Encendió su cigarrillo como
todas las noches a esa hora. Una hora en la que siempre estaba frente algún
cadáver. Siempre encendía un cigarrillo cuando estaba frente a uno, en realidad
daba igual la hora del día. Cada vez que contemplaba un cuerpo sin vida pensaba
en lo que ellos ya no tenían y en lo que él todavía disfrutaba. Las personas
para él eran como uno de esos cigarrillos, cuando alguien decidía sacarlos de
la cajetilla no era para mimarlos ni cuidarlos, era para usarlos, para
consumirlos. Se colocaban en la boca delicadamente, después la llama del
mechero se acercaba a ellos, la misma llama que aviva nuestros corazones, la
misma llama que nos hace sentir vivos, la misma llama que nos acaba consumiendo
convirtiéndonos en una colilla inservible. Pero esa llama no aparece por que
sí, alguien la enciende, alguien dispuesto a consumirnos y a auto-complacerse.
Ese alguien también es consumido. Consumido por el veneno del cigarrillo, por
nuestro veneno, pues hasta la persona más humilde guarda un poco en su interior.
Allí estaba él con sus dos
cigarrillos consumiéndose, uno en su boca otro frente a él, ambos rodeados de
cadáveres. Todos tenían varios disparos en su cuerpo y uno todavía se
arrastraba gimiendo de dolor. Pero sus leves gemidos no eran nada en
comparación con los sollozos y las súplicas del hombre que se encontraba frente
a él. Pedía piedad, pedía explicaciones, llegó a pedir perdón, aunque no
pareciese que hubiese motivo para hacerlo. Lo que más pedía era vivir, pero él
no podía darle nada de eso.
Se acercó a él lentamente,
disfrutando del cigarrillo hasta la última calada, lo mismo que iba a hacer con
él. Tiró un cigarrillo al suelo, al otro lo levantó cogiéndolo por los hombros
y comenzó a dar las primeras caladas…golpeándolo. Le golpeó hasta perder la
cuenta de las veces que su puño impactó contra su cara. Una cara que ya estaba
hinchada y por la que sus lágrimas se unían a su sangre. Los puños del fumador
también estaban hinchados y ensangrentados. No era un hombre corpulento, pero
tenía lo que necesitaba para dar la peor paliza a aquel hombre y para aguantar
el dolor de cada golpe. Los puñetazos precedieron a las patadas, en cada hueso,
en cada músculo, nada parecía poder detenerlo. Hizo impactar su cabeza contra
la pared y contra el suelo. Tenía la gabardina ensangrentada, se dio cuenta
cuando sacó el cuchillo que guardaba en ella. Ya no había golpes, pero los
gritos fueron más escalofriantes. Llevó el cuchillo a sus muñecas a sus
tobillos, lo llevó a sus hombros, a sus rodillas, a su pecho y a su cara. No
tocó ningún punto vital, esperó el tiempo suficiente, el tiempo que su cuerpo
aguantase. Cuando su cuerpo mutilado ya no aguantaba más, el hombre de la
gabardina decidió acabar con ese cigarrillo. Ya no había nada más en él que se
pudiese aprovechar, aunque había disfrutado más que con el primero. Para ello
solo tuvo que sacar su pistola, hubiese podido disparar a otras partes de su
cuerpo antes de hacerlo en su cabeza, pero ya no sentiría el dolor y no quería
desperdiciar más balas, la noche sería larga.
Salió de aquel almacén
abandonado que ahora solo tenía ratas y cadáveres de personas que en vida no
habían sido más que eso, ratas que habían infectado el mundo. Estaba acostumbrado
al olor a muerte, no al de la carne podrida sino al de la muerte fresca y
carente de sentido. Cada día veía cadáveres, cada día sus ojos contemplaban
gente mutilada, gente estrangulada, golpeada, apuñalada, disparada… cada
mañana, cada tarde, cada noche lo mismo. Estaba ya tan acostumbrado…no recordaba
si algún día le había afectado, desde luego ahora no. De hecho no solo no le
afectaba, estaba disfrutando con ello. Cada golpe que asestaba, cada puñalada
le hacía sentir vivo, le tranquilizaba. Había llegado el momento de ir a por su
siguiente ración, de sacar el siguiente cigarrillo, de fumárselo lentamente y
disfrutarlo hasta la última calada. Aparcó el coche donde pudo, era tarde y en
las oscuras calles no había más que coches aparcados, todo el mundo estaba en
sus hogares, con sus seres queridos a punto de terminar el día y a unas horas
de empezar uno nuevo. Para él ya no había días nuevos, para él los días no
terminaban ni empezaban, para él ya había terminado todo y paradójicamente
empezaba algo nuevo. Ahora él era el encargado de que el día de los demás
finalizase…para siempre.
Llamó a la puerta. Una mujer
no muy alta, regordeta y un poco mayor la abrió un tanto asustada. Tenía
motivos para estarlo. El hombre de la gabardina la apartó de un empujón sin ni
siquiera mirarla a la cara. Un hombre se levantó del sofá apartando la bandeja
de comida a un lado sin apagar la tele que había tras él. El inquilino miró al
joven y después a la pantalla del televisor, estaban dando una serie que solía
ver. La imagen que se podía ver en ella era la de un hombre asesinado rodeado
de policías. El inesperado invitado miró la imagen fijamente, pensativo. Sacó
un cigarrillo y lo encendió mientras lo ponía en la boca. La mujer le gritaba,
él se dio la vuelta y la golpeó tan fuerte que la tumbó. El hombre le gritó,
saltó el sofá como un loco y se abalanzó contra el intruso agarrándole por la
espalda para que se detuviese. El hombre de la gabardina manchada de sangre se
dejó caer hacia atrás, tras caer le dio un codazo a su captor y se liberó de
él. Ambos no tardaron en levantarse del suelo y, mientras uno iba a por un bate
de su habitación, el otro sacaba su pistola, con la que apuntaba a la mujer que
había golpeado, con un gesto le pidió que soltara el bate cuando el joven
regreso. El chico, que parecía hijo de la mujer golpeada que sollozaba en el
suelo, lo soltó intentando tranquilizar al loco que había entrado en su casa.
