jueves, 17 de junio de 2021

El túnel silencioso

 


 

Escucho el impacto de sus patas contra las piedras del suelo, machacándolas con la misma facilidad con las que machacó las cabezas de aquellos pobres desgraciados. Me mantengo inmóvil mientras sigo tumbado boca abajo, cerrando los ojos a pesar de la oscuridad que me envuelve.
Con una mano agarro fuertemente un puñado de piedras, aunque soy consciente de que eso me ayuda tanto como las oraciones que pronuncio moviendo solo los labios, sin producir sonido alguno, pues lo último que quiero es llamar la atención de aquella… cosa.

Y, ¿qué era aquella cosa? Saberlo no cambiaría nada. Nada cambiaría el hecho de que estaba allí, tirado, herido, sin poder levantarme, inmovilizado por el dolor y el pánico, a solas con aquella criatura que vagaba por los túneles buscando a su presa. TUC-TAC, el sonido de sus patas era atronador en aquel silencio que nos envolvía. Mostraba cierta impaciencia mientras avanzaba agudizando sus sentidos para encontrar a su nueva víctima.
El festín que se había dado en aquel tren abarrotado de gente no había sido suficiente para él.

Daba igual que cerrara o mantuviera los ojos abiertos, la oscuridad me saludaba maquiavélicamente con imágenes veloces sobre lo que había sucedido.  Por veloces que sean esas imágenes sacudiendo mi cabeza, el recuerdo de aquello se me clava en el pecho tan profundamente como una de las pinzas de ese ser imposible que había arramplado con todo y con todos en el vagón en el que viajaba. En el que viajaba yo y en todos los demás.

Primero recuerdo el impacto, como si hubiésemos chocado con algo. El impacto provocó que muchos pasajeros, a pie o sentados, cayeran al suelo. Otros cuantos salieron disparados contra los cristales, que se rompieron con facilidad, precipitándose a su exterior. Me pregunto si alguno sigue con vida.

El tren comenzaba a perder aceleración al tiempo que aumentaba el pánico de los allí presentes. Eso no era un vulgar accidente ferroviario, ojalá lo hubiese sido. Era mucho peor, algo sin explicación. Lo que en un primer momento me pareció un enorme animal salvaje se había adentrado en el tren. Parece que entró por la cabina del conductor después de que el tren le arrollase, de ahí el brutal impacto. Ojalá ese bicho asqueroso hubiese muerto al ser atropellado, pero de alguna manera resistió el golpe y entró entre saltos y desgarradores rugidos que emitía desde sus diabólicas entrañas.

Avanzaba hábilmente rajando los cuerpos de todos, tanto de los que se quedaban paralizados por el mayor de los horrores como de los que trataban huir sin resultados.
Si el metal y el acero no se resistían a los fieros ataques de sus articulaciones, mucho menos lo hacían los vulnerables huesos y la expuesta carne de aquellos que se habían convertido en sus presas.
La sangre salía despedida a uno y otro lado de los vagones, los aullidos de dolor se entremezclaban con los gritos de terror de los que trataban de escapar a su fatal destino, y todos ellos formaban una sintonía de la desesperación cuando se unían a los chillidos que la criatura lanzaba sin cesar, como si formara parte de su ritual de matanza o se tratasen de exclamaciones de placer al hacer aquello para lo que había nacido, en un lugar que no parecía el suyo, no debía serlo.
La Tierra no puede albergar a una diabólica criatura como aquella, que parecía salida del averno, de un foso de la mayor oscuridad del inframundo, de otra dimensión donde residen los males más retorcidos o del inmenso espacio exterior, lugar que alberga los mayores y más tenebrosos e insondables misterios cósmicos.

Y una vez más recuerdo que conocer su procedencia no me ayudará a salir de aquí. Porque sí, yo escapé de aquel vagón de pesadilla. Tal vez no tuve la mejor idea, pero no se tienen mejores ideas cuando estás a punto de ser devorado por algo que hacía escasos segundos ni siquiera conocías. Cuando ese monstruo de cuatro patas está a un vagón del tuyo dejando un reguero de sangre, miedo y desesperación. Cuando ves de frente cómo se aproxima tu destino, y es un destino mucho peor del que te podrías haber imaginado nunca.
La criatura salta para cazar, tú lo haces para escapar, sin pensar, sin usar la lógica, rezando para que, si mueres, lo hagas sin dolor, sin tener que sentir en tu cuerpo sus pinzas o sus innumerables colmillos perforando tu rostro.
Te lanzas al mal menor sin saber que el mal mayor aún puede atraparte.

