos cabrones la dejaron, estaba seguro. Por primera vez desde que era pequeño, lloró, gritó y se descontroló. Nunca había calculado algo así. Su hija ni le miraba, o eso le parecía. Solo tenía ojos para esos cinco hombres. Algunos con partes del cuerpo amputadas y agujeros de bala en la frente, otro con la cara completamente quemada, uno con la boca partida y el último con la cabeza abierta y las piernas rotas. Aun así se mantenía en píe, incluida su hija, que flotaba en el aire como una masa de carne deforme en la que apenas quedaba algo de humanidad.

-Sois muñecos rotos que habéis sido partícipes de un juego cruel. Habéis sido víctimas, pero también verdugos. Mi hermana os ha manipulado, pero vosotros os dejasteis llevar,  jugasteis. Todos queríais ganar y esas ansias de victoria os llevo a mataros. Da igual porque fuese, todos teníais motivos. No hay asesinos, no hay inocentes, todos sois iguales, todos sois las mismas ratas repugnantes que corretean sin saber muy bien hacia donde se dirigen, una plaga infecta que extiende su podredumbre allá por donde pasan. No todos han matado, es cierto, pero sí han consumido a alguien con sus palabras o sus actos, han consumido a la Vida, han contribuido en el juego.

'Un juego que para vosotros ha terminado y para mí está a punto de empezar. Colecciono los juguetes rotos de mi hermana y ella algún día presidirá está sala. Ese día ya no habrá más juguetes, ni dolor. Ese día solo habrá un ganador. ¿Hace falta que te diga quién será? La paciencia da sus frutos y mi fruto es este lugar, sois vosotros y mi hermana. Es la victoria. No lo consideres una condena, sino un regalo ¿Prefieres estar tirado eternamente en esa cloaca o colocarte junto a tus víctimas y verdugos, mirándoles a la cara, conociéndoles sin hablar y comprendiendo porque lo hicieron? Apaciguando tu odio y tus ganas de matar, eliminando tu dolor. En unos años todo desaparecerá. Cuando no juegas al juego no necesitas esos sentimientos y si quieres ganarlo tienes que suprimirlos, como hice yo. Agradecerás estar eternamente junto a tu hija e incluso frente a ellos, frente al hombre que la amaba y tuvo que matarla, frente a las personas inocentes que mataste como ese niño y que te perdonan, solo porque ya no hay juego para vosotros.
El detective se llevó la mano a la sien, todavía con lágrimas en los ojos, le dolía la cabeza. Al hacerlo notó un agujero, el agujero que le había traído hasta aquí. Sin darse cuenta se había colocado en el espacio junto a su hija, ni siquiera la abrazó o la besó, simplemente se posicionó a su lado para la eternidad, frente a una de sus víctimas. Al principio no soportaba esa mirada, pero tras unos segundos, minutos, horas o incluso años le comprendió. Lo vio todo más claro, vio la conexión. No les odiaba, aunque tampoco les quería, pero los comprendía. No podía moverse, no quería. La Muerte se lo había puesto a todos más fácil que la Vida, pero aun así no siempre sería agradable estar allí eternamente, inmóvil. Tenía miedo. Ya no había respuestas, estaban todas ahí, con él, ya no había cigarrillos, habían sido todos fumados. No había un mañana para ellos, no había un sentido, solo había un juego, un juego que ellos habían perdido, que nunca tuvieron posibilidad de ganar. Un juego entre hermanas que pronto llegaría a su fin. Antes de cerrar la puerta para siempre, la Muerte les observó con su juguetona sonrisa. No dijo nada, solo les miró, orgullosa de lo que tenía frente a ella y de lo que estaba a punto de conseguir. No sentía pena por ellos, solo una agradable sensación de victoria en el juego que creó su hermana, de justicia en su maltratado mundo. Tras echar un último vistazo a su colección y sin abandonar esa cruel sonrisa, la Muerte cerró la puerta con un estrepitoso golpe que se produjo como una sentencia a la partida que habían jugado y habían perdido, el último sonido que oirían jamás. En ese juego había un solo ganador que se lo llevó todo. Un ganador cuya victoria, algún día, también acabaría consumiéndole.

“No está muerto lo que puede yacer eternamente; y con el paso de los extraños eones, incluso la Muerte puede morir."  H.P Lovecraft

No hay comentarios:

Publicar un comentario