Sin dejar de apuntar a la mujer, se acercó a él atándole con los cables del
televisor a un mueble cercano. La imagen de la policía había desaparecido de la
pantalla, de su cabeza
Tras atarlo guardó la
pistola, se acercó a la madre, se agachó, la miró y la acarició. Esa mujer no
había hecho nada, solo desvivirse por criar a su hijo, un buen muchacho que la
quería y la ayudaba en todo lo que podía. Siempre…menos esa noche. Esa noche
nadie podría hacer nada por ellos, nadie podría pararle. Nunca nadie le había
podido parar, le daba igual estar siempre rodeado de muerte y desgracias, él
nunca se detenía, parecía no tener suficiente y a veces olvidaba porque lo
hacía. Su cuerpo se lo pedía, su mente también, simplemente se sentía muy bien
y esa noche se sentía tan bien como siempre o incluso mejor. Cada golpe
asestado dañaba más al chico que a la propia madre. Sus gritos se sumaban a los
de ella, él los ignoraba. El cigarrillo parecía consumirse más rápido con cada
puñetazo y patada. Después de la paliza ayudó a la mujer a levantarse del suelo
para colocarla frente a su hijo, atado, frustrado, avergonzado y dolido. La madre
lloraba mientras su pequeño, de más de veinte años, solo era capaz de balbucear
“mamá, mamá…” balbuceos que se convirtieron en un grito pronunciado la misma
palabra cuando el cuchillo de su gabardina se dejaba ver para deslizarse con
suavidad por la papada de la mujer. Un pequeño movimiento que ahogó unos gritos
y potenció otros.
Tras tirar el cadáver de la
mujer al suelo, tiró el tercer cigarrillo de la noche junto al sofá y se
inclinó hacía su cuarto cigarrillo, que parecía ya una simple colilla. Le
desató, pero él no hizo ningún esfuerzo por escapar o golpear al hombre. Parecía
no querer vivir sin su madre y aceptaba su cruel destino, un destino que, tal
vez, no merecía. Volvieron los golpes, los cortes y los gritos de dolor. Lo
tiró contra la tele, lo pisoteó en el suelo y lo golpeó con el bate que había intentado
usar contra él. Cuando ya estaba lleno de sangre y moratones lo arrastró hasta
la cocina. Abrió el horno y metió su cabeza en ella. Parecía no darse cuenta de
lo que le estaba haciendo y si lo hacía no parecía importarle.
La llama siempre nos
consume, pero antes de que aparezca empezamos a sentir un agradable calor, una
cálida sensación en nuestro interior que si no sabemos controlar nos abrasa. Si
no tenemos cuidado y dejamos que cualquiera acerque esa llama, podemos correr
un riesgo aún mayor que el de ser consumidos poco a poco como un cigarrillo.
Puede que antes de que nos demos cuente nos estemos abrasando y, aunque podamos
pararlo antes de que acabe con nosotros, ya no volveremos a ser los mismos, una
marca horrible e imborrable no nos dejará olvidar. Pero esa noche no tenía
intención de apagarlo en el momento adecuado para dejar simplemente su cara
desfigurada. Llegó hasta el final, hasta que los alaridos se detuvieron y el
cuerpo dejó de agitarse. Hasta que el olor a carne quemada era ya insoportable.
Salió de la casa con las
miradas de los vecinos puesta en él. No importaba, solo importaba continuar con
su tarea. Arrancó el coche sin pensar en lo que había hecho, pensando solo en
lo que haría ahora, dónde iría, quien sería el siguiente. Por la carretera no
circulaban muchos coches, lo que facilitaría llegar a la hora prevista. Lo
tenía todo muy calculado, le gustaba tener siempre todo bien atado, nunca
dejaba un cabo suelto y siempre llegaba hasta el final. Indiferente por lo que
veía, pero involucrado al máximo. Nunca se le había escapado nada, todo le
había salido como había planeado y deseado, todo menos una cosa. Pero esa noche
no había cabida a errores, nada saldría mal, no podía hacerlo. Nunca se perdonó
ese error, pero hoy lo enmendaría.
Había un parque, en él
mendigos y yonkis, pero ninguno le importaba ahora, aunque en realidad no le
habían importado nunca. Solo le importaba el único hombre aparentemente sano
entre ellos, un hombre con chándal y capucha que corría junto a su perro.
Peculiar hora para salir a correr. Por las mañana dormía demasiado, y estaba
ocupado con otras cosas por la tarde. La noche era perfecta para correr y
pensar junto a su amigo más fiel. Mientras desaceleraba y mantenía la vista
clavada en el deportista y su mascota, soltó las manos del volante y encendió
su quinto cigarrillo, preparado para ir a por el sexto. Tras volver a colocar
las manos en el volante lo primero que hizo fue acelerar y después girarlo
bruscamente. El coche se subió a la acera, los mendigos se sobresaltaron y gritaron
improperios seguidos por un aullido. Algunos vecinos se asomaron por la ventana
cuando el deportista gritó angustiado. Su amigo de cuatro patas tenía el pelaje
cubierto de sangre y la mirada triste como nunca. Miraba a su dueño y al coche
sin entender que había pasado. Su amo nunca le había golpeado ni gritado, pero
ahora solo oía sus gritos y veía como golpeaba la masa de acero que le había
aplastado.