Veo una luz parpadeante al final del túnel, más o menos en el lugar en el que escuché aquel gran estruendo al que le sucedió el más absoluto de los silencios. O, bueno, ojalá así hubiese sido, porque el sonido de sus patas sigue martirizándome: TUC-TAC. No veo más que esa tenue luz al fondo, mientras yo sigo envuelto en sombras. Tampoco oigo más que ese “tuc-tac”, mientras yo me mantengo en silencio.
El golpe que me di al tirarme del tren en marcha hace que todo mi cuerpo arda. Ni siquiera sé identificar dónde se origina el dolor, me duele todo y me es imposible ponerme en pie. ¿Me he quedado paralítico? Incluso ese es mejor destino que sentir en mis entrañas los despiadados ataques de aquel intruso desquiciado.

Me intento imponer al miedo, mantengo los ojos abiertos, fijados en la lejana luz, y me arrastro entre las piedras, junto a las vías del tren. La luz alberga esperanza, pero al final de un túnel suele significar la muerte. Me dirijo a ella sin remedio. ¿Qué otra cosa puedo hacer?


Avanzo muy lentamente, intentando no hacer ruido, evitando gemir por el dolor, procurando olvidarlo. Así paso varios minutos hasta que el “tuc-tac” deja de ser solo un sonido. Veo la sombra de su silueta proyectada por una de las luces del fondo. Me detengo, contengo un sollozo y meto la cabeza entre las piedras. No quiero contemplar otra vez esa abominación.
El corazón comienza a golpear mi pecho con tanta fuerza como lo hacen sus patas contra el suelo. PUM-PUM, TUC-TAC, PUM-PUM, TUC-TAC, cada vez las oigo más cerca y, al hacerlo, mi corazón golpea también con más fuerza. PUMPUM-PUM, TUC-TAC, PUMPUM-PUM, TUC-TAC.
Me aferro otra vez a las piedras como un idiota, pronuncio de nuevo oraciones a pesar de ser ateo, esta vez solo mentalmente.
No quiero verlo, no quiero verlo, no quiero verlo. Abro los ojos todavía con la cara metida entre las piedras. No quiero verlo. Alzo levemente la cabeza. No quiero verlo. Le veo. Ya no es solo una sombra. Puedo ver a la bestia, con su piel, sus membranas, su baba colgándole, sus colmillos siempre preparados y, lo peor, sus garras siempre marcando el ritmo, como un tambor que augura la peor de las muertes: TUC-TAC

Estoy a punto de vomitar el corazón por la boca, es imposible que no me haya visto, está frente a mí, avanzando con lentitud, pero con rotundidad. Tal vez la oscuridad y el hecho de estar tumbado me esté protegiendo.
Él ya está mucho más cerca de mí y más lejos de la luz, así que cada vez me cuesta más distinguirlo, hasta que solo me guio por el sonido, lo mismo que parece hacer él.
Pensé que podría olerme: oler mi miedo, la mierda que cubre mis calzoncillos, la sangre de los otros pasajeros que salpicó mi ropa y mi cara o simplemente mi sudor, pero parecía ignorar todo aquello.
Ni me veía ni me olía (ojala yo pudiera decir lo mismo, porque él apestaba), pero tal vez sí me oyera, así que sería mejor mantenerse en silencio, tranquilo. Mi corazón no parecía entender por tranquilo lo mismo que mi cerebro: PUMPUM-PUM, PUMPUM-PUM. Y la criatura, ya invisible para mis ojos, seguía avanzando: TUC-TAC, TUC-TAC.

Entonces no solo pude oírle, también sentirlo. Por fortuna no siento su garra atravesando mi espalda, sino su baba deslizándose hacia mi nuca. Está fría, lo que, unido al susto de recibir esa viscosa sustancia, hace que me estremezca soltando un ligerísimo gemido. La criatura se detiene y el “tuc-tac” se convierte en un silencio mucho más aterrador. Echo de menos el “tuc-tac”.
De vuelta a cerrar los ojos, de vuelta a rezar por mi vida. Está encima de mí, con sus cuatro extremidades paralelas a mi cuerpo, su estómago suspendido sobre mi espalda y su cabeza moviéndose de un lado a otro buscándome, lo sé porque no deja de gruñir mientras lo hace, así que puedo seguir su sonido y, con ello, sus movimientos.