Un hombre con gabardina,
sangre en las manos, y una pistola y un cuchillo entre ellas, salió del coche.
El pobre animal observó los golpes sin poder hacer nada. Contemplaba a su dueño
sufrir sin poder levantarse a ayudarle. Hubiese mordido a aquel demente, le
hubiese destrozado la cara con sus garras y colmillos, pero no podía ladrar, ni
siquiera gruñir. Estaba muy débil y su cuerpo lo único que hacía era temblar.
El hombre que le había atropellado acercó a su dueño, todavía vivo, lleno de
golpes y cortes. Había guardado el cuchillo y tirado el cigarrillo a la cara
del perro que no reaccionó, ni hubiese podido hacerlo. Su dueño tenía su misma
mirada triste, el cuerpo también cubierto de sangre y las mismas ganas de
destrozar al hombre que había atropellado a su perro. Pero no podía hacer nada,
solo esperar a reencontrarse con el animal en algún lugar después de que el
auténtico animal que había entre ellos acabase con sus vidas.
El disparo que acabó con uno
de ellos resonó en la calle provocando que los vecinos se metiesen en sus casas
y los mendigos saliesen corriendo del parque. El asesino tiró a su víctima
contra el capó ensangrentado de su coche mientras éste lloraba por el dolor y
la muerte de su perro. Su cuerpo cercenado se resbalaba del capó, pero antes de
que cayese al suelo el segundo disparó sonó acabando con los llantos. Cuando el
cuerpo llegó al suelo solo era una masa de carne sanguinolenta.
El motor de coche volvió a
ponerse en marcha. Un motor que rugía con fuerza, tan rabioso como su
conductor, consumiendo gasolina que en cualquier momento podía arder, echando
humo que no hacía más que intoxicar y cubierto de sangre…exactamente igual que
su dueño. El coche se incorporó a la carretera, en esta ocasión al contrario
que el hombre que lo conducía, un hombre dispuesto a seguir su propio camino,
lejos de lo que era correcto. ¿Acaso había caminos correctos? Él solo quería
conducir siguiendo sus planes, siempre conducía por los lugares más peligrosos.
Si miraba por el retrovisor siempre veía cadáveres, si miraba hacia delante
siempre veía personas huyendo, pero era la primera vez que si miraba al frente veía
la carretera despejada. Hasta que un coche se cruzó con él, iba por el carril
contrario y las luces le deslumbraron. Cuántas veces le habían deslumbrado las
luces frente a un cadáver. Una luz que dejaba registrado el crimen, una luz que
le recordaba lo qué había sido en el pasado, lo que había visto. Muerte, solo
muerte. Estaba siempre rodeado de cadáveres, solo había muerte…muerte y un
deber que cumplir. Seguía sin saber porque hacía lo que hacía, pero alguien
tenía que hacerlo. Siempre se preguntó que habría después de la muerte, que
pasaría con todas esas personas que ahora solo eran cadáveres, siempre quiso
averiguarlo y las envidiaba por haberlo descubierto. No se sentía mal por
ellas, él solo se centraba en su trabajo, pero ¿Era correcto su trabajo?
No había tiempo para seguir
pensando, había llegado a una cancha de baloncesto en la que un hombre jugaba
con un niño. Curioso, compartía horario con la anterior víctima, aunque no le
sorprendía. Llevaban el mismo ritmo de vida insano que intentaban disminuir con
un poco de deporte a horas intempestivas. Lo peor es que este era un
irresponsable que arrastraba a su hijo con él a jugar, a seguir sus pasos, a
imitar su mala vida. Una mala vida que estaba a unos minutos de terminar.
Antes de bajar del coche
encendió un nuevo cigarrillo. Cada uno de ellos le sentaba mejor que el
anterior y este ya era uno de los últimos de la noche. Se acercó a la cancha
con una tranquilidad inquietante, como si se dirigiese solo a tirar unas
canastas. Se detuvo tras los desafortunados. El balón dio un bote, dos botes,
tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve, diez, once y doce botes, después
fue lanzado, pero no entró. Rebotó y cayó junto al incansable asesino. Fue
entonces cuando el niño y su padre lo vieron. Doce votes había dado, doce
personas morirían esa noche, era curioso, los cálculos le salían hasta cuando
no dependían de él. Entonces pensó en jugar con la suerte. Si debía de parar
eso en ese momento, si había llegado demasiado lejos, la vida querría que
parase, la daría una oportunidad de que decidiese por él, de que le sacase de
su error. Cogió la pelota…doce votes ¿Había sido casualidad? Si fallaba, si no
metía, se daría cuenta de que sí, porque todo quedaría en ocho asesinatos,
detendría esa locura. Iba a jugar con la vida y con la muerte ¿Querrían ellas que
siguiese jugando? La respuesta llegó cuando la pelota entró. La matanza
continuaría ¿Por qué la vida quería? Posiblemente, pero no había jugado
limpiamente, sabía que no fallaría, entraba dentro de sus cálculos. De joven
había sido un gran jugador de baloncesto, el mejor de su equipo y ahora era el
mejor en su trabajo, nunca dejaba uno a medias y esa noche no sería distinta.
Jugaba sobre seguro.
El hombre, impresionado,
volvió a pasarle la pelota para que volviese a tirar, pero cuando la tuvo entre
las manos no la tiró a la canasta si no a la cabeza del niño, tumbándole
violentamente. Su padre abrió los ojos como platos, perplejo, furioso y asustado.
Corrió hacia el niño para protegerle, pero la pistola volvió a asomarse una vez
más esa noche, deteniendo al hombre cerca de su hijo. Iba a tener las manos
ocupadas y tenía que asegurarse de que su próxima víctima no le molestaba, así
que apretó el gatillo apuntando a una de sus piernas. Tras hacerlo se acercó al
niño todavía consciente, guardó la pistola y le rodeó su pequeño cuello. La
imagen fue terrible hasta para él, pero no podía parar de apretar, furioso con
el niño que no había hecho nada, con su padre que no podía hacer nada y con él
mismo que en realidad no quería hacer nada de eso, pero que tenía que hacerlo.
Aun cuando el chiquillo ya no respiraba siguió apretando. El padre gritaba y él
ya estaba harto de oír gritar esa noche, le gustaba, pero al mismo tiempo lo
despreciaba, él nunca había gritado.
Se acercó al padre que se
arrastraba llorando desesperado hacia el cadáver de su hijo. Parecía haberse
vuelto loco, tan loco como estaba su asesino. Le pisó la pierna herida, le metió el
cigarrillo en ella y le cortó la otra. Por último le acercó hasta un bordillo
cercano que le hizo morder pisándole después la cabeza.
Ya eran diez, diez
asesinatos de los doce que había planeado. Había matado a amigos, hijos, dueños
y padres. Cuatro en un almacén, dos en una casa, otros dos en un parque y dos
últimos en esa cancha. Ahora solo le quedaban otros dos. Dos asesinos, dos
monstruos, dos personas cuyo tormento terminaría esa noche. Uno moriría en su
casa, otro en un cementerio, pero un último cálculo le salió mal. En la casa
leyó una nota que le llevó a un puente. Encendió otro cigarro, en la cajetilla
ya solo quedaba uno, fuera de ella todavía quedaban dos. Cruzó el puente a pie,
observando a la persona que se encontraba en el borde mirando al infinito,
temblando y llorando.
La vida nos lleva al límite,
a veces parece jugar con nosotros, nos da y nos quita sin importarle lo que
sentimos. Tal vez nos tenga algo preparado, pero nadie está preparado para la
muerte. La tememos, y todos, digamos lo que digamos, pensemos lo que pensemos,
tememos a la muerte, lloramos cuando la muerte pasa cerca de nosotros o se lleva
cruelmente a algún familiar o amigo. La vida a veces nos obliga a amar aunque
no queramos, nos obliga a hacer cosas que no nos gustan para poder seguir
disfrutando de ella. ¿Por qué nos empecinamos en disfrutar de la vida y en huir
de la muerte? ¿Acaso tienen alguna de las dos sentido? ¿Tiene sentido vivir? ¿Y
dar la vida? ¿Amar? ¿Acaso tiene sentido morir, asesinar u odiar? Siempre se lo
había preguntado, cada vez que veía un cadáver, cada vez que se fumaba un
cigarrillo. Se preguntaba qué sentían esas personas al morir, qué se sentía al
matar. Para descubrir esas y otras muchas respuestas que tememos descubrir, a
veces necesitamos un empujón, dar un salto que no siempre nos atrevemos a dar,
un empujón que a veces nos da la vida y otras nos da la gente que nos rodea.
Ese empujón lo dio él, lo dio la muerte personificada bajo su gabardina esa
noche. Continuó caminando mientras lo daba, el chico no lo esperaba. Tal vez se
hubiese tirado por si mismo, pero no podía permitirlo, tenía que acabar el
trabajo que había empezado, solo tuvo que estirar el brazo y tocar su espalda.
Oyó su grito alejarse, el último grito que oiría esa noche, aunque todavía le
quedaba una víctima.
Tiró el cigarrillo por el
mismo sitio donde había tirado al joven. Volvió a su coche y lo primero que
hizo fue mirar el retrovisor. Las mismas muertes de siempre, pero no el mismo
hombre. Tenía la barba descuidada y el pelo despeinado. Su mirada era gélida, más penetrante de lo
normal. Su mente parecía perturbada, pero estaba más despejada que nunca, tenía
claro lo que debía hacer. Se puso en marcha, pensando. Pensando en todos los
cadáveres, todas las víctimas, pero no solo de esa noche, sino de toda su vida,
cadáveres que había observado, en los que había pensado, que había tocado, pero
por los que nunca había sentido nada. Recordaba el día que empezó esa vida, la primera
vez que vio un cadáver…
Llegó al cementerio, el
lugar de las respuestas. Todas las personas que había allí tenían las
respuestas que él llevaba años buscando. Lloramos por ellos, pero muy
seguramente ellos sean los únicos que se estén riendo en algún lugar…eso
esperaba. Abrió la verja mientras miraba el cielo. Parecía que quería empezar a
amanecer, a punto estaba de comenzar un nuevo día y lo empezaba en un lugar
donde ya no existían más días para nadie, solo respuestas. Un lugar donde ya ni
siquiera se podía empezar una nueva vida, solo terminar con ella. Caminó
lentamente entre las lápidas, encendiendo su último cigarrillo y pensando en
ella, solo en ella. Hasta que la vio. No a ella, ella ahora existía solo en su
mente y sus actos. Solo vio su nombre en la fría y grisácea lápida. Se
arrodilló ante ella, la acarició y la besó. Allí, a su lado, estaba la
duodécima y última víctima.