Superado por la situación mi cuerpo comienza a temblar sin posibilidad alguna de controlarlo. Las piedras que hay bajo él hacen un ligero ruido. El ser gruñe con más violencia, sabe que hay algo bajo él. Y entonces escucho cómo extrae una de sus patas de entre las piedras y ¡TAC! La clava con violencia a un palmo de mi cabeza. Me tengo que esforzar lo indecible por no soltar un grito de pánico.
Y otra vez escucho ese sonido, esta vez extrae otra de sus patas. Siento cómo la eleva sobre mí, siento cómo esta vez no va a errar, soy capaz de anticiparme a lo que va a ocurrir, a cómo me va a travesar la espalda y me voy a convertir en una víctima más de este pasaje del terror en que se ha convertido este túnel del metro, que, si todo sigue igual en la superficie, será largamente recordado por albergar el mayor y más espeluznante de los misterios.

Ya no cierro los ojos, no rezo, no me aferro a las piedras, no pienso más. Mi mente se pone blanco y entonces ¡ZAS! Un grito desolador atruena el túnel, lo cual hace que la criatura se detenga justo cuando iba a dejar caer su garra como los verdugos dejaban caer la guillotina, quedando la guadaña de la fría Muerte, mi muerte, suspendida en el asfixiante aire que nos rodeaba.
Uno de los que había salido despedido había despertado después de varios minutos inconsciente por el golpe recibido. Y, lo único que se le ocurrió a ese pobre desdichado es gritar, pedir auxilio, socorro. ¿Quién le puede culpar? Yo hubiese hecho lo mismo de despertar entre las sombras sin saber muy bien de qué había sido testigo.
Lo que aquel insensato no sabía es que sus sonidos de auxilio estaban llamando no a la ayuda, sino a su verdugo, a aquel que todavía no había contemplado, pero no tardaría en conocer.

Quedó claro que esa criatura se movía solo por el sonido, el oído era su único sentido. Y siguiendo su preciso oído dio un gran salto, o así al menos lo sentí, en busca de aquel que no dejaba de gritar entre lamentos y suplicas. Unas súplicas que aquella criatura oía, pero no escuchaba, unas súplicas que le guiaban entre el oscuro túnel, unos gritos de auxilio que se tornaron el gritos de agonía.
Yo, soltando todo el aire contenido con una agitada e incontrolable respiración, me deslicé como un reptil entre las piedras con presteza y un miedo que esta vez no me paralizaba sino todo lo contrario.
Yo reptando hacia la luz y aquel monstruo saltando hacia las sombras no éramos tan diferentes: seres moviéndose de formas grotescas buscando algo, uno alimento, el otro una salida. Dos seres que tal vez no tuvieran que volver a encontrarse, dos seres que posiblemente vagarían entre las sombras de aquel lugar hasta su muerte.

Pero antes de que eso ocurriese yo llegué a la luz. A los restos de aquel tren que se había convertido en el último escenario de decenas de personas. Ver sus cadáveres despedazados me descompuso, haciéndome imposible no vomitar allí mismo. Por fortuna mi corazón se quedó en su sitio.
La criatura había seguido su camino en dirección contraria a la mía, guiado tal vez por el sonido de más supervivientes que despertaban, pues oía a lo lejos más gritos que no procedían de la inhumana garganta de aquel ser que tanta desolación había causado en tan poco tiempo.

Me así al frío metal destrozado del vagón y, con mucha dificultad, me elevé para introducirme en el interior, donde me seguí arrastrando entre cadáveres, sangre y pertenencias ajenas. Cogí un móvil del suelo, pues yo ya no conservaba el mío, e intenté pedir ayuda con él, pero no había cobertura.
Seguí deslizándome entre los restos de los vagones, cortándome con cristales y de vez en cuando conteniendo la respiración para evitar oler la sangre y los despojos humanos.