Su vida era perfecta antes
ya de conocerla, después no hizo más que
mejorar, le dio sentido a todo. Y todo empezó cuando comenzó a trabajar en la
comisaría. Desde pequeño había querido ese trabajo, le apasionaban las
historias policiacas, cuando creció no hacía más que leer novelas negras, ver
series de detectives. Era su sueño y tenía talento. Era muy observador, frio y
calculador. ¿Por qué le gustaba tanto su trabajo? ¿Por qué disfrutaba tanto
siendo detective y resolviendo casos? Siempre se auto-engañó, siempre pensaba
en la justicia, en atrapar a los malvados criminales que asesinaban a sangre
fría, pero la verdad, nunca le afectaron las víctimas que contemplaba cada día.
Había estado ya en muchas escenas de diferentes crímenes y nunca sintió asco o
lastima, ni siquiera odio, solo entusiasmo. Entusiasmo por investigar, por
buscar pistas, por pensar, por encadenar sucesos, por encontrar culpables,
perseguirlos y capturarlos. Era solo por auto-complacerse. Había fumado mucho
durante mucho tiempo y al final se había envenenado. No sentía pena por los
muertos, pero sí se preguntaba donde irían. Tampoco juzgaba a los asesinos, ni
los catalogaba, ni los odiaba. Quería comprenderlos, entender porque mataban,
pero nunca se molestó en intentarlo, al final siempre los atrapaba y se
aseguraba de que los juzgaran y los encerraran. La muerte jugaba con las
víctimas y la vida con los verdugos. Gente demente, gente normal con un pasado
difícil…ninguno había elegido eso. Muy seguramente la única forma de
entenderles, de dar respuestas a esas preguntas era matando como hacían ellos…y
muriendo.
El veneno del tabaco que
había fumado le había llevado hasta ahí. Durante años se sentía insuperable en
su trabajo, se sentía relajado saliéndole todo tal y como había calculado. Sus
habilidades de investigación le granjearon buena fama y muchas mujeres. De una
de ellas se enamoró, pero su trabajo le absorbía y lo dejaron, no sin antes
tener una hija. Era lo único que amaba más que su trabajo, su tabaco y su
gabardina. Pero fumó más cigarrillos de los que debía. Cada caso que resolvía
era una cajetilla que se fumaba, cada pista que encontraba una calada. Hasta
que su veneno le consumió a él. Le consumió a él, pero la mataron a ella. Fue
su único error, un error que le costaría caro.
Su hija se enamoró de quien no
debía. El novio de su hija también, pues cuando amigos y familiares fueron
metidos en chirona por culpa del padre de su novia, tuvo que hacerlo si quería
mantenerse en el grupo, si quería mantener a su amigos y a su familia con él,
si quería mantenerse con vida. Y ¿Qué hizo el hombre del que se enamoró? Participó
en la barbarie. La violaron, la golpearon, la acuchillaron, la quemaron, la
torturaron, la mataron…se vengaron. Cada uno de ellos pagaría, por una vez
sabría lo que sentían las personas a las que perseguía, todas tenían un motivo
para matar, él ahora también tenía uno. Seguramente su trabajo no era el
correcto, seguramente no debería perseguir y encarcelar a los criminales,
seguramente debería entenderlos y ayudarlos. Si lo hubiese intentado, su hija
ahora seguiría viva.
Cinco grandes amigos que
eran como una gran familia, que habían perdido a muchos de sus familiares entre
rejas por su culpa. Cinco amigos que decidieron hacerle sufrir como él les
había hecho sufrir a ellos. Vivían en familias conflictivas, ellos no lo habían
elegido y tenían que sobrevivir, si les quitaban lo que era suyo, lo único que
tenían y por lo que su vida merecía la pena, tenían que vengarse. Y lo habían
hecho. Pero a él también se lo habían quitado y también tuvo que hacerlo. Ahí
estaba, una cadena de odio y venganza que solo generaba muerte y dolor, una
cadena que les consumía a todos y que él no comenzó, pero que tampoco se
preocupó por detener. No se contentó con matarles a ellos cinco, también mató a
sus amigos, a su madre, a su perro, a su hijo… tenían que sufrir lo que él
sufrió, perder a su ser más querido como él había perdido al suyo, además,
acabando con ellos se aseguraba de detener la cadena. Un hijo que ha visto
morir a su padre, una madre que ha visto morir a su hijo, solo acumularían odio
que acabaría destrozando el mundo, estaban mejor muertos. El hombre que había amado a su hija tuvo que
matarla para cumplir con su deber entre sus amigos y familiares, no era
culpable de nada, la vida le obligó a hacerlo y la muerte se lo llevó. Muy
posiblemente fuese el único que comprendiese lo que había que hacer y por eso
decidió suicidarse, solo necesitó un empujón.
Él también lo entendía, o
creía entenderlo, y por eso estaba allí, frente a la tumba de su hija, a punto
de ejecutar a la última víctima de la noche, quien había creado a su hija el
camino a la tumba, quien había matado a los que ejecutaron el traslado a esa
tumba y quien había fortalecido esa cadena de odio infinito. Debía de cerrar el círculo, o por lo menos
intentarlo. Ya había consumido su último cigarrillo…el penúltimo en realidad.
Lo posó junto a la lápida al mismo tiempo que metía su mano en la gabardina
para sacar de ella la pistola que en esa noche había usado más que en toda su
vida. Era el momento de usarla una última vez, de finalizar el trabajo, de
convertirse en el último cigarrillo. El sol asomaba tímidamente, la pistola se
alzaba también con lentitud hacia su sien. Una lágrima quería aparecer, pero le
parecía injusto no haber llorado nunca por ninguna de las victimas anteriores y
llorar por él mismo. Tuvo que contenerse, pero no tembló, no vaciló. Se quedó
mirando el nombre de su hija mientras sentía el frío cañón del arma en la sien.
Estaba a un movimiento de dedo de conseguir respuestas, de reencontrarse con su
hija, de acabar el trabajo. Dio las gracias y pidió perdón en un susurro, pero
lo último que hizo fue suplicar porque la respuesta que obtuviese fuese la
deseada. Una última vez se apretó ese gatillo, una última vez se derramó
sangre, una última vez en aquella noche que ya había terminado con el duodécimo
cigarrillo consumido…Su vida había terminado, pero la cadena de odio, de una u
otra forma, se seguiría alimentando de lo sucedido en aquella noche.
Tras el disparo esperó
encontrarse un túnel oscuro con una luz al final. Eso fue lo que encontró, pero
no de la manera que esperaba. El túnel estaba cubierto de agua estancada, musgo
en las paredes, telarañas y animales muertos flotando junto a él, el olor era
insoportable. Lo único que parecía vivo allí eran un montón de ratas que
correteaban junto a él. Después de caminar por aquel túnel insalubre durante
varios minutos sintió que era una de esas ratas yendo hacia el final, hacia las
respuestas. Finalmente salió de lo que parecía un túnel de alcantarilla hasta
un jardín descuidado, apagado, frío. En él había un enorme lago sucio,
repugnante, junto a él una persona encapuchada con una túnica blanca y
descuidada. Estaba acuclillada, embelesada, observando el agua turbia. El
detective, que parecía haber recuperado su forma humana, su gabardina todavía
ensangrentada, su barba sin recortar y su pelo despeinado, pero no su tabaco,
se acercó hacía la extraña figura. Le habló y hasta le tocó, pero no le hizo
caso. Al mirar al agua se dio cuenta de que en ella no podía verse reflejado,
pero no por la suciedad, sino porque lo que se veía eran ciudades, personas
caminando, conflictos, historias…se veía el mundo. El detective se inclinó
lentamente hacia el lago, girando la cabeza, esperando ver la cara del extraño
observador, pero otro encapuchado le interrumpió. Salía de un edificio del que
ni había reparado. Un edificio que combinaba elementos medievales y
contemporáneos, un edificio casi en ruinas, lúgubre y sucio, como todo allí.
Este encapuchado vestía de negro y, al contrario que al de blanco, podía verle
parte del rostro ensombrecido. Su piel parecía curtida, tenía una barba castaña
y sin recortar y un cigarrillo en la boca. Al contrario que su homónimo, éste
parecía con ganas de hablar.
-Por fin has llegado,
supongo que ansioso por obtener respuestas.-El encapuchado se acercó al
invitado esperando las primeras preguntas.
-¿Quién eres?- Al hacer la
pregunta, el detective dio un paso hacia atrás, desconfiando del amenazante hombre,
que se limitó a reír a carcajadas.
-Es tarde para huir. Tu
viniste hacía mí, aunque en realidad fue ella quien te empujo hacía
aquí.-Señaló al otro encapuchado sin apartar la mirada de su visitante.
-¿Quién es ella?- Formuló la
pregunta mirándola de reojo.
-En serio, esperaba
preguntas más originales por tu parte. También esperaba que tuvieras más
intuición. Lo último que hiciste fue volarte los sesos ¿Dónde te crees que
estás? Ni más ni menos que en… ¿Cómo lo llamáis vosotros? ¿ Más Allá? ¿Jardín
del Edén? Es igual, sea cual sea su nombre, me temo que no lo esperabas así. He
de pedirte disculpas, mi hermana no ha estado muy lúcida durante unos…milenios.
Y yo, la verdad, nunca me he molestado mucho en adecentar el lugar, no hasta
que sea mío.
-¿Qué tipo de broma es esta?
¿Dónde están todos? ¿Quiénes sois vosotros dos?- Giraba la cabeza hacia todas
partes, buscando una salida, buscando una respuesta.
-Querías respuestas, aquí
las tienes. Estabas convencido de que las respuestas iban a ser agradables,
pero tranquilo no eres el único. Tienes la verdad a un palmo de ti, puedes
escucharla y aceptarla o puedes ignorarla e indignarte. Si te soy sincero,
hagas lo que hagas el resultado va a ser el mismo, porque el resultado lo
decido yo, ni ella, ni tú, ni nadie nada más que yo ¿Quieres escuchar lo que
tengo que decirte o simplemente conocer tu lugar aquí?
-Escucharé lo que me digas-
dijo con decisión-, solo espero que sea cierto.
-La mentira es tan
humana…Aunque ciertamente no sois tan diferentes a nosotros. ¿Quiénes somos
nosotros? Yo soy tú.- Se quitó la capucha. En efecto, el rostro que se dejó ver
era el suyo, con su barba, su pelo, su mirada, su cigarrillo. –Y ¿Quién eres
tú? Tú eres un juguete, un juguete roto que ha jugado a ser yo. Ella, ya te
puedes imaginar quien es. Tengo una hermana un poco rarita, lo reconozco,
siempre ensimismada mirando esa asquerosa agua, vuestro asqueroso mundo.
Teníamos un lugar que cuidar, un lugar en el que vivir y gobernar. Pero ella
solo quería jugar, jugar en el agua con vosotros, no le gustaba este sitio. Se
ha pasado milenios jugando con vosotros, juguetes que buscáis un significado a
lo que hace mi hermanita, pero no es más que un juego en el que todos
participamos. Aunque en realidad vosotros sois juguetes que os creéis jugadores
y yo solo me limito a contemplar cómo evoluciona el juego.