La luz parpadeante me impide ver con claridad los objetos que se encuentran por el suelo. Intento buscar un arma, algo con lo que defenderme, pero no encuentro nada. Estamos en Estados Unidos, Dios bendito, alguien tiene que tener un arma.
Miro cada móvil buscando señal, algunos ni siquiera funcionan. Y al fin encuentro algo, un revólver en el pantalón de un cadáver. Al fin me encuentro con el cuerpo sin vida de uno de esos hijos de puta que van con un arma cargada por la ciudad.

Cojo el revolver sin haber cogido uno en toda mi miserable vida. No puede ser tan difícil. Me tiro un rato analizando el arma y comprobando como funciona. Está cargada. Aunque espero no tener que necesitarla, y no parece, pues el monstruo ya está muy lejos, no le he oído volver a los restos de su peculiar obra.

Continúo reptando por los diferentes vagones, ahora sin soltar mi nueva adquisición. Gracias a que la luz parpadea no tengo que ser testigo continuamente de los cuerpos mutilados y de los rostros congelados en una expresión que denota la contemplación del peor de los engendros.
De vez en cuando me detengo para coger aire y descansar. Por desgracia no encuentro alcohol para mis heridas o algún analgésico que calme el dolor al que parece me he acostumbrado, pero que no deja de sacudirme.

Aparto extremidades de mi camino, me limpio la sangre que gotea del techo sobre mi cara y mi pelo, rebusco en bolsos rasgados y sigo comprobando móviles hasta que llego a la cabina. Tiene el morro totalmente destrozado, pero todavía hay luces en sus monitores. Y lo veo, una radio, mi tícket de salida.

El silencio me está volviendo loco, y más cuando se fusiona con la dantesca escena que me rodea. Pero en breves esto se acabará, al fin escucharé una voz humana que no gritará suplicando por su vida, una voz humana que me ayudará.
Activo la radio apoyándome en los paneles mientras intento levantarme torpemente. Cojo el micrófono y comienzo a pedir ayuda desesperadamente rompiendo aquel silencio. La criatura está lo suficientemente lejos como para no escucharme, pero aun así hablo bajo instintivamente. Una voz me responde al otro lado formando un gran estruendo, pero no tanto como para llegar a lo más profundo del túnel, donde se ha adentrado ese ser.
Se acabó, van a rescatarme, van a sacarme de aquí. Mi respiración se calma, también mi corazón: PUMPUM-PUM, PUM-PUM, PUM-PUM, PUM, PUM, PUM.

Me pongo de espaldas mirando al techo, cierro los ojos y me concentro en mi pausado latido mientras, como un imbécil, sonrío sin poder evitarlo, aliviado, expectante, silencioso. PUM, PUM, TUC, TAC, TUC, TAC, TUC-TAC, TUC-TAC PUM-PUM, PUM-PUM  TUCTUC-TAC, TUCTUC—TAC, PUMPUM-PUM, PUMPUM-PUM, TUCTUCTACTAC, TUCTUCTACTAC, TUCTUCTUCTAC, PUMPUMPUM, PUMPUMPUM, TUCTUCTUCTAC.

Abro los ojos, alzo la cabeza y le veo surgir entre las luces parpadeantes, corriendo a una velocidad impresionante, saltando y moviéndose con la misma fiereza que hacía unos minutos. Pero esta vez no hay nadie más que yo, esta vez los cuerpos que embiste con sus garras están inertes y solo tiene un objetivo.
No pienso, solo actúo mientras sigo con la espalda apoyada en el suelo. Elevo el arma, apunto como puedo a esa cosa que no deja de moverse. Disparo, fallo; disparo, vuelvo a fallar; disparo, acierto; disparo, vuelvo a acertar.
El resultado es el mismo.

Me dejo caer hacia atrás con el impacto del último disparo. Contemplo el techo destrozado, escucho de nuevo la voz en la radio diciéndome que aguante un poco más y que en unas horas volveré a ver la luz del sol. No la veo, nunca más.
Le escucho saltar y chillar. Escucho una vez más el sonido de mi salvación convertida en mi perdición, el tío de la radio pidiéndome respuesta. No hay respuesta, no hay palabras ni oraciones, solo un último estúpido pensamiento: “Vaya, pues sí que tiene buen oído este hijo de pe…”.


 


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