'Llevamos milenios jugando, pero un día, como todos los juegos, terminará. Mi hermana nunca se cansa, pero el juego la consume tanto como a vosotros. Vosotros siempre queriendo disfrutar de mi hermana, huyendo de mí. Lo que no sabíais era que mi hermana es la única que disfruta con vosotros y que, cuando se cansa, os desecha y yo os recojo, os doy una oportunidad. Si no fuese por mí estaríais todos muertos de asco en esas alcantarillas, suplicando piedad y pidiendo una explicación. Yo os doy la oportunidad de conocer, de entender, os ofrezco un lugar mejor. A pesar del constante desprecio que recibo por parte de mi hermana y de sus juguetes, os cuido y espero el momento en el que el juego termine, para todos. E intuyo que el juego no está lejos de terminar, solo tienes que quitarle la capucha a mi hermana y comprobarlo.
El detective se acercó
lentamente. Se inclinó para mirarla a la cara, pero ella ni se inmutó. Agarró
la capucha y, cuidadosamente, se la quitó. Tras hacerlo pudo ver su calavera
con algo de carne putrefacta colgando, insectos recorriendo su cabeza y
saliendo de las cuencas de sus ojos. Como siempre, el detective no reaccionó
ante la horrible visión.
-El juego consume a mí hermana,
vosotros la habéis consumido. Sois cigarrillos que llegáis aquí convertidos en
colillas y que la habéis envenado a ella. Aunque, para lo frágil que es, mi
hermanita ha aguantado mucho.- La Muerte miraba con cierta lástima a su hermana
a través de los ojos de la colilla que tenía frente a él. Pero pronto apartó la
mirada y volvió a mirarle a él.- Es curioso, me teníais en muy mala estima allí
abajo, todas mis representaciones son terroríficas y la única que da miedo de
verdad es ella. Mírala ahí parada, ignorándonos, despreciándonos…Me repugna,
pero la quiero. Es mi hermana y todos sabemos que sin vida no hay muerte- la
copia del detective suspiró y volvió a ponerse su negra capucha-.Pónsela a ella
también y sígueme al interior.
El detective, asesino,
juguete roto, la Muerte, o lo que fuese,
le hizo caso en todo. El interior era tan lúgubre como el jardín. Parecía un
castillo fantasma, una base militar abandonada…era un lugar oscuro y desolado. Había
muchas puertas de madera a los lados, pero todas viejas y astilladas. Al final
del pasillo había una doble escalera y bajo ella una puerta de acero por la que
entraron. La oscura y helada sala se iluminó repentinamente con imágenes que,
sorprendentemente, le sobrecogieron.
-Este es el juego en su
máximo esplendor.
La Muerte alzó los brazos para mostrar las imágenes que les rodeaban, imágenes que no parecían proyectadas sino ser parte de la realidad, allí, tan reales como ellos. Imágenes estáticas e imágenes en movimiento. Imágenes desagradables, crueles, algunas armoniosas, pero en su mayoría horribles. Se veían millones de persona de diferentes épocas, todas luchando. Se veían estocadas, disparos, explosiones. Se veían muchas guerras, luchas a gran escala y luchas individuales. También se veía a gente amando, abrazándose, besándose. Pero las luchas se metían en medio, la gente que amaba moría, la gente que mataba amaba y la gente que perdía se vengaba, se unía a la lucha, también mataba y moría. Con cada muerte la cadena era más grande, ese era el juego. Sucesos encadenados que desencadenaban en nuevos sucesos bestiales de amor y odio que daban forma al juego que divertía a la Vida. Cuando la gente moría había cumplido su papel, la Vida ya había jugado suficientemente con ellos y era la hora de desecharlos, sacarlos del lago hasta las alcantarillas.
La Muerte alzó los brazos para mostrar las imágenes que les rodeaban, imágenes que no parecían proyectadas sino ser parte de la realidad, allí, tan reales como ellos. Imágenes estáticas e imágenes en movimiento. Imágenes desagradables, crueles, algunas armoniosas, pero en su mayoría horribles. Se veían millones de persona de diferentes épocas, todas luchando. Se veían estocadas, disparos, explosiones. Se veían muchas guerras, luchas a gran escala y luchas individuales. También se veía a gente amando, abrazándose, besándose. Pero las luchas se metían en medio, la gente que amaba moría, la gente que mataba amaba y la gente que perdía se vengaba, se unía a la lucha, también mataba y moría. Con cada muerte la cadena era más grande, ese era el juego. Sucesos encadenados que desencadenaban en nuevos sucesos bestiales de amor y odio que daban forma al juego que divertía a la Vida. Cuando la gente moría había cumplido su papel, la Vida ya había jugado suficientemente con ellos y era la hora de desecharlos, sacarlos del lago hasta las alcantarillas.
Caminaron durante buen rato
por el tablero de juego. Tanto dolor, tanto sacrificio para complacer a la
Vida… para nada. Pero todavía había esperanza, la Muerte les ayudaría. Cuando
llegasen al final de la sala encontraría su última respuesta. En principio
encontró otra puerta. La Muerte se colocó delante de ella mirando al detective,
al juguete que ese día se había roto. El rostro que se dejaba ver ya no era el
suyo sino el de una mujer con una sádica sonrisa bajo la capucha. Antes de
comenzar a hablar tiró el cigarrillo al suelo y lo pisó.
-Tras esta puerta están
todos los juguetes usados, los juguetes rotos. Juguetes que deben comprender el
juego y que ya no valen para nada más. Tú ahora eres uno de ellos, entra y
cumple con lo único que te queda por hacer.
Al abrir la puerta se esperó
encontrar muchas cosas que le rondaban la cabeza, pero ante todo se esperaba
una: la respuesta que tanto ansiaba, la respuesta que esperaba convertida en
felicidad. Pero no encontró nada más que una absoluta oscuridad en la que,
extrañamente, se podía ver a la perfección un montón de personas. La sala
parecía infinita, sin formas ni colores, solo negro. Y sobre ese negro,
ejércitos de personas. Ejércitos inmensos organizados en ordenadas filas que se
miraban los unos a los otros.
-¿Dónde está ella? ¿Dónde
está mi hija?- Lo que veía no le gustaba, pero tampoco lo entendía.
-No hace falta que la
busques, yo te llevaré junto a ella- dijo con tono cordial-, relájate o será
más doloroso.
Caminaron entre innumerables
y extensas filas de personas que no apartaban la mirada de la persona que había
frente a ellos, que no movían un músculo, pero que respiraban, estaban ahí,
vivas, inmóviles. Había niños y ancianos, había gente vestida y desnuda, gente
con extremidades cercenadas y cosas peores e indescriptibles. La Muerte se
detuvo pronunciando las palabras más dolorosas mientras señalaba algo
espantoso. “Esa es”. El detective tembló al verla, estaba allí desnuda, sin
brazos, sin piernas, sin pelo, con el cuerpo quemado y el rostro desfigurado,
pero era ella, tal y como esos cabrones la dejaron, estaba seguro. Por primera
vez desde que era pequeño, lloró, gritó y se descontroló. Nunca había calculado
algo así. Su hija ni le miraba, o eso le parecía. Solo tenía ojos para esos cinco
hombres. Algunos con partes del cuerpo amputadas y agujeros de bala en la
frente, otro con la cara completamente quemada, uno con la boca partida y el
último con la cabeza abierta y las piernas rotas. Aun así se mantenía en píe,
incluida su hija, que flotaba en el aire como una masa de carne deforme en la
que apenas quedaba algo de humanidad.
-Sois muñecos rotos que
habéis sido partícipes de un juego cruel. Habéis sido víctimas, pero también
verdugos. Mi hermana os ha manipulado, pero vosotros os dejasteis llevar, jugasteis. Todos queríais ganar y esas ansias
de victoria os llevo a mataros. Da igual porque fuese, todos teníais motivos.
No hay asesinos, no hay inocentes, todos sois iguales, todos sois las mismas
ratas repugnantes que corretean sin saber muy bien hacia donde se dirigen, una
plaga infecta que extiende su podredumbre allá por donde pasan. No todos han
matado, es cierto, pero sí han consumido a alguien con sus palabras o sus
actos, han consumido a la Vida, han contribuido en el juego.
'Un juego que para vosotros
ha terminado y para mí está a punto de empezar. Colecciono los juguetes rotos
de mi hermana y ella algún día presidirá está sala. Ese día ya no habrá más
juguetes, ni dolor. Ese día solo habrá un ganador. ¿Hace falta que te diga quién
será? La paciencia da sus frutos y mi fruto es este lugar, sois vosotros y mi
hermana. Es la victoria. No lo consideres una condena, sino un regalo
¿Prefieres estar tirado eternamente en esa cloaca o colocarte junto a tus
víctimas y verdugos, mirándoles a la cara, conociéndoles sin hablar y comprendiendo
porque lo hicieron? Apaciguando tu odio y tus ganas de matar, eliminando tu
dolor. En unos años todo desaparecerá. Cuando no juegas al juego no necesitas esos
sentimientos y si quieres ganarlo tienes que suprimirlos, como hice yo.
Agradecerás estar eternamente junto a tu hija e incluso frente a ellos, frente
al hombre que la amaba y tuvo que matarla, frente a las personas inocentes que
mataste como ese niño y que te perdonan, solo porque ya no hay juego para
vosotros.
El detective se llevó la
mano a la sien, todavía con lágrimas en los ojos, le dolía la cabeza. Al
hacerlo notó un agujero, el agujero que le había traído hasta aquí. Sin darse
cuenta se había colocado en el espacio junto a su hija, ni siquiera la abrazó o
la besó, simplemente se posicionó a su lado para la eternidad, frente a una de
sus víctimas. Al principio no soportaba esa mirada, pero tras unos segundos,
minutos, horas o incluso años le comprendió. Lo vio todo más claro, vio la
conexión. No les odiaba, aunque tampoco les quería, pero los comprendía. No
podía moverse, no quería. La Muerte se lo había puesto a todos más fácil que la
Vida, pero aun así no siempre sería agradable estar allí eternamente, inmóvil.
Tenía miedo. Ya no había respuestas, estaban todas ahí, con él, ya no había
cigarrillos, habían sido todos fumados. No había un mañana para ellos, no había
un sentido, solo había un juego, un juego que ellos habían perdido, que nunca
tuvieron posibilidad de ganar. Un juego entre hermanas que pronto llegaría a su
fin. Antes de cerrar la puerta para siempre, la Muerte les observó con su
juguetona sonrisa. No dijo nada, solo les miró, orgullosa de lo que tenía
frente a ella y de lo que estaba a punto de conseguir. No sentía pena por
ellos, solo una agradable sensación de victoria en el juego que creó su
hermana, de justicia en su maltratado mundo. Tras echar un último vistazo a su
colección y sin abandonar esa cruel sonrisa, la Muerte cerró la puerta con un
estrepitoso golpe que se produjo como una sentencia a la partida que habían
jugado y habían perdido, el último sonido que oirían jamás. En ese juego había
un solo ganador que se lo llevó todo. Un ganador cuya victoria, algún día,
también acabaría consumiéndole.
“No está muerto lo que puede yacer eternamente; y con el
paso de los extraños eones, incluso la Muerte puede morir." H.P Lovecraft
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